1

No debe de ser una sensación agradable despertarse y no saber dónde se encuentra, dejar de percibir el agradable tacto de las sábanas de algodón en su mejilla. Le duelen las muñecas y los tobillos, la cabeza le palpita y la saliva le sabe a hierro oxidado.

Para empeorar las cosas, no ve nada.

No puede distinguir si se ha quedado ciego o las luces están apagadas. Está aterrado y su respiración es rápida y superficial, de cervatillo asustado.

La piel le cruje al moverse y nota algo semejante a un pañuelo pegado a la cabeza. No puede afirmarlo a ciencia cierta porque le han inmovilizado de pies y manos. Eso aclara las molestias, pero otorga al asunto un punto de irrealidad.

Desearía estar soñando.

Lo último que recuerda es estar tumbado en la cama con los restos de la resaca de su excitación diluyéndose, confuso y algo arrepentido. Sabe que se durmió acunado por el ruido del tráfico bajo su ventana, sin ropa interior y atento al palpitar de su corazón en el oído pegado a la almohada.

La pulsión que tensa su existencia le ha llevado a momentos difíciles, situaciones comprometidas en las que asume un perfil bajo y se deja arrastrar por las corrientes que terminan llevándole a orillas calmas. En ellas reposa hasta que el ansia salta y la virtualidad no calma su apetito.

Incluso aquellas ocasiones pueden ser controladas en la forma que él entiende que deben serlo, Pero esta es diferente. Demasiado.

Tiene que averiguar si se encuentra solo.

—¿Hola? —articula tiritando.

Recibe un susurro de movimiento a su lado como respuesta. Eso le da más miedo todavía. Se muerde el labio inferior, buscando despertarse como ha visto hacer en las películas, descubriendo que están ásperos y saben amargos. Un gusto que, no sabe por qué, le recuerda al colegio.

—¿Quién está ahí?

Nuevo ruido de roce textil. Escucha una voz a su lado, masculina y aguda.

—Yo.

—¿Quién eres?

—Tengo mucha hambre.

—No te veo.

—¿Tienes comida?

—Estoy atado, ayúdame —suplica.

—Yo también lo estoy. ¿No tienes nada para comer?

—¿Hay alguien más? —llama, sin creerse del todo que está despierto.

Nadie le responde. No pueden estar solos. ¿Qué sentido tendría?

—¡Soltadme de una vez, joder!

Siguen sin contestar. Todo se mantiene tan silencioso que le retumban los oídos. Le viene a la mente la canción «The sound of silence» y la melodía produce un eco inoportuno en su cabeza. No es una buena banda sonora para la película que está viviendo. No señor. La de «Nosferatu» sería más apropiada.

—Oye —llama desde la negrura, intentando calmarse—. ¿Sabes dónde estamos? No veo nada.

—Yo tampoco.

—Pensaba que me había quedado ciego.

—¿Ni un poquito de pan?

—¿Cómo?

—Una bolsa de patatas. Lo que sea.

—¡Basta ya con tu comida! —chilla fuera de sí— ¡Estamos atados! ¿Cómo vas a comer con las manos atadas? ¡Idiota!

El llanto del otro, semejante al de un niño regañado, quiebra la quietud.

El hambriento no sabe porqué ese hombre malo le grita, porque él también está muy asustado. Despertó y no se hallaba en su túnel, alejado de los sonidos habituales que acompañaban sus noches. No hacía frío ni calor. Le dolían mucho las muñecas. ¿Y su ropa? Olía distinto, a jabón como el que tuvo en casa, ese del bote amarillo y el campo de trigo dibujado con un sol de fondo. Siempre deseó meterse en él y correr abriéndose paso a brazadas, nadando en un mar de cereales. Ya no lo iba a ver más; eso le entristecía. Casi se había olvidado del olor. Pero estaba inmovilizado y no era bueno. Le han contado tantas historias de compañeros torturados aprovechando la oscuridad que temía lo peor.

Una tos rompe la tensión en la oscuridad. Algo de esperanza por una salvación.

—¿Quién eres? —reacciona el hombre que había gritado.

Una tercera voz, varonil, ronca de tabaco.

