1

Hace mucho que dejó de querer a su mujer y siente que sus hijos son una carga de la que no puede desprenderse.

El bar era su hogar. En él pasaba más tiempo que en su propia casa, si es que podía llamar así al cuchitril donde se apretujaban seis personas en dos cuartos. En ninguno de los dos sitios hablaba. En ambos bebía.

No recordaba la última vez que había probado el agua. Puede ser que a los dieciséis años, al terminar aquel partido de fútbol que jugó a escondidas de su padre, antes de que le partiera la crisma por desatender sus obligaciones en el colmado donde entraban más moscas que clientes. Heredado de su abuelo, de épocas en que no existían otros establecimientos del ramo en el barrio, se aburría esperando algún pedido mientras su padre se dejaba el hígado ingiriendo en el almacén las existencias que nadie compraba. Entraba en la trastienda nada más abrir la reja que protegía latas de conserva y salchichón rancio, después de colocarse un delantal que fue verde y pronunciar las palabras que conformaban su letanía de cada mañana.

—Hoy cambiará la cosa.

Nunca cambiaba, salvo la desaparición de una botella en el escaso inventario del negocio familiar. Al anochecer, le sacaba entre tumbos a la calle, dejándole apoyado en alguna farola mientras echaba el cierre, llevándole a casa aguantando su aliento a borracho y los consejos que no pedía.

De esa época recuerda la penumbra de la tienda y la silla baja en la que pasaba horas leyendo con dificultad las etiquetas de productos que se sabía de memoria. Todavía hoy puede recitar las palabras grabadas en el papel de las latas que no conseguían vender.

«Sardinas en aceite. Ingredientes: sardinas, aceite y sal. Peso escurrido: 600 grs. Sandomar, su marca de confianza».

Como esa, si se empeñaba, afloraban a sus labios otras dos docenas de salmodias que se amontonaban en los estantes detrás del mostrador.

En la casa donde malvivían alquilados procuraba hacerse presente lo menos posible y subía a la azotea del bloque en cuanto se liberaba de sus obligaciones domésticas. Dejaba a su padre tumbado en la cama de matrimonio sembrada de cagadas de chinches, aguantaba los lamentos de su madre en el salón que hacía de cocina y se marchaba, escapando de los intentos de sus hermanos pequeños por apresarle los pies, tirados por el suelo en colchones que él mismo recogió en la basura hacía meses.

Arriba, apoyado en las paredes recalentadas por el sol del día, se fumaba los cigarrillos que robaba y miraba las estrellas. Aspiraba la última calada, a punto de quemarse los labios con el ascua, y movía un ladrillo suelto que servía de escondite improvisado a una botella medio vacía de licor. Con ella el cielo siempre parecía más grande y él más diminuto, sus problemas reduciéndose a vaguedades que dejaban de tener importancia. Con la levedad de espíritu que otorga el alcohol disuelto en la sangre, esperaba el anochecer y se dedicaba a contar estrellas, tantas como le permitían sus conocimientos de matemáticas elementales, nunca más de ciento cincuenta. Ese número era la frontera que no podía cruzar, las cifras atropellándosele en la frente. Volvía a casa y soñaba con constelaciones cuyos nombres eran un misterio que no pedía resolución.

Recién cumplida la mayoría de edad, su padre falleció y ascendió de categoría en el escalafón familiar. Se lo encontró en el suelo, agarrando la botella que nunca soltaba, sus ojos destilando una humedad que apestaba a alcohol. Acercó la silla y se dedicó durante horas a dialogar con el cadáver que jamás le acarició cuando se lamentaba afiebrado por algún catarro, que solo supo encharcar su mediocridad; le echó en cara haberle arrastrado por un camino que nunca iba a ser capaz de abandonar, levantándole por la pechera del delantal y zarandeándole con rabia mientras penaba por el padre que nunca iba a llegar a tener.

No pudieron pagarle un funeral y fue lanzado a una fosa común en el cementerio municipal, en compañía de otros borrachos e indigentes sin suerte. Nadie se quedó para llorarle.

Según entró en casa esa tarde, mientras el cadáver era cubierto de cal a kilómetros de allí, su madre dejó bien clara la situación.

—Ahora eres tú el cabeza de familia. Tienes cinco bocas que alimentar, así que espabílate.

Pero el colmado no generaba renta suficiente y pronto las pocas existencias que guardaba se destinaron a las comidas y cenas de esos niños que crecían sin parar. No le interesaban sus vidas. Les concebía como cuatro tragaderos ciegos que esperaban su llegada para alimentarse con su esfuerzo. Muchas noches soñaba que se lo comían vivo, incapaz de desasirse de esos brazos que le retenían a pesar de sus esfuerzos por saltar por la ventana.

Cerrado el negocio familiar, sus estantes vacíos de provisiones, se vio en la obligación de buscar alternativas para continuar manteniéndolos. No se siente orgulloso de ninguna de ellas. Las repetiría todas.

Hoy, mirando a los parroquianos del bar desde el fondo de su vaso, lamenta no haberse escapado antes de su casa, con su juventud echada a perder alimentando a unos muchachos que nunca llegaron a quererle, hasta que consiguió fugarse casándose con la primera mujer que se dejó embarazar y que fue lo suficientemente tonta como para comprometerse una vida entera con un hombre sin oficio alguno.

No sabe cómo, pero ha terminado repitiendo los males que tanto despreciaba en su padre. La amargura que esa noción le produce es infinita y únicamente se ahoga con una consumición más.

2

Vive de los subsidios que le facilita el estado cada mes porque no encuentra trabajo. Periódicamente acude a la agencia pública de empleo, sentándose frente a una funcionaria que revisa su expediente y sella el volante que justifica su asistencia.

En la cola de acceso, entre personas con lenguaje culto y carpetas que contienen su currículum, se siente inferior, consciente de que su situación no va a hacer más que empeorar a medida que la crisis económica que arrasa el continente vaya aplastando a los más débiles.

Por las noches, acostado en un colchón que ha conocido muchas espaldas, haciendo agujeros en las sábanas con las cenizas que se escapan, traza planes para huir de su miseria, en la que participan la mujer que ronca a su lado y los niños que le ven poco. Si tuviese un poco más de formación sabría que eso que le hace rechinar los dientes y odiar su destino se llama depresión, que sustituye la receta de la paroxetina por el vino barato.

Hay días de la semana en que le despierta el servicio de limpieza en las calles de su barrio, tiritando de frío y con algún chucho olisqueándole.

