Transiciones hacia un mundo más sostenible
La preocupación por la preservación de la diversidad biológica es inseparable de la preocupación por el futuro del conjunto de la biosfera, pero el destino de la biosfera está a su vez estrechamente ligado con virtualmente todos los aspectos del futuro humano. Trataré de detallar aquí una especie de proyecto investigador acerca del futuro de la especie humana y del resto de la biosfera. Este proyecto no pretende quedarse en predicciones poco definidas. Es más bien un llamamiento para que personas que trabajan en un gran número de instituciones y una amplia variedad de disciplinas se unan para concebir posibles escenarios evolutivos que, partiendo de la situación presente, conduzcan hacia un mundo más sostenible en el siglo XXI. Este enfoque es más concreto que la simple especulación sobre lo que podría acontecer en el futuro.
¿Por qué es necesario pensar a tan gran escala? ¿No sería mejor un proyecto más manejable que se concentrase en un aspecto particular de la situación mundial?
El hecho es que vivimos en una época de especialización creciente, y por buenas razones. La humanidad puede así acumular más conocimientos dentro de cada campo de estudio, y a medida que una especialidad crece, tiende a dividirse en subespecialidades. Este proceso se repite una y otra vez, cosa que es tanto necesaria como deseable. Sin embargo, se hace también cada vez más necesario complementar la especialización con la integración. La razón es que no existe sistema complejo no lineal que pueda describirse adecuadamente dividiéndolo en subsistemas o en diversos aspectos definidos de antemano. Si estas partes, todas en mutua interacción, se estudian por separado, aunque sea con un alto grado de detalle, los resultados, una vez reunidos, no proporcionan una buena imagen del conjunto. En ese sentido, hay una profunda verdad en el viejo adagio que dice: «El todo es más que la suma de sus partes».
Es necesario, por lo tanto, abandonar la idea de que lo único serio es trabajar con todas las energías en un problema bien definido en el marco de una disciplina restringida y dejar las ideas de carácter eminentemente integrador para las fiestas de sociedad. En la vida académica, en las burocracias y en todas partes, la labor integradora es infravalorada. Y, sin embargo, cualquier alto cargo de una organización, sea un presidente, un primer ministro o un secretario general, tiene que tomar decisiones como si todos los aspectos de la cuestión, junto con sus influencias mutuas, se tuviesen en cuenta. ¿Es razonable que cuando el dirigente busca asesoramiento encuentre únicamente especialistas y tenga que hacerse cargo él solo de la reflexión integradora a la hora de hacer los juicios intuitivos finales?
En el Instituto de Santa Fe, donde científicos, sabios y pensadores de todo el mundo, representantes de virtualmente todas las disciplinas, se reúnen para investigar acerca de los sistemas complejos y de cómo surge la complejidad a partir de leyes simples subyacentes, se encuentra gente que tiene el coraje de dar un vistazo a la totalidad además de estudiar las partes de un sistema a la manera tradicional. Quizás el Instituto pueda contribuir a que se produzca una explosión de investigación conjunta sobre vías potenciales hacia un mundo más sostenible por parte de instituciones de todo el globo dedicadas a estudiar aspectos particulares de la situación mundial. Los aspectos en cuestión tendrían que incluir asuntos políticos, militares, diplomáticos, económicos, sociales, ideológicos, demográficos y medioambientales. Con el nombre de Proyecto 2050 ha dado comienzo un esfuerzo relativamente modesto bajo la dirección del Instituto de Recursos Mundiales, la Institución Brookings y el propio Instituto de Santa Fe, en el que participan personas e instituciones de muchas partes del mundo.
Ahora bien, ¿qué es lo que se entiende aquí por sostenible? En A través del espejo, Humpty Dumpty explica a Alicia cómo emplea las palabras para significar lo que le venga en gana, pagándoles por ese privilegio cada sábado por la noche (el final de la semana laboral decimonónica). Estos días debe haber mucha gente pagando primas a la palabra «sostenible». Por ejemplo, si el Banco Mundial tiene que financiar algún anticuado proyecto de desarrollo masivo destructivo para el medio ambiente, muy bien puede ponérsele la etiqueta de «desarrollo sostenible» con la intención de hacerlo más aceptable.
Esta práctica me recuerda el gag de los Monty Python en el que un hombre entra en una oficina para pedir una licencia para su pez, Eric. Cuando el funcionario le dice que no existen las licencias para peces, él replica que le dijeron lo mismo cuando pidió una licencia para gatos, pero que él tenía una. Tras enseñársela al funcionario, éste le dice: «Esto no es una licencia para gatos. Es una licencia para perros con la palabra “perro” tachada y la palabra “gato” escrita encima a lápiz».
Hoy día hay mucha gente atareada en escribir a lápiz la palabra «sostenible». La definición no siempre está clara, por lo que no es irrazonable asignar aquí un significado a la palabra. Evidentemente, la definición literal es inadecuada. La ausencia completa de vida en la Tierra sería sostenible durante cientos de millones de años, pero está claro que no es esto lo que perseguimos. La tiranía universal podría sostenerse durante muchas generaciones, pero tampoco es esto lo que buscamos. Imaginemos un mundo atestado de gente, quizás extremadamente violento y autoritario, con sólo unas pocas especies de plantas y animales supervivientes (las que están en íntima conexión con la sociedad humana). Aunque tales condiciones podrían mantenerse, no se corresponderían con lo que queremos significar aquí. Está claro que vamos en busca de unas condiciones que, aparte de sostenibles, sean mínimamente deseables. Curiosamente, hay en la actualidad un cierto grado de acuerdo teórico sobre lo que es deseable, sobre las aspiraciones de la especie humana tal y como están expresadas, por ejemplo, en las declaraciones de Naciones Unidas.
Entonces, ¿qué tipo de futuro estamos concibiendo para nuestro planeta y nuestra especie cuando hablamos de sostenibilidad, atemperando nuestros deseos con cierta dosis de realismo? Seguramente no uno de estancamiento, sin esperanza para las personas hambrientas u oprimidas. Pero tampoco uno de abuso continuado y creciente del medio ambiente a medida que la población crece, los pobres intentan elevar su nivel de vida y los ricos provocan un enorme impacto ambiental per capita. Por otro lado, la sostenibilidad no se refiere sólo a cuestiones medioambientales y económicas.
En términos negativos, la especie humana tiene que evitar la guerra aniquiladora, la tiranía generalizada y la omnipresencia continuada de la pobreza extrema, así como la desastrosa degradación de la biosfera y la destrucción de la diversidad biológica y ecológica. La idea fundamental es el logro de mayor calidad de vida sin que se adquiera principalmente a expensas del futuro. Esto abarca la supervivencia de cierto grado de diversidad cultural y también de muchos de los organismos con los que compartimos el planeta, así como las comunidades ecológicas de que forman parte.