—¿Dónde estoy? ¿Por qué no veo nada?

—Nosotros tampoco. Alguien ha apagado las luces antes de irse.

—¿Nosotros?

—Somos tres. Hay otra persona cerca, a mi derecha.

—¡Estoy atado! ¿Por qué estoy atado? —denota un punto de histerismo en su tono.

—No lo sé. Yo estoy igual.

—Y yo.

De nuevo el llanto reprimido.

—No entiendo nada —dice el hombre que se acaba de despertar. Carraspea algo viscoso—. ¿Quién eres?

—¿Importa eso ahora? —responde el aludido. Se muestra desconfiado. Pudiera ser que la persona que se dirigía a él fuera el mismo que les había trasladado allí.

El ronco no tenía ni idea de quién podía haberle atrapado. Tentar demasiado a la suerte nunca tenía un final feliz y la oportunidad que tuvo se había esfumado. Siempre pasaba lo mismo. Pero no, no era su culpa. A sus cuarenta y cuatro años no recordaba nada remarcable en su vida hasta hace dos semanas. Tan poco tiempo que parecía ayer y ya se había agotado, la oportunidad esfumándose junto a sus esperanzas. Una vez más ponía empeño en algo, un plan que le sacase de la miseria que heredó y, como no podía ser de otra forma, fallaba. Ni su abuelo, ni su padre ni él fueron nada más que fracasados. Solo eran expertos en traer hijos al mundo y vaciar botellas de vino.

—¿Dónde está él? —pregunta el ronco al aire, hacia el espacio en que situaba al otro.

—¿Quién?

—El que te acompañaba.

—No sé de qué me hablas.

—Olvídalo.

Parecía de verdad ajeno al asunto. No lo sabía tan siquiera su mujer. ¿Cómo lo averiguó alguien más?

—¿Cómo se llama ese que llora?

—No tengo ni idea.

—¿Me escuchas? Deja de gimotear.

—No me gritéis más —implora el hambriento.

—¿Estás solo?

—Siempre he estado solo. Siempre —y retoma su llanto.

Este tampoco iba a ayudarle a aclarar el asunto. Sería mejor esperar acontecimientos. Era algo que se le daba muy bien, no en vano era especialista en esperas sin una meta definida.

Nadie supo darle respuesta y se hizo el silencio, más denso que la oscuridad que les rodeaba. El hombre con la sensación rara en la piel había esperado que sus pupilas se dilatasen lo suficiente como para permitirle detectar algo, esperanza frustrada cuando después de muchos minutos era incapaz de distinguirse la punta de la nariz. Entonces llega a sus oídos, suave.

—No estamos solos —susurra.

—¿Qué?

—¡Baja la voz! Les oigo. Hay alguien más aquí.

—Yo no oigo nada.

—Ni yo si sigues hablando tan alto.

Un gemido, ligero como un aleteo, ha empezado a abrirse camino por una garganta de mujer. Va subiendo de volumen poco a poco. El lamento se convierte en queja y la queja en sollozo.

—Tienes razón. Yo también la oigo.

Se detiene, tan repentino como ha iniciado. A continuación, un alarido llena el espacio en que se encuentran, un grito reverberando en sus tímpanos varios segundos, apagándose falto de aire. Debe calmarla, no está convencido de que alarmar a aquellos que pueden estar escuchándolos sea la mejor opción ahora mismo.

—¡Tranquila! No grites, por favor.

Unos segundos más de silencio.

—¿Qué pasa? —pregunta la mujer con la voz temblorosa.

—Eso nos gustaría saber.

—¿Tú tampoco sabes nada?

—¿De qué?

—De lo que está pasando.

—Me han atado —afirma con pánico.

—Como a todos.

—Yo… estaba yendo a… ¿dónde estamos?

—Me parece que nadie te va a responder a eso —musita el ronco.

La mujer empieza a respirar atropelladamente, atragantándose. No se acuerda de nada. ¿Es esto a lo que se referían los médicos? Si no se controla va a desmayarse. Inspira, cuenta hasta diez, expira. ¿Le están haciendo más pruebas? No ve nada y no huele a hospital, solo a sudor, su sudor. No recuerda. Es posible que se haya vuelto loca. Pensándolo bien, sería acorde a los eventos de los últimos días. No es que pudiese catalogarlos de muy normales. ¿Por qué iba a serlo esto? Convertidos en el desvarío de un perturbado, era posible que nada de lo que sucedió fuese realidad. Entonces, esto tampoco.

