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Prólogo: Un encuentro en la jungla

En primer lugar, tengo que decir que nunca he visto un jaguar en libertad. Después de mucho caminar por las selvas tropicales y navegar por los ríos de América Central y del Sur, nunca he vivido la emocionante experiencia de encontrarme de repente ante el enorme y poderoso felino moteado. No obstante, algunos de mis amigos me han contado cómo el encuentro con un jaguar puede hacerle cambiar a uno la manera de ver del mundo.

Lo más cerca que he estado de conseguirlo fue en las selvas de las tierras bajas orientales del Ecuador, cerca del río Ñapo, un afluente del Amazonas, en el año 1985. En esta región se han asentado indios montañeses de habla quechua, la lengua del antiguo imperio inca. Aquí han aclarado pequeñas parcelas en medio de la jungla donde practican la agricultura y han bautizado con sus propios nombres algunos de los accidentes naturales del relieve amazónico.

Sobrevolando estas tierras, que se extienden miles de kilómetros en todas las direcciones, los ríos parecen bandas sinuosas serpenteando por la selva. A menudo los meandros se separan paulatinamente de la corriente principal originando lo que los geólogos llaman meandros abandonados, lagunas cuya única conexión con la corriente principal es un delgado hilo de agua. Los hispanohablantes de la región las llaman cochas, término quechua que se aplica también a los lagos elevados y al mar. Desde el aire pueden observarse todos los estadios del proceso: los meandros originales, las cochas recientes y, por último, la lenta desecación de las mismas, reclamadas para el bosque por una secuencia de especies vegetales que constituye una auténtica «sucesión ecológica». Finalmente se ven desde el aire como manchas de color verde claro sobre el verde más oscuro de la selva circundante, manchas que, al cabo de uno o varios siglos, acaban difuminándose.

El día que estuve a punto de ver un jaguar me encontraba en un sendero cerca de Paña Cocha, que significa «lago de las pirañas». En este lugar mis compañeros y yo habíamos pescado y cocinado otras veces pirañas de hasta tres especies, todas ellas exquisitas. Estos peces no son tan peligrosos como suele creerse. Es cierto que a veces atacan a la gente y que, si un bañista resulta mordido por alguno de ellos, es mejor que abandone el agua para que la sangre no atraiga a otros. Pero la verdad es que, cuando tropiezan con nosotros, lo más probable es que sean ellos los que acaben siendo devorados.

A una hora de camino del lago ahuyentamos un grupo de pécaris y, de inmediato, percibimos la presencia de otro gran mamífero ante nosotros. Había un intenso olor acre, muy diferente del de los cerdos salvajes, y se oían los crujidos de una criatura grande y pesada atravesando la maleza. Apenas pude entrever la punta de la cola antes de que desapareciera. El rey de los animales, el emblema del poder de sumos sacerdotes y gobernantes, había pasado de largo.

Pero no sería un jaguar, sino otro felino más pequeño, el que iba a tener una importancia vital para mí al hacerme ver hasta qué punto muchos de mis intereses en apariencia inconexos estaban en realidad ligados. Ocurrió cuatro años después del incidente en Ecuador, mientras me hallaba realizando estudios de campo sobre la flora y la fauna en otra área selvática de la América tropical, lejos de los antiguos dominios de los incas. En aquella región había florecido en el pasado otra gran civilización precolombina: la de los mayas. Me encontraba al noroeste de Belize, cerca de las fronteras guatemalteca y mejicana, en un lugar llamado Chan Chich, que significa «pequeño pájaro» en el dialecto maya local.

Todavía hoy se habla la lengua maya en esta parte de Centroamérica, y pueden encontrarse por doquier huellas de la civilización maya clásica, las más notables de las cuales son las ruinas de ciudades abandonadas. Una de las mayores es Tikal, con sus gigantescas pirámides y templos, situada en el extremo nororiental de Guatemala, a poco más de cien kilómetros de Chan Chich.

Las especulaciones sobre el derrumbamiento de la civilización maya, ocurrido hace más de mil años, son abundantes, pero las auténticas causas constituyen todavía hoy un misterio y una fuente de controversias. ¿Se cansó el pueblo llano de trabajar en beneficio de nobles y gobernantes? ¿Perdieron la fe en el elaborado sistema religioso que sostenía a la élite en el poder y mantenía intacto el entramado social? ¿Les llevaron a la catástrofe las guerras intestinas entre las múltiples ciudades-Estado? ¿Fracasaron finalmente las notables técnicas agrícolas que mantenían a tan vastas poblaciones en plena selva? Los arqueólogos continúan buscando respuesta a éstas y otras preguntas, considerando al mismo tiempo la relación entre el hundimiento definitivo de la civilización clásica en la selva y lo sucedido en las regiones más áridas del Yucatán, donde la civilización clásica dio paso a la civilización postclásica, de influencia tolteca.