Desde el punto de vista tecnológico, hay optimistas que piensan que los humanos no necesitamos cambiar demasiado el curso de las cosas para evitar un futuro desastroso, que podemos lograr una sostenibilidad aceptable sin esfuerzos especiales, a través de una serie ilimitada de ajustes tecnológicos simples. Algunos ni siquiera creen en la sostenibilidad como objetivo. Pero eso no impide que todos podamos reflexionar sobre ella. Incluso quienes no aceptan que la sostenibilidad sea un objetivo irrenunciable pueden preguntarse si hay maneras de acercarse a ella en los próximos cincuenta a cien años y, si las hay, qué alternativas habría y qué mundo resultaría. El debate sobre una cuestión no requiere que se compartan los puntos de vista de quienes lo plantean.
Los historiadores tienden a irritarse cuando alguien sentencia: «Éste es un período único en la historia». Pero nuestra época es efectivamente especial en dos aspectos bien definidos y estrechamente relacionados.
En primer lugar, la especie humana ha alcanzado la capacidad técnica de alterar la biosfera a través de efectos de primer orden. La guerra es antigua, pero la escala a la que puede desencadenarse hoy día es enteramente nueva. Es sabido que una guerra termonuclear total arrasaría una fracción significativa de la vida planetaria, sin mencionar los problemas que podría causar el armamento biológico o químico. Por otro lado, a través del crecimiento demográfico y determinadas actividades económicas, los humanos están alterando el clima global y exterminando un número significativo de especies animales y vegetales. A decir verdad, los seres humanos han causado en el pasado más destrucción de lo que suele admitirse. La deforestación por obra de hachas y cabras, con la consiguiente erosión y desecación, data de hace miles de años y ya fue señalada, por ejemplo, por Plinio el Viejo. Hasta los pequeños grupos humanos que vivían en Norteamérica hace diez mil años podrían haber contribuido a la extinción de la megafauna norteamericana de la era glacial, de la que formaban parte mamuts, perezosos gigantes, lobos de las cavernas, felinos de dientes de sable y diversas especies de camélidos y equinos (una teoría atribuye algunas de las extinciones, al menos parcialmente, al hábito de hacer despeñarse rebaños enteros de animales por los acantilados para después aprovechar sólo la carne y la piel de unos cuantos). Sin embargo, el perjuicio potencial para la biosfera en su totalidad es ahora mucho mayor que nunca antes. La actividad humana ha provocado ya múltiples problemas medioambientales, incluyendo cambios climáticos, contaminación oceánica, empobrecimiento de la calidad del agua dulce, deforestación, erosión del suelo, etc. Y como los conflictos, muchos de los males que afectan al medio ambiente son antiguos, pero su escala actual no tiene precedentes.
En segundo lugar, el crecimiento de la población mundial y la merma de los recursos naturales no pueden continuar para siempre; pronto se alcanzará un punto de inflexión (cuando la tasa de crecimiento comience a disminuir). El siglo XXI es un periodo crucial (en el sentido original de encrucijada) para la especie humana y el planeta. Durante muchos siglos, la población humana total en función del tiempo se ha ajustado estrechamente a una curva hiperbólica simple que se eleva hasta infinito hacia el año 2025. La nuestra es, obviamente, la generación en la que la población mundial tiene que empezar a despegarse de esa hipérbola, y de hecho ya ha comenzado a hacerlo. Ahora bien, ¿se aplanará la curva de población gracias a la previsión humana y el progreso hacia un mundo sostenible o bien caerá y fluctuará de resultas de los tradicionales azotes de la guerra, el hambre y las epidemias? Si las curvas de población y agotamiento de recursos se aplanan, ¿lo harán de manera que sea posible una razonable calidad de vida —incluyendo cierto grado de libertad— y la persistencia de una alta diversidad biológica, o bien tendremos un mundo gris de escasez, polución y autoritarismo, con plantas y animales reducidos a unas pocas especies que coexistan con facilidad con la nuestra?
Una cuestión similar puede plantearse en relación al desarrollo progresivo de los medios militares y la escala de los conflictos. ¿Permitirá la gente que estallen guerras aniquiladoras a gran escala o hará uso de su inteligencia y capacidad de previsión para limitar y reorientar las luchas, suavizar los conflictos y equilibrar la rivalidad con la cooperación? ¿Aprenderemos, o quizá ya hemos aprendido, a tratar nuestras diferencias sin la posibilidad de guerras catastróficas? ¿Y los conflictos menores que surgen de la desintegración política?
Gus Speth, que fue el primer presidente del Instituto de Recursos Mundiales (en cuya fundación tengo el honor de haber colaborado), ha sugerido que el desafío para el género humano en las próximas décadas consistirá en efectuar una serie de transiciones interrelacionadas. Yo propongo ampliar ligeramente sus concepciones incorporando consideraciones de orden más político, militar y diplomático, sumadas a las de orden social, económico y medioambiental que él destaca. Con estas modificaciones, el resto de este capítulo se organiza alrededor de esta noción, algo tosca pero útil, de conjunto de transiciones.
Hemos visto que las décadas venideras serán testigo de un cambio histórico en la curva demográfica global. La mayoría de expertos piensa que la población mundial se estabilizará en el próximo siglo en torno al doble de la población actual, estimada en unos 5500 millones de personas. Hoy día, las altas tasas de crecimiento demográfico (que tienen que ver fundamentalmente con unas mejoras en la medicina y la salud pública que no han llevado aparejado un descenso de la natalidad) todavía predominan en muchas partes del mundo. Esto ocurre especialmente en las regiones tropicales subdesarrolladas, incluyendo países que, como Kenia, no pueden permitírselo ni ecológica ni económicamente. Mientras tanto, la población de los países desarrollados en general se ha estabilizado bastante, si se exceptúan los efectos de la migración, la cual ciertamente será un asunto de la mayor importancia en las décadas venideras.
Los expertos se han enzarzado en muchas discusiones sobre los factores responsables del declive de la natalidad que ha tenido lugar en la mayoría de países desarrollados, y ahora sugieren medidas encaminadas a producir los mismos efectos en el mundo tropical. Estas medidas incluyen mejoras en la sanidad, alfabetización, educación y oportunidades de las mujeres además de otros progresos en la condición femenina, una reducción en la mortalidad infantil (lo cual en principio obra, naturalmente, en sentido opuesto, pero más adelante puede evitar que las parejas intenten compensar las muertes esperadas produciendo más niños de los que realmente desean) y un seguro social para los mayores, una meta aún distante en muchos países en vías de desarrollo.
