Hubo una época en que llorar era cuestión de mujeres. Hoy también lo es en muchos lugares, pero no en ese cuarto frío lleno de cruces. Entre las cuatro paredes algunos tienen el rostro cuajado del fruto de su emoción. Otros han conseguido contenerse y notan las mejillas un poco húmedas. Los demás tragan saliva para sentirse más fuertes y evitar que el nudo que les impide respirar se desate.

No ha sido escuchar al niño lo que les ha emocionado tanto, sino captar sus palabras como el marco sonoro de un cuadro en el que una mujer sin brazo ha vencido la potencia de las drogas y consiguió liberar un gemido de dolor tan profundo, tan apabullante, como nunca nadie emitió jamás al finalizar su historia de amor y muerte. El llanto que ha superado la parálisis química es el latido de un corazón roto por la muerte de una niña que le fue negada, escapando por sus labios, rajado por la mitad sin posibilidad de cura, bombeando intacto el sentimiento que guardó al palpar la bala de acero incrustada en el tórax de su hija, sabiéndose poseedora del poder suficiente para partir como una manzana el mundo que la contenía, siendo incapaz de salvar lo que más quería.

El niño sigue acariciándola mientras suelta su pesar. La energía que ha debido liberar para vencer la dosis que le inyectó debía ser suficiente para iluminar una ciudad de tamaño medio. Supera sus expectativas y por eso sonríe. Alguno de los que les contemplan pueden confundir su mueca con desdén, pero no lo es. Más bien al contrario, es un profundo respeto por esa mujer maltratada y humillada, convertida en un talismán en el cual confluyen fuerzas que solo él llega a comprender y que, en parte, teme.

Detrás, apartada desde el inicio, la mujer asiática sigue sus actos sin un gesto. Por supuesto que ella también ha sentido el dolor de esa mujer que sacrificó un brazo como venganza por la pérdida de su retoño. Pero no quiere dejar que permee demasiado dentro. Teme las consecuencias que puede tener si se deja llevar como los demás.

—Tu hija —le dice el niño soplándole para refrescarla, mirando la séptima cruz que permanece vacía—, podía estar de vuelta contigo si no llegamos a cometer un error. Soy responsable y espero que al mostrarte íntegra la obra de arte que estoy componiendo puedas perdonarme.

La mujer deja de gemir, vacía de nuevo. Se sienten aliviados, sobre todo el vagabundo al que se le desbordaron los ojos con las primeras palabras y no ha parado todavía. Las manos que bañaron a la niña ya muerta fueron las suyas; las que arrancaron los pulmones del marido asesino también. Más vívido que un sueño, se olvidó de su propia existencia durante los minutos que la narración les envolvió, para verse inmerso en las palabras y pensamientos que atrapaba y digería haciéndolas suyas.

—Eres muy cruel —le increpa la mujer gorda. Su olor dulce es una manta que les cubre.

—¿Es crueldad la realidad?

—Si obligas a revivirla por supuesto.

—No siempre la crueldad es maldad.

La obesa se sonroja y calla. La respuesta ha removido cosas que quiere olvidar y no puede. Cosas a las que, sin embargo, desea regresar sin remedio, agarrarse a ellas con esos brazos grandotes que ha tenido en mala suerte poseer, sin soltarlas aunque se le claven en la carne que es más grasa que músculo.

El hombre de rojo no entiende una cosa.

—En su caso debería estar muerta. No creo que nadie sobreviva a una amputación de ese calibre sin una asistencia médica adecuada.

—Es obvio que no dejamos que su vida se interrumpiese. Lo que sucede sigue un patrón que yo voy entrelazando.

—¿Y de-jas-teis-que-ocu-rrie-ra? —se sorprende el anciano. Le cuesta vocalizar y pronuncia a empellones. Nota como le falta coordinación en el habla y surgen lagunas en la localización de términos que son frecuentes en sus conversaciones. Teme que no le quede mucho antes de perderse en su enfermedad.

—No teníamos derecho a pararla. No hasta que cumpliese su objetivo. Interrumpir el flujo de los acontecimientos produciría un desastre.