Los peores son aquellos en los que su esposa le recibe con una cena especial cocinada con ingredientes que no se preocupa en averiguar donde ha conseguido. Esa noche ella se pone un camisón para excitarle pero que le obliga a hacerle el amor con los ojos cerrados. Siempre acaba dentro, incapaz de detenerse en el momento final. La mujer se levanta corriendo al cuarto de baño y él se hace el dormido para no darle conversación. Algunas veces la oye llorar. Nunca se da la vuelta.

Sus hijos son cuatro. Tres niños y una niña. Ellos llevan los nombres de su abuelo, bisabuelo y tío. Ella el nombre de la madre de su mujer.

Acuden a un colegio público y no sabe nada acerca de su fracaso escolar. Salen de casa antes de que se levante y por la noche duermen sin soñar con él. Siempre les da un beso en la frente, más por costumbre que por cariño.

No ha aprendido otra forma de amarles.

3

Una tarde está sentado en un banco, dejándose arrullar por las sombras que el sol proyecta a esa hora en la ciudad. No piensa en nada, porque nada merece el esfuerzo de pensar. A su alrededor se acumulan papeleras rebosadas con pilas de desechos en su base, mayoritariamente vidrios rotos y latas de cerveza. Ningún envoltorio de chucherías, a pesar de que sobreviven en una esquina los esqueletos de unos columpios que necesitan una buena mano de pintura. Hace el esfuerzo por imaginarse niños jugando en ellos y no es capaz; no conoce a ninguno que juegue sin la malicia de una infancia segada por la necesidad y la despreocupación de sus mayores.

Es curioso ver lo poco que ha cambiado el barrio desde que era un niño. Los mismos edificios, los solares convertidos en su día en zonas ajardinadas que nadie cuidaba y los locales con negocios que son cada vez menos.

Sobrio a su pesar, no tiene ganas de moverse y prefiere dejar pasar las horas para que el día acabe lo más rápido posible. No tiene dinero para gastar y, como le ocurre cuando no tiene una botella a mano, le inunda un estado letárgico.

Le rodean edificios nutridos como colmenas, todos construidos partiendo del mismo plano diseñado en una época en la que primaba la capacidad de acumulación humana sobre la estética, alcanzando las doce plantas de un ladrillo rojo sin añadidos decorativos. Gruesas celosías recorren sus fachadas, cubriendo las terrazas de cocinas sin escape de humos, abiertas muchas de ellas a la intemperie salvo las de aquellos que han tenido recursos para instalar ventanas. En algunas viviendas el entramado se ha extirpado para dejar pasar la luz, y los edificios asemejan bocas desdentadas.

Tiene una idea, un deslumbrar que le ciega un análisis adecuado.

Le parece tan sencilla que se maldice por no caer en la cuenta con anterioridad.

Se levanta y camina en dirección a su casa. Hoy llegará antes de que se duerman sus hijos.

4

Esa misma noche, de madrugada, menos sobrio, con un gorro oscuro que le empapa el cabello de sudor y unos pantalones deportivos que ha usado dos veces, se encuentra mirando hacia arriba, a la celosía que inicia su dibujo a un metro y medio por encima del pavimento.

No circulan coches a esas horas y los únicos sonidos que le inquietan son los ladridos de los perros que abundan sin dueño. Nunca le han gustado esos animales.

Hace calor y le incomoda la camiseta de manga larga que lleva puesta para resultar menos visible. Guarda su navaja con hoja de diez centímetros en el bolsillo, asegurada con cinta adhesiva. Únicamente para evitar percances. No tiene intención de usarla.

Tiene un momento de duda, contrastando los pros y los contras del riesgo que va a asumir si le atrapan frente a la alternativa de dos semanas más sin dinero para enfrentar la manutención de su familia. Ha agotado la vía de llamar a las pocas puertas que siguen abiertas y en ninguna ha obtenido el apoyo económico que necesita. Hace dos días que se terminó el efectivo de su subsidio, malviviendo con lo poco que consigue traer a su casa donado por el despacho parroquial.

Está cansado de comer pasta y en el bar ya no le fían.

Con esa motivación en mente, da un pequeño salto y se engancha con las manos desnudas en los primeros huecos. Desacostumbrado al esfuerzo, patalea durante unos segundos antes de izarse lo suficiente para apoyar un pie en el tubo de desagüe que asoma. Con un último impulso, coloca el otro pie y se queda muy pegado a la pared, resoplando.

Mira abajo. El suelo está allí mismo. Un saltito y puede terminar la aventura sin que nadie se entere. Le espera una escalada de seis plantas para alcanzar la primera cocina reformada.

—Vamos allá —se dice, y comienza a trepar.

Muy pronto se da cuenta del primer error que ha cometido en su planificación. Las zapatillas que calza son demasiado anchas y no caben con comodidad en las aberturas por las que puede ver el interior de las viviendas. Al presionar con el pie para subir se le quedan incrustadas y tiene que zapatear para desprenderlas antes de poder continuar. Desecha el descalzarse ya que el cemento es muy rugoso y podría dañarse la piel lo suficiente como para impedirle continuar su avance; eso sin tener en cuenta que va a tener que bajar por el mismo camino. Opta por meterlo torcido, aunque sea más incómodo.

Aún no ha alcanzado la tercera planta y ya le tiemblan los brazos. Apoya la frente y vuelve a mirar abajo. Tiene que pestañear para evitar que el sudor se le meta en los ojos. Encaramado arriba, la altura parece mucho mayor que cuando veía el edificio sentado en el banco. Tiene un acceso de vértigo y se agarra con más fuerza, haciéndose daño en las yemas de los dedos que le queman.

—¡Papá, quiero agua!

La voz de un niño pequeño precede a las luces que se encienden en la cocina del piso en el cual se ha detenido. Se queda muy quieto.

—Joder, joder.

Un hombre en camiseta de tirantes, con los brazos tatuados, entra en la cocina somnoliento y coge un vaso de un armario. Deja abierto el grifo durante unos segundos, esperando que el agua se refresque aunque él sabe que eso no va a ocurrir, no en ese barrio en que las tuberías siempre parecen estar unos grados por encima de la temperatura ambiente.

No se atreve a respirar y los tobillos en posición forzada empiezan a dolerle. ¿Podría matarle una caída desde esa altura? No está seguro, pero se partiría algo. Una pierna. O las dos. Se imagina trepando las escaleras de su rellano con los huesos tronchados, la barriga rozando los escalones. Será mejor que aguante sin ceder al miedo.

El hombre de los tatuajes determina que ha esperado suficiente, llena el vaso y cierra el grifo, apaga la luz y sale de la cocina.

Sin dilación, resuelve seguir subiendo para desentumecerse los pies.

