20

Así permanecieron los dos hombres, con el cadáver colgado entre ellos.

Un trueno, que estalló sobre la casa y la sacudió, hizo vibrar hasta las paredes del sótano. Ahogó unas palabras que se pronunciaron después. Pero Dennis Foster, con los dedos de Sir Henry Merrivale clavados en su hombro para impedirle moverse, no hubiera oído de todos modos.

Ni tampoco se hubiera movido.

Tal vez, se dijo después, con todo lo que había visto y oído sin entender, no debiera haberse estado tan mudo. Pero así fue. A veinte pasos de ellos, moviéndose de lado como para ver mejor a Bruce, se hallaba el hombre que ellos buscaban.

Bewlay estaba un poco blando y gordo, a causa de los años de buena vida, un poco sobrecargado con su santidad y su caballerosidad; permanecía con los pulgares en los bolsillos del chaleco, en su sobrio traje gris. Bewlay, con su fuerte cara y mentón hendido, los bellos ojos bajo oscuras cejas, los cabellos grises y la agradable sonrisa, inspiraba confianza y respeto.

Y Bewlay ahora, con juvenil ímpetu, reaparecía ante aquellos ojos.

Su voz se hizo aguda.

—¿Oyó lo que dije? —preguntó y el orgullo de su voz era un orgullo de conquista—. Yo soy Roger Bewlay.

—Sí —dijo Bruce sin moverse—, ya lo sé.

—¿Qué quiere decir?

—Digo que sé que usted es él —respondió Bruce—. Lo sé desde anoche.

—¡Usted sabía —dijo el otro—, usted sabia! Su voz estaba tan llena de desprecio que casi se reía.

—Reconozcámoslo, Ransom —dijo agradablemente— usted y yo nos odiamos a muerte desde el primer momento en que nos vimos. Tenemos muchas cosas que arreglar entre nosotros. ¿No le parece?

—¡Por Dios, sí!

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo —dijo Bruce. Y, en verdad el odio entre estos dos hombres era una fuerza que podía sentirse. Bruce avanzó un paso, elevando un poco la voz—: ¿Tiene usted idea de quién soy yo?

—Temo que no. ¿Debería tenerla?

No pudieron ver la cara de Bruce. Vieron sólo la espalda de su traje marrón y su cabello. Bruce habló con el mismo tono lento y reprimido.

—No creo que usted recuerde —dijo— a una mujer llamada Elizabeth Mosnar. Fue una de sus víctimas. Tómese tiempo y deletree «Mosnar» al revés.

—¿Por qué debo hacerlo?

—Está bien —dijo Bruce— yo lo haré por usted. «Mosnar» al revés se lee R-a-n-s-o…

Los relámpagos, como un deslumbramiento blanco cegaron las dos ventanas y momentáneamente hicieron palidecer la luz de la linterna. El trueno resonó con la última letra que Bruce deletreó. Pero no fue necesario que oyeran.

—Sí —asintió Bruce—. Mosnar es mi verdadero nombre.

—Un nombre tonto —dijo Roger Bewlay, y rió.

—De acuerdo —dijo Bruce—, no quedaría bien en letreros luminosos.

Sin cambiar de tono Bruce prosiguió:

—Usted creyó que era muy gracioso que ella tuviera tendencias «artísticas». Usted creyó que era gracioso que ella llorara cuando oía música. Tal vez usted pensó que era gracioso matarla, y ponerla… donde la puso, cuando consiguió el poco dinero que ella tenía. Era mi hermana.

Bruce hizo una pausa.

—No pretendo ser un hermano perfecto. ¡Oh, no! Estaba demasiado preocupado con mi propia carrera, y en abrirme camino, para preocuparme por la pobre Bet. Hasta cuando la policía me pidió, allá en el 34, que fuera a aquella casa de Denham que estaban registrando, un viajecito al Oeste —súbitamente Bruce levantó ambos puños y los golpeó contra la frente como para castigarse—, lo pospuse, lo pospuse por una semana, porque tenía el papel principal en una pequeña compañía.

»Pero ahora soy más viejo —dijo Bruce— y tengo miedo a veces.

Roger Bewlay alias Jonathan Herbert estaba realmente fascinado.

