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Bacterias que desarrollan resistencia a los fármacos

De joven yo tenía la costumbre de hojear enciclopedias (un hábito que todavía persiste, para regocijo de mi familia). Una vez encontré un artículo sobre la enfermedad del bronce que me hizo pensar por vez primera en algunas de las cuestiones centrales de este libro.

La enfermedad del bronce es un conjunto de reacciones químicas responsables de la corrosión de las superficies de dicho metal en forma de manchas verdeazuladas que crecen y se extienden. En condiciones de humedad, la enfermedad puede propagarse por el aire de una superficie a otra y arruinar una colección completa de objetos de bronce. La protección contra la enfermedad del bronce no es un asunto baladí, ya que los jarrones de bronce chinos de la dinastía Shang, por poner un ejemplo, pueden llegar a valer hasta un millón de dólares. Cuando leí esto por primera vez, como pobre que era, mi punto de vista era bien diferente del de los coleccionistas.

Por lo que a mí respecta estaba maravillado. «¿En qué se diferencia la enfermedad del bronce de una plaga causada por un organismo vivo? ¿Obedece la enfermedad del bronce meramente a las leyes de la física y la química?». Pero ya de niño yo rechazaba, como han hecho los científicos serios durante generaciones, la idea de que la vida estuviese caracterizada por alguna «fuerza vital» más allá de la física y la química. No, una bacteria obedece igualmente a las leyes de la física y la química. Pero entonces, ¿cuál era la diferencia? Se me ocurrió que las bacterias (como todos los demás seres vivos) exhiben una variabilidad heredable y sujeta a la selección natural, mientras que en la enfermedad del bronce no hay ninguna evidencia de tales cosas. Ésta sí es una diferencia crítica.

Para explorar esta distinción un poco más, considérese el ejemplo del flujo turbulento de un fluido a través de una tubería. Se sabe desde hace más de un siglo que la energía se disipa en forma de remolinos cada vez más pequeños. Para describirlos, los físicos citan a menudo a Jonathan Swift:

Así, según observan los naturalistas, una pulga

Engendra pulgas menores que hacen presa en ella,

Y éstas engendran pulgas menores que las pican,

Y así hasta el infinito.

Y el físico y matemático L. F. Richardson compuso su propio ripio especialmente dedicado a los remolinos:

Grandes espirales generan pequeñas espirales,

Que se alimentan de su velocidad;

Y las pequeñas espirales generan espirales menores,

Y así hasta la viscosidad.

En cierto sentido, los remolinos pequeños nacen de los grandes. Si la tubería tiene dobleces y constricciones, puede que algunos remolinos grandes desaparezcan sin dejar descendencia, mientras que otros sobreviven y generan muchos remolinos pequeños, que a su vez generan otros más pequeños, y así sucesivamente. Así pues, los remolinos parecen exhibir una forma de variación y selección. Pero nadie ha sugerido nunca que se parezcan a la vida. ¿Qué propiedad importante falta en los remolinos que los organismos vivos poseen? ¿Qué es lo que distingue realmente el flujo turbulento de la evolución biológica?

La diferencia radica en la información que se maneja en uno y otro caso. No hay ningún indicio de que en el flujo turbulento tenga lugar ningún procesamiento significativo de información, ninguna síntesis de regularidades. En la evolución biológica, en cambio, la experiencia representada por la variación y selección natural en el pasado es transmitida a las generaciones futuras en un paquete de información altamente comprimida, el «genoma» (o conjunto de genes) de un organismo. Cada gen puede tener formas alternativas diferentes, que reciben el nombre de «alelos». El conjunto de alelos particulares de todos los genes de un organismo dado se conoce como «genotipo».