—Estoy un poco harto de tus intrigas —dice el ronco—. Aquí el asunto principal es que todavía no nos has explicado por qué nos retienes. Déjanos libres y sigue contándonos tus batallitas.

—No ha llegado el momento. Tenéis que digerir lo que os estoy ofreciendo; la historia de cada uno es nada más el primer plato.

El anciano sonríe sin saber porqué, moviendo la cabeza al compás de una música que solo existe para él. La enfermedad que disloca su ser, que lo convierte en una personalidad escurrida de lo que es en realidad, vuelve a dominarle, como ha ocurrido durante los últimos veinte años.

—¿Está malito? —pregunta el vagabundo.

—Algo así. Algunos la llaman la plaga del siglo XXI. Si le abriésemos el cráneo podríamos ver como los espacios en el centro de su cerebro se agrandan. Sus neuronas pierden la ruta en caminos que no tienen marcha atrás y deja de ser él mismo. Una enfermedad aterradora.

—Pero ¿qué hacía con las manos? —pregunta el de rojo.

—Escapar.

Menuda forma de escapar, aleteando como un pajarito, piensa el colorado.

—¿Cómo ubicaste a la mujer? —quiere saber el volador. Quizás así pueda comprender cómo llegaron a él. Si consigue salir de allí con vida, no le gustaría que se repitiese. No volvería a dejarse llevar por los buenos instintos. Recaudaría lo suficiente para escapar y dejaría de lado su poder salvo en caso de estricta emergencia. Es decir, cuando se le acabase lo que consiguiese acumular. Vivir toda una vida así iba a ser bastante estresante. Aunque merecería la pena si conseguía romper la línea que nadie en su familia había superado jamás.

—Igual que a ti. Vosotros me llamasteis.

—Te repito que yo no os llamé.

—Convergimos con ella en el momento en que arrancaba el cuerpo del coche y lo partía en dos. Fue espeluznante, aunque bello. Las formas de las entrañas sembradas en el asfalto cuchicheaban sobre un matrimonio interrumpido por la muerte, de un padre que no volvería a casa puntual para acostar a su hijo. La sangre dibujaba el rostro de su hogar mutilado. Yo estaba fascinado por la poética del acto al que acababa de asistir. Teníais que haberlo presenciado, fue espléndido. La fuerza de un agujero negro condensada en los tendones que arrancaban, trituraban, buscaban una excusa para justificar la vida que se apagó y que moría tendida en una manta de viaje. La sangre de la niña fluía suave y terminó uniéndose a la del hombre desmembrado.

Si un espectador ajeno estuviese viendo la escena que se desarrolla sentiría curiosidad por la ausencia de preocupación ante las ataduras que les sujetan a las cruces. Lo han asimilado como un animal atrapado en un cepo y se dedican a aprender todo lo posible, de forma subconsciente algunos, para completar la información que les falta e intentar huir. Es posible que no sepan que un animal atrapado sin otra opción se roerá el miembro buscando liberarse a cualquier precio.

—Llegó la policía y permanecimos ocultos vigilando. Alguno de los policías que acudieron no habían sido entrenados para soportar lo que presenciaron y muchos vomitaron. Los más curtidos meneaban la cabeza en busca de pruebas que aclarasen la matanza. Os aseguro que no es agradable rebuscar entre las vísceras.

—Es asqueroso.

Los presentes hacen caso omiso del comentario del vagabundo. Si le prestasen atención, verían que las uñas de ambas manos son ahora iguales en tamaño. Se le ha pasado la pena, sustituida por una repugnancia que le produce arcadas. Puede sentir en la yema de sus dedos el fluir viscoso de la sangre según las introduce entre los intestinos fríos como espaguettis recién sacados de la nevera. Vuelve a tener un poco de cabello, débil y ralo todavía.

