El niño termina su relato y espera comentarios. Los crucificados no dejaron escapar ni un murmullo durante el desarrollo de su narración, absortos en la historia que les iba desgranando, mostrando la capacidad sorprendente del hombre con la voz ronca, pareciéndoles perfectamente natural que una persona pudiese volar, que la violación de todas las leyes físicas en las que se basaba su civilización hubiesen saltado hechas pedazos por un tipo perfectamente vulgar.
—¿Cómo has averiguado todo eso acerca de mí? Estaba seguro de que nadie me había visto.
—Dejando de lado al conductor del BMW —replica el de rojo.
—Era un Mercedes —espeta el volador.
¡Realmente lo hizo! El colorado tenía esperanza de que el cuento que describió el niño fuese una patraña hipnotizadora que les había atrapado en sus redes. Y resulta que no. Ocurrió como lo contó. Un hombre volador por la ciudad. Debían de estar en el sótano de algún circo de monstruos. Durante la crónica ha llegado a una conclusión que funda una sospecha relacionada con un secreto que no quiere desvelar. Mejor se calla por ahora.
—Pero yo no estoy muerto —dice el volador, no muy convencido—. No llegué a ver el ruso.
—Serías un cadáver si nosotros no lo impedimos. Te salvamos como hemos hecho con cada uno de vosotros.
—¿Quién os pidió ayuda? No os necesitaba.
Pero no lo cree así. Ese niño conocía todos los pormenores de su vida, desde que era un niño hasta ahora. Era algo inaudito; no había nacido cuando parte de lo que les ha contado ocurrió y, sin embargo, lo ha explicado mejor que él mismo; incluidos sentimientos que no rememoraba hacía años. No disponía de vocabulario suficiente para definir cómo se sentía. Si lo tuviese podría decir que le molestaba sobremanera que violasen su intimidad, que fuese cual fuese el medio por el que llegó a poseer información que él mismo olvidó, no tenía derecho a expresarlos en público. Y estaba muy preocupado por el paradero del collar. Se jugó la vida para conseguirlo y de su posesión dependía el futuro de su familia. ¿Les habría amenazado el ruso? Puede ser que se hallasen en peligro. Tampoco le interesaba hacerlo público frente a extraños. Si no era así, les facilitaría una información que prefiere guardarse por si acaso. Esperaría.
—Por supuesto que sí —aclara el crío—. Ibas a morir.
—¿Cómo lo sabes? ¿Eres Dios?
—Todavía no. Pero créeme que lo sé. Ibas a morir y nosotros tuvimos que correr para alcanzarte antes de que eso ocurriera. Te veías bastante ridículo con la ropa que vestías y olías a quemado a kilómetros.
—Si sabías tanto sobre mí, podías haberme detenido en cualquier momento. ¿Por qué esperar?
—Cada trance tiene su ocasión y necesitaba que se desarrollasen algunos acontecimientos sin los cuales nada sería igual. ¿Qué es lo último que recuerdas de esa noche? —pregunta el pequeño.
—Iba por la calle andando, regresaba a casa, y tú estabas sentado en un escalón de un centro comercial.
La cara del colorado es un modelo de confusión. ¿Ese pequeñajo sería también el que le raptó en mitad de la noche? No se imaginaba la forma en que pudo violentar la puerta blindada de su piso. ¿Por qué no se acordaba de nada? Preguntas y más preguntas.
El hombre volador continuaba rememorando.
—Me resultó raro, eran las dos de la madrugada, ¿sabéis? No era muy normal, no a esas horas. Pero todas las puertas estaban cerradas y las luces apagadas, salvo los carteles luminosos, y no veía ningún bar cerca en el cual sus padres pudiesen estar tomándose un copazo mientras el niño se divertía en la calle. Además, iba un poco, como decirlo, perjudicado. Pasé a su lado sin prestarle atención, ya sabéis lo que pasa hoy en día si un adulto habla a un niño pequeño en mitad de la noche. Las apariencias te pueden jugar una mala pasada, así que seguí mi camino; estaba cansado y quería llegar pronto a casa.
—¿Porqué no ibas volando? —quiso saber el hombre de rojo.
—No podía. Me duele todavía. Y mucho. Apenas podía caminar sin gritar.
Era cierto que se lesionó intentando rescatar a esos hombres en el incendio. ¿Cómo es que no lo publicó ningún periódico? Un hombre volando y rescatando gente no es una noticia que pasase desapercibida. Las redes sociales hubiesen echado tanto humo que tendrían que intervenir los bomberos. ¿Cuánto tiempo llevaba allí inconsciente? Más preguntas sin contestación.