Los biólogos hacen hincapié en la distinción entre genotipo, que se aplica a la información hereditaria contenida en los genes de un organismo individual, y fenotipo, que se aplica a la apariencia y comportamiento del organismo en el curso de su vida. Naturalmente, los cambios en el genotipo, como la sustitución de un cierto alelo por otro, pueden afectar al fenotipo a través de la influencia de los genes en los procesos químicos del organismo. Pero durante el desarrollo del organismo el fenotipo también es influenciado por multitud de factores, muchos de ellos aleatorios. Piénsese en todas las circunstancias accidentales que afectan al desarrollo de un ser humano, desde las etapas unicelular y fetal, pasando por la infancia y la niñez, antes de que se haga posible la reproducción en la madurez. El genotipo de un ser humano individual es como una receta de cocina básica que admite amplias variaciones en el plato preparado al final por el cocinero. Un genotipo individual permite que emerja del proceso de desarrollo uno de los muchos adultos alternativos posibles, todos diferentes. En el caso de gemelos idénticos, que comparten el mismo genotipo, coexisten dos de los adultos alternativos diferentes. Cuando se crían por separado suministran a menudo una información preciosa sobre los papeles respectivos de la naturaleza y la educación en la formación del fenotipo adulto.

En el curso de la evolución biológica se producen, de generación en generación, cambios aleatorios que contribuyen, junto con las vicisitudes en el desarrollo individual, a los cambios fenotípicos que determinarán en parte si un organismo es viable y capaz de alcanzar la madurez, de reproducirse y de transferir así su genotipo, total o parcialmente, a la descendencia. Así pues, la distribución de genotipos en la población es el resultado de la combinación del azar y la selección natural.

La evolución de la resistencia a los fármacos en bacterias

Un ejemplo de evolución biológica de gran importancia para la humanidad contemporánea es el desarrollo de bacterias resistentes a los antibióticos. Por ejemplo, tras el empleo extensivo de la penicilina durante varias décadas para controlar ciertas especies de bacterias patógenas, han aparecido cepas que no muestran una sensibilidad especial al fármaco. Para tratar las enfermedades provocadas por estos gérmenes modificados se requieren nuevos antibióticos, y pueden causar mucho sufrimiento e incluso muerte antes de que las nuevas drogas sean perfeccionadas. De modo similar, el bacilo de la tuberculosis ha sido mantenido a raya durante décadas por ciertos antibióticos, pero en los últimos años han aparecido cepas resistentes. La tuberculosis vuelve a ser un problema sanitario importante, incluso en regiones donde antiguamente la enfermedad estaba controlada.

En la adquisición de la resistencia bacteriana a los fármacos suele desempeñar un importante papel el intercambio de material genético entre dos bacterias individuales. Este proceso, lo más cercano a la reproducción sexual de que son capaces organismos tan primitivos, fue observado por primera vez por Joshua Lederberg cuando era un graduado en Yale. Por entonces yo no me había graduado todavía, y recuerdo la atención que suscitó en el público en general el descubrimiento del sexo en el reino de los gérmenes; hasta la revista Time le dedicó un artículo al tema. Para Josh supuso un lanzamiento en su carrera que le llevaría finalmente al rectorado de la Universidad Rockefeller. Pero para simplificar la discusión sobre resistencia bacteriana a los fármacos ignoraré este fenómeno (mis excusas a Josh).

Por la misma razón propongo ignorar otro importante mecanismo de transferencia de material genético entre células, donde el transportador es un virus —un bacteriófago o «fago»— que infecta a las bacterias. En este proceso, llamado transducción, se basaron los experimentos precursores de la ingeniería genética.

Las investigaciones minuciosas sobre bacterias se han centrado en la especie Escherichia coli (o E. coli), común, inofensiva y hasta útil para la función digestiva en el intestino humano, pero que a menudo resulta patógena cuando infecta otras partes del cuerpo (y también, en ciertas formas mutantes, peligrosa incluso en el tracto digestivo). E. coli es un organismo unicelular cuyo material genético consiste en unos pocos miles de genes. Un gen típico es una secuencia de alrededor de un millar de «nucleótidos» (conocidos colectivamente como ADN). Estos componentes del ADN, que constituyen todos los genes de todos los organismos, son de cuatro clases, llamadas A, C, G y T, iniciales de sus nombres químicos. Todo gen forma parte de una cadena de nucleótidos más larga que, apareada con otra, forma la famosa doble hélice. La estructura de la doble hélice fue determinada en 1953 por Francis Crick y James Watson a partir de los trabajos de Rosalind Franklin y Maurice Wilkins. En E. coli hay dos cadenas helicoidales que contienen alrededor de cinco millones de nucleótidos cada una.