—Son ellos —asegura el gimiente, más calmado.

—¿Quiénes?

—Los malos. A los que les gusta hacer daño.

—Dices cosas sin sentido. Escúchate.

—Si te descuidas y te duermes donde no debes, te hacen daño. Conozco a algunos que han muerto.

—Yo me dormí en mi cama. No creo que allí entrase nadie —no ahora, piensa el primer reanimado.

—En una cama no te cogen.

—¡Dejad ya de decir gilipolleces! —gruñe el ronco—. Nos han secuestrado. Tenemos que averiguar quién y el por qué.

—No sé por qué me iban a secuestrar a mí.

—Tú has sido el que te has despertado primero. ¿Viste algo?

—Nada, lo mismo que ahora.

Tira con fuerza de las ataduras pero son firmes. El que las había anudado sabía lo que hacía. No dolían al presionar y eran rígidas, así que descarta el cuero. Algún tipo de cinta flexible, ancha, a juzgar por la tensión que nota al estirarlas.

—Esto es absurdo.

Y que lo digas, cavila el ronco. Tanto como aquella madrugada que marcó un antes y un después. La misma sensación de alucinación. Tose otra vez. Se muere por un cigarrillo. Aunque pensándolo bien, no va a poder cogerlo con las manos sujetas en esa postura.

Un golpe atrae su atención. Parece una puerta cerrándose. Una grande y pesada.

—¿Qué ha sido eso? —chilla la mujer, alarmada.

—No lo sé. Ha sonado fuera.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —lloriquea el de la voz aguda.

Sus preguntas se interrumpen de súbito al encenderse todas las luces.

2

Están en una sala sin ventanas, iluminada por cuatro pares de fluorescentes que les hace a los seis la piel más pálida de lo que es en realidad, salvo la de uno de ellos. Suelo de cemento pulido, sin formas, muy limpio y despejado, con paredes exentas de ornamentación, de un blanco nuclear.

Al fondo hay una puerta metálica sin pomo.

En el centro se dibuja un círculo de siete cruces en aspa, y sobre ellas sus seis ocupantes amarrados con cuerdas suaves y anchas, rodeando sus muñecas en varias vueltas para impedirles cualquier movimiento. La misma sujeción rodea su tórax, cintura, rodillas y tobillos, apretando la piel y enrojeciéndola un poco allá donde se muestra desnuda. Detrás de cada cruz reposa un taburete bajo.

El que despertó primero entiende ahora la sensación que tenía en la piel, pero no el motivo. Desnudo de cuerpo entero, está pintado de rojo con una capa gruesa que en algunos puntos se acumula formando bolsas que no se han terminado de secar. Le pica mucho. Tenía razón al pensar que les sujetaba algo flexible.

Pero se equivocaba en su recuento de los presentes. No son cuatro personas. Son seis y dos de ellos no han recobrado aún el conocimiento, vencido su peso en la lazada que les mantiene en posición vertical.

Una cruz no tiene ocupante.

Hay dos mujeres, una a la que le falta el brazo derecho y otra gorda, tremendamente voluminosa, un anciano, un hombre vestido de cuerpo entero con unas mallas negras muy ajustadas, y uno más que debe rondar la treintena ataviado como un vagabundo. No puede evitar valorar los cuerpos de las mujeres atendiendo a un punto de vista sexual. La que parece haberse comido una cadena de McDonalds es joven, demasiado para su gusto, y su sobrepeso excesivo no termina de atraerle. Su cara de niña se pierde entre pliegues que le achatan la nariz y le difuminan los labios. La otra rehuye su libido. La amputación que presenta es una de las cosas más desagradables que ha podido ver nunca. El brazo está cercenado un poco más abajo del codo y la carne parece asada. Tanto ella como el anciano tienen una bolsa de líquido pegada al bíceps con cinta adhesiva, de la que sale una canalización transparente que les administra por vía intravenosa la sustancia que contiene. Gotea despacio y está medio llena, así que supone que deben llevar un buen rato con ella puesta.