Lo más complicado es superar la viga que separa un piso del otro, una franja lisa de cincuenta centímetros que le obliga a estirar el brazo y agarrarse al otro lado con mucha dificultad. Es un momento crítico donde puede resbalar y precipitarse al vacío cayendo al suelo que se encuentra ya a unos buenos trece metros.

Cuatro plantas y ya no puede más, tiene la espalda chorreando, humedeciéndole hasta los calzoncillos. Le duelen tanto los dedos que se los chupa para aplacar el ardor y el paladar se le satura del sabor a sangre. Sin soltarse del todo los mira dejando que la luz ambiental le muestre la piel desollada. Le recuerda al tejido desgastado del sofá de su casa.

—Ya no hay marcha atrás —se convence a sí mismo.

Además es verdad. No se plantea volver descolgándose por la celosía. No se ve capaz y menos ahora, con el estado en que tiene las manos. ¿Quién le mandaría meterse en ese jaleo? Evoca la negativa del camarero a servirle un vaso más de vino para darse fuerzas.

—Solo dos más. Solo dos.

Lanza la pierna derecha con brío, al mismo tiempo que la mano izquierda para no perder agarre en ningún momento, con tanto empuje que la zapatilla se atasca en el hueco, con calcetín incluido, y el pie se le queda descalzo en el aire. Contempla el desastre sin poder creérselo.

—¡Me cago en la puta! —masculla enfurecido.

Busca un soporte y al apoyarse se raspa el tobillo antes de afianzar el pie con seguridad. Tiene que recuperarlo como sea. Quedan dos niveles por escalar y la huida. No se imagina corriendo descalzo por la calle.

Desciende dos huecos para llegar a su altura.

Bajar es todavía peor que subir. La fuerza necesaria para mantenerse pegado a la pared es mucho mayor de lo que había previsto. Tantea con el pie, sin mirar la profundidad que se abre debajo, hasta que el meñique topa con la deportiva, dándose cuenta de que el calcetín se ha caído.

Suda como una bestia.

Contando con tres apoyos nada más, hace presión para calzársela, pero el pie se niega a entrar. La zapatilla se ha clavado en el fondo del hueco con el impulso. Fuerza el cuello para comprobarlo y la ve arrebujada sobre sí misma, más dentro de la terraza que fuera. Confirma que el calcetín se ha caído al verlo abajo, estirado. Un perro lo olisquea meneando el rabo en señal de reconocimiento.

Tendrá que seguir sin ella; sus brazos no aguantan más la postura.

Con cierto alivio prosigue el ascenso. Nunca olvidará que subir es más fácil que bajar.

Llega a la altura de las ventana y le entran ganas de llorar por el agotamiento, deteniéndose unos segundos para descansar. Tiene la certeza de que si no consigue acceder a la vivienda se va a matar.

No sabe qué hora es. Si se fiase de su intuición podría llevar toda la noche escalando ese maldito entramado. Pero las calles siguen tranquilas y sin tráfico, así que lo más probable es que continúe dentro del plan preestablecido.

Reza por que alguna de las ventanas esté abierta. Tiene dos opciones: ambos pisos han instalado ventanas. Apostará por el derecho. Si no se abren, no va a tener forma de entrar y entonces sí que se encontrará en problemas. Sujetándose como puede, extiende la mano derecha y la pega al cristal, intentando descorrerla. Nada. Vuelve a sujetarse en cuatro puntos y respira. Se desplaza un poco y repite la operación.

La ventana se mueve con un traqueteo.

—¡Sí! ¡Sí, joder, sí!

Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, se lanza en vertical jugándosela. Consigue agarrar el marco de aluminio y salta al interior de la terraza.

Tumbado, resopla junto a un cesto de ropa igual al que tiene en casa. La navaja le presiona en la cadera, molestándole. No es el mejor momento para descansar. Se quita el gorro, secándose con él la cara. La aspereza de la barba engancha el tejido y le llena las mejillas de pelusas negras.

Espera unos segundos a que los ojos se acostumbren a la oscuridad interior, lo justo para ver los muebles, el fregadero, la lavadora… Se muere de sed, pero no de agua. Esperará a tener su botín, le tirará el dinero a la cara del camarero y pedirá una botella de whisky escocés.

Una vez que su vista se ha adaptado a la penumbra, se adentra en la vivienda, quitándose la zapatilla superviviente y llevándola consigo para no dejar pruebas para la policía. Palpa la navaja para sentirse más seguro.

El salón, desprovisto de muebles, solo tiene una televisión antigua acompañada de una mesa con una silla. Ninguna de las ventanas tiene cortinas, lo que facilita su tarea gracias a la iluminación exterior.

Perra suerte, piensa. Arriesga su vida y viene a dar con la vivienda de menos mobiliario del barrio.

Los ronquidos de un varón le guían al único cuarto que tiene la casa.

Se asoma con precaución. En su interior hay una mesa con un ordenador de considerables dimensiones, una cómoda con seis cajones, una mesilla de noche y una cama donde duerme el individuo. Si quiere robar algo de valor tendrá que ser en ese cuarto. Tampoco hay cortinas allí.

De puntillas, se acerca a la mesa donde reposa un monitor con una manzanita plateada. Tiene el aspecto de valer una fortuna, pero no puede llevárselo. Quiere dinero, joyas, objetos que pueda transportar en los bolsillos y que tenga opción de vender con facilidad.

A tientas palpa la superficie de la mesa, buscando una cartera. Sin querer mueve el ratón y el ordenador despierta con un click. Los ventiladores se activan en el momento en que el procesador recibe energía, iluminando la pantalla, llenándola de imágenes que le producen arcadas.

Se olvida del hombre que sigue roncando detrás de él.

¿Qué clase de pervertido vive allí?

El monitor de treinta pulgadas muestra una web con fotografías de sexo explícito con ancianas, primeros planos que el ladrón desearía no haber visto. Posturas que no sabía que existían con señoras que tenían aspecto de residentes de algún geriátrico, mostrando expresiones de una lascivia como nunca vio exhibirse en el rostro de ninguna prostituta. La visión de pieles apergaminadas en zonas que no estaban hechas para ver la luz era superior a lo que nunca pudo imaginar. Y sus fluidos goteando, horrorosos.

Tiene que desconectar eso.

Tantea buscando un botón de apagado en el teclado. Pulsa teclas sin saber para qué sirven, ampliando zoom, decreciéndolo, abriendo la bandeja del DVD… aumentando el volumen de los altavoces.

La música que acompaña a la página web atrona el cuarto. El ladrón da un salto hacia atrás del susto y golpea al ocupante de la vivienda, que le mira con los ojos muy abiertos, reflejando las imágenes que permanecen en su ignominia.

