EPÍLOGO

Por las ventanas de la Casa de los Nervios se divisaba un cielo claro, luminoso y de color perlado, mientras el crepúsculo avanzaba. El aire, después de aquella tormenta, habría tenido una clara frescura, si no hubiera sido por la presencia del barro, la atmósfera del barro, la exhalación del barro, que se respiraba en varias millas a la redonda, como si fuera el vapor de un baño de barro.

En la habitación de la planta baja, a la derecha de la puerta delantera, tres personas esperaban la orden de regresar al hotel.

Agujereado por las balas, infinitamente siniestro en aquella clara luz, el cuarto parecía haber impuesto su atmósfera a dos de los ocupantes. Bruce Ransom, con los ojos pesados, sentado en una de las sillas de madera, contemplaba sombríamente el suelo. Dennis Foster, sin llamar la atención, como un mueble más, salvo en los momentos en que se requería su ayuda para algo práctico, estaba de pie, sumido en los más negros pensamientos.

Pero todo esto no afectaba a Beryl, envuelta en un impermeable prestado que le quedaba demasiado grande. Beryl era completamente feliz. Su voz resonó tiernamente.

—¡Bruce, gran canalla!

—Está bien, está bien.

—Eres un tonto.

—Cara de ángel ¿cuántas veces tendré que reconocerlo?

—Te podían haber matado.

La respuesta de Bruce no fue muy romántica.

—¿Qué me dices? —dijo, señalando el tajo de su chaleco, por el que salía un trozo de camisa—. Ese canalla casi me abrió como una lata de sardinas. Hay un gran tajo en la camisa, y creo que también en la camiseta. —Tanteó. Un rápido interés brilló en sus ojos—. ¡Demonios, quisiera saber si llegó a tocar la piel! Veamos.

Rápidamente se desabrochó el chaleco y comenzó a sacar la camisa de entre los pantalones.

—¡Bruce, por amor de Dios, no te desnudes!

—Sólo estaba… está bien —dijo Bruce y fijó nuevamente la vista en el suelo. Con el moretón de la pedrada en la sien, el arañazo en la mejilla, y la sangre seca en los nudillos, hubiera sido muy llamativo verlo entrar al Savoy o al Ivy.

—¡Beryl! Escucha, cara de ángel. Lo que quiero decir es… ¿no quieres darme un beso?

Dennis Foster muy preocupado, pero tratando de hacer lo que le pareció correcto, se volvió hacia la puerta. Pero la embarazada voz de Bruce lo detuvo.

—¡Oh, Dennis! ¡Espera un momento! —¿Qué pasa?

—Escucha, viejo. ¿Todavía no entiendes porqué quería sacar el cadáver del hotel la otra noche, y esconderlo?

—No, que me cuelguen si lo entiendo.

—Bueno —reconoció Bruce—, quizás mi idea no fuera tan buena. —Y evitó la mirada de Dennis—. Te hice una broma pesada haciendo que me ayudaras. Quiero decir, sugiriendo que tú… me refiero a Dafne…

—Está bien. Olvídalo.

—No, mira —Bruce tomó la mano de Beryl—, quiero decirles a ustedes dos lo que pasó, porque es muy importante en todo el asunto, cuando… cuando las cosas cambiaron.

»Yo estaba muy preocupado entonces. Todavía no tenía idea de quién era Bewlay. Estaba decidido a probar a Dafne y a su padre… ¡su padre, se dan cuenta!… a probar que yo podía capturar a Bewlay. Eso está todavía aparte de… de la otra razón.

—Bruce —Beryl habló suavemente, volviendo la cara— no quiero hablar de ello. ¿Por qué no nos dijiste que una de esas mujeres era tu hermana? ¿No era llevar demasiado lejos el silencio en el papel de Gran Detective?

La nariz de Bruce se dilató.

—Ése no fue el motivo —dijo—. No quería que nadie supiera que me había portado como un perro cuando Bet desapareció.