Los nucleótidos alineados a lo largo de ambas cadenas son complementarios entre sí, en el sentido de que A y T siempre se encuentran enfrentados, igual que G y C. Como la secuencia de nucleótidos de una cadena determina la de la otra, basta con fijarse en una de ellas para leer el mensaje que contienen.

Supongamos que en cada cadena hay justamente cinco millones de nucleótidos. Podemos codificar A como 00, C como 01, G como 10 y T como 11, de modo que los cinco millones de nucleótidos quedarán representados por una cadena de diez millones de ceros y unos, es decir, por una cadena de diez millones de bits. Esta cadena contiene la información que cada E. coli transmite a las células hijas, que se originan por la división en dos de la célula bacteriana inicial, un proceso en el que la doble hélice se duplica y surgen dos nuevas dobles hélices, una por cada célula hija.

Los nucleótidos de una cadena pueden ordenarse de muchas formas, lo que hace que las posibilidades matemáticas sean extremadamente numerosas. Para una cadena de, digamos, un millar de nucleótidos el número de secuencias diferentes concebibles sería de 4 × 4 × 4 … × 4 × 4, mil veces. Este número, en la notación decimal usual, tiene alrededor de ¡600 dígitos! Sólo una pequeña fracción de las secuencias teóricamente posibles se encuentra en la naturaleza (la existencia de todas ellas requeriría muchos más átomos de los que hay en el universo). En la práctica, cada gen puede tener, en un momento dado, cientos de alelos diferentes con una probabilidad significativa de aparición dentro de la población bacteriana, distinguibles entre sí por sus diferentes efectos bioquímicos y fisiológicos.

Un gen puede experimentar mutaciones como resultado de accidentes diversos tales como la incidencia de un rayo cósmico o la presencia de ciertos reactivos químicos en el entorno. Una sola mutación puede tener un efecto significativo en el comportamiento celular. Por ejemplo, la mutación de un cierto gen en una célula de E. coli podría, en principio, producir un nuevo alelo que le confiriese resistencia a la penicilina. Esta resistencia podría entonces pasar a la descendencia de la célula al multiplicarse por divisiones celulares repetidas.

Las mutaciones son procesos aleatorios típicos. Supongamos que una única bacteria hospedada en un tejido produce una colonia compuesta por bacterias de idéntico genotipo. En esta colonia pueden aparecer formas mutantes que den lugar a su vez a nuevas colonias. De este modo los genotipos de la población bacteriana en el tejido infectado se diversifican. Si se aplica penicilina en cantidad suficiente, sólo las colonias resistentes continuarán creciendo. Lo importante es que las bacterias resistentes mutantes están ya presentes como resultado de una mutación aleatoria ancestral antes de que el fármaco comience a ejercer una presión selectiva en su favor. Y si no están presentes en el tejido, seguramente existen en alguna otra parte, o por lo menos aparecen de vez en cuando por azar y después desaparecen. Las mutaciones, como Lederberg demostró hace tiempo, no son inducidas por la penicilina.

La mutación génica que origina un alelo que confiere resistencia a los fármacos tiene, presumiblemente, algunos efectos desfavorables para la función celular. Si no fuera así, es seguro que tales alelos estarían ya presentes en gran número de células de E. coli, y la penicilina habría sido inútil desde el principio. Pero a medida que el empleo de la penicilina se extiende, la supervivencia de las cepas resistentes se ve favorecida, y cualquier posible desventaja funcional queda en un segundo plano (un ejemplo aún mejor sería un antibiótico diferente no tan frecuente en la naturaleza como la penicilina, ya que la bacteria habría tenido menos contactos con él antes de su empleo en medicina).

El desarrollo de la resistencia a los fármacos tiene lugar, pues, a través de un cambio en el genotipo, la cadena de unas decenas de millones de bits que la célula transfiere a sus descendientes. A través de los genes, la bacteria «aprende» a superar las amenazas a su supervivencia. Pero el genotipo contiene además una enorme cantidad de información que permite el funcionamiento de la célula bacteriana. Los genes contienen las lecciones de supervivencia aprendidas durante miles de millones de años de evolución biológica.