Su rápida, vigilante, absorta mirada, no se separaba de Bruce. Sus oscuras cejas estaban arqueadas. Seguía sonriendo.

Bruce estalló, furioso:

—Cuando usted me envió su obra…

—¡Ah!

—Supe que era usted. Lo supe por el relato del segundo asesinato. El asesinato de mi hermana.

—¡Ah!

—Yo iba a atraparlo. ¡Por Dios, que iba a atraparlo! Mi primera idea fue venir aquí a investigar. Entonces Beryl West me dio una idea mejor. Fingir que yo era usted, y hacer que usted se traicionara.

—Cosa que usted no hizo —dijo Bewlay, no sin complacencia. Otra vez metió los pulgares en los bolsillos del chaleco, convirtiéndose en el vivo retrato de un afortunado hombre de negocios—. Cosa que usted no hizo. Y que tampoco ha hecho la policía.

—Usted… —gritó Bruce, usando una palabra que pocas veces se usa en sociedad, buena o mala—. ¿No comprende usted que Sir Henry Merrivale lo ha identificado?

Bewlay sonrió y pareció interesado. Pero sus ojos se abrían, congestionados. No le había gustado aquella palabra.

—Siga, amigo —sugirió.

—El viejo Sir Henry Merrivale sabía dónde buscarlo, aún antes de llegar aquí. Él me preguntó una vez, como creo que preguntó a otros, qué habría hecho Bewlay cuando dejó de matar mujeres por dinero, hace once años. No comprendí entonces. Pero comprendo ahora, después que él me contó toda la historia, anoche.

»Su carrera de asesino había concluido. La policía estaba detrás de usted. Usted mató a una muchacha llamada Andrée Cooper…

—Andrée —repitió Bewlay frotándose las manos mientras sus ojos recorrían lentamente el cuarto—. Usted trae viejos recuerdos…

—¿De veras?

—No he pensado en Andrée durante años. No, eso no cierto. Digamos durante meses. ¡Meses!

Y sus ojos se movieron rápidamente hacia Dafne, que yacía junto a la pared.

Bruce saltó hacia adelante.

—Déjela —dijo Bewlay—, mí querida muchacha no está realmente herida. Es mejor dejarla fuera de esto, hasta que usted y yo arreglemos cuentas. —Sus ojos denotaban ansiedad—. Vamos, querido amigo, cuénteme más cosas acerca de mí.

—Usted descubrió, después de temer a las mujeres la mitad de su vida —cuando Bruce dijo esto los ojos de Bewlay cambiaron—, que cualquier mujer… es decir, cualquier mujer estúpida era suya en cuanto usted se lo pidiera… No tenía necesidad de matarlas, ¿verdad?, por un poco de dinero. No era expeditivo y podían colgarlo. ¿Qué podía hacer? Pues, casarse con una mujer rica.

»Eso hizo. Recuerdo haber dicho a mis amigos que usted era vulgar y que deseaba ser un hidalgo campesino. Su mujer tenía todo el dinero. Consiguió una finca, muchas hectáreas y una mujer rica.

Bewlay miró a su alrededor otra vez con gran complacencia. Sonrió.

—Usted pretende ser de edad madura —dijo Bruce— y eso es parte de su juego. Y puede hacerlo porque encaneció prematuramente. Pero nadie que lo vea junto a su mujer —que lo vea por un minuto— puede dejar de notar que su cara es mucho más joven que la de ella, aún cuando su mujer tiene sólo cuarenta y ocho años.

»Y usted se sobrepasó, ¡Dios, usted se sobrepasó! en algo más. Cuando usted hablaba de mí, no podía dejar de hacer alusiones a los actores o a la escena. Si yo hubiera sido mejor psicólogo, lo habría visto. Lo que es más, después de un discursito que di sobre la facilidad de estrangular, usted dijo a todo el mundo que era la cosa más diabólica que había oído desde que vio a Richard Mansfield en El hombre y la bestia.

»Mansfield dio esa obra en el Lyceum, en el 88. Ni un niño hubiera creído que usted tenía setenta años. Pero yo, muy tonto, me lo creí.

