1

Hasta donde tu memoria alcanza, tu vida ha estado marcada por la presencia de un varón fuerte, de personalidad poderosa, que no olía a tabaco y sudor, sino a colonias Lacoste y jerséis de cachemir recién lavados.

De niña, tu padre. Cuando fuiste mujer, tu marido. Hoy, nadie.

Esa mañana de Junio, domingo y soleada, fue la primera que respiraste un aire sin aroma a macho.

Pero mucho tiempo atrás, si cierras tus párpados, te ves con siete años, decorada con un vestido sin mangas, a cuadros rojos y grises, una camisa blanca planchada que te resulta incómoda al apretarte un poquito en la parte trasera de las axilas, unos zapatos negros que reflejaban la cama en que la que te sentabas esperando que tu padre terminase de discutir con tu madre, la asistente, la cocinera y cualquier otra persona que se cruzase en su borrasca personal. Gritaba muy a menudo, tanto que en ocasiones enronquecía y caminaba afónico durante días por la casa, aporreando las puertas y muebles para comunicarse, maldiciendo en murmullos.

Si dejas que el recuerdo fluya, puedes ver tus manos entrelazadas en tu regazo, nerviosas como polillas, los dedos enredándose unos con otros, planteando luchas sin vencedor, crispándose al ver a tu padre pasar de largo por delante de tu puerta y continuando la batalla cuando su voz afónica se alejaba por el pasillo. Con un poco más de concentración puedes llegar a sentir el vértigo que subía por tu vientre pero que aguantabas para no interferir en su cruzada, ahora que el volcán erupcionaba en plena efervescencia.

Dejando de lado la vergüenza que te produce, puedes apartar la cortina del pasado un poco más y notar unas gotas de orina calientes humedeciendo tus bragas blancas mientras tu padre comenzaba a regañarte, con la mano a dos dedos de tu naricita aún sin fracturas, escupiendo salivajos que se estrellaban contra tu piel y te obligaban a parpadear aunque no querías. No entendías muy bien porqué se enfadaba tanto contigo, pero te daba igual; lo único que deseabas es que acabase de una vez y que no terminase como otras veces, doblada en el parqué, hecha un ovillo con las manos abrazando tu cintura todavía sin forma.

Bucea más profundo, aguanta la respiración lo que puedas y tápate la nariz.

Puede ser que hubieses roto algo, o dejado la ropa mal colocada, o simplemente una luz encendida.

Él te diría que le explicases el porqué; por qué lo hiciste si te lo había repetido tantas veces. Y tú no sabías explicarlo, ni tan siquiera te acordabas, lo único que hacías era jugar en el salón y algo se rompió a tu espalda, el suelo lleno de esquirlas de cerámica de Yadró, de esa estatuita tan graciosa de la niña y el perro que tu padre limpiaba cada sábado con un paño muy especial que sacaba de una cajita en su despacho. Tampoco recordabas si dejaste la luz encendida, obviando su insistencia vehemente que te exigía apagarla siempre; debías ir a cenar, pero el pasillo largo se veía muy oscuro y te daba miedo, así que es posible que la dejases encendida según lo atravesabas corriendo, convencida de que se apagaría sola por arte de magia cuando estuvieses ya en la seguridad del salón principal, camino del comedor en que esperaban tus padres, uno a cada lado de la mesa, y la asistenta esperando para servir la cena. Y la ropa la habías colocado, por supuesto que sí, en la silla para que después la asistenta pudiera llevársela a la habitación de la plancha, pero te parecía posible que se hubiese resbalado ya que pesaba mucho y terminase hecha un montón en el suelo, donde la descubrió tu padre al revisar el cuarto.

Siempre que no podías responder a esos porqués que caían como la losa de una tumba sobre tu pequeño cerebro, cubriéndolo e impidiendo que llegase la luz que te ayudaría a darle la respuesta que buscaba, tu padre ensanchaba las fosas nasales y veías los pelos que protegían la entrada. Si te asomabas un poco más, creías ver su cerebro incinerándose en llamas por tu culpa.

Te dejabas golpear. Nunca era mucho, solo lo justo. Un puñetazo en la barriga a veces, otras un rodillazo en la pierna con la que saltabas al jugar a la muñeca en el patio del colegio, las peores un apretón en el cuello que provocaba que vieras las luces de la galaxia sin necesidad de usar el telescopio que te regalaron por tu cumpleaños. En una oportunidad intentaste esquivarle y te rompió el tabique nasal. Fue por tu culpa, como siempre, maldita niña que no se quedaba quieta.

Al terminar el castigo, se iba dando un portazo. Volvía al rato sin falta, los ojos anegados en lágrimas, abrazándote y farfullando lo que te quería, volviendo a insistir en sus porqués, que le explicases el motivo por el cual le obligabas a enfadarse tanto, él que daría la vida por ti, cogiéndote en brazos y llevándote a su cuarto de baño, donde te echaba cremas con olor a menta en los moratones, te masajeaba el cuello logrando que las marcas de dedos desaparecieran. Con la fragancia del bálsamo rodeándote, le limpiabas las lágrimas, deseando libarlas para acabar con su sufrimiento.

En esos momentos estabas como enamorada de tu padre.

2

Todas las atenciones que recibías se esfumaron el día que manchaste tu ropa interior de sangre con trece años. Desde que tu cuerpo decidió arrebatarte la infancia a golpe de compresa, dejaste de existir para tu padre. Una paria por culpa del endometrio, desde ese día ya no tuviste ni padre ni madre, que nunca te prestó atención. La única mujer que te daba un beso por las noches era Juana, la asistenta, besos en la frente y manos algo ásperas que te acariciaban el cabello antes de apagar la luz. Nunca nadie te leyó un cuento.

Fue tu madre la que te entregó tu primer paquete de compresas y de tampones, una caja rosa y la otra azul.

—Dentro están las instrucciones. Tiene dibujos, así que seguro que no tienes problema —te explicó sin emoción—. Lávate bien, tira esas bragas y pásate por mi estudio, quiero hablar contigo.

Así lo hiciste. No cabía otra opción con ella que la sumisión.

Te esperaba sentada en su sillón de orejas, con un libro cerrado en el regazo. Delante había colocado una silla, no demasiado cómoda. Te hizo un gesto para que tomases asiento; lo acataste notando un doblez en la compresa.

—Ya eres una mujer —aseveró con el rostro como una máscara, un hecho sin significado para ti pero que debía de ser de gran trascendencia por el tono que usó—. Has tenido el periodo y eso significa que dejas de ser una niña. Has tardado un poco más que yo —y ahí se detuvo, rememorando su primera mancha—, pero no importa; es algo que a todas nos llega, tarde o temprano, y tenemos que vivir con ello. Los hombres van a comenzar a verte de otra forma, lo notarás enseguida, persiguiéndote como perros en celo. Tendrás que estar muy alerta para evitar caer en sus garras. Tu mayor tesoro reposa donde sangras, y debes cuidar a toda costa que no caiga en manos de cualquier hombre, joven o viejo, que quiera arrebatártelo. Verás como son, cómo se comportan. Ya irás dándote cuenta tú misma. Mi obligación es explicártelo como hizo mi madre conmigo, como tantas madres con sus hijas. Puedes marcharte —y abrió el libro. Tú no te moviste—. Vete, ya hemos terminado.

Entonces te fuiste, intentando atrapar las palabras que flotaban ominosas por tu cerebro, no olvidarte de ninguna para no ser raptada por un hombre con hocico de perro que olfatearía tu vagina deseando robarte ese tesoro que te hacía sangrar.

Los meses siguientes te llevaron a algunos cambios en el vestuario, introduciendo en tus cajones sujetadores, en el armario del baño cremas depilatorias que te facilitó Juana el día que te vio las axilas con vello, y a usar camisas más holgadas de las propias de tu talla para evitar atraer los hocicos tan temidos.

En las fiestas que daban tus padres en casa te sentabas en una esquina, con un vaso de refresco, y te hundías en las sombras para no ser detectada. Si alguien se fijaba en ti, creías ver su nariz afilándose, su punta ennegreciéndose y contrayéndose a medida que olfateaba el aire a tu alrededor. Cruzabas las piernas con mucha fuerza y tú también aspirabas el aire en busca del aroma de tu vagina, sin detectarlo.

Llegó un momento, otra celebración cualquiera, en que tu madre se acercó cogida del brazo de un chico moreno, muy guapo.