La experiencia de la especie E. coli y sus formas ancestrales no ha quedado registrada sólo para servir de referencia en un listado; las regularidades presentes en dicha experiencia han sido identificadas y comprimidas en la cadena representada por el genotipo. Algunas de estas regularidades, como la presencia frecuente de antibióticos en el medio, se han experimentado sólo en tiempos recientes, pero la mayoría son muy antiguas. El genotipo varía en cierto grado de un individuo a otro (o de una colonia de individuos genéticamente idénticos a otra), y las mutaciones accidentales pueden producirse en cualquier momento y ser transmitidas a la descendencia.

Es interesante comparar este tipo de aprendizaje con el que se basa en el uso del cerebro. Hemos hecho hincapié en que las formas mutantes de una bacteria que exhiben resistencia a un antibiótico pueden muy bien encontrarse presentes por puro azar cuando se aplica el fármaco y que, en cualquier caso, seguramente han existido alguna vez en el pasado. Las ideas, en cambio, surgen más a menudo como respuesta a un desafío, en vez de estar disponibles cuando éste se presenta. (Parece ser que hay ligeros indicios de mutaciones genéticas ocasionales que surgen como respuesta a la necesidad, pero, si el fenómeno en verdad existe, es insignificante en comparación con la mutación aleatoria.)

La evolución como sistema complejo adaptativo

¿En qué medida puede describirse el proceso evolutivo como la manifestación del funcionamiento de un sistema complejo adaptativo? El genotipo satisface los criterios de esquema: encapsula en forma altamente comprimida la experiencia del pasado y está sujeto a variación a través de las mutaciones. El genotipo en sí no es puesto a prueba directamente por la experiencia. Aunque controla en gran medida la química del organismo, el destino último de cada individuo depende también de factores medioambientales que no están bajo el control de los genes. En otras palabras, el fenotipo está codeterminado por el genotipo y por las condiciones del entorno, en gran parte aleatorias. Tal despliegue de esquemas —junto con la recepción de nuevos datos— para producir efectos en el mundo real es característico de un sistema complejo adaptativo.

Por último, en un organismo unicelular la supervivencia de cierto genotipo depende de que las células que lo portan sobrevivan hasta el momento de la división, así como las células descendientes, las descendientes de las descendientes, y así sucesivamente. Esto satisface el requerimiento de un bucle retroactivo en el que intervengan presiones selectivas. No hay duda de que la población bacteriana es un sistema complejo adaptativo.

La complejidad efectiva de una bacteria, en el sentido nuestro de longitud de un esquema, está evidentemente relacionada con la longitud del genoma (si hubiera partes del ADN que cumpliesen únicamente una función de relleno y no contribuyeran a la información genética, como parece ocurrir en los organismos superiores, habría que descontarlas). La longitud de la parte relevante del genoma proporciona una medida interna aproximada de la complejidad efectiva. Es interna porque se relaciona con el esquema del que se sirve el organismo para describir su propia herencia a sus descendientes, y no con un esquema diseñado por algún observador externo (esta medida se asemeja a la longitud de la gramática interna en el cerebro de un niño que aprende su lenguaje nativo, en oposición a la longitud de un libro que describe la gramática de dicho lenguaje). Es sólo una medida aproximada porque la evolución biológica, como cualquier otro sistema complejo adaptativo, lleva a cabo la tarea de síntesis de regularidades con eficiencia variable. A veces esta variabilidad invalida la medida, como es el caso de ciertos organismos cuya simplicidad es obvia y en cambio presentan un genoma de longitud anómala.

Pero la comparación entre genomas de distintos organismos revela deficiencias en la idea de emplear la complejidad efectiva, basada en la longitud de un esquema, como única medida de la complejidad de una especie. Al considerar diferencias sutiles pero importantes, como, por ejemplo, las que distinguen nuestra especie de nuestros parientes cercanos los grandes monos, hay que introducir ideas más sofisticadas.

Los cambios genéticos que permiten a una criatura simiesca desarrollar lenguajes, pensamiento avanzado y culturas elaboradas, manifestaciones todas de gran complejidad efectiva, son relativamente pequeños, pero de gran significación. La complejidad efectiva del nuevo genoma (humano), medida por su longitud, no es en sí misma una medida satisfactoria de la complejidad de los organismos correspondientes (personas), pues ligeras alteraciones del genoma han dado lugar a una gran complejidad efectiva de una clase nueva (complejidad cultural).