»Usted se equivocó otra vez lamentablemente la primera noche que Sir Henry Merrivale llegó a Aldebridge. El bar de El Faisán Dorado ¿recuerda? Chittering dijo que había visto una nota en el diario diciendo que Bruce Ransom iba a hacer una obra acerca de Bewlay. Usted dijo: Él no puede hacer una obra si no tiene el manuscrito.

»Puedo probar, y también puede hacerlo Dennis Foster, que el robo de ese manuscrito era un secreto. Ni una palabra en los diarios. Todos juraron guardar secreto. Pero Bewlay lo sabía —Bruce lanzó las palabras— porque yo había escrito al autor diciendo que debería haber cambios, pero que enviaba el manuscrito a Ethel Whitman para que lo copiaran.

»Bewlay lo sabía. Bewlay se alarmó. Bewlay fue a aquella oficina y se apoderó del manuscrito. Creía que estaba completo, mientras que…

Ambos hombres se movían ahora en puntas de pie. El farol lanzaba sus grandes y deformadas sombras contra las paredes y el suelo.

—Yo no supe nada de esto —dijo Bruce.

—¡Qué pena! —dijo Bewlay.

—Porque yo era un paria. A mí me tiraban todas las piedras. Ni siquiera sabía que Dafne no era verdaderamente hija suya, aunque Chittering o cualquier chismoso me lo podría haber dicho. Me incliné ante usted. Me humillé ante usted. Hasta le permití que me abofeteara…

—Fue un placer, se lo aseguro.

El odio brillaba ahora más vivamente que el farol, y más espeso que el tumulto de la tormenta afuera de la casa. Silbaba, como las gotas que se deslizaban dentro de las ventanas.

—Gracioso, ¿verdad? —preguntó Bruce—. Es gracioso. Mientras yo quería pescarlo, la gente creía que usted quería pescarme a mí.

—Tenía gran habilidad —dijo Bewlay muy seriamente— para disponer las cosas de esa manera.

—¿De veras?

—Sí.

¿Hizo usted, por ejemplo, que Dafne sacara su máquina de escribir portátil —así les dije a mis amigos anoche— y me la prestara? ¿Que la máquina en la que se escribió la obra haya estado en mi cuarto todo el tiempo?

No hubo respuesta.

—En cuanto a Dafne…

—¿Qué?

—¿Dispuso usted —preguntó Bruce— que Dafne se enamorara de mí?

Por fin Bruce había dicho algo que transformó la sonrisa de su compañero. Que hizo que sus dedos se encogieran, y que su cara y sus ojos cambiaran como en una pantalla.

—Yo no podía adivinar —dijo Bruce— por qué usted se pegaba a Dafne de esa manera. Por qué le tomaba usted las manos y respiraba sobre su cuello. Por qué mi aparición en escena le hizo tanto efecto.

»Usted se casó con la madre de Dafne hace diez años. Vio que Dafne crecía y se convertía… en lo que es. Usted la desea: se le ha metido dentro. Usted se atreve a tratarla más que como a una hija, porque podría hacer peligrar su cómoda vida. Pero la desea. La desea. La desea.

Una fuerte ráfaga entró por las ventanas rotas, lanzando gotas de lluvia adentro. Hizo que el cuerpo de Mildred Lyons, con la polvorienta bufanda que cubría su cabeza y su vestido de fantasía se balanceara de derecha a izquierda, en medio de grotescas y movientes sombras, a través de las paredes y del techo.

—Yo debía saberlo —dijo Bruce.

—¿Usted sabía? —repitió Bewlay rudamente. Su pecho se levantó. Tuvo que aclararse la garganta. Sus ojos, llenos de brillo, estaban fijos en Bruce.

—Lo que me espanta —dijo Bruce con una especie de horror— es que, en lo más hondo, soy un maldito egoísta como usted. Nunca he matado. Nunca he deseado herir a alguien, aunque eso es lo que siempre hago, sin buscarlo, con la gente que me quiere. Deseo hacer el bien, y nunca voy con ello a ninguna parte. Pero puedo entender lo que sucede en su mente extraviada.

—¿Extraviada, dijo?

—Usted la desea. La desea. La desea…

—¡Basta!

—Después la mataría, como mató a Andrée Cooper.