El de la voz ronca no está seguro de que conclusión sacar. ¿Por qué le han hecho prisionero en una habitación vacía con otras cinco personas? Recuerda el momento en que se desvaneció, pero el resto está vacío, una nada mucho más profunda que el dormir que no le ha dejado ninguna sensación. Aquel con el que habló al principio debe ser el que está desnudo y cubierto de pintura roja. ¿Qué loco haría algo así? Tiene el pelo tan embadurnado que parece plastilina. La mujer despierta es la más gorda que ha visto nunca. Y él se quejaba de su esposa, con esa barriga colgona que descuidó al parir a su segundo hijo y las piernas llenas de varices gruesas como lombrices. Una modelo de alta pasarela comparada con esta. Se la ve muy alterada y pone los ojos en blanco cada pocos segundos, como si estuviera a punto de desmayarse. Las ataduras tienen que estar haciéndola polvo, se hunden en la carne sin piedad. Debe averiguar que sucede.

—Alguien ha encendido las luces.

—Eso parece. Pero no veo a nadie —comenta el hombre de rojo.

El tercer hombre consciente, el que viste como un vagabundo, ya no tiene tanto miedo. Es un alivio no estar a oscuras. Tiene la barriga amplia y la melena desgreñada cayéndole sobre los ojos. Su piel está plagada de pecas, del diámetro de una moneda de cinco céntimos. Las uñas de una mano son largas como lápices gastados y las de la otra no existen, los dedos semejantes a los de un muñeco de goma. Tiene más ataduras que los demás, cuenta ocho tiras presionando sus brazos, cuatro más en el tórax, cintura y piernas. No conoce a ninguna de las personas con las que comparte la sala. No percibe el lugar mucho más peligroso que los sitios en los que acostumbraba a pernoctar.

—¿Qué les pasa? —pregunta señalando con la mirada a los dos durmientes.

—Creo que al viejo y a la mujer sin brazo les han drogado.

—A nosotros también nos drogaron —comenta el ronco—. No me explico si no cómo hemos llegado aquí sin enterarnos.

—A mí nadie me pinchó para drogarme —asegura la gorda. Sabe de lo que habla, para su desgracia.

No atravesaría esa capa de grasa que tienes, piensa el ronco. Sigue fascinado por la papada que rodea su barbilla.

El hombre pintado mira a su alrededor, intentando localizar alguna cámara, un espejo, algo que delate quien puede estar espiándoles. Eso haría plausible el concepto más razonable de participar en algún tipo de programa de televisión. Nunca había conocido ninguno que llegase a esos extremos, pero el mundo se volvía loco y todavía quedaban muchas cosas por inventar. Las alternativas a esa idea son mucho menos agradables. No, debía alejar esos pensamientos o entraría en pánico. La mejor ayuda en esos momentos era mantener la cabeza fría, aunque resultaba complicado en ese entorno.

—¿Por qué soy el único que va desnudo? —se queja paseando su vista de uno a otro. Se detiene en la figura de la obesa, que respira a punto de un colapso. Echa espuma por la boca, poca de momento, y el cuerpo se le contrae en un espasmo continuo.

—¿Qué le pasa? —exclama el desaliñado, el que tanto lloraba.

—No sé, una especie de ataque epiléptico.

—No me jodas.

—A lo mejor le falta su medicación.

—Se va a morir.

—No creo. Pasará. He tratado con algún caso semejante.

Como en un orgasmo, sus músculos se tensan y pierde el conocimiento, respirando en ciclos cortos con el vientre, un reguero de saliva escapándose por la comisura de sus labios, goteando hasta el pecho derecho, oscureciéndose el tejido a medida que se empapa.

3

El estado de la mujer deja de tener importancia al abrirse la puerta del fondo.

—¡Silencio!

—Alguien viene.

La puerta abierta no muestra nada al otro lado, solo oscuridad. Pasan diez, quince, veinte segundos y no perciben ningún cambio. Están poniéndose muy nerviosos.

—¡Ya basta! —grita el de rojo.