—¿Quién es usted? —le dice sin moverse. Visualiza la pantalla del ordenador iluminada y cambia su actitud— ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!

Es un poco más joven que él y bastante menos corpulento. El asaltante echa mano al bolsillo, buscando la navaja. No va a usarla; no quiere heridos. Nada más será para asustarle. Necesita callarle, que deje de dar esos grititos histéricos.

No llega a cogerla porque le golpea con lo que cree que es una porra de goma. Aturdido por el impacto, retrocede sin poder sacar la mano, que se le ha enredado con la cinta adhesiva. Le propina un segundo trancazo en plena frente, desestabilizándole. Arrima la mano a la pared para evitar caerse y enciende la luz.

¿Qué es lo que sostiene? ¿Es un pene gigante de goma? ¿Y quiere atizarle más?

Cruza el antebrazo para protegerse y el otro sigue golpeándole con el dildo. Grita su mantra sin parar.

—¡Fuera de mi casa! ¡Fuera!

El ladrón se da la vuelta y gatea todo lo rápido que puede huyendo a la cocina. Si consigue encerrarse allí intentará escapar pasando a la casa de los vecinos.

Pero el hombre no le deja un respiro, persiguiéndole sin detener su ataque ni sus gritos. Un ruido metálico escapa del bolsillo y sabe que ha perdido la navaja. Tiene que llegar a la cocina y encerrarse.

No lo consigue.

Ha entrado muy pegado a él y le estrella el aparato en la coronilla. Debe defenderse, hacer lo que sea para que se detenga; ha llegado ya al final de la estancia y está junto a la ventana abierta, sin posibilidad de escapatoria.

Se incorpora dispuesto a enfrentarle y le obsequia el último topetazo en la mandíbula.

El dolor es atroz, como mil clavos ensartándose en la articulación. Se marea, da una vuelta y cae por la ventana.

Se acabó, piensa al mirar la celosía corriendo bajo sus pies descalzos. Va a matarse.

No llega a dedicar un último pensamiento a su familia.

Aprieta los párpados.

5

Nota una presión violenta en el bajo vientre y sus cabellos se revuelven por el viento.

Sube por encima de los edificios de su barrio en línea recta, ascendiendo sin nada que lo empuje.

Está volando.

6

Es tan sencillo que no puede creerlo.

Un ligero impulso a un lado y surca el aire en esa dirección; un giro de muñeca o cintura y cambia de ruta. Si quiere bajar deja de presionar con las abdominales. Si desea aumentar la velocidad, aprieta más fuerte.

Se lanza al aire como un cohete, al ras de los edificios, sorteando el bosque de antenas que deja crecer sus ramas sobre la población que le alimenta.

Sube y sube, con los brazos estirados hacia abajo, los dedos de las manos bien abiertos, notando como el aire fluye como agua fresca entre ellos, la cara vuelta apuntando a las nubes, recreándose en el sonido que el viento produce en sus oídos, una música que es suya, el único ser humano que vence la gravedad. Abajo quedan esos pobres mortales que se ven obligados a aferrarse a la superficie, a desplazarse arrastrando los pies y recogiendo polvo en la suela de sus zapatos, todos a la misma altura, oliendo las mierdas de perro, contaminándose con el humo de los vehículos que pasan a su lado.

No comprende cómo ha podido adquirir ese poder pero le encanta. Lo asume con la misma naturalidad que su paternidad temprana o las dudas que desaparecen escondidas con un litro de cualquier bebida alcohólica. Un animal con una pata partida dejará de apoyarla pero no se preguntará por la causa ni sus consecuencias. Vive en un presente sin futuro.

Es un proyectil humano, inimitable en su especie, el más valioso, y se siente libre por primera vez.

No ha amanecido todavía y sigue jugando como un chiquillo, riendo como no lo ha hecho nunca.

La noche acaba y el horizonte se tiñe de naranja.

Mecido por las corrientes de aire, muy por encima de las calles que ha pateado toda su vida, contempla maravillado la bola del sol que emerge y le saluda como a un igual.

Está agotado y le duele detrás de la barriga, probablemente un músculo poco entrenado. Se deja descender en una zona sin tránsito y camina hasta su casa, obligándose a permanecer pegado al suelo para no llamar la atención.

Entra sin que nadie se despierte y le hace el amor a su mujer con pasión, sin importarle su mal aliento ni la barriga que le golpea al copular, sin condón como suele y fecundando su útero.

7

Esa mañana se levanta más tarde de lo ordinario, con la camiseta que llevaba el día anterior oliendo a cebolla pasada de fecha y sin nada en la parte de abajo.

¿Lo habrá soñado?

Va al baño para orinar y según apunta al centro de la taza, sin levantar la tapa, hace la prueba.

Constriñe las abdominales y sube unos centímetros.

Sin parar de carcajearse, sigue elevándose y termina orinando con la cabeza tocando el techo.

8

En la calle, con el estómago lleno de galletas de beneficencia, camina sin rumbo planeando cómo sacar provecho a ese poder.

No puede contárselo a nadie. Él también ha visto la serie de Expediente X y teme terminar en una camilla de algún laboratorio subterráneo, destripado para analizarle, mantenido con vida en busca de respuestas a su capacidad en las capas de tejidos que hay por debajo de su abdomen.

Su mujer tampoco puede saber nada. Últimamente no se llevan muy bien y frecuenta la compañía de vecinas en las que no confía.

El caso es más complicado de lo que parecía en un principio.

Por lo que sabe, es el único ser humano que puede volar en el mundo sin ayuda tecnológica y tiene que existir alguna forma en que pueda extraer algún beneficio de eso.

Absorto en sus elucubraciones, hace horas que ha salido del perímetro habitual de sus vagabundeos y ha entrado en una zona residencial que podría clasificarse como de clase media-alta. Los árboles abundan, separados por la misma distancia unos de otros, los edificios son más bajos y se presentan agradables a la vista, con menos hormigón y cemento en su construcción.

Los coches también son diferentes. Allí hay modelos con matrículas de las últimas letras, de compra reciente, generalmente dos por vivienda, sin aglutinarse en las calles ya que todos tienen aparcamiento privado.

Desilusionado, toma conciencia de que no puede hacer nada especial con la capacidad que ha desarrollado, que sin hacerlo público seguirá siendo un don nadie. Se siente frustrado y patea una bola de papel que encuentra en su camino con rabia mal contenida.

¿De qué demonios le sirve volar si no puede enriquecerse con ello?

Un lujoso Mercedes pasa rozándole a toda velocidad, arrollando un charco al pie del bordillo en que se encuentra, empapándole de pies a cabeza con agua sucia de hollín y gasolina. El muy bastardo tenía espacio suficiente para pasar sin pisarlo.