—Natalia, este es Diego —su sonrisa perlada brillaba, sus manos agarrando su antebrazo en una presa inamovible—. Su familia son socios de tu padre desde hace años. Seguro que os llevaréis muy bien —y os dejó sin parar de sonreír, los labios remarcados y perfectos.

—Hola —dijo Diego, y te tendió una mano de dedos largos y finos. La analizaste unos segundos y te fijaste en su nariz, que no daba evidencias de olisquear, así que le ofreciste la tuya.

—Hola —te gustó el calor de su piel abrazando el dorso de tu mano, sus dedos más fuertes de lo que aparentaban, el frío de un anillo con escudo familiar rozándote.

Él acercó una silla, sentándose a tu lado.

—¿Quieres otro refresco? —preguntó señalando el vaso con coca-cola aguada que calentabas desde hacía horas.

Asentiste, observándole según se acercaba a un camarero y le pedía dos vasos llenos de hielo, cogiendo él mismo un par de botella llenas y sirviéndolas con cuidado para no derramar nada. Volvió contigo, ofreciéndote uno.

—Toma.

—Gracias.

—De nada, ¿dónde estudias? —él no dejaba de mirarte a los ojos y tú no dejabas de mirarle a la nariz.

—En Santa María de los Rosales.

—¿Allí estudian las infantas?

—Sí.

—¿Qué tal son? —te preguntó. Parecía sinceramente interesado.

—Son majas.

Diste un par de sorbos rápidos a la coca-cola. Te subió una explosión de gas que brotó con ruido por tu nariz.

Avergonzada te tapaste la boca y él comenzó a reírse. Su sonrisa era una luna preciosa, su carcajada sonaba a música. Le acompañaste en la risa y te enamoraste.

Después vinieron los paseos de la mano en verano, vuestros anhelos cruzándose mientras él remaba en el estanque de El Retiro, la unión de los labios en besos que sabían a novios, el paladeo de la saliva del otro con las lenguas buscándose, novatas. Películas en el cine donde no prestabas atención a los diálogos de los actores, sino a las caricias de su dedo meñique sobre el dorso de tu mano, escribiéndote en la piel letras que hablaban de amor, ternura y proyectos futuros, y tú tartamudeando, aprendiendo a expresarte en ese lenguaje que practicabas con el pecho inflamado de pasión.

3

Más tarde, muchos meses quizás, estáis sentados, él agarrando con firmeza tu mano apoyada en sus rodillas, en el sofá del salón de la casa de tus padres, recibiendo la bendición para la boda que se celebra como os merecéis, todos los gastos por cuenta de vuestras familias y tú dedicándote a posar para las fotos, saludar a mujeres con caras pegajosas de maquillaje y hombres con aliento a tabaco y whisky, acaparar felicitaciones y soñar despierta con el día más importante de tu juventud.

La celebración acaba por fin, el salón arrasado por un tifón de invitados etilizados.

En el cuarto de baño de la Suite que ha pagado tu padre, te duchas con jabones de perfumes naturales, esmerándote en que todo en tu cuerpo sea perfecto para el acontecimiento que te espera en la cama. Tu marido está algo bebido. Los hombres de su clase nunca se emborrachan. Estás nerviosa y excitada, has leído mucho referente a esta noche y sabes cómo tienes que actuar, donde debes tocar y hasta cuando puedes pedir más sin que tu hombre se sienta desdichado por no poder satisfacerte. Sales del cuarto de baño entre una vaharada de vapor, con la toalla enrollada alrededor de tus senos y el pelo todavía húmedo esparcido libre por tu espalda, fresco al contacto. Él te espera sentado en el borde del lecho en el que podríais dormir de lado y aún tendríais sitio de sobra para no tocaros, haciéndote sentir como una diosa al quitarte la toalla, que cae mostrando tus pechos llenos y firmes, de aureolas pequeñas y pezón claro, cintura estrecha y algo de barriguita, el vello púbico recortado con tijeras de punta roma.

Todo según el plan establecido.

Sin la sorpresa debida, esperándolo en el fondo, te das cuenta de que él te huele. Se ha levantado y avanza olfateando el olor que desprende tu entrepierna, la nariz afilada y ennegreciéndose en su término, los ojos como cicatrices sin curar.

Retrocedes un paso, pisando la toalla húmeda y trastabillas, paralizada; sus garras te cogen y te arañan detrás de los brazos, sus uñas empapándose de la humedad de tus axilas, la boca llena de dientes destilando y la lengua roja y pulsátil lamiendo el fondo de tu garganta, ahogándote. Tiemblas cuando te echa en la cama y forcejeas al sentir como separa tus piernas, no quieres que siga oliéndote allí, en la misma fuente de tu pecado. Pero el animal de hocico negro y arrugado te aplasta con su peso, entra sin miramientos y empuja, mete y saca, lubricado con la sangre que mana al romperte el himen, que se confunde con las lágrimas que inundan las sábanas, la cama, la habitación entera, deseando ahogarte y no ser rescatada.

Sale de ti, apoya su rostro de bestia en tu hombro, y tú gimoteas en silencio por la mala suerte de ser mujer, y él parece sorprendido. Su rostro es normal otra vez, ni rastro del animal, una pura expresión de desconcierto y malhumor, vistiéndose sin ducharse y saliendo de la alcoba murmurando palabras soeces.

No te mueves durante un lapso que parecen horas, dejando que su fluido que te mana por la ingle camino a tus muslos se seque, durmiendo al final.

Te despiertas asustada al abrirse la puerta y entrar él apestando a whisky. No se molesta en quitarse ni los pantalones, la punta de su miembro asomando entre los faldones de la camisa. Se abalanza y te sujeta las muñecas cuando pretendes abofetearle; te la clava varias veces más obteniendo su clímax, semen sobre semen, y te aparta con desprecio, echándote de la cama.

—Vete a lavarte —dice contrayendo el puente de la nariz, tumbándose de lado y roncando a los pocos segundos, los pantalones por los tobillos, dándote la espalda.

Ahora entiendes las palabras de tu madre.

4

No siempre es así. A veces es sensible y se nota que le preocupa no hacerte daño. Y los días que es más brusco, manda un ramo de flores rojas y blancas por mensajero, tus preferidas; al volver a casa te besa acariciándote las sienes, te abraza y casi no diferencias su tacto del de tu padre.

Cada mañana a partir de ese momento es un despertar de cabeza embotada y pastillas. Visitas al médico de la familia, tabletas de píldoras con nombres que no recuerdas, cenas con tus padres y Diego a tu lado, cada uno con las manos sobre su regazo. Conversaciones que versan en los negocios de ambas familias, tu madre y tú asintiendo sin emoción y haciendo eco de las risas de los dos varones, rodeadas por una nube de olor a coñac y cigarros. Alguna vez te ha parecido ver la piel algo amoratada en el pómulo derecho de tu madre.

Una noche cualquiera en casa de tus padres, finalizada la cena, con los dos hombres conversando como solo ellos hacen, tu madre pide disculpas y se levanta, cogiéndote de la mano. Te arrastra a su alcoba sin darte ninguna explicación.

—Tienes que aprender a cuidar de los detalles —te dice, abriendo un cajón del mueble de la cómoda y sentándote en el banco situado enfrente del espejo del tocador—. No vamos a desperdiciar todo aquello que hemos intentado inculcarte con tanto esfuerzo.

Extiende la bolsa que ha sacado, llena de brochas de maquillaje, tarros con cremas, perfiladores de ojos y saquitos con olor a tierra seca.

—Tu padre y yo llevamos casados treinta y ocho años —abre un recipiente lleno de una crema marrón con aspecto rugoso—. No te puedo decir que he sido feliz todos ellos, sobre todo al principio, cuando nos estábamos conociendo —con la yema del dedo comienza a extender una base por la magulladura de tu sien.

Termina la aplicación, espera que la piel termine de absorberla, coge una brocha de la anchura de un dedo, la aplasta con suavidad en el contenido de un saquito lleno de polvos y te acaricia allí donde la piel ya no es de color piel. Más bien parece del tono de un filete fuera del refrigerador durante dos días.

—Tu padre, como tu marido, está siempre ocupado, con la cabeza en todos esos negocios que hacen que nosotras podamos vivir como lo hacemos, que nos mantienen fuera de toda esa inmundicia que otras personas tienen que pasar.