Es necesario, por lo tanto, suplementar la complejidad efectiva con el concepto de complejidad potencial. Cuando un modesto cambio en un esquema permite a un sistema complejo adaptativo crear una gran cantidad de complejidad efectiva nueva en un cierto período de tiempo, puede decirse que el esquema modificado ha tenido un gran incremento de complejidad potencial con respecto a un intervalo de tiempo dado. Volveremos más tarde sobre este tema, pero por ahora volvamos a la idea de la adaptación a los antibióticos como sistema complejo adaptativo y comparemos este cuadro con una teoría incorrecta de la adquisición de la resistencia.

Adaptación directa

Hoy día parece obvio que la resistencia a los fármacos se desarrolla principalmente a través de mecanismos genéticos como los que hemos estado considerando. Pero no siempre fue así. En los años cuarenta, cuando el uso de la penicilina estaba en sus comienzos y las sulfamidas eran todavía las armas predilectas en la batalla contra las infecciones bacterianas, la resistencia ya era un problema y unos cuantos científicos ofrecieron modelos muy diferentes para explicar su desarrollo. Uno de ellos fue el eminente químico inglés Cyril (más tarde Sir Cyril) Hinshelwood. Recuerdo haber leído su libro sobre el tema cuando era estudiante, y el escepticismo que ya entonces me inspiraron sus ideas.

La teoría de Hinshelwood era, naturalmente, una teoría química. Su libro estaba repleto de ecuaciones que describían velocidades de reacción. La idea general era que la presencia del fármaco provocaba cambios en el equilibrio químico de la célula bacteriana que iban en detrimento de la reproducción celular. Sin embargo, la exposición prolongada de la bacteria a altas dosis de medicamento producía, directamente por medios químicos, ajustes en el metabolismo celular que limitaban el efecto del fármaco y permitían a las células sobrevivir y dividirse. En la división celular, según la teoría, esta forma simple de resistencia pasaba mecánicamente a las células hijas a través de la composición química del material celular ordinario. El mecanismo propuesto era una simple retroacción negativa en un conjunto de reacciones químicas (un ejemplo de retroacción negativa lo tenemos cuando un coche en marcha comienza a salirse de rumbo y el conductor gira el volante para corregir la trayectoria).

En la teoría de Hinshelwood no intervenían los genes bacterianos. No había un sistema complejo adaptativo subyacente al desarrollo de la resistencia: ni compresión de la información, ni esquema, ni variación aleatoria ni selección. De hecho, un capítulo del libro está dedicado a refutar la idea de la selección de variantes surgidas espontáneamente.

La teoría de Hinshelwood se puede describir como de «adaptación directa». Se trata de procesos muy comunes. Considérese el funcionamiento de un termostato ajustado a una temperatura dada; el dispositivo enciende un calefactor cuando la temperatura cae por debajo de la de referencia y lo apaga cuando se alcanza de nuevo. En vez de un grupo de esquemas en competencia y evolución, el termostato tiene un programa fijo, y además muy simple. El dispositivo únicamente se dice a sí mismo, «hace frío; hace frío; hace calor; hace frío…» y actúa en consecuencia.

Es útil contrastar la adaptación directa con el funcionamiento de un sistema complejo adaptativo, lo que no quiere decir que la adaptación directa carezca de interés. De hecho, la mayor parte de las expectativas de la cibernética tras la segunda guerra mundial se centraban en los procesos de adaptación directa, especialmente la estabilización de sistemas por retroacción negativa. El principio básico es el mismo que el del termostato, pero los problemas que se presentan pueden constituir un reto mucho mayor.

Adaptación directa, sistemas expertos y sistemas complejos adaptativos

La palabra «cibernética» fue introducida por Norbert Wiener, un matemático bastante excéntrico y de gran talento del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), que fue un niño prodigio y nunca dejó de demostrarlo de las maneras más estrafalarias. Cuando yo era estudiante graduado en el MIT me lo encontraba de vez en cuando durmiendo en las escaleras y obstaculizando el paso con su oronda figura. Una vez asomó la cabeza por la puerta del despacho de mi director de tesis, Viki Weisskopf, y profirió unas palabras absolutamente incomprensibles para Viki. «Oh, pensaba que todos los intelectuales europeos conocían el chino», dijo Wiener, y se fue corriendo.

