Superstición y escepticismo
En contraste con las presiones selectivas que caracterizan la empresa científica (por lo menos en su versión más pura), otras formas de selección muy diferentes han influido también en la evolución de las ideas teóricas acerca de los mismos temas que ahora son competencia de la ciencia. Un ejemplo lo constituye la apelación a la autoridad, independiente de la comparación con la naturaleza. En la Europa medieval y renacentista, las apelaciones a la autoridad (por ejemplo Aristóteles, por no citar la Iglesia Católica) eran la regla en campos donde más tarde sería extensamente aplicado el método científico. Cuando fue fundada la Royal Society de Londres en 1661, el lema elegido fue Nullius in verba. Mi interpretación de esta frase es «no hay que creer en las palabras de nadie», y representaba un rechazo de la apelación a la autoridad en favor de la apelación a la naturaleza, propia de la relativamente nueva disciplina de la «filosofía experimental», que ahora recibe el nombre de ciencia natural.
Nos hemos referido ya a sistemas de creencias, como la magia simpática, que responden predominantemente a presiones selectivas muy diferentes de la comparación entre predicciones y observación. En los últimos siglos la empresa científica ha prosperado y ha conquistado unos dominios donde la autoridad y la magia han cedido el paso en gran medida al consorcio de observación y teoría. Pero fuera de estos dominios las viejas formas de pensamiento se encuentran por doquier y proliferan las supersticiones. La omnipresencia de la superstición al lado de la ciencia, ¿es un fenómeno peculiar de los seres humanos o cabría esperar que los sistemas complejos adaptativos inteligentes de cualquier parte del universo mostrasen las mismas propensiones?
Los sistemas complejos adaptativos identifican regularidades en el flujo de datos que reciben, y comprimen dichas regularidades en esquemas. Dado que es fácil cometer dos clases de error —confundir aleatoriedad con regularidad y viceversa— es razonable suponer que los sistemas complejos adaptativos tenderían a evolucionar hacia una situación de relativo equilibrio en que la identificación correcta de algunas regularidades estaría acompañada de ambos tipos de confusión.
Contemplando las pautas del pensamiento humano podemos identificar, grosso modo, la superstición con la primera clase de error y la negación de la realidad con la segunda. Las supersticiones tienen que ver por lo general con la percepción de un orden donde de hecho no existe, y la negación de la realidad equivale al rechazo de la evidencia de regularidades, a veces aunque salten a la vista. A través de la introspección y la observación de otros seres humanos, cualquiera puede detectar la asociación de ambos tipos de error con el miedo.
En el primer caso, la gente tiene miedo de lo impredecible y, especialmente, de lo incontrolable de muchas de las cosas que percibimos a nuestro alrededor. La causa última de una parte de esta impredictibilidad es la indeterminación fundamental de la mecánica cuántica y las restricciones adicionales a la predicción impuestas por el caos. Una gran cantidad de incertidumbre añadida, con la consecuente impredictibilidad, procede de las limitaciones en capacidad y alcance de nuestros sentidos e instrumentos, con los que sólo podemos captar una minúscula fracción de la información disponible en principio acerca del universo. Finalmente, estamos lastrados por nuestra inadecuada comprensión del mundo y nuestra limitada capacidad de cálculo.
La carencia resultante de motivos y razón nos da miedo, y ello nos induce a imponer sobre el mundo que nos rodea, incluso sobre los hechos aleatorios y los fenómenos azarosos, un orden artificial basado en falsos principios de causalidad. De este modo nos confortamos con una fantasía de predictibilidad e incluso de dominio, y nos hacemos la ilusión de que podemos manipular el mundo que nos rodea invocando a las fuerzas imaginarias que nos hemos inventado.
En el caso de la negación de la realidad, sí que captamos regularidades auténticas, pero nos causan tal pánico que cerramos los ojos y negamos su existencia. Evidentemente, la regularidad más amenazadora en nuestras vidas es la certeza de la muerte. Numerosas creencias, incluidas algunas de las más tenazmente persistentes, sirven para aliviar la ansiedad que genera. Cuando las creencias específicas de esta clase son ampliamente compartidas en el seno de una cultura, su efecto tranquilizador sobre el individuo se multiplica.
Pero tales creencias acostumbran a incluir regularidades inventadas, por lo que la negación de la realidad va acompañada de la superstición. Por otra parte, examinando de nuevo las supersticiones del tipo de la magia simpática, observamos que la creencia en ellas sólo puede mantenerse negando sus defectos manifiestos, especialmente sus frecuentes fracasos. La negación de regularidades reales y la imposición de regularidades falsas son pues dos caras de la misma moneda. Aparte de que los seres humanos sean proclives a ellas, ambas tienden a ir de la mano y reforzarse mutuamente.