Naturalmente, la disponibilidad de una contracepción segura y efectiva es crucial, pero también lo es la erosión de los incentivos tradicionales para tener familias numerosas. En diversas partes del mundo la pareja típica (y especialmente el varón típico) todavía desea tener muchos hijos. ¿Qué clase de incentivos pueden ofrecerse a las familias de uno o dos hijos? ¿Cómo puede persuadirse a la gente, por las vías culturalmente apropiadas, de que en el mundo moderno tales familias son de interés común, con mayores niveles de sanidad, educación, prosperidad y calidad de vida de lo que permiten las familias numerosas? Con la importancia que tienen en los asuntos humanos los vaivenes de la moda, ¿qué se puede hacer para popularizar la idea de una familia pequeña? Estas cuestiones todavía están desatendidas en muchos sitios, incluso por parte de las organizaciones que declaran estar contribuyendo a resolver el problema de la población mundial.
Si es cierto que la población humana se encamina hacia un punto de inflexión y que acabará estabilizándose globalmente en unas pocas décadas, es de la mayor importancia tanto el proceso histórico en sí como su duración y las cifras resultantes. El carácter exacto y la magnitud del efecto del crecimiento demográfico sobre la calidad del medio ambiente depende de muchas variables, como por ejemplo el reparto de las tierras, y valdría la pena hacer un cuidadoso estudio en áreas diferentes. No obstante, de entrada parece evidente que, en conjunto, el crecimiento demográfico contribuye a la degradación del medio ambiente, ya sea por las enormes tasas de consumo de los ricos o por la desesperada lucha de los pobres por sobrevivir, sea cual sea el precio de cara al futuro.
Las consecuencias para el medio ambiente serán probablemente mucho más serias si el mundo simplemente espera a que mejoren las condiciones económicas entre las poblaciones empobrecidas para que surtan efecto las medidas de reducción de la natalidad, en vez de fomentar tal reducción en paralelo con el desarrollo económico. Es muy probable que el impacto medioambiental total por persona sea considerablemente mayor tras el desarrollo económico que antes, y cuanto menores sean las cifras cuando finalmente se alcance una prosperidad relativa, mejor para las personas y para el resto de la biosfera.
Hace unas décadas, algunos de nosotros (en particular Paul Ehrlich y John Holdren) señalábamos el hecho absolutamente obvio de que el impacto sobre el medio ambiente en un área geográfica determinada puede descomponerse en tres factores: población, prosperidad convencional por persona e impacto medioambiental por persona y por unidad de prosperidad convencional. El último factor depende especialmente de la tecnología. Es el cambio tecnológico el que de algún modo ha permitido la existencia de la gigantesca población humana actual, y mientras miles de millones de personas viven en una situación de pobreza desesperada, unos pocos consiguen vivir con unas comodidades razonables como consecuencia de los adelantos científicos y tecnológicos, incluida la medicina. Los costes medioambientales han sido enormes, pero en ninguna parte tan grandes como pueden serlo en el futuro si el género humano no actúa con algo de previsión.
La tecnología, bien aprovechada, puede contribuir a reducir el tercer factor prácticamente tanto como lo permitan las leyes naturales. Cuánto puede mejorarse el factor de prosperidad, especialmente en lo que se refiere a la pobreza extrema, depende en considerable medida de cuánto acapara el primer factor, el número de personas.
La evidencia del comienzo de la transición tecnológica está empezando a manifestarse en muchos sitios, aunque el grueso de la misma está aún por llegar. Pero hasta elementos tecnológicos relativamente simples pueden acabar planteando problemas extremadamente complejos.
Considérese el ejemplo de la erradicación de la malaria en las poblaciones humanas. Hace no demasiado tiempo, la desecación de los pantanos era todavía el principal método de control. Pero ahora se entiende que hay que evitar la destrucción de los pantanales siempre que sea posible. Entretanto la ciencia había identificado el plasmodio responsable de la malaria y sus mosquitos vectores. La fumigación con plaguicidas químicos como el DDT para eliminar los mosquitos parecía un paso adelante, pero resultó tener serias consecuencias para el medio ambiente. En primer lugar, las aves en lo más alto de la cadena trófica acuática comenzaron a acumular altas dosis de DDE, un metabolito del DDT que causaba un adelgazamiento de las cáscaras de los huevos provocando el fracaso reproductivo de muchas especies, incluida el águila calva, emblema nacional norteamericano. Hace veinte años que el DDT quedó desfasado en el mundo desarrollado, y las poblaciones de aves amenazadas comenzaron a recuperarse. Pero todavía se sigue utilizando en otras partes, aunque están comenzando a aparecer cepas resistentes del mosquito vector.
Después resultó que algunos de los sustitutos inmediatos del DDT eran claramente peligrosos para los humanos. Hoy día, sin embargo, hay métodos mucho más sofisticados para reducir la población de vectores, incluyendo el uso de productos químicos específicos, así como la liberación de compañeros sexuales estériles y otros «controles biológicos». Todas estas medidas pueden coordinarse en lo que se denomina «gestión integrada de plagas». Hasta ahora el empleo a gran escala de tales métodos todavía resulta demasiado caro. En el futuro podrían desarrollarse técnicas más baratas e igualmente inocuas. También se dispone de repelentes de insectos, pero son igualmente caros y plantean problemas propios.
Mientras tanto, un tratamiento simple y efectivo en muchos sitios es meterse dentro de un mosquitero media hora al amanecer y media hora al anochecer, cuando actúa con preferencia el mosquito vector. Por desgracia, en muchos países tropicales la población rural está demasiado atareada a esas horas para meterse debajo de una red.
Es probable que algún día se desarrollen vacunas contra la malaria que erradiquen completamente las diversas formas de la enfermedad, pero entonces surgirá otra dificultad: áreas silvestres importantes que estaban protegidas por el peligro de la malaria quedarán expuestas al desarrollo irresponsable.
Sin duda he invertido demasiado tiempo en este ejemplo aparentemente simple, sólo para exponer algunas de sus complicaciones. Puede esperarse que surjan complicaciones análogas dondequiera que se efectúe una transición tecnológica para reducir el impacto sobre el medio ambiente, sea en la producción industrial, la extracción de minerales, la producción de alimentos o la generación de energía.
