—Vengan arriba —dijo Sir Henry Merrivale después de una pausa. Su voz estaba apagada y era algo más que incierta—. Tenía que mostrárselo a ustedes. ¡Dios mío, tenía que hacerlo! Pero salgamos ahora de aquí.
Beryl no hizo comentarios. Marchó adelante, con sus pesados chanclos, mientras Sir Henry Merrivale indicaba el camino. Fue un alivio salir de aquel sótano maloliente, con su ruido y goteo de agua, aunque fuera para ir a las grotescas habitaciones de arriba.
Un feroz ademán de Sir Henry Merrivale indicó la habitación al frente de la casa, el cuarto donde habían entrado primero. El oficial alemán estaba todavía de pie detrás de la mesa, y se balanceaba cuando las ráfagas de viento soplaban contra la ventana detrás de él. Una vez más Sir Henry Merrivale siguió a Beryl y a Dennis y cerró la puerta.
—Se —dijo Sir Henry Merrivale mirándolos desde abajo de su abollado hongo— que Masters me dijo que no los trajera aquí. Tal vez tenía razón. Hay veces —vaciló— en que hasta el Viejo puede sentirse incómodo. Porque todavía no ha pasado nada desagradable. Lo desagradable no ha comenzado todavía.
—¿A qué llama usted exactamente —preguntó Dennis— algo desagradable?
—Ignoro —dijo Sir Henry Merrivale mirándolo de arriba abajo— cómo es un canalla que se oculta bajo los modales de la vieja escuela de la Armada. Lo que yo llamo desagradable, hijo, es lo que va a suceder.
—Si piensa usted en mí —dijo Beryl—, por favor, no me tenga en cuenta.
Como para mostrar su desdén por los espectros, la joven avanzó tranquilamente y se sentó en el borde de la mesa, con el muñeco apuntando por encima de su hombro. Cruzó las piernas de la misma manera casual. Pero su voz la traicionó.
—¿Fue Bruce —exclamó— quien colgó el cuerpo en lugar del muñeco?
—Hum. Así es.
—¿Inocentemente, claro está?
Sir Henry Merrivale mantuvo los ojos fijos en un rincón del suelo.
—¡Oh, seguramente! Torpe pero inocentemente. Como todas las acciones de Ransom. ¿No le parece?
Y con una feroz mueca, sin dar a Beryl tiempo para responder, se dirigió a Dennis:
—Y, en general, hijo, era verdad cuando Bruce dijo que iba a esconder el cuerpo en un lugar donde no lo verían, aunque estuvieran mirándolo. Él conocía la existencia, como todos los de aquí, esta Casa Loca.
»Toda esta zona, ¿sabe usted?, dista mucho de ser popular. Hay algo raro en ella. La gente no viene aquí mucho, ni siquiera los chicos. Creo —Sir Henry Merrivale bajó la voz, como comunicando un profundo secreto—, creo que están un poco asustados. Cualquiera que entre en ese sótano vería justamente lo que esperaba ver: una muñeca de feo aspecto, con una bufanda sobre la cabeza. Ustedes mismos no habrían visto nada más, si yo no hubiera iluminado los zapatos y las medias.
Levantó la linterna con una risa de ogro pensativo, y después la metió en su bolsillo.
—Pero ¿por qué tuvo Bruce que hacer eso? —suplicó Beryl—. ¿Por qué?
—Bueno… eso… eso es casi un cuento. Tendré que contarles algo sobre Roger Bewlay.
—Un momento —interrumpió Dennis Foster.
—¿Qué pasa, hijo?
—No puedo soportar —rugió Dennis— este discurso intelectual sobre el juego del gato y el ratón. ¿Más sugerencias? ¿Más suposiciones?
—¡Oh, no! —dijo Sir Henry Merrivale con una voz tan aguda como la de Dennis—. Ha pasado ya el momento de las sugerencias y de las suposiciones. Les contaré llanamente toda la historia.
Los truenos parecían morir. Se oía sólo un débil rugido a la distancia, aunque la lluvia seguía cayendo pesadamente, en una plateada vaguedad, fuera de las ventanas. Un vapor húmedo, una exhalación de polvo de revoque y cal, se levantaba del suelo, en el continuo golpeteo contra aquellas ventanas desnudas.