Si este análisis tiene alguna justificación, entonces podemos concluir que los sistemas complejos adaptativos inteligentes que pueda haber dispersos por el universo deberían mostrar una tendencia a errar en ambas direcciones en el proceso de identificación de regularidades en sus datos de entrada. En términos más antropomórficos, podemos esperar que en todas partes los sistemas complejos adaptativos inteligentes sean proclives a una mezcla de superstición y negación de la realidad. Si tiene sentido, aparte de la experiencia humana, describir esta mezcla en términos de alivio de ciertos temores es otro asunto.
Un punto de vista ligeramente diferente sobre la superstición en un sistema complejo adaptativo sugiere que quizá tienda a predominar sobre la negación de la realidad. Se puede considerar que el sistema ha evolucionado en gran parte para descubrir modelos, de modo que, en cierto sentido, los modelos acaban por constituir en sí mismos una recompensa, incluso aunque no confieran ninguna ventaja especial en el mundo real. Un modelo de esta clase puede contemplarse como un «esquema egoísta», algo análogo al gen egoísta e incluso al gen literalmente egoísta.
No es difícil encontrar ejemplos procedentes de la experiencia humana. Hace pocos años fui invitado a un encuentro con un grupo de distinguidos académicos de otras ciudades que habían venido a discutir sobre un descubrimiento fascinante. Resultó que estaban entusiasmados con algunas fotografías recientes de la NASA donde se veían rasgos de la superficie de Marte que recordaban vagamente una cara humana. No puedo imaginar qué ventaja habría podido conferir esta incursión en la improbabilidad a aquellas personas por lo demás brillantes, aparte del mero regocijo de descubrir una misteriosa regularidad.
Numerosas presiones selectivas, aparte del alivio de los temores, favorecen la distorsión del proceso de identificación de regularidades en los seres humanos, especialmente en el nivel social. Las supersticiones pueden servir para afianzar el poder de chamanes y sacerdotes. Un sistema de creencias organizado, completado con mitos, puede motivar la sumisión a determinados códigos de conducta y consolidar los lazos de unión entre los miembros de una sociedad.
En el transcurso de las edades, los sistemas de creencias han servido para organizar a la humanidad en grupos internamente cohesionados y a veces intensamente competitivos, hasta el punto de que con frecuencia se producen conflictos y persecuciones, acompañados a veces de violencia a gran escala. Por desgracia no es difícil encontrar ejemplos en el mundo actual.
Pero las creencias en competencia son sólo una de las bases de la división de las personas en grupos incapaces de congeniar con algún otro. Cualquier etiqueta sirve (una etiqueta es, citando de la tira cómica B. C., «algo que se coloca a la gente para poder odiarla sin tener que conocerla primero»). Muchas atrocidades a gran escala (y crueldades individuales) han sido perpetradas sobre grupos étnicos, muchas veces sin conexión con creencias particulares.
Al lado de los efectos devastadores de los sistemas de creencias, sus aspectos positivos también resaltan vivamente, especialmente las magníficas obras de arte que ha inspirado la mitología en la música, la arquitectura, la literatura, la escultura, la pintura y la danza. Sólo el ejemplo de las figuras negras de los jarrones griegos arcaicos bastaría para dar testimonio de la energía creativa liberada por el mito.
Ante la abrumadora magnificiencia de gran parte del arte relativo a la mitología, se hace necesario reexaminar el significado de las falsas regularidades. Además de ejercer una poderosa influencia sobre el intelecto y las emociones humanas y conducir a la creación de grandes obras de arte, los mitos tienen una clara significación adicional que trasciende su falsedad literal y sus conexiones con la superstición.
Sirven para encapsular la experiencia adquirida a lo largo de siglos y milenios de interacción con la naturaleza y con la cultura humana. No sólo contienen lecciones, sino también, al menos por implicación, normas de conducta. Constituyen partes vitales de los esquemas culturales de las sociedades que funcionan como sistemas complejos adaptativos.
La creencia en determinados mitos es sólo una de las muchas fuentes de inspiración para las artes (igual que sólo es una de las muchas fuentes de odio y atrocidades). No es sólo en conexión con el mito que las artes se alimentan de modelos asociativos y regularidades no reconocidas por la ciencia. Todas las artes florecen sobre la identificación y explotación de tales modelos. La mayoría de símiles y metáforas son modelos que la ciencia podría ignorar, pero ¿qué sería de la literatura, y especialmente de la poesía, sin metáforas? En las artes visuales, una gran obra a menudo transporta al espectador hacia nuevas maneras de ver las cosas. El reconocimiento y creación de modelos es una actividad esencial en toda forma de arte. Los esquemas resultantes están sujetos a presiones selectivas que muchas veces (aunque no siempre) están muy lejos de las que operan en la ciencia, lo que tiene maravillosas consecuencias.