Al igual que la reconversión de las industrias militares en industrias civiles, la transición tecnológica requiere una ayuda financiera y la readaptación de los trabajadores a medida que las oportunidades se cierran para una clase de empleo y se abren para otras. Sería aconsejable que los políticos consideraran los retos planteados por estas reconversiones. Así, el dejar de fabricar agentes químicos para la guerra podría contemplarse de la misma manera que el desmantelamiento de la explotación forestal en los antiguos bosques del noroeste de los Estados Unidos. Por otra parte, estas cuestiones políticas vuelven a surgir cuando la sociedad intenta reducir el consumo de productos perjudiciales para la salud, sean legales como el tabaco o ilegales como la cocaína.
No obstante, en cuanto a exigencias, estas tres formas de reconversión plantean problemas algo diferentes. En el caso de las armas químicas, el reto principal era persuadir a los gobiernos de no volver a encargar su fabricación y sacar a la luz y destruir las existencias presentes. El tema de las drogas, en cambio, es objeto de agrias disputas. En el caso de la transición tecnológica para reducir el impacto sobre el medio ambiente, la cuestión es cuáles son los incentivos para el desarrollo y empleo de tecnologías inocuas. Esto nos conduce a la transición económica.
Si el aire o el agua son tratados como bienes libres en las transacciones económicas, entonces contaminarlos y degradar su calidad no cuesta nada. La actividad económica implicada se desempeña entonces a costa del medio ambiente y del futuro. Durante siglos, las autoridades han hecho frente a este tipo de problemas por medio de prohibiciones y multas, a menudo ineficaces. Hoy día se intenta en algunos sitios ejercer una reglamentación a gran escala, y se han conseguido algunos éxitos. Sin embargo, parece ser que para los gobiernos el modo más eficiente de tratar estas cuestiones es hacer pagar de alguna forma el coste de la restauración de la calidad. Esto es lo que los economistas llaman «internalización de externalidades». La reglamentación, con sus multas y otras penalizaciones, constituye en sí misma un recargo. Sin embargo, suele requerir acciones específicas por parte de los contaminadores, mientras que la internalización fomenta la restauración de la calidad, o su no degradación en primera instancia, de la manera más barata posible. Los ingenieros y administradores de la industria implicada son quienes prescriben las medidas que deben tomarse. La microgestión burocrática se hace innecesaria.
El pago de los costes reales es un elemento fundamental de la transición económica requerida para pasar de vivir en gran medida del capital de la naturaleza a vivir principalmente de las rentas de la naturaleza. Aparte de que suele ser mejor que la reglamentación, el recargo es desde luego mucho mejor que la mera exhortación. De entrada, reduce las ambigüedades.
Supongamos que nos comprometemos a premiar con la medalla verde los productos que tengan un menor impacto ambiental. Pronto nos encontraremos con un problema. Un detergente particular puede ser más bajo en fosfatos que otro y así producir menos eutrofización (crecimiento de algas) en los lagos, pero puede requerir un consumo energético mayor porque hay que usarlo con agua caliente. ¿Cómo se puede sopesar una consideración frente a otra? Si se prueba a imponer un recargo a los productores por la eutrofización causada por sus detergentes y, por otra parte, el coste de la energía que requiere un lavado se marca con claridad en el paquete, el consumidor puede decidirse en función del desembolso total, y el mercado determinará los precios. La medalla verde se hace innecesaria.
La gran dificultad a la hora de establecer el pago de los costes reales es, naturalmente, estimarlos. Hemos discutido ya cómo los economistas nunca han conseguido un éxito pleno a la hora de abordar problemas sutiles relacionados con la calidad y la irreversibilidad, cuestiones análogas a las que surgen en conexión con la segunda ley de la termodinámica en el marco de la ciencia natural. Tales problemas pueden, por supuesto, sacarse a relucir en el ruedo político y tratarse únicamente como asuntos de opinión pública, pero a largo plazo seguramente la ciencia tendrá también algo que decir. Mientras tanto, lo más simple es estimar el coste de reponer lo que se ha perdido. Puede que sea necesario algún tipo de prohibición estricta sobre lo que es irreemplazable, pero en los demás casos el logro de una calidad sostenible está estrechamente ligado a la idea de pagar para restaurar la calidad perdida, y la definición de calidad será competencia de la ciencia en interacción con la opinión pública.
Un aspecto fundamental de cualquier programa de pago de costes reales es la eliminación de subsidios para actividades económicas destructivas, muchas de las cuales serían totalmente antieconómicas si no fuera por tales subsidios. En la memoria de la Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo (la comisión Brundtland), compuesta por distinguidos hombres de Estado de muchas partes del mundo, su brillante secretario general, el canadiense Jim MacNeill, se encargó de señalar que, para ver lo que está pasando con el medio ambiente, no hay que fijarse tanto en las actividades del ministerio de Medio Ambiente como en las del ministerio de Finanzas y en los presupuestos generales. Es aquí donde hay que buscar los subsidios destructivos para, no sin grandes obstáculos políticos, eliminarlos.
La discusión sobre presupuestos conduce directamente a la cuestión de si los procedimientos de contabilidad nacionales incluyen la merma del capital natural. Por lo general no. Si el presidente de un país tropical, a cambio de un soborno, hace un contrato con una compañía maderera extranjera para talar buena parte de los bosques de la nación por poco dinero, en las cuentas de la administración pública este dinero, incluido el soborno si es que no va a parar a un banco suizo, aparecerá como parte de los ingresos nacionales, pero la desaparición de los bosques, con todos sus beneficios y potencial, no se contabilizará entre las pérdidas. No son sólo los países tropicales los que venden sus bosques a un precio demasiado bajo, como lo atestigua el destino de los bosques húmedos templados de la costa noroeste del Pacífico estadounidense, la Columbia Británica y Alaska.
Está claro que la reforma de los sistemas de contabilidad de la administración pública es una necesidad prioritaria en todos los países. Por fortuna, los esfuerzos para acometer esta reforma han comenzado ya en algunos sitios. Nuestro ejemplo también deja claro que la lucha contra la corrupción es un elemento clave en el logro de la transición económica.
Otro indicador del grado de inquietud acerca de la disminución del capital de la naturaleza es la tasa de depreciación. Por lo que sé, el Banco Mundial, en la financiación de proyectos de gran impacto sobre el medio ambiente, todavía aplica una depreciación del 10 por ciento por año. Si esto es cierto, significa que la pérdida de una gran parte del patrimonio natural al cabo de treinta años es descontada por un factor de 20. El patrimonio natural de la próxima generación se valora en un 5 por ciento del valor actual asignado, si es que se tiene en cuenta.
La tasa de depreciación, en esta forma, es una medida de lo que se ha dado en llamar equidad intergeneracional, un concepto crucial para la noción de calidad sostenible. Desvalorizar el futuro demasiado rápidamente equivale a robarlo. Si se generaliza un poco más la noción de tasa de depreciación, puede servir para sintetizar mucho de lo que se entiende por sostenibilidad.