La palabra cibernética deriva del vocablo griego kubernetes, que significa timonel, del cual deriva también el verbo «gobernar». La cibernética, en efecto, tiene que ver con la dirección y el gobierno, como en el control de un autómata. Pero en los comienzos de la cibernética los autómatas no eran capaces de crear un esquema susceptible de evolución más allá de sus percepciones sensoriales. Sólo ahora estamos entrando en una era de autómatas que pueden considerarse verdaderos sistemas complejos adaptativos.

Pensemos, por ejemplo, en un autómata móvil. En la primera época de la cibernética podría haber sido equipado con sensores para detectar la presencia de un muro cercano y activar un dispositivo para evitarlo. Otros sensores podrían servir para detectar socavones en el camino y adoptar una forma de locomoción predeterminada para que el robot pueda superarlos. El diseño se centraría en proporcionar respuestas directas a señales del medio ambiente.

Después llegaron los «sistemas expertos», en los que la información suministrada por expertos humanos en un cierto campo se introducía en un ordenador en la forma de un «modelo interno» que sirviese para interpretar los datos de entrada. El avance en relación a los diseños anteriores es sutil, pero un ejemplo tomado de un campo distinto puede servir de ilustración. La diagnosis médica puede automatizarse hasta cierto punto componiendo, con el asesoramiento de especialistas, un «árbol de decisión» para el ordenador y dotándole de un criterio de decisión definido para cada rama basado en datos particulares del paciente. Un modelo interno como éste es fijo, a diferencia de los esquemas propios de los sistemas complejos adaptativos. El ordenador puede diagnosticar enfermedades, pero es incapaz de aprender nada de su experiencia con los sucesivos pacientes. En vez de eso sigue haciendo uso del mismo modelo interno desarrollado previamente.

Naturalmente, siempre se puede consultar otra vez a los expertos y rediseñar el modelo interno en función de los aciertos y fallos del diagnóstico informático. El sistema ampliado constituido por el ordenador, los diseñadores y los expertos puede contemplarse como un sistema complejo adaptativo, en este caso uno artificial con «humanos en el bucle».

Hoy día estamos entrando en una era de ordenadores y autómatas que funcionan como sistemas complejos adaptativos sin humanos en el bucle. Muchos autómatas futuros contendrán esquemas elaborados sujetos a variación y selección. Considérese un autómata móvil de seis patas que tenga en cada una un juego de sensores que detecten obstáculos y un procesador de información que responda de algún modo predeterminado a las señales procedentes de aquéllos para controlar el movimiento de la pata, ya sea arriba, abajo, adelante o atrás. Este juego de patas no sería más que un conjunto de dispositivos cibernéticos primitivos.

En la actualidad un diseño de robot podría incluir una forma de coordinación entre las patas, pero no a través de una unidad central de proceso. En vez de eso cada pata ejercería influencia en el comportamiento de las otras a través de enlaces de comunicación. El patrón de interacciones mutuas de las patas sería un esquema que podría estar sujeto a variaciones como, por ejemplo, las producidas por un generador de números pseudoaleatorios. Las presiones selectivas que influirían en la adopción o rechazo de los patrones candidatos podrían tener su origen en sensores adicionales que registrarían el comportamiento no sólo de una pata individual, sino de todo el conjunto, como por ejemplo si el autómata está avanzando o retrocediendo, o si la cara inferior está suficientemente separada del suelo. De este modo el autómata tendería a desarrollar un esquema que proporcionaría un modo de andar adecuado al tipo de terreno y sujeto a modificación en función de los cambios de éste. Un autómata así puede considerarse una forma de sistema complejo adaptativo primitivo.

Tengo noticias de que en el MIT se ha construido un robot semejante de seis patas que ha descubierto, entre otros, el modo de andar que emplean comúnmente los insectos: las patas delantera y trasera de un lado se mueven al unísono con la pata media del otro. El uso de este paso por el robot depende del terreno.

Considérese ahora, en contraste con un autómata que aprende unos pocos rasgos útiles del terreno que tiene que atravesar, un sistema complejo adaptativo capaz de explorar los rasgos generales, además de un sinfín de detalles, de un terreno mucho mayor: la totalidad del universo.