Podemos pues contemplar el mito y la magia al menos desde tres perspectivas diferentes y complementarias:
La cuestión que surge de modo natural es si hay alguna manera de aprehender las espléndidas derivaciones de las creencias míticas sin el autoengaño asociado a ellas ni la intolerancia que a menudo las acompaña. En el siglo pasado se produjo un amplio debate sobre el concepto de «equivalente moral de la guerra». Tal como yo lo entiendo, la cuestión es que la guerra inspira lealtad, autosacrificio, valor e incluso heroísmo, y proporciona una salida al afán de aventura, pero también es cruel y destructiva en grado sumo. Por lo tanto, uno de los retos de la especie humana es encontrar actividades que tengan los rasgos positivos característicos de la guerra sin que lleven aparejados los negativos. Ciertas organizaciones intentan alcanzar esta meta planteando desafíos en forma de viajes aventureros a jóvenes que de otro modo no tendrían la oportunidad de llevar una vida al aire libre. Se tiene la esperanza de que tales actividades puedan constituir un sustitutivo no sólo de la guerra, sino también de la delincuencia y el crimen.
Si en lugar de la guerra y el crimen pensamos en la superstición, uno puede preguntarse si puede hallarse un equivalente moral de la fe. ¿Se puede derivar la satisfacción espiritual, el consuelo, la cohesión social y las brillantes creaciones artísticas que acompañan a los mitos de otra cosa que no sea la aceptación de estos como una verdad literal?
La respuesta podría residir en parte en el poder del ritual. Se dice que el vocablo griego mithos, de donde deriva la palabra «mito», se refería en tiempos antiguos a las palabras que se pronunciaban en el curso de una ceremonia. En cierto sentido, los actos eran lo principal, y lo que se decía sobre ellos era secundario. De hecho, a menudo se había perdido, al menos parcialmente, el significado original del ritual, y el mito superviviente representaba una tentativa de explicación por medio de la interpretación de iconos del pasado y la recomposición de fragmentos de antiguas tradiciones referidas a una etapa cultural hace tiempo olvidada. Así pues, los mitos estaban sujetos al cambio, mientras que era la continuidad del ritual lo que contribuía a mantener la cohesión social. Siempre y cuando el ritual persista, ¿sería posible que se desmoronase la creencia literal en la mitología sin que esto representara una perturbación excesiva?
Otra respuesta parcial podría relacionarse con la percepción de la ficción y el drama. Los grandes personajes de la literatura parecen tener vida propia, y sus experiencias son citadas a menudo como fuente de sabiduría e inspiración, como si de personajes mitológicos se tratara. Pero nadie pretende que estos productos de ficción sean literalmente reales. ¿Existe alguna oportunidad, pues, de que muchos de los beneficios sociales y culturales de la fe puedan preservarse mientras el aspecto negativo del autoengaño se desvanece poco a poco?
Una última respuesta parcial podrían darla las experiencias místicas. ¿Es posible que algunos de los beneficios espirituales que se derivan a menudo de las supersticiones puedan obtenerse, al menos por ciertas personas, a través de técnicas de adiestramiento que faciliten tales experiencias?
Desafortunadamente, en el mundo contemporáneo la fe literal en la mitología, lejos de estar desapareciendo, está en aumento en muchos lugares. Los movimientos fundamentalistas ganan fuerza y amenazan a las sociedades modernas con la imposición de normas de conducta restrictivas y anticuadas y limitaciones a la libertad de expresión. (Por otra parte, tampoco allí donde la mitología está en declive se observa necesariamente una gran mejora en las relaciones entre los diversos grupos humanos, ya que ligeras diferencias de cualquier clase pueden bastar para mantener la hostilidad entre ellos.)
Para una reflexión profunda sobre el tema de las supersticiones recomiendo el libro Wings of Illusion (Las alas de la ilusión), de John F. Schumaker, aunque tienda a desconfiar de nuestra capacidad como especie para prescindir de nuestros entramados de ilusiones consoladoras y, a menudo, inspiradoras.