Algunos economistas subrayan la importancia del posible conflicto entre la equidad intergeneracional y la equidad intrageneracional, esto es, la preocupación por el futuro y la preocupación por la pobreza actual, que hace necesaria la explotación de algunos recursos para asegurar la supervivencia. Aunque parte de la degradación actual de la biosfera se debe a la lucha por la vida de los que viven en condiciones miserables, una buena parte puede atribuirse al despilfarro de recursos por parte de los ricos. Sin embargo, gran parte de ella tiene que ver también con proyectos a gran escala que supuestamente sirven, por ejemplo, para ayudar a la población rural de un país en desarrollo, pero a menudo, si es que lo hacen, de una manera bastante ineficiente y destructiva. En contraste, esas mismas personas pueden recibir ayuda de un modo más efectivo a través de la suma de pequeños esfuerzos aplicados localmente; un ejemplo es la práctica conocida como micropréstamo.
En el micropréstamo, se establece una institución financiera dedicada a conceder préstamos de escasa cuantía a los propietarios locales, muchos de ellos mujeres, para fundar pequeñas empresas que ofrezcan un medio de vida local a un puñado de personas. Con frecuencia tales negocios crean empleos relativamente no destructivos y contribuyen tanto a la equidad intergeneracional como a la intrageneracional. Por fortuna, esta práctica de apoyo a una economía sostenible se está extendiendo cada vez más.
Es difícil entender cómo puede conseguirse una calidad de vida sostenible a largo plazo cuando está tan desigualmente repartida, cuando hay tantas personas que pasan hambre, carecen de hogar o mueren en la juventud a causa de alguna enfermedad, conscientes de que en otras partes hay miles de millones de personas que llevan una existencia mucho más confortable. Está claro que la sostenibilidad requiere acciones a gran escala orientadas hacia la equidad intrageneracional. Como en el caso del micropréstamo, a menudo hay más sinergia que conflicto entre equidad intergeneracional y equidad intrageneracional. Las políticas que en verdad ayudan a la población rural de los países en desarrollo son mucho más compatibles con la preservación de la naturaleza de lo que se suele pretender. Las políticas que sirven para combatir efectivamente la pobreza urbana son precisamente las que incluyen disposiciones encaminadas a evitar catástrofes medioambientales urbanas. Tales políticas incluyen también medidas para resolver los problemas rurales que están causando emigraciones en masa a las ciudades, en su mayoría ya atestadas. De hecho, está claro que la transición social debe incluir el alivio de algunos de los problemas más graves de las megalópolis.
Hoy día, todavía más que en el pasado, ninguna nación puede abordar problemas que afecten a la actividad económica urbana o rural sin tener en cuenta los asuntos internacionales. La aparición de la economía global es uno de los rasgos dominantes del escenario contemporáneo, y el deseo de participar más activamente en dicha economía es una de las fuerzas principales que influyen en la política de gobiernos e intercambios comerciales en todo el mundo. Junto con el transporte rápido, las comunicaciones a escala planetaria y los efectos sobre el medio ambiente global, la importancia de los temas económicos globales hace que sea esencial un mayor grado de cooperación mundial para tratar con las serias cuestiones a las que se enfrenta la totalidad del género humano. Esto nos lleva a la transición institucional.
La necesidad de cooperación a escala regional y global no se restringe a los temas de medio ambiente, ni tampoco a los económicos. El mantenimiento de la paz y la seguridad internacional es, por lo menos, igual de importante.
Desde hace poco, con la disolución de la Unión Soviética y el «bloque soviético» de naciones, y con un mayor grado de cooperación por parte de China, las instituciones mundiales, incluidos los órganos de las Naciones Unidas, pueden funcionar con más eficiencia que antes. Para la ONU es ahora rutinario organizar la supervisión de unas elecciones o promover negociaciones para frenar una guerra civil. Las actividades para el mantenimiento de la paz están progresando en muchas partes del mundo. Los resultados no son ni mucho menos satisfactorios, pero por lo menos el proceso está comenzando a afianzarse.
Mientras tanto, la cooperación transnacional está tomando forma de muchas otras maneras y, necesariamente, el papel del Estado se está debilitando cada vez más en un mundo donde existen tantos fenómenos importantes por encima de las fronteras nacionales. En muchas esferas de la actividad humana funcionan desde hace largo tiempo instituciones transnacionales y hasta universales (o casi), tanto de carácter formal como informal. Ahora hay muchas más. Todas ellas contribuyen de algún modo a canalizar la competencia dentro de modelos sostenibles y la atemperan a base de cooperación. Unas son más importantes o más efectivas que otras, pero todas tienen alguna trascendencia. Son ejemplos la red de tráfico aéreo, la Unión Postal Internacional, la Convención sobre Frecuencias de Emisión, la Interpol, los tratados sobre aves migratorias, la CITES (Convention on International Trade in Endangered Species), la Convención sobre Armas Químicas, la Unión Internacional de Física Pura y Aplicada, el Consejo Internacional de Organizaciones Científicas, los congresos mundiales de matemáticas, astronomía, antropología, psiquiatría, etc., el PEN (organización internacional de escritores), instituciones financieras como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, corporaciones multinacionales desde McDonald’s hasta IBM, agencias de la ONU como WHO, UNEP, UNDP, UNFPA, UNICEF y UNESCO, y Cruz Roja Internacional. Por otro lado, no habría que ignorar la creciente importancia del inglés como lenguaje internacional.
Poco a poco, sobre una base global o altamente transnacional, la especie humana está comenzando a luchar contra algunos de los problemas que plantea la gestión de la biosfera y de las actividades humanas que se desarrollan en ella. Aquí el efecto del cambio de situación en la antigua Unión Soviética y en la Europa del Este es extremadamente esperanzador. El resultado es que ahora se ha hecho probable la cuasiuniversalidad en numerosas actividades para las que antes apenas podía esperarse nada parecido.
Además, se han puesto en marcha negociaciones sobre asuntos generales de carácter global —aquellos aspectos del medio ambiente que no se reconocen como patrimonio de nadie, y por lo tanto patrimonio de todos, cuya explotación egoísta sin ninguna clase de cooperación internacional sólo puede llevar a resultados negativos para todas las partes—. Son ejemplos obvios los océanos, el espacio y la Antártida.