Había tomado la decisión incorrecta.

La rabia le inunda saturando el pecho, presionando sus globos oculares y ensordeciéndole los oídos. Salta a por él, todo lo veloz que consigue hacerlo ahora que puede seguirle por encima del adoquinado, sin notar las ramas de los árboles decorativos que le azotan el rostro. Su atención se centra en el coche que permanece detenido en un semáforo en rojo una calle más allá, ronroneando y despidiendo ligeras volutas de humo.

Decide elevarse unos metros y aterrizar con fuerza en el capó, que se hunde unos centímetros por el impacto.

A través del parabrisas contempla la expresión asustada del conductor, un varón que no llega a los cuarenta, bien alimentado y muy sano, mucho más de lo que él ha estado nunca, vestido con ropa que podría mantener a su familia durante meses. Sin conocerle ya le odia. Ha separado las manos del volante y las mantiene elevadas a la altura de los hombros, lo que le impulsa a apuntarle con el dedo y gritar «¡arriba las manos!».

En cambio, se baja de un salto, abre la puerta, se agacha por encima de sus piernas y desabrocha el cinturón de seguridad. Acto seguido, le agarra por las axilas y aprieta hacia arriba, llevándoselo consigo a las alturas, sin acusar los pinchazos que le produce el esfuerzo de cargar con ochenta kilos de peso extra.

Al sacarle del coche, la coronilla del conductor golpea con la puerta, pero no presta atención al hecho hasta que se da cuenta, ya por encima de los edificios, porque grita en su oído como un loco, presa del pánico más profundo, con la cara chorreando sangre que le empapa los antebrazos.

La sensación de poder le ciega aún más que la ira. Es el ángel vengador de los maltratados.

Allá abajo los edificios parecen vasos chiquitines puestos al revés.

—Escogiste al cabrón equivocado para joderle esta mañana —le dice a unos centímetros, nariz con nariz. Puede oler la ensalada que se digiere en su estómago.

Afloja la presión y el hombre se resbala por la piel lubricada en sangre y se precipita, agitando las manos igual que una bailadora flamenca. Se queda mirando ensimismado a medida que se empequeñece con la distancia, con el viento removiéndole la ropa, espabilándose al escuchar el chapoteo que produce cuando explota contra el asfalto.

Cae en la cuenta de lo cansado que está. Se desliza bajando, viendo crecer bajo sus pies la mancha que parecía una cagarruta de mosca y que al acercarse se asemeja más a un huevo aplastado y resulta ser un cuerpo estallado y esparcido en varios metros de vísceras a la redonda en el tejado de un parking desocupado.

Se posa a su lado. El olor de sus entrañas le provoca náuseas sin poder remediarlo. Nunca se hubiese imaginado que contuviésemos tanto en nuestro interior. Esa maraña de viscosidad que ondula en un perímetro de tres metros alguna vez fue un ser humano como él.

No somos más que jugos, filosofa asqueado.

Nadie ha presenciado los hechos y no quiere terminar en la cárcel acusado de asesinato. Salta y se eleva volando muy rápido.

9

La noche le atrapa borracho después de suplicar en el bar un par de consumiciones sin mezclar, jurando que le han dado un trabajo y que saldará su cuenta en unos días. Mentir es un acto cotidiano si la sed acecha.

Sus pasos le llevan de nuevo al parque donde planeó su robo. Está más sucio todavía que la anterior ocasión y retira la basura que cubre el banco con las manos, dejándola caer. Se acuerda de otra caída que ocasionó hace unas horas, una que ensució mucho más.

Se sienta y apoya la cabeza en las manos. Vomita un poco entre sus piernas y lo tapa echando tierra con el pie, pero no se levanta.

La visión del hombre que ha matado le atormenta, y teme que no haya alcohol suficiente en el mundo para expulsarla de su mente.

¿Qué le había pasado? Nunca antes experimentó esas ansias de acabar con alguien, de hacerle todo el daño que pudiera. No se consideraba un tipo violento, aunque no rechazaba defenderse con agresividad si alguien cruzaba algún límite que estimaba inviolable. Pocas personas le obligaron a actuar con contundencia; algún que otro más borracho que él, pelea que se saldaba con algo de sangre pero sin consecuencias funestas en ninguno de los dos lados. Habitualmente era una cuestión de honor mal entendido. En el asesinato cometido, porque eso era y no tenía dudas de su calificación, el odio fue la causa principal y no le convence esa nueva perspectiva a la que somete su vida ahora que tiene un poder tan especial.

Comportándose así no va a ayudarse. Ni a él ni a sus hijos, que siguen pasando hambre aunque su padre puede volar.

Tiene que pensar. Encontrar la forma de ganar dinero sin matar a nadie más.

La celosía se eleva delante de él.

Ya no necesita trepar ni arriesgar su vida escalando edificios de mala muerte con inquilinos que se excitan con viejas. Le entra un escalofrío al recordarlo y se frota el chichón que crece en su coronilla.

Tiene que apuntar más alto, ir a zonas en las cuales viva gente normal con dinero en metálico en cajones. Puede entrar por las ventanas que no estén cubiertas con rejas y salir en unos minutos, sin dejar rastro de pisadas.

Es un plan perfecto.

Pero previamente tiene que procurarse una indumentaria que le oculte de miradas indiscretas. No quiere pasearse con ese chándal y una camiseta de manga larga. Necesita ropa oscura y ajustada, que evite enganchones si tiene que escapar de forma urgente. Algo parecido a las medias que utiliza su mujer para que no se le exploten las varices. Y un pasamontañas que cubra su cara. Seguro que muchos tendrán cámaras vigilando.

Contento por la determinación que ha tomado, se queda dormido en el banco.

10

Tiene la ropa que ha comprado extendida en la cama. Prendas deportivas femeninas de lycra, compradas en una tienda muy alejada de allí, y un pasamontañas de esos en los que asoman los ojos y la boca.

Para conseguir el dinero tuvo que dar el tirón a una señora que caminaba con su perro. Cogió el bolso sin encontrar apenas resistencia y al torcer la esquina ascendió a lo alto del bloque. Asomado por la cornisa, esperó a que pasase el tumulto y bajó por el otro lado.

Lleva su compra al baño y se la prueba. Se ve ridículo con esa panza que abulta una prenda diseñada para una silueta más esbelta. Será suficiente. Ya la mejorará en cuanto prospere su situación económica.