En las dos últimas décadas, la persistencia de supersticiones anticuadas se ha visto acompañada, al menos en los países occidentales, de una oleada de popularidad de lo que se ha dado en llamar movimiento New Age, muchas de cuyas convicciones no son más que supersticiones pseudocientíficas contemporáneas, o supersticiones viejas con nombres nuevos, como «canalización» en vez de «espiritismo». Los medios de comunicación y los libros populares las pintan como si fueran factibles o altamente probables, lo que ha hecho que surja un movimiento alternativo para contrarrestar estas afirmaciones, el movimiento escéptico, del que se han formado asociaciones locales por todo el mundo. (En tres de los sitios donde he pasado buena parte de mi tiempo no vendría mal una buena dosis de escepticismo: Aspen, Santa Fe y el sur de California.)
Las organizaciones escépticas locales están más o menos ligadas a un comité con base en los Estados Unidos que responde a las siglas CSICOP (Committee for Scientific Investigation of Claims of the Paranormal). El CSICOP, que edita la revista Skeptical Inquirer, no es una organización abierta al público, sino que sus miembros son electos. A pesar de algunas reservas acerca de la organización y su revista, cuando me propusieron formar parte de ella hace unos años acepté porque me gusta la labor que lleva a cabo.
Las afirmaciones acerca de los llamados fenómenos paranormales nos llegan desde todas partes. Algunas de las más ridículas pueden encontrarse en las portadas de publicaciones de pequeño formato vendidas en el mostrador de los supermercados: «El gato se come al loro… ahora habla… Kitty quiere una galleta» «Cientos de personas que han regresado de la muerte describen el cielo y el infierno» «Un increíble hombre pez puede respirar bajo el agua» «Gemelos siameses encuentran a su hermano de dos cabezas» «Un extraterrestre me dejó embarazada». El CSICOP no se molesta en ocuparse de tonterías tan manifiestas. Pero sí que se irrita cuando periódicos, revistas o cadenas de radio y televisión de gran difusión tratan como hechos rutinarios e indiscutibles, como establecidos o muy probables, cosas que de ninguna manera están probadas: fenómenos como la regresión hipnótica a vidas anteriores, los médiums que proporcionan pistas a la policía o la psicocinesis (la capacidad de mover objetos con la mente). Estas afirmaciones desafían las leyes aceptadas de la ciencia basándose en evidencias que una investigación cuidadosa revela como muy pobres o completamente inexistentes. Velar porque los medios de comunicación no presenten tales cosas como reales o probables es una valiosa actividad del CSICOP.
Si nos fijamos en las implicaciones del nombre de la organización surgen, sin embargo, algunas cuestiones. ¿Qué se entiende por paranormal? Por supuesto, lo que la mayoría de quienes trabajamos en ciencia (y de hecho mucha gente razonable) queremos saber antes que nada sobre cualquier pretendido fenómeno es si realmente se produce y hasta qué punto las afirmaciones sobre él son verdaderas. Pero si un fenómeno es auténtico, ¿cómo puede ser paranormal? Los científicos, y también muchos no científicos, están convencidos de que la naturaleza obedece a leyes regulares. En cierto sentido, por lo tanto, no puede existir nada paranormal. Cualquier cosa que ocurra realmente en la naturaleza puede ser descrita dentro del marco de la ciencia. Por supuesto, no siempre estamos en disposición de elaborar un informe científico sobre un fenómeno dado, y podemos preferir, por ejemplo, una descripción poética. A veces el fenómeno es demasiado complicado para que una descripción científica detallada sea factible. Pero, en principio, cualquier fenómeno auténtico tiene que ser compatible con la ciencia.
Si se descubre (y se confirma de modo fidedigno) algo nuevo que no encaja en las leyes científicas existentes, no nos llevamos las manos a la cabeza. En vez de eso, ampliamos o modificamos las leyes de la ciencia para acomodar el nuevo fenómeno. Esto coloca en una extraña posición lógica a cualquiera que esté implicado en la investigación científica de las afirmaciones sobre fenómenos paranormales, porque en última instancia nada que ocurra realmente puede ser paranormal. Quizá por esto tengo a veces una vaga sensación de decepción cuando leo la por otra parte excelente revista Skeptical Inquirer. Falta el suspense. Leyendo el título de un artículo se suele adivinar el contenido, es decir, que todo lo que hay en el título es falso. Casi todo lo que se discute en la revista acaba siendo desacreditado. Es más, muchos de los autores parecen sentirse obligados a examinar con lupa todo nuevo caso, aunque en el mundo real cualquier investigación sobre algún fenómeno complejo siempre suele dejar al principio algunos cabos sueltos. Es cierto que me complace ver desacreditadas cosas tales como la cirugía psíquica y la levitación a través de la meditación. Pero pienso que una ligera redefinición de su misión contribuiría a que la organización se asentase sobre bases más sólidas y la revista fuera más viva e interesante. Creo que la auténtica misión de la organización es estimular el examen escéptico y científico de los informes sobre fenómenos misteriosos, especialmente los que parecen desafiar las leyes de la ciencia, pero sin hacer uso de la etiqueta «paranormal» con su implicación de descrédito. Muchos de estos fenómenos acabarán presentándose como una farsa o tendrán explicaciones prosaicas, pero unos pocos podrían resultar básicamente auténticos además de interesantes. El concepto de paranormal no me parece útil; y el espíritu desacreditador, aunque es absolutamente apropiado para la mayoría de temas tratados, no siempre constituye una aproximación completamente satisfactoria.