—Calla. No sabemos quién puede ser. ¿Y si lleva un arma?

El pintado tiene ganas de decirle al ronco que ese embrollo tiene una explicación racional, que la moda de las películas de terror con asesinos en serie que atrapaban jovencitos terminó en la década de los ochenta. Pero no es capaz de articular palabra al aparecer dos figuras que se recortan en el umbral, una más alta que la otra, cogidos de la mano.

—¿Qué cojones?

—No se mueven.

—¡Callaos! Mirad.

La de menor estatura, un niño de siete años a lo sumo, ha dado un paso adelante, entrando en la sala, iluminado por los ocho fluorescentes que difuminan su luz por encima de ellos, dando al ambiente un aspecto de nevera antigua.

Lleva puestos unos vaqueros cortados a mano, deshilachados, una camiseta con un muñeco Elmo impreso y con un slogan debajo que dice «¡Hay que comer sano!», aunque la letra «s» no se lee bien por la suciedad y convierte el lema en una parodia obscena.

Sonríe y en la comisura de los labios tiene restos de algo que parece tomate o chocolate.

O sangre, piensa el pintado.

Si pudiera abofetearse lo haría. Ha visto demasiadas películas con situaciones idénticas en su vida y todas acaban en los títulos de crédito; nadie muere. Termina el rodaje y la chica degollada se levanta riéndose y alguien le limpia la salsa de ketchup del cuello. Pero no puede obviar que su existencia ha adquirido un tono bastante fantástico; ese tipo de cosas que no puedes contarle a nadie porque se reirían y no podrías soportar su desprecio. No es como hacer juegos de magia frente a los niños del ala de oncología, no tiene nada que ver. Ha leído artículos en internet, cientos de ellos, sagas completas de confabulaciones gubernamentales que empequeñecen cualquier trama de la película de ciencia ficción más delirante.

Y el niño sigue ahí, enseñando unos dientes que necesitan un buen cepillado.

¿La que se ha quedado atrás será su madre? El que viste como un vagabundo se ha fijado en la uñas del crío, comidas por la mitad con saña. El pobre ha tenido que pasarlo muy mal. Le da pena y siente la necesidad de ser su amigo, de jugar a piedra papel o tijera y dejarle ganar.

—Buenas tardes. Espero que me perdonéis la incomodidad con que os acojo. De momento es una medida necesaria.

—Yo te conozco —masculla el ronco.

—Y yo a vosotros. Más de lo que suponéis.

—¿Por qué me has secuestrado?

—Esto no es un secuestro.

—¿Entonces qué es? —pregunta el colorado.

—Podemos decir que es una reunión.

—¿Vas a hacernos daño? —inquiere el vagabundo, con el pelo cayéndole lacio por la frente.

—No necesariamente.

Las respuestas les inquietan, salvo a la obesa, que ya no echa espuma por la boca y cuyo pecho, no tan abundante para una mujer de su corpulencia, sube y baja con tranquilidad.

Más alarmante que encontrarse atados en cruces en una sala sin muebles son las palabras del niño. No se expresa acorde a su edad. Las frases son demasiado adultas y produce cierta aprensión. La figura que se oculta tras él aumenta la zozobra.

—Quiero que os relajéis. Si todo va bien, no estaremos demasiado tiempo aquí.

—Pero ¿qué sandeces estás diciendo, enano? —le increpa el colorado—. Desátanos y déjate de juegos.

—Nada de juegos. El ciclo en que esa palabra tenía algún significado para mí ha pasado.

—¡Oye! ¡Tú! —llama a la persona oculta— ¿Se puede saber qué queréis?

—Ah, perdonad. Que maleducado he sido.

Estira su manita y hace entrar a una mujer asiática, alrededor de veinticinco años y expresión muy seria.

—Os presento a mi amiga. Perdonad que no os diga su nombre, pero ella lo prefiere así.

La joven examina al grupo sin exteriorizar emoción alguna, apartándose un mechón del flequillo que contrasta con el resto del cabello, tan corto.

—¿Quién eres? —espeta el ronco, desafiándola.

—No te va a contestar.

—Deja que hablen los mayores, pequeñajo.