»De todos modos —agregó, dejando aquello de lado— sabía que estaba derrotado, a menos que pudiera atrapar a Bewlay en las veinticuatro horas siguientes. Y sólo podía hacerlo con una estratagema. Mi idea fue que Dennis y yo nos apoderáramos del autómovil de Dafne y viniéramos aquí. Todos sabrían, después, que alguien había tomado el automovil. Se diría (eso siempre se sabe) que íbamos en dirección de la escuela de maniobras. Pero nadie se preocuparía, con excepción del asesino.

»El asesino me había endosado ese cuerpo. Se iba a alarmar cuando el cadáver no apareciera en mi cuarto. Se iba a preguntar qué había hecho yo con el cuerpo. Ésta es una zona muy grande, pero sólo hay una de estas casas. Nadie, excepto el asesino, pensaría que un cuerpo tenía algo que ver con un muñeco, o vería el cuerpo como tal, si lo estaba mirando. El asesino iba a venir aquí. Y yo esperaba. Una vez hicimos una obra, llamada La sombra verde.

—¡Una obra! —rugió Dennis—. ¡Una obra!

—¿Qué tiene de malo una obra, muchacho?

—Nada. Sigue.

—Por eso huí cuando ustedes estaban en el vestíbulo. Pero había olvidado algo. Está muy bien decir que uno se queda en el lugar más siniestro del mundo con los brazos cruzados, durante una noche, y un día, y quizás otra noche, pero…

—¿Pero qué? —preguntó Beryl.

—No tenía comida —contestó sencillamente Bruce—. Ni cigarrillos.

—¿Así que decidiste regresar al hotel?

—Sí. Volví a pie. Traje el autómovil hasta aquí sin romperme el pescuezo y sin rompérselo a nadie, Dios sabe cómo. Pero no podía arriesgarme, de nuevo. Y está bien que no lo haya hecho, porque entonces ya me estaban persiguiendo.

»Cuando llegué al hotel, eran más de las diez. Había una reunión muy animada abajo. Nadie me oyó cuando me deslicé por la escalera exterior. Y encontré mi cuarto como si un ejército alemán lo hubiera saqueado. ¿Entienden lo que había pasado?

Dennis asintió. Veía muy claramente.

—Jonathan Herbert —dijo Dennis amargamente—, Jonathan Herbert, llamémoslo así, sabía que tenía que hacer desaparecer las páginas del manuscrito y su máquina de escribir. No podía llevarse la máquina porque hubiera llamado la atención.

Entonces la destruyó, con un hacha. Tuvo que deshacer el resto del cuarto para ocultar esa maniobra.

Bruce Ransom se llevó las manos a las sienes.

—Dennis —dijo Bruce después de una pausa—, ¿recuerdas una nota que te dejé escrita a máquina, antes de huir en el autómovil? Lo siento, no puedo esperar. ¿Recuerdas que estaba en el rodillo de la máquina?

—¡Sí, lo recuerdo!

Bruce se estremeció.

—Al principio no advertí nada. Estaba demasiado excitado. Era la primera vez que tocaba aquella máquina. Pero después, cuando regresé…

—¿Sí?

—En el suelo, en medio del destrozo, estaba la nota que te escribí. Y, junto a ella, una página del manuscrito de la obra.

—Pero, Bruce —los dedos de Beryl apretaron el hombro de él—. ¿Cómo podía estar allí? Herbert, o Bewlay, no tomó las páginas del manuscrito, porque no estaban allí. ¡Sir Henry Merrivale ya se había apoderado de ellas!

—No de todas —dijo Dennis, recordando el pasado—. ¿No recuerdas, Beryl? Sir Henry Merrivale nos dijo esta mañana que había dejado caer una página al suelo. Un momento, ya recuerdo. Corría una fuerte ráfaga en esas habitaciones cuando Bruce huyó, dejando la puerta abierta. El suelo estaba lleno de papeles. Cuando Herbert llegó y vio el cajón vacío, creyó que los otros papeles eran cartas. ¿Qué decías, Bruce?