—En cuanto a eso —dijo Bewlay— tiene usted razón.

Y su mano derecha se movió hacia el bolsillo de la cadera.

Volvió a salir y se extendió lo bastante como para mostrar que el puño escondía algo, entre la palma y la manga. Era un delgado mango, el mango de un gran cuchillo. Oprimió un botón y la hoja se abrió.

—Esas cuentas que usted quería arreglar… —sugirió.

—¡Venga! —dijo Bruce.

—¿No le tiene miedo al cuchillo?

—¡Venga! —gritó Bruce.

Bruce estaba furioso, enloquecido. Los oyentes se dieron cuenta de ello por la manera en que movió las manos y los hombros. Bewlay comenzó a moverse de lado, muy, muy lentamente, arrastrando los zapatos sobre el suelo. Junto a la puerta opuesta, Dafne Herbert súbitamente se movió y gimió.

Si Dafne se levantaba en este momento…

Dennis Foster saltó hacia adelante. La pesada mano de Sir Henry Merrivale agarró su hombro y, sorprendentemente, Beryl asió su otro brazo. En una primera mirada, Dennis no hubiera reconocido a la imaginativa, desdeñosa Beryl. Toda el alma de ella, mientras movía su cuerpo de derecha a izquierda, parecía concentrada en enviar un mensaje telepático a Bruce.

—¡Atrápalo —parecía decir—, atrápalo, atrápalo!

La voz de Bewlay resonó en aquel recinto de piedra.

—Cuando yo era muchacho —dijo, moviéndose unas pocas pulgadas de costado— era muy hábil para manejar esto. —Sostuvo el cuchillo abierto: la hoja brilló a la luz del farol. Quiero ver si no me he olvidado.

—Venga —dijo Bruce—. ¿Qué lo detiene?

—Tengo tiempo —dijo Bewlay, mientras su aliento silbaba en sus narices—. Dígame algo más acerca de usted.

—¿De qué diablos habla?

—¿Tenía usted siquiera idea de que era un peligro para mí?

—Le di algunos malos ratos, ¿verdad?

—No, que yo sepa.

—Usted sabía que yo era Bruce Ransom. Adivinó que yo buscaba a Bewlay. No creía que yo supiera quien había mandado la obra, pero no estaba seguro de ello. Yo no podía probar con esa obra que usted era culpable de asesinato. Pero podía trastornar su tranquila vida. Se quedó preocupado cuando fue a delatarme a la policía y se le rieron en la cara; eso podía ser una trampa que la policía le tendiese. Pero su vanidad lo ayudó muy bien. La primera vez que se equivocó fue ayer por la mañana.

—¿Por qué ayer?

Bewlay se aproximaba de costado ahora.

—Cuando usted y la señora de Herbert y Dafne regresaron de Londres por la tarde… ¿Recuerda?

—Tal vez. Dígame.

Dio otro paso hacia adelante.

—Dafne corrió a La Bota de Cuero para verme. Usted la siguió en el autómovil de Dafne. Era la primera vez que usted estaba en mi cuarto. Oyó que mi representación de Bewlay era, aparentemente, una broma, y se enteró de que yo no sospechaba de usted. Se sintió tan aliviado, tan terriblemente aliviado, que hizo disparates y me lanzó uno a la cara. Pero, en unos minutos, todo cambió.

Porque, sobre mi escritorio, vio su máquina de escribir portátil, con su nombre grabado.

»Y no fue eso solamente. El cajón del escritorio estaba abierto. Dentro había páginas del manuscrito original. Quedó tan petrificado que Dafne tuvo que hablarle dos veces antes de que reaccionara.

—Muy hábil de su parte —dijo Bewlay.

Y dio un paso más adelante.

—No fue hábil.

—¿No?

—Sólo lo vi, cuando el viejo de los lentes me lo hizo ver. Yo ni siquiera había sacado todavía la tapa de la máquina. Las dos únicas cartas que he escrito, mientras he estado aquí, una a Beryl West y la otra a Mildred Lyons, estaban escritas a mano. Pero sólo tuve que escribir un par de líneas en aquella máquina y compararlas con las páginas del cajón para descubrir quién había escrito la obra.