La brocha sigue dando vueltas, como una cuchara en un vaso de café, bregando por disolver el manchón que se va notando menos.

—Sé que a veces son rudos, pero fuera de casa viven en un mundo violento, sin piedad, en el cual tienen que preocuparse de que no les aplasten las pelotas —sueltas un respingo al oír la palabrota. Ella nunca pronunció una palabra malsonante en tu presencia—. Es lógico que vuelvan a casa irascibles. Nosotras tenemos que estar ahí para ellos. En lo bueno y en lo malo, la salud y la enfermedad.

Te miras en el espejo, mientras tu madre sigue dándole duro a la brocha, restablecido el tono habitual de la piel allí donde parecía una pieza de fruta con demasiados días en el frutero. Su cara es inexpresiva, concentrada. Bella y espantosa.

—No pasa nada si algún día se les va la mano y nos pegan un poco —se retira unos centímetros para examinarte, como un escultor ante su obra rematada, los ojos analizando cada centímetro de tu piel en busca de señales delatoras—. Tú aguantas, te tomas una pastilla si te pones muy nerviosa, y el día pasa. Son hombres bien educados y saben hasta donde llegar. Nunca vamos a terminar como esas furcias de los telediarios.

Guarda todo en la bolsa y te coge la cara con ambas manos.

—No destruyas tu matrimonio con una decisión errónea —atiendes a sus palabras, con la certeza de que dentro de treinta años no quieres estar en tu cama conversando con tu hija procurando ocultarle el resultado de un puñetazo en la sien.

5

A la mañana siguiente, según te despiertas, tiras sin querer el vaso de agua al intentar tragarte la pastilla blanca diaria. El agua se derrama por el suelo de madera, cubriéndolo.

Te quitas el camisón y te agachas para empaparlo antes de que la humedad estropee el barniz y encuentras tu rostro reflejado. Ojeras, bolsas de color morado, cuelgan de tus párpados, las pestañas apegotonadas y sucias, los labios en una mueca de desagrado continuo. No reconoces a la mujer que te otea desde el otro lado; debería reflejar una joven de veinticuatro años bella y refulgente, con la vida brillándole a placer y tú ves una vieja.

Empiezas a temblar, primero los dedos de los pies, subiendo por los tobillos, las pantorrillas ondulando como un campo de trigo, los glúteos endureciéndose y lanzando columnas de presión hacia arriba, la nuca estirándose por detrás como la soga de una polea y tú sintiendo que te ahogas, que algo grueso se te ha encallado en la garganta y te impide respirar. Te caes de espaldas, comprendiendo con certeza que te mueres, que en breves segundos el aire te faltará y te asfixiarás allí, apoyada en tu cama de matrimonio con los pies mojados. El cúmulo que te aprisiona la laringe entra de golpe y con él una bocanada áspera de aire. Gritas y te agarras de las orejas, sin sentir el dolor, colapsada por la angustia que te llena el pecho, que te hace temblar las manos y marearte.

Vives pero no quieres vivir.

6

Dejas que el ataque de ansiedad pase y, sorbiendo los mocos, te yergues, recoges todo el agua, llenas el vaso de nuevo y te tragas la pastilla.

Una píldora más, un día más. Mañana otra. El lunes más, el martes, cada día.

Se te corta la regla y dejas de usar compresas. Vuestro médico te felicita y tu marido te abraza encantado, susurrando su deseo más profundo a tu yo que se esconde en lo hondo del oído.

—Tiene que ser un niño.

Pero no siempre puedes satisfacerle.

Tu marido camina dos metros delante de ti cuando abandonáis la clínica en la que os dieron la noticia del sexo de tu hija. El médico te felicitó con una sonrisa que quedó congelada en una mueca al cruzarse con los ojos gélidos de tu marido. El día es frío y el aire se te cuela por debajo de la falda, caminando con pasos cortos, insuficientes para alcanzarle. Entras en el coche y no espera a que cierres tu puerta para acelerar dando un brinco. Lloras, no te detienes ni al llegar a casa; aguantas sin rechistar su silencio primero, sus gestos despectivos con posterioridad y un tortazo en la mejilla como calmante, conminándote a buscar un nombre de niña. Y que no se te ocurra usar ninguno de su familia, esos están reservados para el varón que tendrá que venir en un embarazo posterior. Por la noche te duermes abrazada a tu propio vientre.

Nace niña, una hembra más que nutrirá la manada. Pares sola, con el obstetra dándote órdenes tajantes sobre cuando empujar, cuando soplar, cuando parar, y te levanta la voz al darte un desmayo en la fase final del parto, el bebé enganchándose a la altura de la nariz entre tus labios menores. Traes al mundo un bebé bajo el mando de otro macho.

En la habitación del hospital se vuelve a abrir tu grifo de lágrimas. La cosita que yace a tu lado en la cuna de plástico transparente, en posición de rana panza arriba, los puños cerrados prietos a la altura de las orejas y la cara hinchada del recorrido por el canal que transita tu vientre, se remueve tranquila y satisfecha, alimentada por un biberón que recibió de las enfermeras que te consideran poco preparada. Sientes una tristeza infinita y estás convencida de que todavía no es la depresión posparto, que lo peor tiene que llegar.

Tu marido entró en la estancia en cuanto os trasladaron a las dos. Evaluó a su hija como una mercancía, sin acercarse para tocarla. Después se fue a la sala de espera.

Las visitas no pasan a verte. Entran auxiliares de clínica dejando a tu lado ramos de rosas con tarjetas de felicitación y en el pasillo tu marido le dice a alguien que te sientes muy cansada y que es mejor que no les presenten hoy a la niña. No se te escapa la forma de decir «la niña», con ese tono ajeno que usa tan a menudo al hablar por teléfono decretando la venta de alguno de sus inmuebles.

Por fin tus hormonas deciden batirse en retirada, la depresión entra a bocanadas, y las enfermeras tienen que sedarte para que dejes de gritar, asustando al bebé que se siente abandonado en su cuna. Se la llevan para que descanses y no vuelves a verla en cinco semanas.

Treinta días transcurren en una tranquilidad artificial de mirtazapina.

Una mañana, sobresaltada, tomas conciencia de ti misma. Estás en tu dormitorio, sola, y puedes escuchar a lo lejos el llanto de tu hija, desconsolada. Te sientas en la cama, cayéndote de lado intoxicada por los químicos que te arropan, iluminada por la luz que se filtra por la ventana, los rayos de sol colándose por las pequeñas rendijas que el cortinaje deja abiertas, adivinando el día festivo y la vida caminando por las calles más allá de los muros que te contienen.

Te duele la cabeza y te aferras a ese dolor para izarte y caminar tres pasos, descorrer las cortinas de un golpe y abrir la cristalera. Aspiras el olor de primavera reciente y te tienta la idea de saltar, terminar de una vez con la urdimbre que te ha atrapado.

Atravesando el cielo ves una figura que vuela no muy alto. Parece una persona, piensas divertida. Serías feliz si fueses capaz de acompañarle en su viaje, abandonar el lastre que te ancla sin tu consentimiento.

Meneas la cabeza.

Vuelves a la cama y tragas una píldora más.

7

Retomas la vida en casa con cierta tranquilidad, de no ser porque no te permiten ver a tu hija por prescripción médica. Lo que no evita que te lleguen sus sonidos, atravesando pasillos y paredes, reclamando comida, calor, alguien que rasque la delicada piel de su espalda irritada por las etiquetas de la ropa que lleva puesta.

Pasan los días y la voz de tu hija crece, varía con cada noche que duerme alejada de tu lado, madurando a una distancia apropiada para la enfermedad que te pesa el alma. Hay ocasiones en que casi no te importa, sobre todo cuando las pastillas que te obliga a tomar tu marido hacen efecto.

Tampoco te molesta demasiado la noche que vuelve oliendo a licor y puro, te levanta el camisón y te folla como a una muñeca, cogiéndote de las caderas para colocarte en la posición en la que él se desenvuelve más cómodo, sin preocuparle lo más mínimo si la episiotomía ha terminado de cicatrizar bien o si las adherencias de tus músculos pélvicos te hacen estrujar las sábanas para no disparar un quejido que pueda confundir con un gemido de pasión.

8

Cierta madrugada te despiertas descansada, la cabeza limpia y transparente como un baño de agua perfumada. La llamada de tu hija te reclama y sabes que nadie va a hacerla caso hasta que se duerma de puro cansancio. Tienes la certeza de que la etiqueta le molesta, picándole entre los omóplatos sin poder rascarse.