Los acuerdos entre países más y menos desarrollados pueden seguir el modelo del contrato planetario, del que ya hablamos en conexión con la conservación de la naturaleza. Aquí asume un significado más general: la transferencia de recursos de los países ricos a los pobres conlleva la obligación para estos últimos de tomar medidas que hagan progresar la sostenibilidad en sentido amplio, es decir, desde la no proliferación nuclear hasta la protección de áreas salvajes. (Otra manifestación del contrato planetario es que los aparatos eléctricos en los países templados compensen sus emisiones de dióxido de carbono pagando una cuota destinada a preservar los bosques tropicales.)
Sin embargo, el problema de los particularismos destructivos —la competencia encarnizada y a menudo violenta entre pueblos de diferente lengua, religión, raza, nación o cualquier otra cosa— se ha agudizado aún más de lo habitual en los últimos años, especialmente tras la rotura de algunas de las ligaduras impuestas por ciertos regímenes autoritarios. Decenas de conflictos violentos de carácter étnico o religioso están en curso en diferentes partes del globo. Fundamentalismos de diverso cuño están a la orden del día. El mundo actual experimenta simultáneamente una tendencia hacia la unidad y otra hacia la fragmentación.
Ya hemos mencionado que, por lo que parece, ninguna diferencia es demasiado pequeña para provocar la división de la gente en grupos violentamente antagónicos. Pensemos, por ejemplo, en el agrio conflicto que se desarrolla en Somalia. ¿Diferencias lingüísticas? No, todos hablan somalí. ¿Diferencias religiosas? Virtualmente todos son musulmanes. ¿Diferentes sectas islámicas? No. ¿Diferencias entre clanes? Las hay, pero no crean demasiados problemas. La guerra es principalmente un asunto de subclanes dominados por señores de la guerra, cuyas rivalidades se han desatado tras el hundimiento del orden legal.
¿Hacia dónde nos conducirán estas tendencias? Si se da rienda suelta a nuestra propensión anacrónica hacia el particularismo destructivo, tendremos rivalidades militares, problemas demográficos y una competencia por los recursos que hará difícil o incluso imposible el logro de una calidad de vida sostenible. Es necesaria una radical transición ideológica que comprenda la transformación de nuestras maneras de pensar, nuestros esquemas, nuestros paradigmas, si es que queremos acercarnos a la sostenibilidad en nuestras relaciones mutuas, por no hablar de nuestras interacciones con el resto de la biosfera.
La investigación científica aún no ha dejado claro hasta qué punto las actitudes humanas hacia las personas percibidas como diferentes (y hacia los otros organismos) están gobernadas por tendencias hereditarias desarrolladas hace tiempo en el curso de la evolución biológica. Puede que hasta cierto punto nuestra propensión a formar grupos mutuamente intolerantes y a destruir el medio ambiente de manera innecesaria tenga ese origen. Podría tratarse de tendencias que fueron adaptativas en el pasado, pero que han dejado de serlo en un mundo de interdependencia, armas destructivas y una capacidad para la degradación de la biosfera incrementada en grado sumo. La evolución biológica es demasiado lenta para responder a tales cambios. Pero sabemos que la evolución cultural, mucho más rápida, puede modificar las tendencias biológicas.
Los sociobiólogos subrayan que nosotros los humanos, como otros animales, heredamos una tendencia a protegernos tanto a nosotros mismos como a nuestros parientes cercanos, de modo que tanto nosotros como ellos sobrevivamos para procrear y transmitir parte de nuestros genes comunes. Pero en los seres humanos ese instinto promotor de adaptación inclusiva está profundamente transformado por la cultura. Un sociobiólogo, al invocar la imagen de alguien saltando a un río para salvar a otra persona de las fauces de un cocodrilo, argumentaría que tal «altruismo» es más probable cuando la otra persona es un pariente cercano. Un antropólogo cultural podría señalar que en muchas tribus ciertos parientes, incluso muy lejanos, son hermanos, padres o hijos «de clase», que son tratados en muchos aspectos como si en verdad fueran parientes cercanos. Quizá los miembros de tales tribus están dispuestos a arriesgar su vida por sus hermanos y hermanas de clase simplemente porque quieren. En cualquier caso, los sociobiólogos admiten ahora que los modelos de comportamiento altruista en el hombre están afectados en gran medida por la cultura. Una cierta disposición a arriesgar la vida propia por otro ser humano puede extenderse fácilmente a todos los miembros de la tribu.
Este comportamiento se da también en niveles de organización superiores. A escala de nación, se conoce como patriotismo. A medida que las personas se han ido agregando en sociedades cada vez más grandes, el concepto de «nosotros» se ha ido ampliando. (Desafortunadamente, las tensiones pueden revelar puntos débiles en el tejido social que acaban causando su fragmentación en unidades menores. Esto es lo que ha pasado, por ejemplo, en la vecindad de Sarajevo, donde un residente se expresaba así: «Hemos vivido al lado de esa gente durante cuarenta años, hasta nos hemos casado con ellos, pero ahora nos damos cuenta de que no son del todo humanos».) A pesar de tales reveses, es innegable que la tendencia es hacia un sentido de la solidaridad cada vez más inclusivo.
La cuestión ideológica más importante es si, en una escala de tiempo reducida, ese sentido de la solidaridad puede abarcar al conjunto de la humanidad y también, en cierta medida, al resto de organismos que componen la biosfera y a los ecosistemas de los que todos formamos parte. ¿Es posible que los intereses provincianos y a corto plazo se vean crecientemente acompañados de intereses globales y a largo plazo? ¿Puede experimentar la conciencia de familia una evolución cultural suficientemente rápida hacia la conciencia planetaria?
Cuando en él pasado se ha alcanzado la unidad política, casi siempre ha sido a través de las conquistas, muchas veces seguidas de intentos de suprimir la diversidad cultural, pues diversidad cultural y rivalidad étnica son dos caras de la misma moneda. Sin embargo, para satisfacer el requerimiento de calidad sostenible la evolución hacia la conciencia planetaria debe acomodar la diversidad cultural.
El género humano necesita unidad en la diversidad, de modo que las diversas tradiciones evolucionen para permitir la cooperación y la consecución de las muchas transiciones hacia la sostenibilidad necesarias. La comunidad es esencial para las actividades humanas, pero sólo las comunidades motivadas para el trabajo en común es probable que sean adaptativas en el mundo futuro.
Mientras tanto, la diversidad cultural humana ha dado lugar a una multiplicidad de ideologías o paradigmas, esquemas característicos de las maneras de pensar de uno a otro lado del globo. Algunas de estas maneras de ver el mundo, incluyendo concepciones particulares de lo que es la buena vida, pueden hacer más corto el camino hacia la calidad sostenible. Es deseable que tales actitudes se extiendan más, incluso aunque la diversidad cultural se resienta por el declive de actitudes con consecuencias más destructivas. Como siempre, la preservación de la diversidad cultural no sólo puede engendrar paradojas, sino entrar en conflicto con las otras metas.