»Eso lo enfermó a usted. Pero ya estaba enfermo. Porque, en el camino a La Bota de Cuero, usted mató a Mildred Lyons…

Cuidado —gritó alguien, con voz aguda y estremecida. Y Bruce despertó, en el momento en que Bewlay saltaba.

Bruce, indudablemente, había esperado un golpe de arriba, una puñalada como un relámpago. Lo que siguió casi terminó con él. La hoja de cinco pulgadas, afilada hasta cortar un pelo, subió en un golpe bajo, que le hubiera abierto el estómago.

Los que estaban en la puerta no pudieron ver lo que pasaba. Un movimiento de ojos debía haber trasmitido la dirección del cuchillo. Oyeron que una tela se desgarraba, en el mismo instante en que Bruce saltaba hacia atrás y, con todo su peso, dejaba caer su puño izquierdo.

El golpe, con todo el peso de los hombros, fue terrible. Dio a Roger Bewlay entre los ojos, y lo lanzó seis pasos hacia atrás, hasta golpear con la figura colgante, que quedó en movimiento, ferozmente, cuando Bewlay la tocó.

Con el mismo movimiento, Bruce se precipitó tras de él. Pero, ni por un segundo Bewlay perdió pie. Esperaba, sonriente y alerta, con una mancha rojiza que se extendía por la piel alrededor de los ojos y en la frente. La mano que tenía el cuchillo se deslizó, traidora e incalculable. Bruce cometió el error de querer agarrar la muñeca cuando el cuchillo se elevó de nuevo. Sus dedos se deslizaron: Bruce mismo trastabilló al tener que retroceder, y su puño derecho rozó sin tocar la cabeza de Bewlay.

Bewlay rió.

Después, los dos retrocedieron, cobrando aliento. Ambos comenzaron a moverse, con pequeños pasos que arañaban el suelo, alrededor de la figura colgada. Bewlay dio un paso hacia la izquierda, y Bruce también dio un paso hacia la izquierda. Otra vez Bewlay a la izquierda, y otra vez Bruce hacia la izquierda.

Cinco segundos, diez segundos, quince segundos …

Los oyentes podían ahora ver el rostro de Bruce, con los ojos brillantes. Había una grotesca abertura vertical en su chaleco, que iba desde el abdomen hasta el esternón, y por el cual salía la camisa. La mano de Bruce se cerraba sobre la abertura, como si fuera una herida.

Su voz se elevó.

—¿Es usted un maldito nativo, acaso? Tire ese cuchillo y…

—Ah, ¿tiene miedo? Lo sabía.

—Venga —dijo Bruce—. No, espere. Creo que yo iré a su encuentro.

Entonces fue Bruce quien se movió hacia adelante, entre grandes sombras circulares. Movía la cabeza a la izquierda y a la derecha. Sus codos estaban doblados y sus dedos abiertos parecían tentáculos.

—Usted decía —dijo Bewlay sin aliento— algo sobre Mildred Lyons.

—¿Qué quiere? ¿Tomarme desprevenido otra vez?

—¡Como si pudiera! Despacio… no se lance ahora.

—No lo hago.

—¿Mildred Lyons?

Ésta es Mildred Lyons —contestó Bruce. Se detuvo frente al cadáver cubierto, tomó una pierna y lo detuvo—. Ella era su cómplice y usted la mató. La policía está enterada del falso crimen de Torquay.

Bewlay se detuvo, inmóvil.

—¡Eso es mentira!

—¿De veras? Entonces, ¿cómo lo sé yo?

—Mildred Lyons…

—Ella leyó también la obra. Me fue a ver al teatro Granada y admitió que lo conocía. Vino ayer a verme y a identificarlo, y viajó en el mismo tren en que vinieron Dennis Foster y Beryl West. Pero quedó detrás de ellos en Seacrest Halt. Ella también estaba alarmada y no quería ver a nadie ni hablar con nadie. ¿Le he dicho algo que le interesa ahora?

—No, no creo.

Pero la hoja del cuchillo había dejado de brillar en el aire. Bruce lo advirtió.