Naturalmente, la visita a unas excavaciones tan imponentes como las de Tikal es inolvidable, pero la jungla brinda otros placeres a aquellos que ansían explorar terrenos menos conocidos. Uno de ellos es el descubrimiento inesperado de alguna de las muchas ruinas no señaladas en los mapas.

En la distancia, las ruinas parecen montículos cubiertos de árboles y arbustos en medio de la jungla, pero al mirar más de cerca se adivinan las antiguas construcciones cubiertas de musgo, helechos y enredaderas. Escudriñando entre el follaje uno puede hacerse idea de la forma y dimensiones del lugar, especialmente desde un punto elevado. Desde allí, por un instante, puede uno aclarar con la imaginación la selva y restaurar un pequeño enclave maya en todo su esplendor.

La selva que rodea Chan Chich no sólo es rica en restos arqueológicos, sino también en fauna. Uno puede contemplar tapires adultos irguiendo su corta trompa mientras vigilan a sus pequeñas crías de pelaje manchado, y admirar el brillante plumaje del pavo ocelado, especialmente el de los machos, con su llamativa cabeza azul cubierta de pequeñas verrugas rojas. Por la noche, dirigiendo una linterna a lo alto de los árboles, se pueden descubrir kinkayús de grandes ojos agarrados a las ramas con sus colas prensiles.

Toda mi vida he sido un apasionado de la ornitología, y me resulta especialmente placentero registrar las voces de los pájaros ocultos en la selva y reproducir sus cantos o llamadas para atraerlos y observarlos de cerca (aparte de grabarlos mejor). Un día de finales de diciembre me hallaba paseando en busca de pájaros por un sendero solitario cerca de Chan Chich.

En un principio mi paseo resultó infructuoso. No pude ver ni grabar ninguna de las aves que buscaba y, tras más de una hora de camino, ya no prestaba atención a los cantos de los pájaros ni a los movimientos en el follaje. Mis pensamientos habían derivado hacia la disciplina que ha ocupado buena parte de mi vida profesional: la mecánica cuántica.

Durante la mayor parte de mi carrera como físico teórico mis investigaciones han versado sobre partículas elementales, las piezas básicas que constituyen toda la materia del universo. A diferencia de los físicos de partículas experimentales, no tengo necesidad de tener al lado un gigantesco acelerador o un laboratorio subterráneo para llevar a cabo mi trabajo. No hago un uso directo de complejos detectores y no requiero, por tanto, de la colaboración de un gran equipo de profesionales. Como mucho necesito lápiz, papel y una papelera, y muchas veces ni siquiera eso. Dadme un sueño reparador, un entorno sin distracciones y liberadme por un tiempo de preocupaciones y obligaciones y podré trabajar. Ya sea en la ducha, o en un vuelo nocturno, suspendido en la penumbra entre la vigilia y el sueño, o paseando por un sendero solitario, mi trabajo puede acompañarme dondequiera que vaya.

La mecánica cuántica no es en sí misma una teoría; es más bien el marco en el que debe encajar toda teoría física moderna. Este marco, como es bien sabido, implica el abandono del determinismo que caracterizaba a la física «clásica», dado que la mecánica cuántica sólo permite, por principio, el cálculo de probabilidades. Los físicos saben cómo emplearla para predecir las probabilidades de los resultados posibles de un experimento, y desde su descubrimiento en 1924 siempre ha funcionado a la perfección dentro de los límites de la teoría y el experimento considerados en cada caso. Sin embargo, pese a que su exactitud está fuera de toda duda, aún no comprendemos en profundidad su significado, especialmente cuando se aplica a la totalidad del universo. Durante más de treinta años, unos cuantos físicos teóricos hemos intentado elaborar lo que yo llamo «la interpretación moderna» de la mecánica cuántica, que permite aplicar esta disciplina al universo y tratar también con sucesos particulares que impliquen objetos individuales, en lugar de restringirse a experimentos repetibles sobre porciones de materia fácilmente reproducibles. Mientras caminaba por la selva cerca de Chan Chich, meditaba sobre el modo en que la mecánica cuántica puede emplearse, en principio, para tratar con la individualidad, para describir qué pieza de fruta se comerán los loros o las diversas formas en que un árbol en crecimiento puede hacer añicos las piedras de un templo en ruinas.