—Encontré esos dos papeles —dijo Bruce— uno al lado del otro.

Tragó saliva. Había en sus ojos una mirada azorada y salvaje.

—No necesitaba ser un experto. Miré el manuscrito de Bewlay hasta que conocí todas las fallas de la máquina que lo había escrito. La «w» arriba de la línea; la «o» demasiado sucia, todas las fallas. Así que quedé allí, sobre aquel destrozo y me reí. Me reí como un loco.

»Yo no podía creer que el viejo Herbert, ese canalla, fuera… Pero empecé a recordar cosas extrañas. Especialmente su conducta para con Dafne. Entonces salí de allí. Telefoneé a Sir Henry Merrivale en El Faisán Dorado, en Aldebridge. Me dijo que fuera en seguida. Y en su cuarto, delante de Masters, Sir Henry Merrivale me contó toda la historia.

Dennis quería retirar la mirada. Quería, avergonzado, retirarse de allí. Bruce Ransom estaba agitado por una verdadera emoción.

—Miren —dijo Bruce, y se detuvo—. Creo —prosiguió en seguida— que hay un momento en la vida de un hombre, en el que disfruta del poder que su Creador le ha dado. Se ve a sí mismo y a su propia alma, con un poquito de la ayuda de Dios.

»Nunca estuve enamorado de Dafne. Estaba representando. Una vez que toda la representación se hizo pedazos como un vaso de cristal, con la noticia de que su celoso padrastro era Roger Bewlay, sentí una profunda desazón.

»Escucha, Beryl: mientras Sir Henry Merrivale hablaba yo sólo podía pensar en ti. En ti. Y en nuestro pasado. En lo que habíamos sentido. En lo que habíamos hecho y en lo que no habíamos hecho. Y yo sabía…

—¡Bruce, por favor…!

—Yo sabía —dijo Bruce— que sólo había una persona para mí. Y que nunca habría otra. ¿Quieres que me arrodille?

Beryl lo miró.

—¡Oh, Bruce, tú, tú…! —y estalló en una especie de furia, como si estuviera buscando el peor epíteto. Después, bruscamente, Beryl les dio la espalda y se dirigió hacia la ventana.

—Perdón —dijo Bruce.

—Si… sigue —dijo Beryl, vacilante, sin volverse.

—En la habitación de Sir Henry Merrivale en el hotel, el Viejo Maestro, Masters y yo planeamos toda la campaña.

—¿La campaña para atrapar a Jonathan Herbert? —preguntó Dennis.

—Sí. Sir Henry Merrivale horas antes, en mi cuarto (y él dice que ustedes estaban allí, entonces) había comparado la máquina con las páginas del original. Ustedes le dijeron que Herbert había estado allí, cuando en el cajón abierto se veían las páginas. Entonces, Sir Henry Merrivale comprendió que el canalla estaba al acecho, y que ese loco tenía intenciones poco claras con respecto a Dafne. ¿Qué podíamos hacer?

»Es cierto que Sir Henry Merrivale había tenido la inspiración de la arena en los campos de golf. Pero podía equivocarse, o podía necesitar varias semanas para probar algo. Ese… ¿cómo se llama?… Chittering, sospechaba que ocurría algo extraño.

—¿Chittering? —exclamó Beryl.

—Bueno, Chittering supo desde el principio que yo era Bruce Ransom. Crean en él. Hasta se burló de todos en el bar de El Faisán Dorado. Pero creía que era una broma, una gran broma pensar que aquí había un asesino, hasta que…

—¿Hasta —dijo Dennis— que la otra noche se hizo público en el bar de La Bota de Cuero que Bewlay realmente estaba aquí?

Bruce asintió.