Hace unos años asistí a una notable conferencia impartida en UCLA por Václav Havel, entonces presidente de la pronta a dividirse República Federada Checa y Eslovaca, y ahora presidente de la República Checa. La conferencia trataba de la degradación medioambiental que había sufrido su país en las últimas décadas, con serios efectos sobre la salud humana. Para él el culpable era el antropocentrismo, especialmente esa filosofía que presupone que nosotros los humanos somos los dueños del planeta y tenemos el juicio suficiente para saber qué hacer con él. Se lamentaba de que ni los codiciosos capitalistas ni los dogmáticos comunistas tuviesen el suficiente respeto por el sistema más amplio del que nosotros no somos más que una parte. Havel, por supuesto, es escritor y defensor de los derechos humanos además de político. Otros políticos más ordinarios se guardan de atacar el antropocentrismo, pues a fin de cuentas los votantes son humanos. Pero sería ciertamente saludable para nuestra especie atribuir un valor intrínseco a la naturaleza y no sólo contemplarla como algo útil para un primate particular que se califica a sí mismo como sapiens.
El tratamiento, a escala nacional y transnacional, de cuestiones medioambientales y demográficas, problemas sociales y económicos y asuntos de seguridad internacional, junto con la fuerte interacción entre todo ello, requiere una transición tanto en el conocimiento en sí como en la difusión del mismo. Podemos llamar a esto transición informacional. Aquí tienen que contribuir las ciencias naturales, la tecnología, las ciencias del comportamiento y profesiones como el derecho, la medicina, la enseñanza y la diplomacia, así como, naturalmente, el gobierno y la empresa privada. Sólo con un mayor grado de comprensión, tanto entre la gente corriente como entre la élite, acerca de las complejas cuestiones que afronta la humanidad cabe alguna esperanza de alcanzar una calidad de vida sostenible.
El conocimiento especializado no basta. Por supuesto, hoy día la especialización es necesaria. Pero también lo es la integración del conocimiento especializado en un todo coherente, como ya hemos discutido. Es esencial, por lo tanto, que más que nunca la sociedad conceda un mayor valor a los estudios integradores, necesariamente toscos, que intentan abarcar simultáneamente todos los rasgos importantes del conjunto de una situación, además de sus interacciones, por medio de algún modelo o simulación aproximados. Algunos de los primeros intentos de echar un vistazo a la totalidad han quedado desacreditados, en parte porque era demasiado pronto y en parte porque de los resultados se sacaron demasiadas conclusiones. Esto no debería disuadir a la gente de volver a intentarlo, pero con la modestia que corresponde a lo que necesariamente serán resultados muy provisionales y aproximados.
Un defecto adicional de estos primeros estudios —como Límites del crecimiento, el primer informe del club de Roma— era que muchos de los supuestos y magnitudes críticas que determinaban el resultado no variaban paramétricamente, de manera que un lector pudiese comprobar las consecuencias de una variación en los postulados o los números de partida. Hoy día, con la posibilidad de disponer de poderosos ordenadores, las consecuencias de la variación de los parámetros pueden explorarse con mucha mayor facilidad. Puede examinarse la sensibilidad de los resultados a los diferentes supuestos, con lo que la estructura del estudio se hace así más transparente. Además, parte del estudio puede tomar la forma de un juego, como SimCity o SimEarth, comercializados por Maxis Corporation bajo la dirección de Will Wright. Los juegos permiten a cualquier crítico rehacer los postulados de partida a su gusto y comprobar los resultados.
En su libro The Art of the Long View (El arte de ver más lejos), Peter Schwartz relata cómo hace algunos años el equipo de planificación de la Royal Dutch Shell Corporation llegó a la conclusión de que el precio del petróleo pronto bajaría en picado, y recomendó a la compañía actuar en consecuencia. Los directivos se mostraron escépticos, arguyendo que las presunciones de los planificadores no les decían nada. Entonces se optó por presentarles el análisis en forma de juego, de modo que los directivos pudieran, por así decirlo, tomar el mando y alterar, dentro de lo razonable, los datos de entrada a su juicio equivocados. Según cuenta Schwartz, el resultado principal continuó siendo el mismo, después de lo cual los directivos se convencieron de que había que prepararse para un período de rebaja en los precios del petróleo. Algunos de los protagonistas tienen una versión distinta de los hechos, pero en cualquier caso la historia es una hermosa ilustración de la importancia de la transparencia en la construcción de modelos. A medida que éstos incorporan cada vez más rasgos del mundo real y, en consecuencia, se vuelven más complejos, la labor de hacerlos transparentes, de dejar claros los supuestos de partida y mostrar cómo podrían variarse, se convierte en un reto y, a la vez, en algo cada vez más fundamental.
Los que participamos en estudios como el Proyecto 2050, cuya meta es trazar posibles vías que conduzcan a un mundo más sostenible a mediados del próximo siglo, tenemos que encarar cuestiones difíciles. ¿Cómo pueden completarse estas transiciones, si es que se puede, en los próximos cincuenta a cien años? ¿Podemos esperar entender, siquiera toscamente, la compleja interacción entre las diversas transiciones y, especialmente, las cuestiones que surgen de su delicada cronología relativa y absoluta? ¿Hay alguna esperanza de que se tenga lo bastante en cuenta la amplia variabilidad de circunstancias en las diversas partes del mundo? ¿Hay otras transiciones, o maneras de enfocar el conjunto de cuestiones, que sean más importantes? Estos temas conciernen al periodo, hacia mediados del siglo XXI, en que las diversas transiciones podrían haberse cumplido en parte o al menos estar en marcha. Pensar sobre ésta era de una manera fructífera es difícil, pero no necesariamente imposible. Como decía Eilert Lóvborg, el personaje de Ibsen en Hedda Gabler, cuando alguien le mostraba su sorpresa por el hecho de que su libro de historia tuviese una continuación describiendo el futuro, «se pueden decir una o dos cosas sobre él igualmente».
En cuanto al futuro lejano, ¿qué condiciones globales podrían imperar en la segunda mitad del siglo que viene, que se acercaran realmente a la calidad sostenible? ¿Cómo nos imaginamos tal situación? ¿Qué veríamos, oiríamos y sentiríamos si estuviéramos allá?