El hilo de mis pensamientos se rompió cuando, a unos cien metros de distancia, apareció ante mí una figura oscura. Me detuve y levanté lentamente mis binoculares para verla con más detalle. Resultó ser un jaguarundi, un felino de tamaño medio. Estaba parado en medio del camino, de perfil y con la cabeza vuelta hacia mí, lo que me permitió observar el característico cráneo aplastado, el cuerpo alargado y las cortas patas delanteras —rasgos que le han valido también el nombre de «gato nutria»—. Su longitud, aproximadamente un metro, y el color del pelaje —un gris oscuro uniforme, casi negro— indicaban que se trataba de un ejemplar adulto de la variedad oscura (hay otra variedad rojiza). Imagino que llevaba allí un buen rato, con sus ojos parduscos fijos en mí mientras yo, absorto en los misterios de la mecánica cuántica, me acercaba a él. Aunque es de suponer que estaba preparado para huir ante el menor peligro, el animal parecía completamente tranquilo. Nos observamos mutuamente, inmóviles los dos, durante lo que me parecieron varios minutos. No se movió ni siquiera cuando me aproximé a sólo unos treinta metros de distancia. Luego, satisfecha su curiosidad sobre mi persona, el felino volvió la mirada hacia la jungla, bajó la cabeza y desapareció lentamente entre los árboles.

Una visión como ésta es poco frecuente. El jaguarundi es un animal tímido y, debido a la destrucción de sus hábitats naturales en México, Centroamérica y América del Sur, su número ha decrecido en los últimos años; en la actualidad figura en la Lista roja de animales amenazados. Por otra parte, esta criatura es, por lo visto, incapaz de reproducirse en cautividad. Mi experiencia con aquel jaguarundi en particular entró en resonancia con mis ideas sobre la noción de individualidad, y me hizo recordar otro encuentro anterior en la naturaleza.

Un día de 1956, siendo un muy joven profesor en Caltech, mi primera esposa Margaret y yo, casados hacía muy poco, viajábamos en nuestro descapotable de regreso a Pasadena desde la Universidad de California en Berkeley, donde yo había impartido algunos seminarios de física teórica. En aquellos días los profesores universitarios vestíamos de modo un poco más formal que ahora —yo llevaba un traje de franela gris y Margaret una falda y un suéter, con medias y zapatos de tacón alto—. Circulábamos por la carretera 99 (que aún no se había convertido en autopista) a la altura de Tejón Pass, entre Bakersfield y Los Angeles. Siempre que pasábamos por aquella zona yo solía mirar al cielo con la esperanza de ver un cóndor de California. Esta vez divisé una silueta de gran tamaño volando a baja altura sobre nosotros, que desapareció rápidamente tras una colina situada a nuestra derecha. Como no estaba seguro de lo que era, resolví averiguarlo. Aparqué rápidamente al lado de la carretera, cogí mis prismáticos, salí del coche y trepé por la colina, hundiéndome a cada paso en la gruesa capa de fango rojo que cubría la mayor parte del sendero. A mitad de camino miré atrás y vi a Margaret no lejos de mí, con su elegante atuendo tan cubierto de barro como el mío. Alcanzamos juntos la cima y, al mirar hacia abajo, vimos un terreno en el que yacía un ternero muerto. Sobre él, en pleno festín, había once cóndores de California, casi la totalidad de la población de la especie en aquella época. Estuvimos observando un buen rato cómo comían, volaban un poco, se posaban de nuevo, paseaban alrededor del cadáver y volvían a comer. Yo ya sabía de su enorme tamaño (unos tres metros de envergadura), su cabeza pelada brillantemente coloreada y su plumaje blanco y negro. Lo que me llamó la atención fue el hecho de que se podían distinguir unos de otros por las plumas que les faltaban. Uno había perdido un par de plumas remeras del ala izquierda, otro tenía una muesca en forma de cuña en la cola, y ninguno tenía el plumaje intacto del todo. El efecto era bastante chocante: cada ave era de hecho un individuo fácilmente identificable, siendo sus señas de identidad el resultado directo de accidentes históricos. Me pregunté si aquellas pérdidas de plumaje eran permanentes, consecuencia de una vida larga y azarosa, o temporales, resultado simplemente de la muda anual (más tarde supe que los cóndores renuevan por completo su plumaje cada año). Aunque estamos acostumbrados a pensar en los seres humanos (y en nuestro perro o nuestro gato) como individuos, la visión de aquellos cóndores fácilmente reconocibles reforzó poderosamente mi apreciación de hasta qué punto percibimos el mundo como compuesto de objetos individuales, animados o no, cada uno con su historia particular.