—Mis amigos se encontraron con otras personas: con Sir Henry Merrivale, con el Inspector Masters —aquí la hoja hizo un feroz movimiento— y con un aficionado al golf llamado MacFergus. Todas esas personas quedaron allí durante un largo rato. De esta suerte, Mildred Lyons pudo deslizarse por el camino en dirección a Aldebridge, a lo largo de un sendero por el que pudo atravesar el campo de golf, en dirección a La Bota de Cuero, sin ser vista. Entretanto, en Aldebridge, usted se metió en el autómovil de Dafne…

—¡Eso es mentira!

—Eso lo dice usted.

—¿Y qué, si lo hubiera hecho?

—Y —dijo Bruce con los ojos más y más fijos— usted recorrió el camino que pasa frente a La Bota de Cuero. En el camino, cuando ya oscurecía, vio a Mildred Lyons que atravesaba el campo de golf.

»Ustedes dos estaban allí solos. Usted detuvo el automóvil y bajó. La esperó. La atrapó —el ademán de cuervo de Bruce describió el hecho—, ¿dónde?

»No en la playa, como pensé. La playa tiene sólo grava y guijarros. Hay un poco de arena gruesa en la playa, pero no la fina arena que había en la cara de Mildred. Sí, y que quedó en mi pañuelo después que le limpié la cara. ¿Dónde se encuentra esa arena fina? Es la arena de un montículo de un campo de golf. ¡Mire los ojos!

Se irguió y quitó la bufanda de la cabeza de la mujer muerta.

Cuando Bruce comenzó a hacer girar el cuerpo de la muerta, Beryl dio un pequeño grito. Dennis Foster apoyó la cabeza de la joven contra su pecho y ocultó su cara. Horace Chittering, detrás de ellos dos, estaba sin habla.

—Usted puso el cuerpo de Mildred —siguió diciendo la voz de Bruce— en el asiento trasero del autómovil. Llegó así hasta La Bota de Cuero. Y plantó a la infeliz en mi cuarto… ¿Qué más? Yo había ido a nadar, y usted pudo verme en la playa. Pero cometió un error. ¿O fue sólo mala suerte?

—La suerte —dijo Bewlay—, la suerte.

Bruce se adelantaba, con la mano a la espalda.

—La cara estaba llena de arena húmeda, ¿recuerda?

—¿De veras?

—Yo la limpié. Puedo jurar, y también puede jurar Dennis Foster, que la cara de esta mujer estaba completamente limpia cuando la pusimos… ¿dónde?

Marchó más hacia adelante, pero el cuchillo se movía de nuevo.

—¡Dígame lo que ya sé! ¡Dígame lo que ya sé!

—La puse en el mismo maldito autómovil en que la habían llevado allí. Pero ésa fue su perdición.

—¿De veras?

—Yo advertí vagamente, y Dennis también lo advirtió, según dice el Viejo Maestro, que había una costra de arena sobre el cuero rojo de la tapicería, con la forma de la frente y la mejilla de Mildred Lyons. Esa costra no podía haberse formado en aquel momento. Esa costra se formó cuando usted llegó al hotel, con el cuerpo muerto dentro del autómovil.

Un paso más adelante.

Por el rabillo del ojo Dennis vio el movimiento de un género floreado y de un abrigo arrugados. Dafne, deslumbrada y muy mareada, se había puesto de rodillas entre la arenisca y el agua. Trataba de incorporarse apoyándose en la tosca pared de piedra.

No vio a Roger Bewlay ni a Bruce Ransom, más de lo que ellos la vieron a ella. Sus voces resonaban ahora con fuerza inhumana. Y esto era, comprendieron los oyentes, porque la tormenta había amainado. En aquel pozo de piedra las palabras parecían atacar.

—¿Usted las mató, verdad? —demandó Bruce.

—¿A quiénes maté?

—A mi hermana. Y a esas otras mujeres. ¿Me tiene tanto miedo que no se atreve a admitirlo?

—¿Miedo de usted? —dijo Bewlay—. Sí, las maté. ¿Y qué? Nunca podrá probarlo porque no sabe lo que hice con ellas.