Deberíamos intentar entrever algo, especialmente un mundo donde finalmente predomine el crecimiento en calidad sobre el crecimiento en cantidad. Podemos imaginar un mundo en el que, aunque suene utópico, el State of the World Report y el World Resources Report no diesen una impresión peor cada año, donde la población se estuviese estabilizando en la mayoría de sitios, la miseria estuviera desapareciendo, la riqueza estuviese mejor repartida y se hiciesen intentos serios de hacer pagar los costes reales, donde instituciones transnacionales diversas (y también nacionales y locales) comenzaran a abordar las complejas cuestiones relacionadas con la sociedad humana y el resto de la biosfera, y las ideologías que favoreciesen la sostenibilidad y la conciencia planetaria estuviesen ganando adeptos, a la vez que los enfrentamientos étnicos y los fundamentalismos de toda índole estuviesen desapareciendo como fuerzas divisorias, sin que por ello dejara de existir una gran diversidad cultural. Apenas podemos esperar aproximarnos a un mundo semejante si no somos ni siquiera capaces de imaginar cómo sería o estimar sobre una base cuantitativa cómo funcionaría.
De las tres escalas de tiempo, lo más difícil, naturalmente, es hacer meditar a la gente sobre la visión a largo plazo de un mundo más sostenible, pero es vital que venzamos nuestra renuencia a hacemos una imagen concreta de ese mundo. Sólo entonces puede nuestra imaginación escapar de los confines de las prácticas y actitudes que ahora causan o amenazan causar tantos problemas e inventar maneras mejores de relacionamos con los demás y con el resto de la biosfera.
A la vez que intentamos hacemos una idea de un futuro sostenible, debemos también preguntamos qué sorpresas, tecnológicas, psicológicas o sociales, podrían hacer el futuro lejano totalmente diferente de lo que podamos haber anticipado hoy. Para ocuparse de esta cuestión se requiere un equipo especial de aventureros de la imaginación.
Este mismo equipo podría también reflexionar sobre qué problemas serios completamente nuevos podrían surgir en un mundo donde muchos de los peores temores actuales se hayan aliviado algo. Hace sólo unos años, la mayoría de expertos no había previsto que la guerra fría fuese a dejar paso a una nueva era con problemas diferentes, pero incluso los pocos que entrevieron algo no se atrevieron a especular seriamente sobre las preocupaciones que reemplazarían las cuestiones familiares hasta entonces dominantes.
¿Y qué podemos decir de las próximas décadas? ¿Qué políticas y actividades en el futuro inmediato pueden contribuir a la posibilidad de aproximarse más adelante a la calidad sostenible? No es en absoluto difícil organizar discusiones sobre el futuro cercano, y algunos de los problemas que afrontamos a corto plazo se están haciendo claros para muchos observadores. Quizá la lección principal que se puede extraer de la experiencia contemporánea es una a la que aludíamos al hablar del micropréstamo. Es la importancia de las iniciativas de abajo arriba en oposición a las de arriba abajo. Si la población local está profundamente implicada en un proceso, si contribuye a organizarlo y tiene una participación perceptible, especialmente económica, en los beneficios, entonces el proceso suele tener mayores posibilidades de triunfar que si es impuesto por una burocracia distante o un explotador poderoso. En su labor de ayuda a que en las áreas tropicales se alcancen objetivos en la preservación de la naturaleza junto con un desarrollo económico al menos parcialmente sostenible, los conservacionistas han comprobado que lo más rentable es invertir en los grupos y autoridades locales, particularmente en la instrucción de los líderes locales.
Aunque es bien fácil persuadir a la gente para discutir sobre cuestiones a plazo medio —plazo en el que tienen que haberse completado en gran parte las distintas transiciones si es que se quiere llegar a alguna forma de sostenibilidad— la extraordinaria complejidad del desafío puede resultar desalentadora. Hay que considerar todas las transiciones, cada una con un carácter y ritmo propios que hay que determinar, quizá diferentes en diferentes partes del mundo, y todas fuertemente ligadas entre sí. Aun así, esta misma complejidad puede conducir a una forma de simplicidad. En el marco de la ciencia física (mucho menos difícil de analizar, es cierto, pero de donde todavía se pueden sacar algunas lecciones) es indudable que en la vecindad de una transición, digamos de gas a líquido, cerca de una singularidad matemática, hay sólo unos pocos parámetros cruciales de los que depende la naturaleza de dicha transición. Estos parámetros no siempre pueden caracterizarse de antemano, sino que deben surgir de un cuidadoso estudio del problema en su conjunto. En general es cierto que el comportamiento de los sistemas no lineales altamente complejos puede mostrar simplicidad, pero una simplicidad que acostumbra a ser emergente y no obvia de entrada.
Los estudios de política integrada sobre las posibles vías hacia un mundo más sostenible pueden ser tremendamente valiosos. Pero debemos guardarnos de tratarlos en general como «prótesis para la imaginación», y no atribuirles más validez de la que probablemente poseen. Los intentos de encajar el comportamiento humano, y especialmente los problemas sociales, dentro del lecho de Procusto de algún marco matemático necesariamente estrecho ya han causado demasiados problemas. La ciencia de la economía, por ejemplo, ha sido utilizada a menudo de esta manera con consecuencias desafortunadas. Por otro lado, las ideologías destructivas de la libertad o el bien humanos han sido justificadas a menudo con argumentos científicos poco rigurosos, especialmente los basados en analogías entre ciencias distintas. El darwinismo social predicado por algunos filósofos de la política en el siglo pasado es uno de los muchos ejemplos, y no el peor.
Sin embargo, abordados con el espíritu que les corresponde, una multiplicidad de estudios políticos toscos pero integradores, que impliquen no sólo proyección lineal sino evolución, simulaciones y juegos altamente no lineales, puede proporcionar una modesta ayuda en la generación de una función de previsión colectiva para el género humano. Un documento preliminar del Proyecto 2050 lo expresa así: Estamos todos en una situación parecida a conducir un vehículo rápido por la noche sobre un terreno desconocido, áspero, lleno de baches y con precipicios en los alrededores. Cualquier clase de faro, incluso uno débil y vacilante, puede servir para evitar los peores desastres.
Si la humanidad se equipa de algún modo con una medida de previsión colectiva —cierto grado de comprensión de las historias ramificadas del futuro— habrá tenido lugar un cambio altamente adaptativo, pero todavía no un suceso umbral. La consecución de las transiciones hacia una mayor sostenibilidad, sin embargo, sí que lo sería. En particular, la transición ideológica implica un paso capital para la humanidad hacia la conciencia planetaria, quizá con la ayuda de la sabia gestión de adelantos técnicos de momento sólo débilmente perceptibles. Una vez completadas las transiciones, el conjunto de la humanidad —junto con el resto de organismos que habitan el planeta— podrá funcionar, mucho más que ahora, como un sistema complejo adaptativo compuesto y ricamente diverso.