A menudo nos enfrentamos con situaciones donde hay implicado un fraude consciente, se tima a la gente crédula, pacientes seriamente enfermos acuden a curas inútiles (como la cirugía psíquica) desviándose de tratamientos legitimados que podrían ayudarles, etc. Desacreditar a los responsables es un servicio que se presta a la humanidad. Aun entonces, sin embargo, deberíamos pensar un poco en las necesidades emocionales de las víctimas de los charlatanes y en cómo podrían satisfacerse sin recurrir al autoengaño.
Yo recomendaría a los escépticos que dediquen aún más esfuerzos a comprender las razones por las que tanta gente quiere o necesita creer. Si la gente no fuera tan receptiva, los medios de comunicación no encontrarían tan rentable destacar lo que se califica como paranormal. De hecho, no es únicamente una falta de comprensión sobre el grado de evidencia de un fenómeno lo que subyace en la tendencia a creer en él. En mis discusiones con personas que creen en seis cosas imposibles cada día antes del desayuno, como la Reina Blanca de A través del espejo, he descubierto que el rasgo principal que comparten es la disociación entre creencia y evidencia. De hecho, muchas de estas personas confiesan libremente que creen en lo que les gusta creer. La evidencia no tiene nada que ver. Alivian su temor ante lo azaroso identificando regularidades allí donde no existen.
En cualquier discusión sobre creencias extrañas hay dos temas obligados: la sugestionabilidad y la aberración mental. Las encuestas revelan, por ejemplo, que un porcentaje asombrosamente elevado de personas cree en la existencia de «alienígenas que vienen en platillos volantes». Hay quienes incluso pretenden que han sido secuestrados y examinados de cerca por ellos, y hasta abordados sexualmente. Uno tiene la impresión de que se trata de gente que por alguna razón tiene dificultades para distinguir la realidad de la fantasía, y es natural preguntarse si algunos padecen alguna enfermedad mental seria.
También podría pensarse que algunas de estas personas son desacostumbradamente sugestionables. Un hipnotizador podría poner en trance a uno de tales sujetos y hacerle creer cualquier fantasía con la mayor facilidad; quizá tenga lugar un proceso parecido de forma más o menos espontánea. La facilidad para caer en trance quizá constituya una desventaja potencial, pero también podría resultar ventajosa al facilitar, aparte de la hipnosis, la autohipnosis o la meditación profunda, permitiendo así acceder a formas de autocontrol difíciles (aunque no imposibles) de conseguir por otros medios.
En muchas sociedades tradicionales no es raro que las personas que muestran una extraordinaria susceptibilidad al trance encuentren un sitio como chamanes o profetas. Lo mismo ocurre con quienes sufren ciertos tipos y grados de trastorno mental. La posibilidad de una experiencia mística es seguramente mayor en estas personas que en la gente corriente. En cuanto a las sociedades modernas, se dice que algunos de los artistas más creativos pueden encuadrarse en una u otra categoría. (Naturalmente, todas estas supuestas correlaciones tendrían que ser cuidadosamente comprobadas.)
Las características mentales de la gente que cree en fenómenos escandalosamente improbables, especialmente de individuos que afirman haber tenido una participación personal en ellos, están siendo objeto de investigación. Hasta ahora, la evidencia de enfermedades mentales serias o de alta susceptibilidad al trance es sorprendentemente pobre. Más bien parece que en muchos casos una fuerte creencia influye en la interpretación de una experiencia ordinaria con algún fenómeno físico o estado mental inducido por el sueño o las drogas. Pero la investigación está aún en pañales. Personalmente creo que es deseable intensificar el estudio de las creencias y sistemas de creencias entre los seres humanos y de sus causas subyacentes, pues considero que el tema tiene una importancia capital para nuestro futuro a largo plazo.
