19

Por la voz de Sir Henry Merrivale, iracunda, pero tan llena de sorpresa, Dennis comprendió que él no esperaba eso.

—¿Qué demonios —dijo Sir Henry Merrivale apagando la linterna— hace usted aquí?

Reírse ligeramente, adoptar un aire de indiferencia, mientras se está suspendido en el aire, mientras alguien lo está estrangulando, es tarea harto difícil. El señor Chittering, con su sobretodo azul marino y su hongo puestos, tosió tanto como la estranguladora corbata se lo permitía.

—Para no pretender demasiado —dijo, con la barbilla como Vitelio con la espada debajo—, y debido a una concatenación de circunstancias, que el candor tanto como la franqueza me compelen a admitir, yo estaba… escuchando.

La cara de Sir Henry Merrivale enrojeció.

—¿Usted escuchaba, realmente?

—Temo que sí. ¡Querido amigo, por favor suelte mi corbata!

Dennis miró a Sir Henry Merrivale, y Sir Henry Merrivale asintió. Dennis soltó al prisionero, quien tosió de nuevo.

—¡Vamos, hijo! ¡Trepe por esa ventana!

Chittering miró los trozos de vidrio en la parte de abajo del marco de la ventana.

—Temo que…

—Está bien, entonces. Dé la vuelta por la puerta principal. Pero, por el amor de Esaú, trate de que nadie lo vea.

Beryl se había deslizado de la mesa hasta ponerse de pie. Todos se miraron entre sí, hasta que Chittering entró, nerviosamente, por el pasaje. Aun en la penumbra, su cara, con sus ojitos salientes y su naricita de botón, parecía llena de manchas rojas. Se sacó el sombrero, sacudió con mano temblorosa el agua que se había acumulado en el ala y volvió a colocárselo.

—¿Cuánto tiempo —dijo Sir Henry Merrivale poniendo la linterna en su bolsillo— ha estado usted aquí? —Es un hecho que…

—Vea, hijo, no tenemos tiempo para prosas del siglo XVIII ahora. ¿Cuánto tiempo ha estado usted aquí?

—Alrededor de tres cuartos de hora.

—¿Fue usted —Sir Henry Merrivale señaló al muñeco del soldado alemán— quien hizo funcionar esos muñecos? ¿Es ésa la idea que tiene de lo que debe ser una broma extremadamente graciosa?

—No —aseguró el otro con sorprendida sinceridad—. No. Es decir, en el fondo de esta casa encontré algo que parecía una campanilla. La utilicé. Me deslicé (perdonen, ésa es la palabra exacta) por el pasaje. Oí voces aquí; y vi una misteriosa campanilla al lado de cada puerta. Probé una y no pareció pasar nada. Me deslicé hacia atrás, y probé de nuevo, y volví a deslizarme.

—¿No tenía usted algún otro objeto?

—¡No, mi querido señor! Ninguno.

—¿Está seguro?

—Yo soy —confesó Chittering— de naturaleza un poco curiosa. Mi impulso natural es oprimir un timbre para ver qué sucede.

—Mi impulso —dijo Sir Henry Merrivale— es oprimir una nariz para ver qué ocurre. ¿Qué le hizo venir aquí hoy?

—El hecho es —replicó Chittering, palpando su corbata y moviendo curiosamente el cuello, como si sintiera la presión de una cuerda— que, en la avenida principal de Aldebridge, oí una sorprendente conversación. Fue una conversación entre el inspector Parks, ese hombre excelente y…

—¡Es bastante! —dijo Sir Henry Merrivale agudamente.

Sir Henry Merrivale, moviéndose tan suavemente como sus grandes pies y su gran cuerpo se lo permitían, fue hacia una de las ventanas del frente y miró a su alrededor. Su cigarro se había apagado hacía rato, y él lo lanzó en medio de la lluvia. Un trueno resonó mientras esperaban que hablara. La tormenta, que por un momento había amainado, retornaba ahora con toda su fuerza.

Finalmente Sir Henry Merrivale se volvió de nuevo.

—No sé —dijo, mirando pensativamente al recién llegado—, tal vez usted pueda sernos útil. ¿Cuánto oyó de lo que yo estaba diciendo?

—Señor —contestó Chittering—, oí todo.

—¿De veras?

—No me gusta este lugar —Chittering habló no sin cierta dignidad—. No deseaba venir. Pero no pude evitarlo. La curiosidad fue más fuerte que el miedo. Cuando oí su voz y estuve seguro de que era su voz, me mantuve muy cerca de ustedes. Yo… yo realmente no deseo encontrar asesinos en la vida privada. Sólo deseo encontrarlos en libros y en comedias.