Diego ronca en la cama, de espaldas, el aroma de su colonia como un campo de fuerza a su alrededor.

Sin hacer ruido recorres la casa, fascinándote de la claridad de tus percepciones, de la energía que te recorre, la carne tanto tiempo laxa por las drogas y la falta de ejercicio. Te notas tensa, eléctrica, al borde del clímax.

Y tu bebé llora, te llama en su grito primario atrayendo a la madre.

Está detrás de la puerta del fondo, al otro lado de la vivienda. El pasillo bañado en oscuridad no impide que tú veas lo suficiente para comprender que en el cuarto colindante duerme alguien más, roncando con garganta de mujer. Debe ser la nodriza que alimenta con la leche de su pecho a una niña que no es su hija, que es la tuya, supliendo los propios de los que no ha fluido una gota de leche jamás. Los pezones te tiran como una vara de zahorí, estirándose y encogiéndose con cada gimoteo de la niña, expandiéndose las glándulas mamarias, el gorgoteo de la leche hirviendo a treinta y siete grados centígrados y subiendo. Los pezones te hacen correr por el pasillo y empujar la puerta para meterlos en la boca de la niña, ese placer doloroso que aliviará su tensión, rejuvenecerá tu organismo y te lastrará las tetas para toda tu vida.

La puerta te impide el paso, cerrada con llave. Ellos han debido prever que intentarías eso algún día.

La niña sigue suplicando. Clama por un poco de tu leche. El camisón se te empapa y dos circunferencias dulces y espesas crecen en la zona donde se marcan abultados debajo del tejido.

Los ronquidos se detienen unos segundos y continúan, despreocupados por la suerte de tu bebé, sus senos tranquilos mientras los tuyos manan como una fuente y su alimento te corre por el vientre.

El tono del llanto sube dos octavas, más de lo que puedes soportar.

Agarras el pomo de la puerta con la mano derecha y lo retuerces haciendo que salten los tornillos que lo mantienen clavado a la madera maciza.

Entras al cuarto y el bebé calla. Te agachas para cogerla en tus brazos; sonríe sin saber que sonríe, abriendo los labios, con su naricita presionando tu bíceps, apartándolo, y chupando el tejido de algodón, sacando de las fibras la leche que ansía. Con la mano libre te arrancas el camisón de un tirón y liberas tus pechos, el pezón absorbido hasta la aureola por esa boca que es tuya también, que no has conocido durante tantos días, unos labios que solo han mamado la piel de una extraña que la llenaba el estomago de alimento extraído de tetas sin amor.

Vuelves a llorar. De alegría. Eres plena, eres mujer. Eres tú misma por fin, dándole la vida por segunda vez a tu bebé.

Y entonces alguien grita a tus espaldas, una voz de mujer que recuerdas entre sueños drogados. La nodriza.

—¿Qué haces tú aquí? ¡Suéltala!

Te planta una mano en el hombro y con la otra intenta arrebatarte a la niña, que suelta tu pezón con un chasquido contrariado. Vuelve a llorar. Quiere seguir bebiendo leche de su mamá. Cuando la nodriza le hace daño al tirar de su brazo para arrebatártela, grita muy agudo. La cara de la mujer es una mezcla de rabia y contrariedad al no conseguir apartarla de ti, tirando obcecadamente de su bracito, el bebé berreando más alto aún.

—¡He dicho que la sueltes!

Sin pensártelo dos veces agarras su mano y la aprietas para obligarla a soltar a tu hija. La mujer cambia su expresión.

Ya no es de frustración, sino de sorpresa.

Será porque acabas de triturarle todos los huesos de la mano, convirtiéndola en un muñón deformado con astillas blancas asomando por todas partes como un erizo. Tan rápido ha sido que no ha llegado a fluir la sangre todavía.

Comienza a chorrear y la nodriza chilla de dolor. Tan agudo como nunca has oído a nadie, haciendo coro con la voz de tu hija.

La mujer se arrodilla aferrándose una mano con la otra, mirándola sin dejar de gritar, los ojos fuera de sus cuencas, quedándose con la boca abierta al acabársele el aire de los pulmones, manteniendo el gesto pero sin emitir sonidos.

Es el momento, tu momento.

Sales corriendo de la habitación, la niña apretada contra tus senos al aire. Avanzas por el pasillo todo lo rápido que te permiten las piernas, el salón al fondo y un poco más allá, a la derecha, la puerta de salida.

—Natalia, ¿qué estás haciendo? —la figura de tu marido aparece de repente, cubriendo la salida del pasillo, recortándose contra la luz del fondo.

Frenas en seco y te giras un poco, protegiendo a tu bebé, encogiéndote por encima de ella.

—¿Se puedes saber que haces? —repite, el tono más duro.

Le enfrentas. No tienes nada de miedo. Ni un poco.

—Apártate. Voy a salir de esta casa con mi hija —el sonido de tu voz, firme, te reconforta. No te habías sentido así en toda tu existencia.

Él se ríe, pero su carcajada es forzada, falsa, un intento de infundirse valor y asustarte.

—No digas idioteces. ¿Dónde vas a ir tú a estas horas con el bebé? Estás incapacitada para cuidar de ti misma, así que no pretendas hacerme creer que mi mujer se va a marchar de mi casa con mi hija, de madrugada.

Avanza un paso y otea por encima de tu hombro, a la habitación donde aún se mantiene arrodillada la nodriza balanceándose con su mano entra las piernas, como intentando dormirla.

—¿Qué le has hecho a Lola? —y su voz denota preocupación, más de la que hayas sentido en lo referente a tu persona en los años de noviazgo y matrimonio. En un suspiro lo entiendes todo.

—Te acuestas con ella —afirmas con voz de asco—. Te follas a la fulana que amamanta a tu hija sin preocuparte de tu mujer que convalece en nuestra cama.

—¿Mi mujer? —la risa suena sincera y duele en tus oídos como un latigazo—. Yo nunca he tenido una mujer. Desde esa primera noche supe que casarme contigo fue un error.

—Eres un cabrón.

—Y tú una zorra fría y estúpida. No has sabido darme lo que necesitaba. Tantos meses aguantándome las ganas, esperando la noche en que por fin serías mía, y… no eres más que una calientapollas.

Vuelve a dar otro paso. Tú te encoges aún más sobre la niña, atenta a una conversación que no comprende.

—¿Sabes lo que sentí cuando te penetré esa noche?

No respondes, no te interesa lo más mínimo saberlo. Otro paso, más cerca.

—Asco —y lo dice con todo el sentimiento.

Un pie, un paso más.

—Olías mal, y sigues haciéndolo. Te apesta el aliento y los sobacos.

Su nariz se acrecienta, más lobuna que humana. Acerca la cara a tu oreja, rozándola con los labios, que te hacen cosquillas.

—Y el coño —te susurra como una declaración de amor.

Te ciñe con las dos manos de los brazos y te dice frente a frente.

—Dame la niña ya.

—Jamás. Ni lo sueñes —y te desases de sus manos con un paso de retirada.

Incapaz de ocultar su ira, tu marido se abalanza de un salto, los faldones de la bata ondeando a su espalda como una capa.

Te das la vuelta, intentando proteger lo que más quieres, notando las manos suaves pero fuertes agarrando tu cuello por detrás, las yemas de los dedos cerrándose en tu nuez con presión constante. Intentas aspirar una bocanada de aire y no lo consigues por el aplastamiento de la traquea. Arrebujas más a tu niña contra el pecho, temiendo que se te caiga ahora que las paredes parecen dar vueltas y que se ha llenado todo de luces en movimiento.

—Nunca debí casarme contigo —repite, apretando un poco más.

Te dejas caer en cuclillas, enroscada sobre tu bebé, que ha topado con un pezón y mama tirando con fuerza. No puedes respirar pero sientes que no te hace falta, eres capaz de vivir de esa sensación tan maravillosa que te llena según alimentas al ser que engendraste, pariste y no disfrutaste hasta el presente.

No debes morir. La claridad de la idea te aplasta. ¿Qué será del bebé sin tu presencia?

Contraes los músculos del cuello, aplastando los hombros contra ellos. Puedes respirar, el estrangulamiento no tiene efecto.

—¿Qué demonios? —exclama Diego, apretando tendones duros como el acero.