—Que Bewlay estaba aquí, sí, y que había escrito una obra. Y —siguió Bruce— Chittering recordó que «Herbert» había hablado de muchas obras que no podía haber visto. Chittering recordó también que Herbert le había prestado su famoso libro sobre el arte de escribir para el teatro. Recordó que «Herbert» había hablado en contra de mí a todo el mundo, sin olvidar al comandante Renwick, que es un buen tipo, pero que teme a los asesinos desde que uno lo atacó con un hacha en Port Said. El viejo Chittering se asustó tanto que bebió la mitad de las bebidas de La Bota de Cuero. Pero no podía ayudarnos, ¿comprenden?

»Entonces se sugirió, en fin…, yo sugerí que podía hacer que Herbert se traicionara. Pero teníamos que contar con Dafne como anzuelo.

—¿Eso es también parte de una obra? —sugirió Dennis.

—¡No, viejo! Juro que fue idea mía. Pero fue lo más difícil de todo. Trepé a la ventana de Dafne en medio de la noche y…

—Tienes costumbre de hacer eso —dijo Beryl.

—¿Cómo podía llegar hasta ella sin que se enterara ese cochino? Temí que gritara y despertara a todos. Pero la convencí de que se vistiera y que saliera por la puerta trasera, para ir a conversar con el Inspector Masters y con el Viejo, que parece Sexton Blake en persona.

—Me costó convencerla —dijo Bruce, con voz dolorida—, pero debo confesar que se portó muy bien.

—¿Y nunca pensaste —preguntó Dennis— en la pobre muchacha? ¡Después de suponer que tú…!

—Lo lamento, viejo. Sólo…

—No importa, sigue.

—No hay mucho más. Beryl casi deshizo todo…

—¿Yo?

—Tratando de enviar a Herbert a Londres a oír la audición de radio. Naturalmente no pensaba llevar consigo a su mujer. Todo era parte de su hipocresía doméstica, por la que condenará su alma. Afortunadamente, no había tren hasta las tres de la tarde.

»Le estábamos dando tiempo para que perdiera su serenidad. El Inspector Parks (que era viejo amigo de Herbert, según le oyeron ustedes decir), lo detuvo en High Street, con una información sumamente confidencial.

»La policía estaba enterada de que yo había ocultado en esta casa el cuerpo de una mujer muerta, cosa que era verdad. Sabían, dijo Parks, que yo estaba escondido aquí con Dafne, esperando que oscureciera para desaparecer. Antes de que oscureciera, dijo Parks, vendrían aquí a prenderme.

»Y se podría haber apostado a que Bewlay iba a venir antes. Dafne y yo estábamos en un punto estratégico de camino. En cuanto vimos que el canalla se aproximaba, nos deslizamos en la casa por la escalera exterior del sótano… a aquel otro cuarto… Golpeamos dos veces con el mango de una escoba en el techo del sótano e hicimos una representación para Bewlay.

Bruce Ransom se puso de pie.

—No podíamos decirles a ustedes —estalló Bruce—. Estaban demasiado emocionados sentimentalmente. Sin proponérselo, hubieran echado todo a perder. Mira, Beryl, hasta cuando trepé a tu ventana antes del alba…

—¿Qué importa? —dijo Beryl volviéndose desde la ventana— ¿qué importa? —Y le tendió los brazos.

En seguida Beryl dijo:

—Dennis, ¿adonde vas? .

—Donde están los automóviles. Hasta luego.

—Dennis —dijo Beryl vacilando y con un curioso brilló en los ojos—, ¿dónde está Dafne?

—Dafne —él extendió sus dedos y los examinó— está con Sir Henry Merrivale Indudablemente ha pasado un mal momento. No creo que convenga molestarla ahora. Hasta luego.

—¡Dennis! —llamó Beryl.