Treinta años más tarde, en la selva centroamericana, contemplando el lugar por donde había desaparecido el jaguarundi, mientras rememoraba los desaliñados cóndores y recordaba que justo antes había estado meditando sobre historia e individualidad en mecánica cuántica, comprendí de repente que mis dos mundos, el de la física fundamental y el de los cóndores, los jaguarundis y las ruinas mayas, se habían unido al fin.

He vivido durante décadas entre dos pasiones intelectuales, por una parte mi labor profesional, en la que trato de comprender las leyes universales que gobiernan los constituyentes últimos de toda la materia, y por otra parte mi vocación de estudiante aficionado de la evolución de la vida y la cultura humana. Siempre tuve la impresión de que, de alguna forma, ambas pasiones estaban íntimamente ligadas, pero durante mucho tiempo fui incapaz de descubrir cómo (a excepción del tema común de la belleza de la naturaleza).

Parece que haya un enorme vacío entre la física fundamental y mis otros pasatiempos. En la física de partículas elementales tratamos con entes como los fotones y los electrones, cada uno de los cuales se comporta exactamente de la misma forma dondequiera que estén en el universo. De hecho, todos los electrones son rigurosamente intercambiables, igual que los fotones. Las partículas elementales no tienen individualidad.

Suele pensarse que las leyes de la física de partículas son exactas, universales e inmutables (dejando de lado posibles consideraciones cosmológicas), a pesar de que los físicos las abordamos a través de aproximaciones sucesivas. Por contra, disciplinas tales como la arqueología, la lingüística y la historia natural se ocupan de imperios, lenguajes y especies individuales, y en una escala más reducida, de artefactos, palabras y organismos individuales, incluyendo los propios seres humanos. En estas disciplinas las leyes son aproximadas, y tratan de la historia y de la evolución que experimentan las especies biológicas, los lenguajes humanos o las culturas.

Ahora bien, las leyes mecanocuánticas fundamentales de la física ciertamente dan lugar a la individualidad. La evolución física del universo, regida por dichas leyes, ha producido objetos particulares diseminados por todo el cosmos, como nuestro propio planeta, y después, a través de procesos como la evolución biológica en la Tierra, las mismas leyes han dado lugar a objetos particulares como el jaguarundi y los cóndores, capaces de adaptarse y aprender, y, por último, objetos particulares como los seres humanos, capaces de desarrollar el lenguaje y la civilización y de descubrir esas mismas leyes físicas fundamentales.

Durante algunos años mi trabajo estuvo dedicado a esta cadena de relaciones tanto como a las propias leyes fundamentales. Estuve pensando, por ejemplo, en la distinción entre los sistemas complejos adaptativos, que experimentan procesos como el aprendizaje y la evolución biológica, y los sistemas que, como las galaxias o las estrellas, experimentan otros tipos de evolución no adaptativa. Algunos ejemplos de sistemas complejos adaptativos pueden ser un niño aprendiendo su lengua materna, una cepa de bacterias volviéndose resistente a un determinado antibiótico, la comunidad científica comprobando la validez de una nueva teoría, un artista desarrollando su creatividad, una sociedad adoptando nuevas costumbres o nuevas supersticiones, un ordenador programado para elaborar nuevas estrategias para ganar al ajedrez o el género humano, buscando nuevas maneras de vivir en mayor armonía consigo mismo y con el resto de organismos con los que comparte el planeta.

La investigación de estos sistemas y de sus propiedades comunes, así como el trabajo sobre la interpretación moderna de la mecánica cuántica y sobre el significado de la simplicidad y la complejidad, había experimentado notables progresos. Para favorecer el estudio interdisciplinario de estas materias, yo mismo había colaborado en la fundación del Instituto de Santa Fe en Nuevo México.

Mi encuentro con el jaguarundi en Belize reforzó mi conciencia de los progresos que mis colegas y yo habíamos hecho en la mejor comprensión de las relaciones entre lo simple y lo complejo, entre lo universal y lo individual, entre las leyes básicas de la naturaleza y los asuntos individuales y mundanos que siempre me habían atraído.

Cuanto más aprendía acerca del carácter de esas relaciones, con más vehemencia deseaba comunicárselo a otros. Por primera vez en mi vida, sentí la necesidad de escribir un libro.