Sin levantarte, te das la vuelta y le lanzas un palmetazo con la mano abierta al pecho, protegiendo el bulto que llevas en brazos con la otra.

Sale despedido en la dirección de tu golpe dejando las zapatillas en el suelo, atravesando todo el pasillo por el aire, la bata batiéndose en dirección contraria, cayendo como un fardo muerto en el centro del salón, espatarrado. Inerte.

Te miras la mano, sorprendida, sin entender todavía; empezando a sentir que tienes poder, más del que has gozado nunca.

Caminas y pasas al lado del cuerpo desmadejado de tu marido. Entras en tu dormitorio y depositas a la niña con cuidado en la cama; vistiéndote todo lo rápido que puedes, agarras una manta de viaje, dinero de la cómoda y te diriges a la salida.

La puerta blindada está cerrada y no tienes la llave, como no podía ser de otra forma. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Apoyas la mano en el centro, el tacto blindado frío, y haces fuerza. No demasiada, mucha menos de la que tenías previsto. La puerta se descerraja de los goznes y cae con un ruido semejante a una explosión. La niña da un respingo, llorando asustada.

Sales a la calle olvidándote de todo, ni un ápice de preocupación por la suerte que haya podido correr tu marido y su amante, centrada en alejarte lo más posible de tu casa, de meterte en un lugar seguro y cálido, un hogar para vosotras dos.

Corriendo por la calle te resulta difícil ver porque tienes los ojos derramados en lágrimas, un río que te cae por las mejillas y gotea por tu barbilla mojando la cara del bebé, uniéndose a las suyas. Dos mujeres llorando por la suerte que han torcido. Tú de alivio. Ella dejará de respirar pronto.

Os pasáis tres días escondidas en un hostal del centro de la ciudad, un cuartucho de paredes llenas de humedades trepando al techo, una ventana con cristales que deforman la visión y que no impiden que se escape el poco calor que proporciona un calentador eléctrico que te ha prestado el encargado del establecimiento. Echas el aliento y sale una nubecilla de vaho como si fumases.

En ese periodo saliste una vez, pegada a las paredes de los edificios, buscando las sombras, para comprar algunos alimentos. Te tienes que cuidar, tu compromiso maternal te lo exige. Se acabaron las pastillas, eso quedó atrás. De tus senos tiene que fluir la leche más pura que ha producido ninguna madre, tu piel debe exhalar el aroma limpio que tu hija recordará siempre.

Mientras la niña duerme en el centro de la cama te pasas horas enteras viéndola dormir, siguiendo el ritmo pausado y profundo de su pecho al inspirar y expirar, maravillándote del milagro que se produjo en tus entrañas y que se encarnó en ese pedacito de tu propio ser que estuviste a punto de perder y que ahora es todo tuyo.

Algo rompió la armonía amorosa en la que viviste unas horas.

De madrugada, te despertaste con la camiseta del pijama pegada a tu espalda, el cabello de tus patillas rizado y pegado a tus pómulos, con el corazón pulsándote en la garganta y con ganas de gritar sin poder.

No fue un simple sueño.

Le viste. A él a través de los ojos de otra persona, los colores extraños e irreconocibles, una visión confusa de una situación que se producía lejos de allí, aunque no lo suficiente.

Se paseaba dando zancadas, dos a un lado, dos a otro, con el torso rodeado por una venda y un brazo en cabestrillo. Con la mano libre se mesaba el cabello, tirando de él para atrás como solía en los momentos que estaba preocupado.

—Tenemos que localizarla —decía con la voz algo más grave de lo ordinario—. Tenéis que encontrarla ya.

—Seguimos buscando, no se preocupe —la voz sonaba cavernosa y grave, como si estuvieras escondida dentro de un armario muy pequeño.

—Claro que me preocupo —se plantó delante de él/de ti, empujándote/le con un dedo en el pecho—. Han pasado ya más de cuarenta y ocho horas y no tenemos ni la más remota idea de su paradero. Puede que haya cogido un vuelo y se encuentre en París, tomándose un café a nuestra salud.

—Eso no ha ocurrido —respondió/respondiste, meneando la cabeza, un bamboleo que te produjo un ligero mareo, como caminar mirando por unos prismáticos al revés—. He contactado con algunos conocidos en el aeropuerto y hemos revisado todos los embarques de las últimas horas. Ni ella ni la niña han salido del país.

—¿Tienes una esposa esperándote en casa? —la pregunta era extraña en ese contexto.

—No.

—Todo hombre debe tener una mujer —dijo, asintiendo varias veces—. Es lo que nos hace hombres de verdad.

Tu marido se sentó en el sofá donde en otras épocas veías la tele, adormilada; apoyó la frente en la mano sana.

—Puede estar en cualquier lugar, metida en el pueblo más infecto. No la atraparemos jamás.

—La devolveremos a casa.

—¿Sí? —se acercó, situando su nariz a dos centímetros de la tuya/suya—. Espero que así sea, te pago muy bien para que hagas tu trabajo.

—Y lo estoy haciendo —mostró un toque de arrogancia en la voz; se mantuvo/mantuviste firme frente a tu marido/su jefe aunque tenías ganas de mearte encima del miedo—. Tampoco se ha movido de la ciudad. Hemos revisado todas las salidas de autobuses y empresas de alquiler de coches.

—Os doy seis horas para localizarla. Si no lo conseguís en ese plazo, tendré que avisar a la policía o podría comenzar a ser sospechoso. Y sabes muy bien que es una opción que no me agradaría nada.

Tu marido se tocó el pecho lastimado.

—Encuentra a esa puta y tráemela aquí, a mi casa, con mi hija. Necesito dialogar con ella, hacerla entrar en razón —los nudillos blancos de presión—. Quiero ver a mi mujer en el dormitorio y a nuestra hija en su cuna. Si se entera de esto su padre…

En esos momentos sonó la melodía de un móvil, un tono impersonal, y se/te pusiste el teléfono en la oreja. Te aterrorizaste/alegraste, un sentimiento complicado de explicar.

—Perfecto, salgo para allí. No os mováis y si detectáis algo raro me avisáis. Y por raro me refiero a lo que ya hemos comentado —replicó/replicaste.

—Claro.

Dirigió sus palabras a Diego.

—Está en Madrid, tenemos la pensión en que se aloja —la satisfacción de su voz bailó con el regocijo de la sonrisa de alegría animal de tu marido. Faltó poco para que se te soltasen las tripas.

—Tráela ya. ¡Ya! —y lanzó una patada a una silla.

En ese momento te despertaste. Hace diez minutos, desde entonces recogiendo lo básico para salir de allí.

Te incorporas de la cama y gateas hasta la ventana, manchándote las palmas de las manos de polvo antiguo. Muy despacio asomas la cabeza para ver la calle enfrente de la pensión; a esas horas hay un tráfico de gente inusitado, muchos de ellos jóvenes buscando diversión, caminando del brazo y exportando risas que resuenan en los edificios. Dos personas se mantienen apoyadas en las barandillas de la entrada del metro, las únicas que ni se ríen ni se mueven.

Son ellos, piensas convencida.

Vuelves arrastrándote y coges a la niña evitando que se despierte. Tienes que salir de allí de inmediato, el tiempo apremia, y esos dos no van a dejarse convencer para que te permitan escabullirte por tus propios medios.

En la calle un Audi A4 negro espera aparcado en doble fila. Otros dos hombres salen de él, caminan hacia la entrada del Hostal, seguidos de los que esperaban en la boca del metro. Parecen moverse con desenvoltura por los perfiles sombríos de las aceras y paredes.

El que va delante de los demás se detiene frente al portal y habla por el teléfono móvil. Asiente y hace un gesto con la cabeza a los demás. Todos entran en el portal, que se los traga en su penumbra.

Suben las escaleras de madera desgastada sin ruido, pisando con las punteras de sus zapatos de marca para evitar el taconeo que los delataría a esas horas. Están bien entrenados, el dinero hace que pueda conseguir a los mejores para los trabajos que necesita en cada momento, y estos que te buscan son muy caros.

Cuando presientes que se enfrentan a la puerta de la habitación en que te hospedabas, tiras con suavidad, para no hacer ruido, de la que cierra el cuarto donde te escondes, en la primera planta. No te costó mucho reventar la cerradura. Sales al pasillo y las luces de emergencia hacen que las sombras que proyectas sean blancas y tú te veas oscura, permitiéndote percibir lo justo para correr a la salida, bajando los escalones de dos en dos, pisando en los bordes para prevenir que se comben y rechinen bajo tu peso. Veintidós escalones que no has podido dejar de contar atendiendo a la cara del bebé, temerosa de que arrancase a llorar. Veintidós latidos de corazón que casi se detienen al tropezar en el penúltimo, a punto de dejar caer el fardo caliente que llevas entre los brazos.