—El caso es que ya le había dejado atrás cuando me llamó por mi nombre. No me impresiono normalmente pero, a pesar de eso, oír mi nombre en boca de un niño que no había visto jamás, y a esas horas, me puso los pelos de punta.
La mujer obesa, algo indispuesta, intenta seguir la conversación sin alterarse mucho. No quiere volver a desmayarse. Decide intervenir para mantener la mente ocupada.
—¿Seguro que era él?
—¿Puedo seguir o vais a interrumpirme más? Bien. No me da vergüenza reconocer que estaba cagadito de miedo, pero al darme la vuelta no se movió de su sitio. Seguía sentado, haciéndome un gesto con la mano para que me colocase a su lado.
—Sigue.
—La jodí bien al acercarme. No sé porqué, pero no lo pensé demasiado. Era como si fuese mi padre el que me estuviese llamando para echarme una bronca. No podía desobedecerle.
Exhala algo de aire, y continúa explicando.
—Según me aproximaba, seguía dando toquecitos con la mano a su lado, invitándome. Volvió a llamarme por mi nombre y yo me senté. De repente, no podía respirar, hacía fuerza pero mis pulmones no hacían caso.
—No entiendo —dice el anciano, la voz acelerada pero comprensible.
—No sé explicarlo mejor. Yo hacía fuerza, abría la boca, pero mi pecho no se movía. Supongo que me desmayé, ya que no recuerdo nada más que el mundo torciéndose, un golpe que debió ser mi cabeza contra el suelo, y los pies de él moviéndose como si pedalease. A partir de ahí, nada más.
—Muy bien, ni yo mismo lo habría contado mejor.
—¿Volvías de robar? Eres un ladrón ¿no? —pregunta el vagabundo, con tono inocente.
El hombre volador carraspea y, con precisión, le planta un gargajo en el pelo.
—Nadie te ha pedido opinión, mierdecilla.
—¿Por qué me escupes? ¿Por qué? —e inicia otra letanía de lloros.
—Eso ha estado fuera de lugar —dice la mujer obesa.
—Nadie me llama ladrón en mi cara.
—¿No lo eres acaso?
El ronco estira los brazos intentando desasirse, sin éxito.
—No puedes soltarte —aclara el niño—. Tu libertad va a depender de nuestra voluntad mutua.
—¡Mirad!
El que ha gritado es el de rojo. Frente a él, el vagabundo se ha quedado calvo y toda su pelambrera despeinada yace en el piso, entre sus dos pies, con el escupitajo aún brillando en ellos. En su cuero cabelludo no permanece ninguna sombra de pelo, brilla reflejando la luminosidad que les rodea. Es como si hubiese sido calvo toda su vida.
—Me daba asco. Odio que me escupan —explica. El esmalte de sus dientes parece nácar.
—Estoy rodeado de fenómenos. ¿Dónde me has traído? —dice el de rojo.
La mujer amputada prorrumpe en gruñidos suaves, como un cachorrillo persiguiendo mariposas en sueños. Está escuchando la conversación sin poder participar. Hace fuerza con sus músculos y solo consigue dolor. Cada intento de movimiento es devuelto con una oleada de pinchazos eléctricos que deben de existir, imaginarios, en su cerebro, pero que duelen más fuerte que los reales. Supone que es la droga. Y el muñón le lastima más aún.
El niño se acerca a ella, se sube al taburete y le acaricia con suavidad el pómulo, retirándole las gotas de sudor que nacen de su frente, fruto de un esfuerzo que no sale a la superficie.
—El poder que emana de ti es colosal. Has sufrido mucho y te mereces un descanso. Pero no podemos todavía, queda un camino que recorrer y tú tienes algo que será una bendición. Voy a contar una historia de amor desatado y miedo contenido.
La mujer amputada consigue abrir un párpado, un milímetro, lo suficiente para devolver al niño algo del sufrimiento que la está matando por dentro. No quiere que le repitan la historia, ya la conoce. Volver a revivirla será dragar el pantano podrido de su padecimiento. Le gustaría atrapar al niño, agarrarle por el pescuezo y apretar para que no saliese el aire de sus pulmones, que las cuerdas vocales no vibrasen, que el aire no se llenase de unos hechos que son mil veces peor que la muerte; acabar con él si es necesario como ya ha hecho con otros. Sería fácil esta vez, no tiene nada que perder.
—Es impresionante —dice el niño, ayudándola a abrir el párpado un poco más—. Lo que te he metido sería capaz de tumbar un rinoceronte.
Ella no puede responderle, pero siente que además de tumbar ese animal, podría cogerle con sus propias manos, arrancarle la cabeza de cuajo y atravesarle el vientre para impedir que recite su discurso. El miedo es un gran acicate, el látigo que encumbra su poder.
—Te admiro. Realmente eres única.
No puede detener el inicio de su historia.