El niño se acerca a la cruz en la que está maniatado el ronco y se sienta con las piernas cruzadas, dedicándose durante unos segundos a comerse las uñas, escupiendo los restos lejos de sí. Algunas veces tira demasiado fuerte y la separación de la uña corre en diagonal desde el borde alcanzando la raíz, sangrando en gruesos goterones y manchando sus labios infantiles de carmesí brillante. Continúa royendo ensimismado, olvidándose del dolor que palpita debajo de la carne lacerada. El de rojo descubre que eso que tiene alrededor de la boca no es tomate.

—Lo primero es despertar a las tres bellas durmientes. Deben formar parte de nuestra comunidad.

Se incorpora, alisándose la camiseta, acercándose a la mujer amputada, manipulando la vía que se le clava en el brazo sano. Hace lo mismo con el anciano, que es el primero en mostrar síntomas de recuperación. Mantiene la cánula entre sus dedos. Grazna con la garganta seca.

—¿Pilar?

—No está aquí. Se encuentra bien, cuidada como ha estado siempre.

—¿Quién eres tú?

—Buena pregunta —dice el hombre colorado con un deje sarcástico. Después se calla, boquiabierto por lo que presencia.

El viejo inicia un movimiento de revoloteo con las manos, al principio normal, acelerándose a un ritmo más allá de lo natural. Los dedos de las manos se mueven tan rápidos que parecen la filmación de unas briznas de hierba proyectadas a cámara rápida. Suenan como las alas de un colibrí.

—Novasaimpedirmeestarconmimujer —ametralla las palabras, como si hubiese aspirado cinco litros de helio.

El pequeño cierra unos milímetros la válvula que sujeta y el líquido vuelve a fluir, algo más lento. El anciano parece desacelerarse, sus extremidades volviendo a parecer manos que se mueven con normalidad.

—¿Por qué haces esto?

—Por nuestro bien.

El viejo se calla y baja la barbilla, apesadumbrado. Tiene el cerebro igual que un calcetín húmedo y sus pensamientos se mueven espesos.

La amputada también parece recobrarse. La mujer asiática se acerca al niño y le pasa una jeringa que se ha sacado del bolsillo. El crío la introduce en la vía, inyectando de un golpe su contenido. La mujer da un respingo y cierra los ojos. No se mueve más.

—¿Qué le has metido? —pregunta alarmado el hombre ronco. La mujer parecía muerta.

—Etorfina, un paralizador de elefantes —le pone un dedo en la carótida. Transcurridos unos segundos, con aspecto satisfecho, se sacude las manos una contra la otra—. No va a poder moverse ni ver, pero oirá nuestras conversaciones. ¡Perfecto! Todo listo.

—¿Y la gorda? —avisa el ronco.

—¡Es cierto! ¿Ves como ya empezamos a preocuparnos unos de otros?

Coge el taburete situado detrás de la cruz y se sube, apretando con una mano la nariz y con la otra le tapa la boca, muy pequeña en comparación con los mofletes de la mujer. Esta retira la cabeza, pero el niño sigue presionando la nariz, impidiendo que entre oxígeno en sus pulmones. Jadea abriendo los ojos, los párpados desapareciendo entre los pliegues de sus cejas. Retira con brusquedad la cara para liberarse y el niño se lo permite. Aspira una bocanada y tose.

Se queda mirándole sin decir nada.

—No te vuelvas a poner nerviosa.

Ella asiente de forma automática.

—Creo que podemos empezar por él ¿verdad? —comenta dirigiéndose a la asiática. Al hombre de rojo no se le escapa un leve tic que asoma en la comisura de sus labios, pero no puede determinar si es un rictus de nerviosismo o el nacimiento abortado de una sonrisa. La mujer se sienta con la espalda rígida, en la posición del loto. El niño se ha colocado frente al hombre de la voz ronca de nuevo.

—¿Empezar el qué? —el aludido no puede ocultar su nerviosismo.

—Tenemos que conocernos. Es vital para nosotros.

—¿Qué vas a hacerme? No me hagas daño, por favor.

—Tranquilo. Tú escúchame. Vosotros, los demás, prestadme atención.

Y el niño que se expresa como un adulto inicia su primer relato.