Sir Henry Merrivale tomó una de las sillas de madera, la examinó para ver si podía confiarse a sus patas, y se sentó en ella. Extrajo la cigarrera de uno de los bolsillos de su impermeable. Sacó un cigarro negro, se lo metió en la boca, y giró el encendedor.
Cuando la pequeña llama se reflejó en los anteojos de Sir Henry Merrivale, Dennis lo recordó como lo había visto un mes antes, sentado en el cuarto del fondo de la taberna de Alf.
—¡Problema equivocado! —dijo bruscamente.
—¿Qué es eso?
—Problema equivocado —rugió Sir Henry Merrivale apagando el encendedor con un fuerte soplido. El cigarro se había encendido por fin—. Esta mañana —prosiguió— ustedes dos escucharon deliberadamente una conversación privada. Lo cual —dijo Sir Henry Merrivale con burla señorial—, lo cual yo no me rebajaría a hacer… y me oyeron detallar brevemente el carácter de Bewlay.
»Se enteraron ustedes cómo este individuo, pobre y arrojado de su patria, gradualmente descubrió en Londres un dichoso terreno de caza, ya que las mujeres eran su caza predilecta. Cómo esto se le subió a la cabeza, y le dio una confianza loca. Cómo disfrutó y mostró los dientes cuando tuvo el gusto de asesinar a Andrée Cooper.
»Aquí fue cuando la policía empezó a perseguirlo.
»La policía sabía que él había atrapado a la ayudante de un mago, llena de atractivos. Sabían que le compraba vestidos. Sabían que la había llevado al norte, a Scarborough, en Yorkshire, a una casa que había alquilado bajo el nombre de Richard Barclay…
Beryl interrumpió, incontrolable.
—¿Berkeley? —preguntó—. Pero ése es el mismo nombre que…
—Barclay —dijo Sir Henry Merrivale—. B-a-r-c-l-a-y. —Dio una violenta chupada a su cigarro—. ¿Va usted a callarse y dejarme continuar?
—Está bien. Sólo pensaba en algo.
—Allí —dijo Sir Henry Merrivale con una curiosa mirada a Beryl— él la mató. Y el amigo de ella se quejó. Y comenzó la cacería.
»Dejen ahora que les repita algo que dije ayer: la policía, con todo el respeto que me merece, sólo ve las cosas de un lado. Cuando X desaparece, después de ser vista en compañía de Y, en cierta casa, están seguros de que el cuerpo está escondido en la casa o en los terrenos cercanos. Cuentan con ello. Ustedes oyeron que Masters reconoció esto. Y, prácticamente en todos los casos, tienen razón.
»¡Dios, cuánta actividad despliegan entonces!
»Cavan en el jardín, y en cientos de millas alrededor de él, recordando a Dougal, el de la granja; y a Thorne, el del gallinero. Rompen pisos de cemento o de piedra, sospechan siempre del cemento, desde que Deeming hizo desaparecer a su esposa y a tres hijos. Excavan también en el sótano, que fue el lugar preferido por Mannings y el doctor Crippen. Remueven estufas y hornos, recordando a Landrú. Buscan en los baúles y en los cajones, que tienen una triste reputación desde que Crossman cubrió a su mujer con cemento y la puso en un baúl debajo de las escaleras.
»Rompen paredes de ladrillo, miran entre las junturas del piso, miden las divisiones de los cuartos. ¡Oh, Dios! Se portan como el prefecto G., de Edgar Allan Poe. Y no empiezan a mirar más lejos hasta que no están convencidos de que el cuerpo no está en la casa.
Sir Henry Merrivale hizo una pausa.
Dennis y Beryl se miraron entre sí. Parecía que, en aquella casa chorreante de lluvia, entre los muñecos, oyeran las carcajadas de Bewlay.
Sir Henry Merrivale empujó su hongo abollado hacia atrás y se inclinó, con horrible seriedad.
—Ahora, recuerden, todo esto fue publicado en los diarios. Se publicó que la policía estaba ansiosa por entrevistar a un hombre llamado Roger Bewlay, o Roger Bowdoin, o Richard Barclay. Se supo que estaban investigando algunas casas, en Bucks y en Sussex, y también en Yorkshire.