—¿Oh, no? —gritó Bruce—. Por eso la justicia es poética. Están escondidas en…

Bruce se adelantó y arrojó algo que pareció una sombra negra a la luz de farol. Era la polvorienta bufanda que había ocultado la cabeza de la mujer muerta: La lanzó directamente a la cara y a la cabeza de Bewlay.

Hubiera sido lo mismo tratar de burlar a una serpiente. Bruce sólo ganó un segundo de tiempo. La mano izquierda de Bewlay rechazó la bufanda. Con su mano derecha lanzó una puñalada hacia las costillas de Bruce. El brazo izquierdo de éste descendió, rígido como el acero, y como una tenaza, se apoderó del brazo de Bewlay, entre el codo y la muñeca.

Después se oyeron tres ruidos distintos, mientras Bruce se aproximaba: una derecha a la mandíbula; una izquierda baja, al cuerpo y otra derecha a la mandíbula.

—¡Lo tengo —dijo Bruce sin aliento—, lo tengo!

Pero no era así.

Alguien —debió de haber sido Chittering— lanzó un desesperado juramento. Roger Bewlay retrocedió. Cayó pesadamente muy cerca de donde había caído su cuchillo. Pateó, dio un rugido y se puso de pie como un gato de goma. El cuchillo se movía todavía. Aunque sin aliento, Bewlay rió.

En este momento Sir Henry Merrivale golpeando a Dennis en el hombro y haciéndole una seña, penetró en el cuarto. Dennis lo siguió.

—Ya es suficiente, hijo —dijo Sir Henry Merrivale dirigiéndose a Bewlay—. Es mejor que guarde ese cuchillo, o los tres tendremos que sentarnos sobre su cabeza.

Bruce Ransom se volvió, furioso.

—Atrás —rugió—; éste es asunto mío. Atrás. ¿No habrá nada que derribe a este canalla?

—Nada —dijo Bewlay.

Había retrocedido, en círculo, hasta quedar apoyado contra la puerta de la habitación más pequeña. Sonreía con dificultad después de los golpes en la mandíbula. Su barbilla estaba cortada, igual que los nudillos de Bruce. Su cara tenía extraños colores a la luz amarillenta del farol: la oscuridad alrededor de los ojos y en la frente producía el efecto de un antifaz.

Estaba a tres pies de distancia de Dafne Herbert, pero no la vio.

—¿Derribarme? —dijo.

—¿Quiere continuar? —sugirió Bruce suavemente.

—Claro que quiero.

—¡Atrás! —rugió Sir Henry Merrivale—. Le digo que…

—Lo siento, maestro. Es un asunto personal.

—Esta vez —dijo Bewlay— lo heriré en la cara. Se lo prevengo.

El cuchillo brilló. Bewlay miró a un costado y vio a Dafne.

Todo movimiento, hasta el de las respiraciones, parecía haberse detenido en aquel cuarto. Sir Henry Merrivale y Dennis, que habían avanzado a los lados de Bruce, se detuvieron donde estaban. El tumulto de la tormenta había disminuido hasta convertirse en un leve rumor.

—Mi querida —dijo Roger Bewlay.

Su expresión, mientras se dirigía hacia la aterrorizada Dafne, era conmovedora y tierna. Su estatura pareció crecer. Del padre indulgente, como una imagen que surge de otra, emergió brevemente el antiguo, simpático y conquistador Bewlay de hacía doce años.

—He decidido irme —dijo—. Lo decidí antes de venir aquí, esta tarde. Nuevos lugares, nuevos papeles; ¿deberé decir nuevos placeres? ¿Vienes conmigo, naturalmente?

—¿Ir con usted? —dijo Bruce con los ojos muy abiertos—. ¿Ir con usted? Pero si ha sido ella quien tendió esta trampa.

—Despacio —dijo Sir Henry Merrivale.

Pero el daño estaba hecho.

—¿Qué… dice?

Dafne, con el cabello castaño dorado sobre los hombros, con el vestido y el abrigo manchados, se apoyaba pesadamente contra la pared, como si quisiera atravesarla. Sus ojos grises estaban todavía nublados, pero su pecho se alzaba y bajaba convulsivamente. Roger Bewlay se apoderó de una de sus manos; con infinita suavidad la acariciaba con la mano con que apretaba el cuchillo.