Supongamos que todos convenimos en que el movimiento escéptico, aparte de estudiar el tema de las creencias y comprometerse en actividades como desenmascarar el fraude y velar por la rectitud de los medios de comunicación, debe ocuparse del examen, desde una perspectiva escéptica y científica, de los informes de fenómenos misteriosos que parecen desafiar las leyes de la ciencia. Entonces el grado de escepticismo aplicado debería ajustarse a la magnitud del desafío que el supuesto fenómeno representa para las leyes admitidas. Aquí hay que andarse con mucho cuidado. En ámbitos complicados como, por ejemplo, la meteorología o la ciencia planetaria (geología incluida), puede alegarse la existencia de fenómenos extraños que desafían ciertos principios aceptados en esos ámbitos pero que no parecen violar leyes fundamentales de la naturaleza como la conservación de la energía. Las leyes empíricas o fenomenológicas de tales ámbitos son a veces muy difíciles de relacionar con las leyes de ciencias más básicas, y continuamente se hacen nuevos descubrimientos que requieren la revisión de dichas leyes empíricas. Un supuesto fenómeno que viola estas leyes no es tan sospechoso como uno que viola la conservación de la energía.
Hace sólo treinta años la mayoría de geólogos, incluidos casi todos los miembros de la distinguida facultad de geología de Caltech, todavía desechaba desdeñosamente la idea de la deriva continental. Lo recuerdo porque a menudo discutía con ellos sobre el asunto por aquel entonces. A pesar de la acumulación de pruebas en su favor, se mostraban incrédulos ante esta teoría. La consideraban una tontería principalmente porque la comunidad geológica no tenía un mecanismo plausible para ella. Pero un fenómeno puede perfectamente ser auténtico aunque no se haya encontrado una explicación plausible de él. En estos casos es poco aconsejable descartar un fenómeno hipotético sólo porque los expertos no pueden imaginar una causa directa que lo justifique. Los científicos planetarios de hace dos siglos cometieron el notorio error de desacreditar los meteoritos. «¿Cómo pueden caer rocas del cielo», objetaban, «cuando todo el mundo sabe que no hay rocas en el cielo?»
Hoy día existe una fuerte tendencia entre mis amigos del movimiento escéptico, y también entre mis colegas físicos, a descartar demasiado deprisa las afirmaciones sobre la elevada incidencia de cánceres raros en personas que están más expuestas de lo normal a campos electromagnéticos relativamente débiles procedentes de dispositivos y líneas de corriente alterna de 60 ciclos por segundo. Los escépticos pueden muy bien estar en lo cierto al rechazar tales afirmaciones como falsas, pero la cosa no es tan obvia como algunos dicen. Aunque los campos son demasiado débiles para producir efectos notables como, por ejemplo, un incremento sustancial de temperatura, sí que podrían tener efectos mucho más sutiles sobre ciertas células altamente especializadas inusualmente sensibles al magnetismo por la presencia en su interior de cantidades apreciables de magnetita. Joseph Kirschvink (quien tiene unos intereses poco habituales en un profesor de Caltech) está investigando experimentalmente esta posibilidad y ha hallado algunos indicios preliminares de que la supuesta conexión del magnetismo con estos cánceres raros podría ser algo más que una mera fantasía.
Ciertos fenómenos atmosféricos permanecen hasta el día de hoy en una especie de limbo. Éste es el caso de los llamados «relámpagos en bola». Algunos observadores declaran haber visto en tiempo tormentoso una bola brillante, algo parecido a un relámpago esférico. Hay quien dice haberlas visto entrar en una habitación por la ventana, rodar hacia dentro y desaparecer después dejando una tenue llama. Aunque abundan los relatos anecdóticos de toda clase, no existe una evidencia incontrovertible ni tampoco una teoría satisfactoria sobre ellas. Un físico, Luis Alvarez, sugirió que los relámpagos en bola eran sólo un efecto óptico. Esta explicación, sin embargo, no se ajusta demasiado bien a las referencias anecdóticas fiables como, por ejemplo, las recogidas por un científico a partir de entrevistas con empleados de un laboratorio estatal. Algunos teóricos han investigado seriamente el fenómeno. Mientras se encontraba bajo arresto domiciliario por negarse a trabajar en el desarrollo de armas termonucleares bajo la tutela de Lavrenti P. Beria, jefe del servicio secreto de Stalin, el gran físico ruso Pyotr L. Kapitsa, junto con uno de sus hijos, escribió un artículo teórico proponiendo un mecanismo hipotético para los relámpagos en bola. Otros han intentado reproducir el fenómeno en el laboratorio. Pero hay que decir que hasta ahora los resultados no son concluyentes. En pocas palabras, nadie tiene una buena explicación.