»¿Y qué hace Bewlay?
»Descaradamente, bajo el nombre de R. Benedict, va a Torquay, con una nueva esposa. Alquila una casa amueblada, del mismo estilo. Después de unos días él sabe —Masters lo reconoce—, él sabe que hay un guardia nocturno frente a la casa. Sabe que estará allí, mientras él estrangula a su mujer. Hay una abertura entre las cortinas del cuarto donde se ha cometido el crimen. Al día siguiente sale de la casa con sombrero e impermeable, en un día hermoso, como para señalar más el hecho de que va a hacer una trampa.
Sir Henry Merrivale señaló con el cigarro, mientras lo miraba con un ojo.
—Todos estamos de acuerdo en que Bewlay es un poco alocado. Seguro. Pero nadie sugiere que sea diez veces más loco que una liebre de marzo, y que quiera dejarse atrapar. En verdad, el hecho de que casi se haya hecho prender, le ha dado a Masters presión alta durante diez años.
»Esa actitud de Bewlay de hacer todo lo necesario para que la policía crea que ha matado a su mujer dentro de la casa, y que ha hecho desaparecer allí sus restos, es totalmente increíble. A menos…
»¡Dios, un momento! A menos…
Aquí Sir Henry Merrivale se detuvo de nuevo, arqueando mucho las cejas, como si esperara sugestiones.
Dennis cambió una mirada con Beryl, que levantó los hombros en un gesto impotente.
—¿A menos qué? —preguntó Dennis.
—A menos —dijo Sir Henry Merrivale— que eso sea exactamente lo que él desea que crea la policía.
Dennis lo miró.
—¡Siga, por favor! ¿Bewlay quiere que la policía crea que él ha cometido otro asesinato?
—Hum… así es.
—¿Él quiere que crean que ha hecho desaparecer otra vez el cuerpo?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque, por una vez en su dulce vida —respondió Sir Henry Merrivale—, Bewlay no había cometido un asesinato y no había hecho desaparecer el cuerpo de una mujer.
Beryl dio un salto atrás, chocó con el oficial alemán y quedó por un instante tan sorprendida de la figura de madera, que casi gritó. El rugiente crepúsculo de la lluvia enturbió otra vez la mente de Dennis.
—Sir Henry Merrivale, ¿qué sugiere usted, en nombre de Dios?
—Un asesinato falso —dijo Sir Henry Merrivale.
Después de un minuto en el que fumó con la concentración de un ogro, Sir Henry Merrivale prosiguió:
—Ahora imaginen que Bewlay, con absoluta impunidad, no olviden, pueda aparentemente haber cometido un asesinato en esas circunstancias. ¿Qué sucedería?
»Le diré, hijo, lo que sucedió. Una brisa optimista como no habían sentido en cincuenta años refrescó el espíritu de la policía. Sus jefes creían ahora que el problema estaba definido, en términos claros y precisos. Estaban totalmente convencidos, y lo estuvieron durante mucho tiempo, que Bewlay había matado a otra mujer y la había hecho desaparecer dentro de la casa. ¿Comprenden? Dentro de la casa.
»¿Y ahora, cabezas de trapo, ven la clave de todo el asunto?
»Bewlay quería que ellos pensaran que lo mismo había ocurrido con las verdaderas víctimas: Ángela, y Elizabeth, y Andrée, porque en realidad no había hecho nada parecido. Había escondido los cuerpos… en algún lugar lejos de la casa. Pero, tarde o temprano, la policía dejaría de recorrer las casas y miraría un poco más lejos. ¡Entonces, que Dios se apiadara de él! Si eso ocurría, su carrera había terminado. Sin embargo, mientras la policía creyera en su método de exterminación a puerta cerrada, estaba tan seguro como si hubiera sido ya absuelto.
»Estaba, en un sentido literal, a salvo en cuanto a las casas, ¿comprenden?
La lluvia disminuía. Un destello de la débil luz del día entró en la habitación, mostrando los agujeros de bala en las paredes y los hilos de agua que corrían por el piso. Dennis, que se había torturado tanto tiempo con aquel problema, no pudo impedir que estallara la pregunta que tenía en su mente.