Arriba se cierra una puerta.

Tú ya corres por la calle, cruzando el asfalto sin reparar en el tráfico, dirigiéndote a la boca del Metro. No tienes ningún plan, pero el transporte público te parece la mejor opción para desaparecer entre el gentío, aún a esas horas. Miras atrás, a la ventana de tu cuarto, que deja escapar haces de luz centelleando de un lado al otro, seguramente linternas rebuscando en los escasos rincones, intentando apoderarse de alguna pista.

Desciendes al suburbano, que a esas horas carece de viajeros. Apoyado en una pared, al fondo, hay otro de ellos. Y lo preocupante es que él también te ha visto.

—¡Eh! ¡Ven aquí! —grita, su voz resonando amplificada por las paredes llenas de graffitis.

Antes de que pueda reaccionar, ya estás desandando el camino y escapando calle abajo, en dirección al Puente de Toledo. A tu derecha vibra un silbido. Uno de ellos se asoma por la ventana y hace aspavientos al que sale del metro en ese momento; se frena y se mete en el coche por la puerta del piloto.

Agachas un poco la cabeza y, asegurando al bebé contra tu cuerpo, te lanzas a la carrera, deshaciéndote de los zapatos con dos patadas. El suelo enlosado está frío y algunas veces te clavas cosas afiladas, pero corres más y mejor así, a pesar de la falta de costumbre y de que la garganta te manda señales de alarma en cada zancada.

Detrás, unos neumáticos chirrían.

Tuerces a la derecha por una calle estrecha, con cubos de basura rodeados por cajas de cartón y charcos cubiertos con una película oleosa. Pones cuidado de no pisar ninguno, no quieres otro tropezón como el de antes. Es curioso darte cuenta de que no te pesa nada la niña en brazos y, sin embargo, tu respiración no da más de sí. Prometes hacer un poco más de deporte si sales de esta.

—Mañana tendré unas agujetas de cagarse —dices en voz alta.

Vuelves a doblar una esquina y alcanzas a ver por el rabillo del ojo que el coche ha entrado en la callejuela, avanza golpeando las cajas y cubos de basura, lanzándolos por el aire, llevándose los charcos de agua en los surcos de sus neumáticos. Los faros de xenón proyectan un segundo tu sombra contra el muro.

Se hace cuesta abajo y parece que tus piernas cogen más velocidad, pero el Audi ya ha tomado la curva y te ilumina la espalda, atronando los edificios con la marcha corta que lleva a revoluciones tan altas que el motor canta feliz.

Se acerca.

Te das cuenta de que no vas a ser capaz de llegar a la siguiente esquina sin que te atrapen; decides enfrentarte a ellos, rodando a ochenta kilómetros por hora impulsados por un motor pagado con dinero de tu marido.

Cuando la perspectiva les permite adivinar que no continúas corriendo, sino que te has detenido y les plantas cara, frenan bruscamente y el coche comienza a recular de un lado al otro de la carretera, golpeando los bordillos con las llantas de aluminio que sueltan chispas.

El Audi se acerca, las ruedas bloqueándose y desbloqueándose, intentando controlar la velocidad y no atropellarte. Su jefe no estaría muy feliz de recibir a su mujer y su retoño en una bolsa de plástico con las marcas de los neumáticos deportivos atravesándoles el vientre.

A dos metros ya te das cuenta de que no van a frenar a tiempo.

A uno puedes ver las caras crispadas de los ocupantes, agarrándose al techo o a las puertas, anticipando el atropello.

A veinte centímetros alargas la mano, agarras el frontal metalizado, lo arrugas como una tela y subes el brazo, elevando el coche de mil cuatrocientos kilos y sus cuatro pasajeros por encima de tu cabeza y manteniéndolo allí, con las ruedas en tracción total aún girando a dos mil revoluciones por minuto, los doscientos caballos inútiles sin disfrutar del asfalto como soporte.

Los hombres cuelgan de sus cinturones de seguridad con la boca abierta. A uno de ellos se le caen las gafas de pasta, que rebotan contra el parabrisas y se quedan allí, cristal contra cristal.

La niña en un brazo y un vehículo de alta gama en el otro. Harías un bonito anuncio de coches.

De repente, las ruedas dejan de girar y el motor se apaga. Arriba el conductor te apunta con un arma. Suena un disparo que no te acierta.

Asustada, decides terminar la parábola que comenzaste al elevarlo y lo estampas patas arriba. El techo se aplasta un poco, no lo suficiente para matarles. Los Audi tienen ese precio por algo; los sistemas de seguridad antivuelco ejercen su cometido con eficacia.

La calle queda en un silencio absoluto, ventanas encendiéndose encima, algunas abriéndose y cabezas curiosas asomándose con precaución.

La niña duerme. O eso parece.

Abres la manta de viaje que la cubre y te alarmas al ver la palidez de su cara regordeta. La apoyas en la acera y terminas de retirar la ropa, manchándote las manos de sangre que no es tuya, que fluye escasa desde su pecho.

A tus espaldas, una puerta del coche raspa contra el pavimento a medida que intentan forzarla para salir, arañando metal contra asfalto sin éxito.

Levantas la camiseta infantil, sin entender bien todavía que está ocurriendo, y te crees morir al ver el agujero que se abre, no mayor que una moneda de diez céntimos, perforando la carne todavía tierna y caliente. Quieres parar el sangrado y no sabes cómo; metes un dedo y tocas algo frío y metálico: la bala que iba dirigida a tu cabeza.

Una ventana del vehículo estalla en cientos de esquirlas de vidrio. Del coche empieza a salir el copiloto, retorciéndose con esfuerzo y con el rostro surcado de hilos sanguinolentos.

El mundo se ha inundado de repente y toda el agua sale de tus lagrimales, que manan litros y litros cubriendo el cadáver, hidratándolo ahora que ella, tu pequeña, no puede valerse por sí misma para retener la humedad. Las lágrimas golpean como lluvia contra su frente, sus mejillas, la punta de la nariz, una tormenta de gotas saladas que caen en cascada brotando de tu rostro; ya no lloran solo tus ojos, sino todo tu ser. Y tú aprietas, exprimes, abres todavía más la espita que canaliza toda tu pena como un torrente que te vacía de vida intentando transmitirla a tu hija muerta.

Un gruñido del copiloto atrae tu atención. Parece que se ha quedado encallado con algo, quizás el cinturón de seguridad, y no puede pasar las caderas por la ventanilla. El esfuerzo da a su sangre un tono aguado al mezclarse con el sudor.

La tormenta cesa de golpe. Ya no hay lluvia de lágrimas. Se alza una tensión eléctrica que presagia un escalado a niveles más altos, como un ciclón o un huracán. Uno de los curiosos jurará en su declaración ante la policía que tu cuerpo chisporroteaba, y que la cadena que le colgaba del cuello se estiró hacia abajo como si alguien intentase robársela.

Ya no lloras y es peor. La pena se ha revertido a un pozo que tienes en el vientre y se traga, litro a litro, todo el amor que te poblaba, devolviéndolo manchado de cieno, putrefacto y maloliente.

Tus poros ya no sudan. Supuran.

9

Con un último roce a la mejilla del bebé, te levantas y estiras la espalda, las manos contraídas, acercándote al hombre que sigue luchando por intentar liberarse.

Cuando te ve venir, la cara se le demuda y tironea con más fuerza, pero parece que tiene bloqueada la cintura sin remedio y no consigue moverse.

—Oye, espera, no sé qué piensas que íbamos a hacer. No queríamos herir a tu niña —dice visiblemente asustado.

No respondes y sigues aproximándote.

—No teníamos más que haceros volver a casa. Tu marido nos dijo que te llevásemos —estás a un paso de él y no intenta escapar.

Te quedas mirándole muy quieta. Vuelves la cabeza, observando el cuerpecito depositado en la acera.

—Eso es, tu marido quería tenerte contigo. Si me ayudas, te puedo llevar a un lugar donde nadie te encontrará jamás —cree que puede ganar esta partida—. Nos encargaremos de tu hija, no te preocupes.