Hacia 1951, la mención de los relámpagos en bola causó cierto revuelo en un seminario del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, en el que Harold W. («Hal») Lewis, ahora profesor de física de la Universidad de California en Santa Barbara, presentaba un trabajo teórico en colaboración con Robert Oppenheimer. Creo que fue el último trabajo de investigación de Robert antes de convertirse en director del Instituto, y estaba muy inquieto esperando que la gente prestase atención a la ponencia de Hal que resumía el artículo de Oppenheimer, Lewis y Wouthuysen sobre la creación de mesones en colisiones protón-protón. En el curso de la discusión posterior, alguien mencionó que Enrico Fermi había propuesto un modelo en el que los dos protones se mantenían unidos durante largo tiempo por razones desconocidas emitiendo mesones de manera estadística. Muchos de nosotros nos sumamos a la discusión con propuestas acerca de la causa posible de este comportamiento. El erudito físico teórico suizo Markus Fierz intervino haciendo notar que no siempre está claro por qué las cosas se mantienen unidas. «Por ejemplo», dijo, «pensemos en los relámpagos en bola.» (Oppenheimer comenzó a ponerse rojo de ira. Acababan de presentar su último articulo científico y Fierz estaba desviando la discusión hacia los relámpagos en bola.) Fierz vino a decir que un amigo suyo había sido empleado por el gobierno suizo y se le había concedido un pase especial de ferrocarril para que pudiese viajar por todo el país en busca de testimonios sobre los relámpagos en bola. Finalmente, Robert no pudo aguantar más y salió con gesto airado de la sala murmurando: «¡Relámpagos en bola, relámpagos en bola!». No creo que nuestra comprensión del fenómeno haya aumentado mucho desde entonces (ni siquiera aunque el propio Hal Lewis haya escrito un interesante artículo sobre él).
Uno de mis ejemplos favoritos de fenómeno misterioso es la lluvia de peces y ranas. Muchos de los testimonios son muy detallados y de buena fuente. Aquí tenemos uno de A. B. Bajkov describiendo una lluvia de peces en Marksville, Louisiana, el 23 de octubre de 1947:
«Me encontraba dirigiendo investigaciones biológicas para el Departamento de Fauna y Pesca. Aquel día, entre las siete y las ocho de la mañana, comenzaron a caer peces de entre dos y nueve pulgadas sobre las calles y patios de aquella población sureña, dejando atónitos a sus habitantes. Yo estaba en el restaurante con mi mujer tomando el desayuno cuando la camarera nos informó de que estaban lloviendo peces. Salimos inmediatamente para coger algunos. La gente estaba entusiasmada. El director del Marksville Bank, J. M. Barham, me contó que al levantarse de la cama se encontró con que habían caído cientos de peces en su patio y en el de su vecina Mrs. J. W. Joffrion. El cajero del mismo banco, J. E. Gremillion, y dos comerciantes, E. A. Blanchart y J. M. Brouillette, fueron alcanzados por la lluvia de peces cuando se dirigían a su lugar de trabajo hacia las 7:45…».
(Citado de William R. Corliss en Science, 109, 402, 22 de abril de 1949.)
Todos los meteorólogos a quienes he consultado me han asegurado que no existe ninguna objeción concluyente a la posibilidad de que tales criaturas puedan ser elevadas y transportadas a considerable distancia antes de caer, como resultado de perturbaciones meteorológicas. Aunque los mecanismos específicos, como las trombas marinas, son puramente especulativos, es perfectamente posible que el fenómeno sea auténtico.
Por otra parte, el hecho de que los peces, o por lo menos su puesta, lleguen al suelo vivos podría ser relevante para la zoogeografía, el estudio de la distribución de las especies animales. Emst Mayr, el gran ornitólogo y zoogeógrafo, comentaba en uno de sus artículos que hay muchos enigmas sobre la distribución de los peces de agua dulce que podrían resolverse si estas criaturas pudieran ser transportadas por medios poco convencionales, como las lluvias de peces.
De la discusión precedente se concluye que, si es cierto que de vez en cuando caen peces del cielo, el proceso no representa ningún perjuicio para las leyes aceptadas por la ciencia, más bien todo lo contrario. Igualmente, si alguna de las supuestas criaturas «criptozoológicas», como el hipotético perezoso gigante de la Amazonia, resultase ser real, esto no alteraría las leyes de la ciencia más de lo que lo hizo el descubrimiento del celacanto en las aguas sudafricanas hace cincuenta años, cuando se creía extinguido desde hacía mucho tiempo. ¿Pero qué se puede decir sobre aquellos fenómenos que supuestamente desafían las leyes de la ciencia tal como las conocemos?
Aunque tales fenómenos no pueden descartarse ipso facto, hay que aplicarles una alta cuota de escepticismo. Ahora bien, si alguno de ellos resultara ser auténtico, las leyes científicas tendrían que ser modificadas para acomodarlo.