Deja pasar el día con la ropa metida en una bolsa que esconde en el armario de la entrada, mirando la televisión hasta que los niños vuelven del colegio y se sorprenden al encontrarle en casa. Se sientan con él a ver la programación sin importarles que sea aburrida. Le embarga una extraña sensación reconfortante, un gustito en el pecho atiborrado de alquitrán. En la cena, la pasta con tomate frito no le sabe tan mal como la de ayer. Acuesta a sus hijos y les da un beso en la frente a cada uno. Huelen a plumón de paloma.

—¿Vienes a la cama?

Su esposa le espera con el camisón de las noches especiales.

—Esta noche no.

—Pero…

—He dicho que no.

Se encierra en el dormitorio dando un portazo, contrariada.

Hoy no debe perder la concentración. Un trago siempre le ayuda a tranquilizarse, pero en su casa no tiene ni una mísera botella de licor barato. Se resigna a su sobriedad.

Sigue viendo la televisión esperando que llegue la medianoche. Llegada la hora, agarra la bolsa y sale a la calle.

Busca un lugar oscuro y se cambia, guardando su ropa en la misma bolsa y metiéndola en una papelera. Podrá recogerla a su vuelta; el servicio de limpieza es escaso, por fortuna.

—Bruce Lee al ataque —dice, echándose a reír.

Salta al cielo y le invade la maravillosa sensación del vuelo. La adrenalina galopando por sus venas le impulsa a seguir subiendo para decidir a qué zona va a dirigirse para dar su primer golpe.

La ciudad se hace pequeña debajo, arriba no existe límite. Es de noche y las nubes refulgen bañadas por la luz de la luna. Las atraviesa sin pensar en lo que hace, una bola de algodón que se condensa al contacto con su piel y le hace salir empapado de ella.

Nadie le ha dicho que volar a cien kilómetros por hora con una camiseta de lycra empapada a tres mil metros de altitud podría llevarle a la hipotermia.

Vuela pero no es inmune.

Su cuerpo pierde más calor del que consigue reponer y en diez segundos su temperatura baja de los treinta y seis grados centígrados, decreciendo a razón de un grado cada cinco segundos. Empieza a notarse menos exultante, incluso puede decirse que se advierte decaído, torpe en los movimientos. Sus manos alcanzan la lividez de los maniquíes. También su rigidez. Tiembla, como si tuviese fiebre, pero al revés. El mundo empequeñece a sus pies, a cuatro mil metros, y le parece ver la curvatura del globo.

La humedad se transforma en escarcha.

Le invade una somnolencia que, en su caso, es mortal y cae en barrena.

Tiene ciento veinte segundos para despertarse o se estrellará abriendo un bonito cráter.

A los cuarenta se ha espabilado lo suficiente para darse cuenta de lo que le ocurre e intenta recuperar el control, pero lleva demasiada inercia. Un velocímetro marcaría trescientos cincuenta kilómetros por hora.

El ruido del aire le ensordece, torbellinos de corriente rompiendo con sus curvas generan el escándalo que le trae de vuelta a un mundo donde corre el riesgo de acompañar al hombre que mató si no hace algo para remediarlo.

Fuerza el vientre sin dejar de mirar las formas cuadriculadas de las calles y edificios que crecen atrayéndole con su gravedad ultrajada y vengativa, buscando resarcirse del ser que consiguió violentar una ley permanente.

No puede morir, así no. Aprieta aún más hasta defecarse encima y consigue corregir la dirección del descenso, alcanzando la horizontalidad. Poco a poco se va deteniendo.

Ha estado a punto de perecer. No volverá a pasar. No es un hombre de sentimientos y dejarse llevar por ellos casi acaba con él.

Ahora lo urgente es limpiarse y continuar con el trabajo previsto.

11

Encerrado en su cuarto de baño tiene ganas de gritar de alegría.

Entre sus manos tiene una caja con tres fajos de billetes de quinientos euros. Se muerde el puño para contenerse. No quiere despertar a nadie. Tendría que dar demasiadas explicaciones. Necesita una coartada, un trabajo ficticio que justifique el dinero que va a empezar a entrar a raudales en su casa.

Lo guarda todo junto a la ropa y esconde la bolsa en el armario, debajo del montón de trastos inútiles que se acumula en su fondo.

Su suerte está cambiando.

Se echa en la cama y duerme sin sueños.

12

Durante el desayuno de sus últimas galletas de la Cruz Roja, mojándolas en leche en polvo disuelta en agua, permanece atento a las noticias de la radio.

No hacen referencia a su asalto y se tranquiliza. El chalet en que entró estaba desocupado y nadie advirtió su presencia al entrar.

Fue coser y cantar. Levitó por las distintas estancias, revisando cajones y armarios hasta hallar lo que buscaba, saliendo por la misma ventana sin romper nada ni alarmar a los vecinos.

Se limpia con un trapo que hace las veces de servilleta. Le da un beso a su mujer, un gesto desacostumbrado que le hace dejar su tarea y observarle con extrañeza.

—Salgo a firmar un contrato de trabajo.

—¿Y ese milagro?

—Ayer me encontré con un amigo que me lo ofreció.

—¿De qué es?

—De ayudante.

—¿De ayudante de qué?

—No sé, de ayudante. ¡No seas preguntona, joder!

Al salir recoge la bolsa y baja los escalones del portal silbando una melodía optimista.

Vuelve al atardecer, algo bebido, y entrega a su esposa un billete de quinientos euros.

—Gástalo bien, Pero no te cortes. Vendrán más cómo estos.

Ella se abraza a su cuello.

—Gracias.

Por fin se siente un hombre de verdad.

13

Los asaltos se repitieron hasta que la bolsa estuvo llena.

Fuma mirando la calle, asomado al balcón, y soñando despierto con llevar a sus hijos a un barrio como los que visitaba en sus allanamientos. Casas de dos plantas con jardín, un cuarto para cada uno de ellos y un dormitorio con una cama de verdad, propia, donde descansar sin que le despertasen los gritos de los borrachos por la noche. Incluso un despacho para él, con un ordenador de aquellos, los de la manzanita.

A su espalda la televisión muestra noticias locales que consideran de interés. Siguen sin mencionar la oleada de robos.

Acompañar a sus hijos a un colegio donde les obligasen a llevar un uniforme con un escudo en el pecho, montados en un coche de letra reciente en el cual cupiesen todos sin apretujarse. Pagarle a su mujer una operación que le dejase la figura como se merecía después de tantos partos, unas curvas que rellenasen su camisón de las noches especiales sin tener que bajar la luz para no avergonzarse.

Y los fines de semana bañarse en una piscina climatizada, fuera verano o invierno.

Tira la colilla y la sigue en su caída, un punto rojo que perdura unos segundos, apagándose al rodar hasta un charco.

Es cierto que ya no pasan hambre y que se han comprado una televisión de plasma.