Te pones en cuclillas, le coges de las axilas y tiras con todas tus fuerzas, sin sorprenderte al arrancarle la mitad superior del cuerpo. El sonido más fuerte lo produce la ropa al rasgarse y el mugido que sale de su boca según le tiras a tus pies, girando los brazos como un molino de viento, la expresión incrédula de su rostro al ver el amasijo de intestinos que se esparce entre él y el coche.

—¿Son míos? —te pregunta antes de perder el sentido.

Otra voz de hombre grita dentro del vehículo volcado.

—¡Fran! ¿Qué pasa? ¡FRAN!

Agarras el coche y lo volteas entre crujidos de metal aplastado, dejándolo de nuevo con las ruedas apoyadas en el pavimento. Arrancas el techo en un suspiro, lanzándolo al otro lado de la calle, semejante a un papel estrujado. Dentro, tres hombres y dos piernas amputadas a la altura del ombligo. Dos de ellos parecen desmayados. Uno tiene todavía la pistola que ha matado a tu bebé sujeta con fuerza, un reflejo de su excelente entrenamiento. El otro permanece como un niño a punto de recibir un regaño de su madre.

—Llama a mi marido —le dices.

—¿Qué? —y una baba se le escapa del labio.

—Que llames a mi marido.

—No… yo no sé… —responde entre balbuceos.

—Llama… a… mi… marido —y señalas con la barbilla a su querido Fran, que ya no muge ni chapotea. Parece una especie de calamar humano, con los tentáculos saliéndole del vientre y esparciendo tinta oscura a su alrededor.

El hombre rebusca en sus bolsillos y saca su teléfono. Tiembla tanto que no es capaz de acertar a desbloquear la pantalla. Cuando lo consigue, después de orinarse encima al descubrir a Fran el Calamar, se lo acerca a la oreja.

—¿Señor?

—Dámelo —y extiendes la mano.

—¿Cómo? —el teléfono sigue pegado a su cabeza, dejando escapar voces agudas e histriónicas, como de dibujos animados.

—Que me lo des.

El hombre te lo pasa, a punto de dejarlo caer. Lo coges, todavía caliente.

—Cállate.

—¿Quién? —un segundo hasta que te reconoce— ¿Natalia, eres tú? Más te vale que me devuelvas a mi hija de inmediato.

—¿O qué?

No tienes miedo, ni el más mínimo; el tiempo de estar asustada parece muy lejano, más o menos del siglo pasado.

—Espérame. Estoy yendo —aplastas el teléfono entre tus dedos.

Desapasionada, te inclinas y apoyas la palma de la mano en la coronilla del hombre, que llora a moco tendido. Empujas, más o menos con la presión que haces al llamar a un timbre, y le hundes la cabeza entre los hombros dejando fuera de la nariz para arriba. La visión es cómica, pero no te ríes. No te hace ninguna gracia. Arrancas una puerta de cuajo, cogiendo la pistola de la mano del otro esbirro desmayado, despreocupándote de abrirle los dedos, incrustándosela en la sien sin dejarle que recupere la consciencia. Rodeas el coche y te percatas de que el cuarto hombre está muerto por la mirada vidriosa que mantiene invariable en el reposacabezas del asiento delantero.

Es entonces que caes en la cuenta del silencio de la calle y de las patrullas de policía que se acercan, a juzgar por el reflejo de las luces rojas y azules en los escaparates de las tiendas. Estirándose desde las ventanas, los espectadores te miran muy callados.

Saltas sobre las vísceras de Fran y recoges tu bebé cadáver.

10

Es diez de Junio, domingo por la mañana.

Estás sentada despatarrada, la espalda apoyada en el tronco de la gran encina de vuestra casa de campo. Observas las uñas de tu mano izquierda, llenas de suciedad. Las de la otra no puedes verlas porque se quedó en la cocina, tirada en el suelo junto al cadáver de Diego. Tu anillo de boda sigue en el dedo anular de esa mano, divorciada de ti.

Amanece, una pequeña curva de luz que se refleja en el agua de la piscina, lanzando destellos que llenan de movimiento y colores las paredes de ladrillo rústico. La curva crece a medida que el amanecer va completándose, a esa velocidad irreal, como de cámara rápida, que acompaña siempre el despuntar del día y su declinar. El cielo va cambiando de color, discurriendo de un morado a violeta claro, y la piscina se convierte en una marmita de alquimista, llena de líquidos mágicos que cambian de tonalidad. La hierba que te rodea brilla también con el rocío que la cubre, que recoge la luz y se llena de vida, la savia calentando sus tallos elásticos.

Suspiras profundo, como un niño después del castigo y está a punto de dormirse. Tu rostro también aparece cubierto de gotas que parecen rocío, pero que en realidad son lágrimas.

No puedes más, agotada por la pérdida de sangre. El muñón cubierto con un mantel blanco lleno de rosas rojas que siguen expandiéndose a medida que la vida se te escapa saltándose el dique del tejido que has interpuesto.

Disfrutando de ese amanecer de novela, todo parece un cuento.

El amor enfermizo de tu padre, siempre bordado con caricias y golpes a partes iguales. La dejadez de tu madre, con su maquillaje perpetuo tapando los restos del cariño de su marido. La tata que te cuidaba pero no te quería. El lobo feroz que te raptó vestido con la piel de un cordero y quiso devorarte. Pobre cenicienta, delicada caperucita que no tuvo un cazador que la rescatase de las fauces y de las madrastras malvadas.

Allí acaba tu protagonismo en la historia. Desangrándote en el jardín que algún día te gustó, vuelta hacia el sol que parece frenado en su ascenso.

Si volvemos unas páginas atrás en el libro de tu vida, disfrutaríamos con una ilustración de una mujer cogiendo un bulto del suelo y un coche destrozado detrás, con muchas caras con la boca abierta asomándose en cuadrados que bien podrían ser ventanas. El enlosado estaría pintado de rojo. Tus manos también.

Esto es lo que hiciste.

Tapaste el cuerpo de tu hija, ya frío, y lo achuchaste para intentar infundirle algo de calor. Después corriste otra vez, huyendo de los coches de policía que ya se detenían y de las voces que les urgían en las viviendas.

Desde allí a tu casa había treinta minutos en coche. Tú tardaste hora y media, caminando con pasos amplios, viendo pero sin mirar, en un trance de dolor e incredulidad, protegiendo contra el frío el cuerpo que transportabas y cantando una nana que no recuerdas haber aprendido.

Coco, coco

de cara negra,

noche de luna,

no asustes a mi niña,

que está en la cuna.

Coco, coco,

de cara negra,

negro carbón,

lávate la cara

con agua y jabón.

Coco, coco,

de cara limpia,

ancha sonrisa,

juega al corro

con estas niñas.

No te percatabas de las ojeadas extrañadas de los transeúntes con los que te cruzabas, ni de algún comentario soez que te lanzaron otros aprovechando la oportunidad que siempre brinda la oscuridad de la noche.

El camino fue aceras volando debajo de tus pies descalzos, algunas suaves y pulidas, con uniones perfectas; otras de cemento más basto, que raspaba la piel de tus talones. Todas iluminadas por farolas que te bautizaban con su luz de vapor de sodio, proyectando cuatro sombras de distinta densidad, algo fantasmales si hubieses tenido voluntad para fijarte en ellas. Un par de coches tuvieron que frenar bruscamente según cruzabas una calle, ciega de sufrimiento.

Pero todo trayecto tiene un final, y tu ruta nocturna alcanzó su meta cuando llegaste al edificio en que viviste tus años de matrimonio. La puerta del portal se abrió sin dificultad en cuanto presionaste un poco. Esas cerraduras antiguas son más ornamentales que seguras. El portero dormía en su vivienda, afortunado al no tener que cruzarse contigo y formularte alguna pregunta incómoda, arriesgándose sin saberlo a ser desmembrado en tu avance destructor.

Subiste en el ascensor de rejas con paciencia infinita mientras iba desenlazando piso a piso su ascenso a vuestra casa, protestando ocasionalmente con un latigazo de sus poleas y cadenas.

Saliste y al ver la puerta abierta tuviste la certeza de que Diego ya no estaba allí. Tenía amigos en muchos niveles de la administración pública y era probable que le hubiesen avisado al instante, informándole del hallazgo de Fran el Calamar y sus alegres compañeros, el hombre sin cuello y su pandilla.