Pero Dennis dejó a Beryl, y a Bruce, y al oficial alemán que todavía se inclinaba sobre la mesa. Se metió en el pasadizo y después salió por la puerta principal, a un mar de lodo bajo un suave y claro cielo, que se oscurecía con tintes rojos hacia el este.

«Sigue tu camino, pensaba. Sigue tu camino, tú, que eres tan rígido. Sigue tu camino… ¿cómo lo había llamado Beryl una vez, en el teatro Granada?… ¡Coche antiguo! Y era verdad. No podía negarlo. Nunca sería otra cosa. ¡Sigue tu camino, coche antiguo, en un sendero lleno de barro como éste!»

Claro que nada importaba. Mañana es domingo. Tenía que estar seguro de los trenes, para llegar a la oficina el lunes por la mañana. El caso Parfitter lo esperaba, y también aquellos complicados títulos de Bob Engels. No había nada como el trabajo. Y, sin embargo (el pensamiento lo aguijoneaba con furioso y tonto dolor), si la Providencia le hubiera dado el poder, como se lo había dado a Bruce Ransom, de enamorar a cierta muchacha, como Bruce la había enamorado…

—¡Hola! —dijo Dafne Herbert. Caminaba a su lado, con los ojos fijos en el suelo.

—¡Hola! —dijo Dennis, tratando de no mostrar la violenta sorpresa que casi le hizo salir el corazón por la garganta. Miró adelante mientras caminaban.

—Yo no estoy, ¿sabe usted?… —empezó Dafne.

—¿No está…?

—Preocupada. De que lo hayan prendido…

—¡Ah, sí! Comprendo.

—Nunca estuve realmente preocupada —dijo Dafne—. Fue más bien un alivio. Siempre le tuve un poco de miedo, aunque no podía decir por qué. Todo lo sucedido —añadió lentamente— ha sido un alivio.

Caminaron unos pasos más en silencio.

Sir Henry Merrivale —dijo Dafne, mirando siempre el suelo— dijo que yo tendría que estar segura para decirle a usted eso. Él… él dijo que usted no lo creería si lo decía otra persona.

—¿Sir Henry Merrivale? —dijo Dennis, vaciamente.

Dafne hizo un ademán hacia adelante.

En el ancho camino surcado por los tanques, y más allá de lo que fue una vez el jardín de la granja, estaba el auto, grande y viejo, en el que Dennis había llegado. La capota estaba baja ahora y las cortinas habían desaparecido.

En el volante, con una terrible majestad, desdeñando toda humana emoción, se sentaba una figura en forma de barril, con un impermeable y un hongo abollado. Como una concesión hecha por un dios olímpico, esa figura fumaba un cigarro.

—Dijo —añadió la muchacha con la voz vacilante— que ya que no tenía nada que hacer él nos llevaría de vuelta.

Entonces Dafne corrió, como para borrar lo que había sido dicho.

—Él dice que es un gran chofer, el mejor del mundo. Dice que ganó el Gran Premio en una carrera de autos en 1903; y podría mostrarme la medalla, si una cabra no la hubiera comido. Dice…

Dafne hizo una pausa. Dennis Foster, aquel joven tan tranquilo, se había vuelto súbitamente y la había tornado de los hombros.

—Usted es real —dijo Dennis, apretando los dedos—. Usted es real.

—Sí, soy real —dijo Dafne sonriendo. Sus ojos grises lo miraron fijamente, como lo habían hecho en otra oportunidad—. Y creo que entiendo por qué dice usted esto. ¿Quiere decirme por qué, por favor?

Tomándola siempre de los hombros, Dennis miró hacia atrás. Vio la granja, hecha de piedra y todavía fantasmal, contra un crepúsculo purpúreo. Vio el matorral que ocultaba el muñeco de madera. Vio otros muñecos, débilmente visibles a través de las ventanas; y, súbitamente, recordó el teatro Granada. Pasó mucho tiempo antes de que Dennis contestara.

—¡Farsa! —dijo.

— FIN —