Consideremos el supuesto fenómeno (en el que, dicho sea de paso, yo no creo) de la telepatía entre dos personas estrechamente emparentadas, digamos una madre y un hijo o dos gemelos idénticos. Casi todo el mundo ha oído anécdotas que relatan que, en momentos de extrema tensión de uno de los miembros de la pareja, el otro se siente alarmado, incluso cuando les separa una gran distancia. Lo más probable es que estos testimonios respondan a una combinación de coincidencia, memoria selectiva (olvido de falsas alarmas, por ejemplo), recuerdo distorsionado de las circunstancias (incluyendo una exageración de la simultaneidad), etc. Por otro lado, es muy difícil investigar científicamente estos fenómenos, aunque no es imposible en principio. Por ejemplo, uno puede imaginar un experimento —cruel y por lo tanto prohibido por consideraciones éticas, aunque por otra parte factible— en el que se tomasen muchas parejas de gemelos idénticos, se les separase por una larga distancia y se sometiese a uno de los miembros de cada pareja a una intensa tensión para ver si el otro reacciona. (Hay algunos crédulos, entre ellos varios de mis conocidos de la New Age de Aspen, que creen que efectivamente tal experimento se llevó a cabo con animales a bordo del submarino Nautilus bajo los hielos polares. Según ellos, una coneja madre que viajaba en el submarino mostraba signos de angustia cuando alguna de sus crías era torturada en Holanda.)
En cualquier caso, supongamos por un momento que, contrariamente a lo que yo esperaría, la telepatía entre, digamos, gemelos idénticos resulta ser un fenómeno auténtico. Esto requeriría una profunda revisión de las teorías científicas fundamentales, pero sin duda acabaría por encontrarse alguna explicación. Por ejemplo, los teóricos podrían postular alguna clase de cordón, de naturaleza por ahora desconocida, que probablemente supondría importantes modificaciones de las leyes físicas tal como están ahora formuladas. Este cordón conectaría a ambos gemelos transportando una señal cuando alguno de ellos se encontrase en serias dificultades. De este modo el efecto podría ser en gran parte independiente de la distancia, como muchos de los testimonios sugieren. Una vez más quiero recordar que cito este ejemplo no porque yo crea en la telepatía, sino sólo para ilustrar cómo deberían modificarse las teorías científicas para acomodar fenómenos de lo más extraño en el caso improbable de que resultaran ser auténticos.
De vez en cuando el CSICOP encuentra que una pretensión en apariencia descabellada está en realidad justificada. Tales casos son debidamente notificados en el Skeptical Inquirer y discutidos en las reuniones, pero en mi opinión debería prestárseles más atención. Así quedaría más claro que lo fundamental es intentar distinguir los hechos auténticos de los falsos y no simplemente desenmascarar el fraude.
Los científicos en conjunto acreditan un escaso porcentaje de éxitos en la investigación de sospechosos de fraude. Con harta frecuencia los farsantes han tomado el pelo a intelectuales reputados, y algunos hasta se han convertido en defensores del charlatán de turno. El CSICOP cuenta con el asesoramiento de un mago, James Randi, para diseñar las pruebas a que deben someterse quienes dicen tener poderes extraordinarios. Randi sabe cómo engañar al público, y es igualmente hábil para adivinar cuándo alguien intenta engañarlo a él. Le encanta desenmascarar impostores y poner en evidencia sus trucos.
Cuando la revista Discover publicó que un hombre era capaz de extraer información leyendo en los surcos de los discos de vinilo, se le encomendó a Randi investigar el asunto. El hombre en cuestión era el doctor Arthur Lintgen, un físico de Pennsylvania que aseguraba que podía mirar un disco de música sinfónica de cualquier época posterior a Mozart e identificar el compositor, a menudo la pieza y a veces hasta el intérprete. Randi le sometió a las rigurosas pruebas habituales y descubrió que en efecto estaba diciendo la verdad. El físico identificó correctamente dos grabaciones distintas de La consagración de la primavera de Stravinsky, así como el Bolero de Ravel, Los planetas de Holst y la Sexta sinfonía de Beethoven. Naturalmente, Randi le mostró otros discos a modo de control. Uno, etiquetado «guirigay» por el doctor Lintgen, era del rockero Alice Cooper. Ante otro control dijo: «Esto no es música instrumental. Debe ser un solo vocal de algún tipo». De hecho era la grabación de un hombre hablando, titulada Así que quieres ser un mago.
Esta curiosa habilidad, que resultó ser auténtica, no violaba ningún principio importante. La información estaba presente en los surcos; la cuestión era saber si de verdad había alguien capaz de extraerla por inspección, y Randi confirmó que en efecto lo había.