Entraste en el piso y fuiste directa al cuarto de baño de vuestro dormitorio, donde siempre había una temperatura superior al resto de la vivienda. Desnudaste a la niña, tarea que te costó un buen rato debido a la rigidez que poblaba las fibras musculares. El rigor mortis se empecinaba en impedir que sacases las mangas de su ropa, el calcio de las membranas solidificándose para bloquear los movimientos articulares. Procuraste no forzarlas demasiado para no romper esos miembros pequeños que no hace tantas horas se aferraban a tus senos.

Sosteniéndola con un brazo, el que más tarde perdiste de un hachazo, llenaste la bañera. Con una tijera cortaste los tejidos que se te resistían, desechándolos sin cuidado.

Una vez llena, con suficiente agua para cubrirla sin que se sumergiera, la bañaste, retirando toda la suciedad y las costras negras, canturreándole más canciones que no sabías que sabías.

Nana del elefante,

nana chiquita…

sueña que tiene alas

suaves… finitas…

Que juega entre las nubes

cruzando el cielo,

que juega a la escondida

con los luceros.

Nana del elefante

que está durmiendo…

como sueña que vuela

duerme sonriendo.

A medida que lavabas el diminuto cadáver, enjabonando el cabello y los pliegues con las yemas de los dedos, la rigidez pareció ir aflojándose, aunque la piel mantenía el tono apagado de la muerte. El agujero de bala en el pecho lo rellenaste previamente con una bola de algodón muy blanco.

Al envolverla con la toalla para secarla, con la cara limpia y el pelo mojado peinado a un lado, parecía viva.

Antes de salir a buscar a tu marido, vestiste a tu hija, su cuerpo, y la depositaste con cuidado en su cuna, como si algún movimiento brusco pudiese despertarla.

Había otro sitio donde podía esconderse.

Dejaste la vivienda para ir a buscarle a vuestra finca del campo.

11

Hubo un momento en que querías dormirte para siempre con Diego a tu lado, sus ojos sin pestañear fijos en algún punto. Ya no hablaba al no disponer de pulmones. En su lugar presentaba un boquete que le atravesaba el pecho, a través del cual podía verse el suelo.

Cuando te amputó la mano hendiendo el antebrazo con el hacha, y tú te retorcías de dolor, sí que charlaba sin parar, con una pierna a cada lado de tus caderas, el arma con la hoja brillante de carmín colgando floja.

—No sé como llegaste a hacer eso con mi gente, pero no lo volverás a repetir, te lo aseguro —las cejas en alto, esa expresión suya tan típica, mostrando orgullo.

No podías ni balbucir, tenías un shock sobre otro shock; era más de lo que tu cuerpo y tu mente podían aguantar sin romperse.

—Todo iba bien, ¿por qué tenías que estropearlo?

Los ojos te bailaban de forma involuntaria, notando como perdías el conocimiento.

—Estabas tan bella el día que te conocí. Tú no lo sabías, pero llevaba ya varios meses deseando hablar contigo. Tu timidez me apasionaba. Siempre sentada en una esquina, la que fuera, fiesta tras fiesta, con las manos apretadas en tu vientre y agarrando tu vaso de cocacola.

Apoyaba el hacha en las baldosas, rozando el anillo cerrado en torno al dedo anular que todavía sentías ardiendo a pesar de hallarse a medio metro de tu cuerpo, amputado. Continuaba con su monólogo.

—Una cocacola, sin burbujas, bien aguada. Esa es tu bebida favorita. No me he olvidado, a pesar de que tú nunca has llegado a saber cuál es mi marca de colonia preferida. Yo sí me acuerdo de lo que importa.

El esfuerzo por mantenerte despierta te dolía aún más que el hueso cercenado. Querías descansar, ya bastaba de tanto sufrimiento.

—Todas esas noches llegando a casa sin una mujer que te acogiese con un beso y te ayudase a terminar el día como dios manda. Te veía tirada en el sofá, vestida con lo primero que cogías del armario, sin maquillar, y me preguntaba dónde estaría esa muchacha de la que me enamoré, la que sostenía el vaso de refresco como si le fuese la vida en ello.

Si tuvieses mano, sentirías como se empapaba de la sangre que te mana desde un poco más abajo del codo, manchando las losetas de mármol de la cocina de un color granate indeleble. Tendrían que cambiar las placas completas. Ese dato te importaba más que los fragmentos de hueso que asomaban atravesando la carne.

—Pensaba que con un hijo volveríamos a ser la familia que debimos formar, la que nos enseñaron a ser en nuestra niñez, la que me prometieron tus padres.

Elevó la pierna un poco, para apartarse del charco que avanzaba con la textura del caramelo líquido.

—Me decepcionaste. Y mucho —un instante de reflexión en el discurso—. Muchísimo. Pero llegué a quererla. Dejó de importarme que fuera una niña.

El recuerdo de tu hija tendida en la cuna de sábanas blancas, el móvil de osos de colores que no elegiste girando al compás de la música infantil, atravesado por la mueca de esos ojos que se iban pareciendo a los de un pescado, removió algo en ti. Un engranaje suelto se conectó. La sangre que perdías pareció disminuir un poco y comenzaste a sentirte más despierta.

—Todos los hombres tenemos necesidades y tú nunca has sido capaz de satisfacerlas. Y lo intenté, vaya si lo hice. Tuve que buscarme a alguien que me ayudase en eso, en mi propia casa, mantener una mujer a la que no amaba. —Diego se agachó acercándose a tu cara—. Te follaba con toda la pasión que podía, recordando nuestras tardes de paseos, las caricias en el parque, la tarde que metiste tu mano por debajo de mi pantalón.

Parpadeaste tres o cuatro veces y enfocaste. Tu marido debió percibir el cambio. Pero lo interpretó erróneamente y eso le costó la vida.

—Pero tú siempre flácida como un muñeco, sin asearte y desprendiendo ese olor… no podía soportarlo. ¿Te lavabas allí abajo?

Fue lo último que pudo decir antes de que sus cuerdas vocales dejaran de vibrar por falta de aire.

Hundiste tu mano en su tórax, blando como la gelatina bajo tus dedos, extrayendo sus pulmones, reventando las costillas, sin dejar que se incorporase.

—Aparta tu hocico de mi coño, cabrón —y le lanzaste a un lado, pegado a tu mano muerta, los dedos azulados rozando su cabello. Hacían buena pareja. La hemorragia volvía a su ser y te mareabas. Agarraste un mantel e improvisaste una venda de contención.

12

Hacía un rato nada más de la ejecución de tu esposo; según llegabas a la casa de campo no te planteabas las consecuencias que podían tener tus actos.

Por eso te cogió por sorpresa. No es que te hubieses preocupado demasiado en presentarte con sigilo. Arrancaste de cuajo las puertas de hierro que bloqueaban el acceso a la finca, y arrastraste una de ellas durante unas decenas de metros hasta que caíste en la cuenta de que no las habías soltado cuando se engancharon en el BMW todoterreno de tu marido y lo volcaste de lado.

Demasiado ruido, sin lugar a dudas.

Entraste en la casa tumbando otras dos puertas sin esfuerzo, como si descorrieras unas cortinas de ducha.

Todo estaba muy oscuro. La única luz provenía de la iluminación exterior.

No tenías miedo, y eso te perdió.

Adelantaste dos pasos sin atender a tu izquierda, donde más sombras anidaban. Es posible que hubieses podido ver el relumbre del hacha, pero te llegó antes su grito. En un reflejo defensivo elevaste la mano para protegerte y te lo clavó a mitad del brazo, partiendo en dos el radio. Te desequilibraste y caíste de pleno sobre el coxis, quedándote sin respiración. Diego avanzó y pisó con violencia la hoja, terminando de cercenar el hueso y la carne que lo rodeaba.

13

La bola del sol ha terminado de salir.

A tu alrededor, el jardín deja escapar la humedad que ha retenido durante la noche, que vuela en forma de nubecillas de vapor.

Guiñas los ojos al emborronarse tu visión. Te duele la mano que no tienes y notas la presión del anillo en tu dedo anular que yace en la cocina. La idea de levantar el dedo corazón en un gesto grosero te hace sonreír, pero no tienes fuerzas para elevar una carcajada al aire.

Tienes sueño y acunas el fantasma de un bebé que mama.

Se acercan sirenas. Y a tu derecha unos pasos ligeros aplastan la hierba, de pies descalzos pequeños, infantiles.