—A la hora en que llegó a la finca, nosotros ya estábamos esperándola en el jardín. Todavía no amanecía pero faltaba poco. Ocultos asistimos a una demostración de fuerza desatada sin precedentes. La puerta de hierro forjado que cerraba el acceso se descerrajó con un leve empujón y se le quedó pegada a la mano sin que ella la sujetase. La ingente cantidad de electricidad que discurría por sus músculos para otorgarle la fuerza superhumana que desperdiciaba sin control la convirtieron en un imán paramagnético. No había nada igual en el universo. Estaba tan emocionado que besé a mi amiga.

La asiática sonríe de lado como única respuesta al comentario. La mujer obesa se los imagina abrazándose y le entran ganas de alegrarse con ellos. Está tranquila y lo agradece. La situación ha resultado ser, por así decirlo, terapéutica, por muy extraño que parezca. Permanece tan absorta en sus explicaciones que se olvida de su propia existencia y es agradable, por supuesto. No hay nada que odie más que su propia vida. Las cintas en brazos y piernas no son un problema para ella.

—La puerta chocó con el todoterreno del marido y saltaron chispas por todos lados. Parecían fuegos artificiales. Siempre me han gustado. Ella seguía avanzando con la mano atrás, la puerta pegada a su palma y el vehículo enlazado por el magnetismo. No parecía notar las cuatro toneladas que arrastraba, destrozando fuentes y árboles ornamentales, hasta que entró en la casa y se soltaron con un restallido metálico. Estaba en su casa del campo y buscaba al marido.

En ese momento, detiene su exposición y rodea la cintura de la amputada con sus bracitos. Apoya la oreja en su vientre y cierra los ojos.

La mujer soporta la tensión de la escucha sin luchar. No merece la pena porque no puede cambiar nada. Su bebé murió, mató a su marido y no hay futuro que le interese. Le gustaría morirse pero no puede comunicárselo al pequeño que parece empeñado en retenerla contra su voluntad. ¿De qué le sirvió toda su fuerza? Siempre supo que cualquier esfuerzo por conseguir algo por ella misma estaría abocado al fracaso. Era una inútil y por eso necesitó de su padre al principio y de su marido después. Se rebeló contra ese orden natural de las cosas y terminó matando a su hija. Debería haber hecho caso a su madre. Debería haberse conformado.

—¿También me seguiste a mí? —pregunta el volador. Les hubiese detectado. Desde allá arriba el mundo se veía mucho mejor. La conformación de las calles, el circular de los vehículos bailando con los semáforos, estructuras que a ras de suelo nunca creyó que existieran. Y la muerte al final, recordó. Quizá el ser humano no estaba diseñado para volar.

—Era cuestión de encontrar el punto exacto y situarse en él.

—¿Qué punto?

No obtuvo respuesta. El niño se dedicó unos segundos a mirarse las uñas, valorando si continuar la carnicería o dejarlas crecer un poco para que el placer fuera mayor. La voz del hombre de rojo le sacó de su ensimismamiento.

—A mi no me engañas. Creo que eres un demente, que este numerito que has montado con nosotros demuestra que estás como una regadera. ¿Llamamos a tu mamá? Debería darte unos azotes por impertinente.

Los ojos del pequeño se afinan como dos grietas oscuras.

—Nadie en este mundo merece ser mi madre —cada sílaba es un restallido—. Eres patético. Todas tus palabras, tus actitudes, demuestran que no has vivido ni un solo minuto de tu vida como una persona autónoma. Eres un calco lamentable de mil guiones de películas, de esos bestsellers que te comprabas para vivir una vida que no tenías, de las películas porno que tanto te gustan en las que las mujeres que nunca tuviste follan a hombres dotados de miembros que tú sueñas tener.

El hombre se queda con la boca abierta, sabiéndose descrito en trece segundos.

—Pero hay más como tú, no sufras. Basta con asomarse a internet y verás cientos de miles, representados por avatares con los que disfrazan su mediocridad, poblando la red, compartiendo en foros y chats, participando en comunidades de intereses y dormitorios solitarios que hieden a pañuelos de papel húmedos de semen. Voy a contar tu historia. Y cuando acabe jugaremos a las adivinanzas. Averiguaremos quién es más demente.

El hombre de rojo traga saliva. El niño habla.