—Hablando de obras —dijo Sir Henry Merrivale secamente—, querría que usted oyera dos palabras frente a estos dos —señaló a Beryl y Dennis— sobre una obra escrita por Roger Bewlay.

—Estoy a su disposición —dijo Chittering, pero su alto y carnoso cuerpo se endureció.

—¡La obra —murmuró Beryl—, esa espantosa, indecible, interesante, pegajosa obra que ha provocado todo el asunto! —Se dirigió a Sir Henry Merrivale—: ¿Sabe usted que, durante cierto tiempo Dennis y yo creíamos estar dentro de la obra y estarla viviendo?

—Eso no es tan sorprendente, ¿verdad? La obra fue inspirada por personas vivas.

—No. Creo que no. Pero, a Dios gracias, evitamos el final.

Los ojos de Sir Henry Merrivale se achicaron.

—¿Qué quiere usted decir, muchacha?

—¿No recuerda? El padre, en la obra, cree que el personaje central es realmente Bewlay y… De todos modos hemos detenido eso. El señor y la señora de Herbert buscan algo imposible. Y eso no puede suceder. No puede.

Después el tono de Beryl cambió.

Sir Henry Merrivale —dijo— ¿por qué escribió usted las iniciales de Bewlay sobre la mesa aquella noche en la taberna de Alf?

—Porque adiviné —contestó Sir Henry Merrivale— cuál era el juego de Bruce Ransom. Y por qué iba a Aldebridge.

Hubo un leve movimiento en el grupo, como si los músculos se pusieran tensos. Ninguno de ellos hubiera podido decir por qué.

Usted —Sir Henry Merrivale miró a Dennis— nos contó toda la historia de la obra y la planeada expedición de Ransom a Aldebridge. Confirma mi afirmación de hace un rato de que la obra había sido escrita probablemente por el mismo Bewlay. Confirma mi idea de que el crimen de Torquay fue una farsa preparada por Bewlay y Mildred Lyons.

»Unos días después, cuando Masters me envió el informe sobre la juventud de Bewlay —¡las retorcidas trampas legales de éste!— quedé convencido. Entretanto no tenemos nada, con excepción de la descorazonante novedad de que la única copia original de la obra ha sido robada. Por eso decidí, luego de reflexionar un poco más, ir a Aldebridge a echar una mano.

»Ya había fuertes indicios de dónde se podía encontrar a Bewlay. Y algo que oí en la taberna me dio la certeza. Pero, aun suponiendo que yo pudiera probar su identidad, ¿qué haría? Aquí es donde los planes de este cochino se me prenden a los pantalones como el arpón de Patrick Cairns. El único hecho que podría probar es el asesinato que él no cometió.

Sir Henry Merrivale olfateó, desesperadamente.

Se inclinó y cruzó las manos sobre el respaldo de la silla, y quedó mirándolas.

—No hay caso, ¿saben? A menos que pudiera pensar en una cosa más; una cosa más, según le dije a Masters, sería lo necesario. De alguna manera, de alguna manera, tenía que descubrir cómo Bewlay hizo desaparecer el cuerpo de sus verdaderas víctimas.

—Por segunda vez —urgió Dennis— ¿cómo los hizo desaparecer?

Sir Henry Merrivale levantó un rostro fatigado.

—Es gracioso, hijo. Su treta era casi tan ingeniosa como el falso asesinato. Tenía un sistema.

—¿Un sistema?

—Seguro. Siempre el mismo. Los asesinos en masa generalmente tienen un sistema. Era mi única esperanza.

—Otra cosa, si no quiere que todos nos volvamos locos: ¿qué hacía usted mirando la bata de Bruce?

—Supe —dijo Sir Henry Merrivale— cómo Bewlay hacía desaparecer los cuerpos.

—¿Supo usted eso —preguntó Beryl— sólo con mirar la bata de Bruce?

—Hum.

Beryl y Dennis cambiaron una mirada de sorpresa. Chittering, inmóvil, seguía sonriendo al vacío. Sir Henry Merrivale quedó silencioso un momento, con la cabeza baja, mirando una silla.

—Entretanto —prosiguió— tuve una conferencia con Bruce Ransom. Supe que él había salvado algunas sorprendentes páginas reveladoras del manuscrito original, junto con el papel de la casa de té que lo hizo sospechar que Bewlay estaba en Aldebridge. Él me contó esa parte del asunto.

»Ransom dijo que estaba a punto de abandonar todo. Era a fines de setiembre y él no podía esperar nada de nadie; y la gente estaba a punto de lincharlo. Dijo que la única cosa que le quedaba por hacer (y había sido demasiado orgulloso para hacerla antes, imaginándose que era un verdadero detective), era escribir a Mildred Lyons, y pedirle que viniera a identificar a Bewlay.