Pero necesita algo más grande para cumplir esos sueños. Un golpe que le permita adquirir esa casa y trasladar a su familia. Librarse de la herencia que les persigue generación tras generación.

Robar en chalets es rentable, pero si quiere acumular tal cantidad de dinero van a atraparle tarde o temprano; es cuestión de tiempo y de que le falle la suerte.

Entra en el salón y se le presenta la oportunidad que ha estado buscando.

La foto de un collar en el telediario. En la sede central de una empresa de subastas se va a exhibir la joya más valiosa de una colección privada perteneciente a un famoso magnate cuyo nombre no ha oído en su vida, pero con aspecto de sobrarle los millones.

Conoce el rascacielos donde está situada. El más alto de una zona de pijos, siempre a rebosar de coches de lujo y hombres encorbatados.

Será sencillo. Puede volar.

14

Ahora que tiene dinero no tiene porqué ir a robar con una navaja pegada con cinta adhesiva. Ha conseguido una pistola, una Walther P99 de segunda generación, aunque perfectamente podría llamarse Manolita y él se lo creería. Se la ha comprado a un ruso que le recomendó un amigo que a su vez le aconsejó un antiguo compañero de borracheras.

Por el mismo precio, el ruso le enseñó a usarla y le entregó dos cargadores completos.

—Tiene quince balas cada uno. No creo que vayas a necesitarlas todas.

—Yo tampoco.

—Si te hace falta apoyo te puedo facilitar hombres.

—Gracias, pero no.

—Espero no verla sostenida por un policía frente a las cámaras de televisión.

—No voy a usarla.

—Nadie sostiene una pistola si no piensa disparar con ella —sentenció.

Agradeció su discreción al no interrogarle sobre su uso y destino. Estos rusos eran gente de fiar.

Se marchó pronto de su casa para prepararse en las afueras de la ciudad.

Ha alquilado un coche poco llamativo, conduciéndolo a pesar de no tener el carnet. Aprendió con diecinueve años con vehículos que robaba un amigo y que conducían toda la noche hasta reventarles el motor. No tiene intención de hacerle lo mismo al que maneja en ese momento. La bolsa, la misma desde el principio, descansa en el asiento del copiloto.

Es once de junio y ese día inicia su nueva vida.

Aparca el coche en la penumbra de un sendero y camina atravesando una zona arbolada, desnudándose en un claro. El aroma de la resina de los pinos enfriándose le escuece el olfato. Se pone su ropa de trabajo, la cartuchera con la pistola debajo de su axila, igual que en las películas de detectives, y se deja el cargador extra escondido dentro de sus pantalones, entre unos matorrales; piensa recogerlos esta noche y volver a su casa rico para siempre. Agarra la palanca que guardaba en casa arrinconada detrás de la lavadora e introduce su mechero en las botas de trabajo que calza.

Cree tenerlo todo planeado. Esa mañana compró seis billetes de avión para Brasil, pagando al contado en una agencia.

—¿Motivo del viaje? —le preguntó el agente frente al ordenador.

—Cambio de residencia.

Suponía que allí descubriría la forma de revenderle la joya al coleccionista al que se la iba a robar. No sería fácil seguirle el rastro. Volaba.

Ya preparado, espera fumando a que oscurezca. Nada más ocultarse el sol, salta y deja abajo los árboles, el coche, la carretera por la que llegó al atardecer. A esa distancia es capaz de divisar el rascacielos que se recorta en el perfil urbanístico. No tiene pérdida.

Coge más altura para evitar golpearse con las torres de alta tensión, venas que alimentan ese gigantesco organismo que es la capital. Calcula que se desplaza a ciento cincuenta kilómetros por hora, a tenor de la velocidad con que adelanta a los puntitos de luz que ruedan por el asfalto.

Al llegar a su objetivo se eleva cien metros por encima de su punto más alto. Se asegura la cartuchera y el pasamontañas y se santigua. No se sabe ninguna oración ni es devoto de un santo en particular, es más superstición que devoción.

Desciende concentrado en la tarea que le espera.

Aterriza en la azotea del rascacielos, en el centro del helipuerto cuyas luces están apagadas a esas horas. Busca la puerta de acceso al interior y no le sorprende encontrarla cerrada. Le cuesta tres golpes contundentes con la palanca reventar la cerradura.

Las escaleras a oscuras le producen un escalofrío. Mete un pie sin atreverse a buscar el interruptor de la luz. Habrá vigilancia y no quiere llamar la atención todavía. Saca el mechero y con su luz, que crea sombras fantasmales a su lado, baja los escalones de puntillas. Otra puerta, sin cerrar, le da acceso al vestíbulo de la última planta. Reconoce el logotipo de una empresa petrolera en la pared que preside una zona inmensa de mesas y sillas con los recuerdos de la gente que pasa allí la mayor parte de su existencia.

Durante varios minutos se dedica a amontonar papeles sin hacer ruido, deteniéndose al considerar que tiene una pila de tamaño adecuado. Saca el mechero y los prende fuego, escondiéndose detrás de una columna. Las llamas llegan pronto al techo y se dispara el sistema anti-incendios, activando la alarma y los rociadores automáticos se ponen en acción por unos segundos. Después se detienen. Algo falla, alguna revisión de rutina no ejecutada, y en unos segundos las llamas devoran el techo, en una carrera alocada que las extiende por mesas, sillas y tapicería. Por la puerta que da a la escalera entran cuatro guardias uniformados de una empresa privada, acarreando dos extintores de mano y transmitiendo por un walkie talkie. Uno porta un arma de fuego colgando del cinto y el resto lleva porras de goma.

Sin que le detecten, se escabulle por las escaleras y baja a la penúltima planta. No hay lugar para el miedo a esas alturas del plan y actúa como un autómata. Los guardias se han dejado la puerta abierta y entra sin problema, buscando el cuarto en que se exhibe el collar, entre los parpadeos de las luces de emergencia.

Tarda una eternidad en situarlo en el centro de la sala de juntas, en una urna de cristal. Reza a la virgen pidiendo que no sea blindado. Usando la palanca, golpea con todas sus ganas y se resquebraja con el primer topetazo que le propina. La empresa ha confiado demasiado en la seguridad humana de los vigilantes, que a esas horas se han ausentado de su puesto y se empeñan en apagar el incendio. Atrapa la joya entre sus dedos de pulso firme y echa a correr en dirección a las escaleras que le llevarán a la azotea.

Hace mucho calor y suda profusamente.

Sube los escalones de dos en dos, olvidándose que puede volar, con el corazón palpitándole por el esfuerzo y la emoción, dos sentimientos que se convierten en pánico al comprobar que las llamas que ha provocado están fuera de control y le impiden el paso. Han desbordado la puerta de acceso a la última planta y forman una barrera entre él y la azotea.