—Escuche, amigo asesino —dijo Bruce Ransom ciego de ira—. Dafne nunca ha estado enamorada de mí, aunque ella no lo supiera, y yo no lo supiera tampoco hasta que… De todos modos, su carrera ha concluido. Dafne tuvo miedo de que usted pasara otro día en la casa, con su madre. Aquella nota, en la que decía que me amaba, fue sólo parte de la trampa para que usted viniera aquí. ¿Entiende ahora?

—Entiendo —dijo Bewlay.

Su cuchillo brilló por última vez.

Por última vez, porque mientras hablaba, un brazo emergió de la oscura puerta detrás de él y se enroscó fácilmente a su cuello. Otra mano se apoderó expertamente de la muñeca de Bewlay y le dobló el brazo en tal forma que su boca se torció y el cuchillo cayó sobre las piedras.

Bewlay fue arrastrado rudamente a través de la puerta por dos gendarmes. El Inspector Masters apareció, seguido por un hombre vestido con el uniforme de Inspector.

—Hum —dijo Masters, evitando las miradas de Sir Henry Merrivale—. Temo que hemos llegado un poco tarde.

—Sí —dijo Sir Henry Merrivale con una voz estremecedora—. ¿Tiene usted miedo de llegar tarde? ¿Tiene usted miedo de llegar tarde, eh?

—Siga poniendo el dedo en la llaga, señor —rugió Masters, contagiado de la locura general—. Nos perdimos. Esta tormenta ha hecho desaparecer la mitad de los caminos. Nunca me gustó esta casa de locos, de todos modos. Y ya no es necesaria. —Hizo una pausa—. Hemos recibido una llamada telefónica desde Crowborough.

Sir Henry Merrivale dejó caer las manos a los costados.

—Crowborough —repitió—. ¿Sí? ¿Ángela Phipps?

—Sí, señor. Es sólo un… —Masters miró rápidamente a Dafne y tosió—. De todos modos hemos llamado al médico patólogo para que vea lo que ha quedado.

—¿Donde yo dije?

—Sí. Exactamente donde usted dijo.

Sir Henry Merrivale exhaló un profundo suspiro y se volvió. Se sacó el sombrero. Por su cara maliciosa pasó una sombra de alivio que iba a hacerse expresivo verbalmente con tantos vituperios, tal torrente de profanaciones y viles obscenidades, que no hubieran sido igualadas por ningún desbocado. Pero aún no. Aún no.

Tocó el brazo de Dennis.

—Hijo —dijo Sir Henry Merrivale gentilmente—, esta tarde usted ha insistido en una pregunta. Y yo no podía contestarle (¡Dios me valga!), no podía, porque tal vez sólo fuera una presunción mía. La pregunta era: ¿Qué cosa interesante había en la bata de Bruce?

—¿Y? —dijo Dennis.

Beryl empezó a reír, un poco agitadamente, y se contuvo; entró después suavemente en el cuarto y se detuvo al lado de Bruce.

—¿Recuerda usted —preguntó Sir Henry Merrivale— dónde estaba la bata?

—¿Dónde estaba? En un rincón del asiento, donde Bruce la había tirado.

—Hum. ¿Y recuerda qué salía, muy claramente, del bolsillo de la bata?

—Un pañuelo —gritó Beryl antes de que Dennis pudiera contestar—. El pañuelo de Bruce, lleno de arena fina.

Sir Henry Merrivale asintió, y nuevamente exhaló un profundo suspiro.

—Así es. Donald MacFergus acababa de pronunciar un discurso demostrando que no es posible enterrar un cuerpo en un campo de golf sin dejar huellas de cavar, o de romper, o de pisar. Fue eso de pisar lo que me dio la idea. Porque hay un lugar…

»Se puede enterrar un cuerpo en la tierra, a tres o cuatro pies, debajo de la fina capa de arena en un montículo. Y diez mil golfistas pueden pisar esa arena, porque está allí para ser pisada, y podrían jurar que el campo no ha sido tocado. Y nunca nadie lo sabría.

Del oscuro cuartito adjunto, donde cierta persona estaba en poder de los gendarmes, salió un solo grito, inhumano, aterrorizante. Roger Bewlay no sonreiría más.