Sir Henry Merrivale levantó la cabeza, miró rápidamente a Beryl, y volvió a mirar al suelo.

—Yo no le dije que yo podía ya identificar a Bewlay. No le dije que era perder tiempo llamar a Mildred Lyons, porque ella era cómplice de Bewlay y no iba a delatar al canalla. Y me equivoqué. ¡Que me quemen en cuerpo y alma! —rugió Sir Henry Merrivale sacudiendo el puño en el aire—. ¡Me equivoqué tanto que me enferma pensarlo!

No adiviné el amargo odio que ella sentía por Bewlay. ¡Oh, no! Confíen en el Viejo. Pero me olvidé de Mildred Lyons hasta que fue demasiado tarde.

Y dejó caer la mano.

Beryl habló suavemente.

—Naturalmente —dijo— fue a Bruce a quien Mildred Lyons fue a ver aquella noche en el Granada.

Bruce lo reconoce.

Sir Henry Merrivale asintió sin responder.

—Mildred Lyons —siguió Beryl con creciente excitación— trabajaba en la casa de la calle de Bedford. Le entregaron la obra para que la copiara. Hasta… hasta después de los cambios hechos por Bruce, trataba de Bewlay, porque estaba escrita por Bewlay. Así, ella fue a ver a Bruce para saber si él conocía al autor. ¡Yo lo sabía! ¡Yo lo adiviné! ¡Se lo dije a Dennis ayer en el tren!

Otra vez Sir Henry Merrivale asintió.

—Me pregunto —dijo Beryl lentamente— si yo tenía razón en algo más.

—También me lo pregunto yo —dijo Sir Henry Merrivale—. Bruce Ransom, según dije, quería que la muchacha viniera a Aldebridge. Con esta idea fue a mi habitación en la posada de El Faisán Dorado, y le escribió desde allí.

—¿Tal vez sea significativo —Sir Henry Merrivale miró fijamente a Horace Chittering— que él no haya usado máquina de escribir?

—¿Es así? —preguntó Chittering—. Realmente no comprendo su idea.

—De todos modos —interpuso Dennis, dejando aquello de lado—, Bruce le escribió. Ella dijo que estaría aquí ayer. Bewlay la atrapó, y la tomó por el cuello y la ahogó en la playa…

—¡Oh, no! —dijo Sir Henry Merrivale secamente.

Debajo del suelo de la habitación —súbitos, fuertes, perentorios— se oyeron dos pesados golpes.

Dennis, cuyos nervios no estaban tan tranquilos como había imaginado, sintió que se le helaba la sangre. No estaban solos. Era como si la mujer muerta reclamara su atención. Chittering estaba tan pálido que las manchas rojas se distinguían en su cara, como una erupción.

—Ya está —dijo Sir Henry Merrivale con tono seco—. Es hora de que bajemos al sótano.

—¿Para qué?

—Tal vez para nada —dijo Sir Henry Merrivale—. Tal vez para un total fracaso. Por otro lado… —Sus ojos se fijaron en ellos—. Nos quedaremos donde estuvimos antes: a la entrada del sótano. Ninguno de ustedes debe moverse o hablar, vea lo que vea. ¿Entendido? —Sus oyentes estaban mudos—. ¿Entendido?

Todos asintieron.

Los dos golpes se repitieron, insistentes. Sir Henry Merrivale marchó hacia la puerta y al llegar a ella se volvió.

—Creo que es mejor que mencione algo, Algo que no he mencionado antes, ¿saben?

—¿Sí? (Dennis no pudo recordar más tarde quien habló).

—Su amigo Ransom —dijo Sir Henry Merrivale— es alguien más, además de la persona que suponemos que es.

Y abrió la puerta y se precipitó en el oscuro pasadizo.

Un relámpago iluminó brevemente el pasadizo, como un pálido latigazo de luz. La tormenta se quebró en un estrepitoso diluvio, que parecía herir el cielo y abrirlo como un tanque. Deteniéndose junto a la puerta del sótano, Sir Henry Merrivale enfrentó otra vez a los otros. Pero no fue necesario que señalara hacia abajo, o que indicara silencio.

En el espacio de las dos habitaciones del sótano había ahora luz. Penetraba débil y amarilla mientras miraban, y tocaba el pie de las escaleras, entre las paredes de piedra. Y se oían claramente algunas voces.

Una era la voz de Bruce Ransom.

La otra era la voz de Dafne Herbert. La voz de Dafne se elevó, angustiosa o provocadora.

—¡No, no, no!

—Mírala, Dafne —decía la voz de Bruce—. Es Mildred Lyons. Deja que quite la bufanda de su cabeza y podrás ver arena en sus ojos. Eso les pasa a las mujeres que…

—¡No! ¡Por favor, no!