Atrapado entre dos males. Si baja a la primera planta puede darse de bruces con más guardias y Brasil se perderá en el horizonte para siempre. Si sube se quema.

Vuelve a entrar por la puerta de la empresa de subastas y se dirige a las cristaleras. Las golpea con la palanca pero no parecen hacerle mucha mella. Tendrá que usar métodos más drásticos.

Arrastra una mesa de escritorio a la otra punta, despejando el camino en línea recta hasta el ventanal. Se apoya en ella y empuja muy fuerte, tanto como le permiten sus fuerzas, alcanzando cien kilómetros por hora, soltando la mesa con un último impulso para que le adelante y estrellándola en un impacto seco y violento. El cristal se revienta hacia fuera una centésima de segundo antes de que llegue él. Sale al vacío, el escritorio cayendo en giros sin control, acompañado de una miríada de pedazos rutilantes por las llamas de la última planta.

¿Qué ocurre allá arriba?

Se eleva en el aire, situándose frente a los guardias que van a morir abrasados, que golpean la vidriera con los puños desnudos sin conseguir más que partirse los huesos. El fuego les tiene arrinconados en unos pocos metros sin posibilidad de escapatoria. Uno de ellos le ha divisado y junta las manos implorándole, sin detenerse a evaluar lo impropio que es un hombre vestido íntegramente de negro flotando al otro lado del piso setenta y dos en mitad de la noche.

El ladrón se da la vuelta en el aire y mira el campo, donde tiene aparcado el coche. Su sueño le espera allí para conducirle a su casa; despertará a su esposa y sus cuatro hijos, conminándoles a vestirse con prisa ya que el vuelo sale dentro de cinco horas, esquivando sus preguntas hasta que estén subidos al avión y entonces, con los pequeños tapados con mantas de viaje, le contará todo a su mujer. Sin dejarse un detalle.

Vuelve a enfrentarse al rascacielos y no duda.

Brasil puede esperar. Ya ha matado un hombre y no sabría vivir con la culpa de más muertos pesando en sus espaldas.

Se acerca a la cristalera y empieza a golpearla con la palanca. Una y otra vez, sin detenerse porque al otro lado las llamas lamen los zapatos de los vigilantes y uno de ellos, el que iba armado, está tumbado en la moqueta, aparentemente inconsciente.

Estampa el acero tantas veces que pierde la fe en conseguirlo, prorrumpiendo en alaridos de emoción al surgir una resquebrajadura, que se amplía a medida que el castigo no se detiene ni un segundo. Por fin, el cristal se quiebra derrumbándose por el interior en una oleada de fragmentos cúbicos. La bocanada de aire fresco alimenta todavía más las llamas.

En la calle espera ver a los bomberos. No han llegado todavía, aunque divisa sus luces acercándose por la arteria principal. Aún están lejos. La responsabilidad es suya y piensa asumirla.

Agarra a dos de los guardias de seguridad y desciende con ellos, que se le abrazan como lapas, aterrorizados por el vértigo. Por unos segundos teme que no vaya a poder con ellos, el esfuerzo es excesivo.

Puede volar pero no tiene superfuerza.

Chilla de dolor cuando algo se le rompe dentro a medida que va bajando, pero no puede permitirse aflojar o morirán los tres. Empuja más y consigue dejarlos a salvo.

Vuelve a subir a toda velocidad, esperando rescatar a los dos hombres que quedan arriba, pero al llegar únicamente le espera uno de los guardias, a punto de lanzarse al vacío. El otro ha muerto carbonizado, encogido sobre sí mismo. Le sujeta en un estrujón de oso y pierde altura más rápido de lo que desearía. El sufrimiento que le desgarra el vientre puede más que él y cae como un saco los últimos cuatro metros.

El aterrizaje le deja sin aliento.

Palpa su ropa interior y nota el bulto del collar con alivio. Todavía tiene una oportunidad, piensa. Se voltea e intenta salir volando para escapar de allí, mientras los hombres que ha rescatado se ponen en pie sin atreverse a acercarse.

Salta dos metros en horizontal y cae como un fardo atravesado por un rayo que le parte los intestinos. No puede volar, herido en algún lugar que ningún médico ha examinado.

Huye cojeando, sujetando el paquete que se le clava en los genitales.

Nadie le sigue y está lejos de su hogar.

15

Ha tenido que recurrir a las pocas reservas de fuerza de voluntad de que disponía para no echarse en algún jardín y dejarse llevar por el agotamiento. En su camino se ha cruzado con varias patrullas de la policía que conducían a toda velocidad buscando el rascacielos que ilumina el cielo de Madrid, nuboso y amenazando tormenta.

—Lo he conseguido —se dice sin creérselo todavía.

Entra en su calle tambaleándose, sujetando el collar manchado de tizne para andar más cómodo.

Abre la puerta del portal de su casa de un empujón y enseguida nota algo raro, una presencia que intuye sin verla. El ruso le espera allí, apuntándole en cuanto entra con una pistola mucho más grande que la suya. Dos hombres le acompañan. Esconde la mano en la espalda en un intento de salvaguardar el futuro de su familia.

—Creo que tienes algo para mí.

—No he conseguido nada. Todo el plan me ha salido mal.

—No te creo. Enséñame lo que llevas ahí.

No tiene otra opción. No si le apuntan con una pistola que parece un cañón de guerra.

—¿Es auténtico? —pregunta el ruso sopesándolo sin dejar de vigilarle.

—Sí. ¿Cómo lo has sabido?

—Eres un aficionado. Y confías demasiado en los borrachos.

—Yo no le he contado nada a nadie.

—Lo suficiente para hacernos pensar que podía ser un buen negocio esperarte esta noche.

El ruso le planta el collar en las narices y se lo entrega a uno de sus hombres.

—Eres un buen hombre, y los buenos hombres no compran pistolas porque sí. El amigo de tu amigo nos contó que te veía muy inquieto. Te seguimos y convencimos al de la agencia de viajes para que nos contase cual era el destino para el que compraste los billetes. No nos costó demasiado. Los españoles no sois gente resistente a la presión física.

—Puedes quedártelo. Todo tuyo. Dejadme en paz.

Hay mucho desengaño en su tono. Toneladas.

—Te avisé que un hombre no sostiene una pistola si no piensa usarla.

—Eso dijiste.

La bala le atraviesa el cráneo, esparciendo su cerebro por los azulejos de la pared.

Los tres rusos le abandonan sin saber que acaban de matar al único hombre volador que ha existido sobre la faz de la tierra.