Sir Henry Merrivale usted nos ha mentido —dijo Beryl West.

Dennis sintió que sus rodillas temblaban. La voz de Beryl era sólo un murmullo. Pero era un murmullo tan apasionado, tan ferozmente articulado, que su claridad hería como un gritó, Beryl permaneció de espaldas a la puerta del sótano, con sus manos agarradas a los postes, como si temiera caer.

—Usted nos mintió —el murmullo continuó. Un relámpago por la ventana trasera mostró sus labios negros, iluminó su rostro: los labios parecían negros, los ojos como sombreados con rimmel.

—Deliberadamente usted nos ha engañado. Bruce es Roger Bewlay. Es Roger Bewlay. Es…

—Salga del camino —murmuró Sir Henry Merrivale.

Beryl se apartó, dio un paso hacia atrás y casi cayó por las escaleras. Sir Henry Merrivale la agarró y la sostuvo. Luego Sir Henry Merrivale empezó a bajar y los otros lo siguieron.

Dos segundos más tarde, al pie de las escaleras, se hallaron frente a la más grande de las habitaciones del sótano.

Había un farol con una llama clara y fuerte sobre un cajón de madera junto a la puerta opuesta, que comunicaba con el cuarto pequeño. Iluminaba, entre las altas sombras, el techo bajo, cuyas oscurecidas paredes de piedra estaban manchadas con blancos agujeros de bala.

La llama amarillenta del farol mostraba también otros detalles que no se habían visto antes. Paja sobre el suelo, una pala rota y una rueda de tren abandonada. La lluvia, danzando en las ventanas del entresuelo, chorreaba en brillantes franjas a lo largo de las paredes y por el piso.

Lo que debió haber sido una muñeca, y todavía lo parecía con su vestido de fantasía, se balanceaba un poco, suspendida por el cuello desde una viga del techo, en medio del cuarto. Sus talones estaban a unos dos pies de distancia del suelo.

Bruce Ransom, sin sombrero, con un traje marrón, inmaculado con excepción de sus zapatos llenos de barro, estaba de pie a un lado de aquella figura, dando la espalda a los de la puerta.

Al otro lado de la figura, mirando más allá de ella y con las manos a la espalda, como si escondiera algo, estaba Dafne Herbert. Pudieron ver su cara claramente, la suave línea de su mejilla y la extraña, expectante, atenta mirada de sus ojos. Todo el cuerpo de Dafne estaba en tensión. Llevaba, sobre un vestido de verano, la misma ligera chaqueta de la noche anterior.

Dos voces resonaban en aquel cuarto de piedra.

—¡Ven aquí!

—¡No!

Bruce dio un paso hacia adelante y Dafne un paso hacía atrás. Pudieron oír los pasos, arrastrándose sobre un suelo áspero. Fue entonces que algo, quizás un resplandor por el rabillo del ojo, les llamó la atención y los hizo detenerse. Ambos se volvieron hacia la puerta opuesta, que comunicaba con la pequeña habitación.

En la puerta, blanco como la cera pero sonriente, estaba Jonathan Herbert.

Nadie habló, ni siquiera Herbert.

Estaba fuertemente iluminado por la luz del farol sobre el cajón junto a la puerta. Tenía las manos en los bolsillos de su impermeable, cuyo cuello estaba levantado. Sus ojos, normalmente agradables, brillaban bajo el ala de un sombrero blando mientras miraban, primero a Dafne, después a Bruce, y después a su alrededor.

Sobre un montón de paja cerca del cajón vio un impermeable, que posiblemente pertenecía a Bruce. De manera muy tranquila —exageradamente tranquila, como si estuviera en el club— el señor Herbert se sacó el impermeable, lo dobló y finalmente lo echó sobre el otro impermeable. Después dejó caer allí su sombrero.

Luego caminó rápidamente, con las manos en el bolsillo del pantalón.

Dafne rompió el silencio.

—¡Papá! —gritó y corrió hacia él con la mano extendida—. Papá, están tratando de decirme…

Entonces ocurrió una sorprendente transformación.

El señor Herbert no miraba a Dafne: miraba a Bruce. Su poderosa mano derecha y su brazo se movían de una manera maligna, como si quisiera quitar un obstáculo del camino. Golpeó a Dafne en el mentón y la lanzó lejos, mientras un grito de sorpresa subía a los labios de la joven. Pero Dafne no llegó a pronunciar aquel grito, porque su cabeza golpeó contra la pared de piedra. Cayó de costado entre el agua y la suciedad, y dio una vuelta. Pudieron ver sus ojos antes de que cayera.

El señor Herbert dio otro paso hacia adelante, sonriendo y mirando fijo a Bruce.

¡Idiota! —dijo claramente Jonathan Herbert—. Yo soy Roger Bewlay.