—¿Cómo hizo desaparecer los cuerpos?
—Aja —dijo Sir Henry Merrivale, volviendo a poner el cigarro en la boca y frotándose las manos—. He aquí un interesante problema. Pero, por un momento, no pensemos en eso. Concentrémonos en otro asunto. Si suponemos que el cuarto asesinato de Bewlay fue falso, ¿podemos proporcionar alguna prueba que nos apoye?
»Sí.
»Ahí está la señora de Bewlay, el personaje más intangible que haya flotado en un gabinete de espiritistas. La señora de Bewlay, como sabemos, se mantenía apartada de todos. Hasta los policías de guardia no pudieron verla más que a la distancia, porque tenían órdenes de no acercarse a Bewlay. Ella no tenía amigos. No se había casado en ninguna parte. Ni siquiera tenía nombre. Según le dije a Masters, todo lo que pude encontrar sobre ella fue una gran X. Y eso era ella.
»Bewlay, naturalmente, necesitaba una mujer cómplice que lo ayudara. Esa cómplice, que representó el papel de señora de Bewlay, era otra persona en la vida real. Naturalmente, ustedes han adivinado quién era la cómplice.
Beryl hizo un ruido que parecía el de una caldera de agua hirviendo.
—¡Usted sabe perfectamente que no lo sabemos! —gritó—. ¿Quién era la cómplice?
—Mildred Lyons —dijo Sir Henry Merrivale
—¡Mildred Lyons! —gritó Beryl.
—¡Chist! —dijo Sir Henry Merrivale quitándose el cigarro de la boca, y mirando rápidamente a derecha y a izquierda.
—¡Por amor de Esaú, no hable fuerte!
—Pero… ¿Mildred Lyons?
—Hum…
—Pero ella era… —comenzó Beryl.
—El testigo del fiscal, que… —amplió Dennis.
—Que —dijo Sir Henry Merrivale— no podía haber condenado a Bewlay por asesinato ni por nada. Quizás —dijo Sir Henry Merrivale con una especie de ingenua alegría— la idea les parezca un poco sorprendente.
—Efectivamente —dijo Dennis.
—Pero piense de nuevo, hijo. Si usted reconoce que el asesinato de Bewlay era una treta para salvarse, entonces Mildred Lyons tiene que ser cómplice. Aparte del terrible y siniestro cuento de la visión en la ventana, ella era la única persona que reconocía haber visto a la señora Bewlay de cerca, o haber hablado con ella.
»Y si quieren ustedes pruebas, les daré pruebas. ¿Recuerdan ustedes una noche, hace más o menos un mes, cuando estábamos en la taberna de Alt Partridge, al lado del teatro Granada?
Beryl lanzó un suspiro que denotaba profundos sentimientos.
—Recordamos —dijo.
—Hasta ahora —dijo Sir Henry Merrivale—, las ideas que les he dado son sólo las fantásticas ideas que tuve hace años, cuando Masters me envió el gran informe acerca de Roger Bewlay.
»Diablos —prosiguió Sir Henry Merrivale, mientras su ira crecía lenta y terriblemente al recordar el pasado—. Después de decir que no necesitaba mi ayuda, ese canalla tuvo la impudicia de mandarme un informe sobre Bewlay, pidiendo que lo leyera y le diera mi opinión.
»Realmente soy un hombre dulce, muchacha. De veras. Soy un hombre de palabras dulces. Nunca uso palabras profanas, Dios me condene. De otro modo, que Dios me ayude. Le dije que tomara su maldito archivo y lo metiera…
»Lo que quiero decir es —tosió Sir Henry Merrivale, recordando súbitamente su alta intelectualidad y adoptando un aire de compasión— es que eso no fue una acción muy bella. ¿No es así? Y yo, pese a todo, miré el informe.
—Eso fue muy cristiano de su parte —concedió Beryl, quien sentía ahora sorpresa, miedo y un salvaje deseo de reír en la cara del Viejo Maestro—. Pero, exactamente, ¿qué…?
—¿Qué quiero decir?…
—Sí.
—Esa noche en la taberna, Masters dijo que teníamos nuevas pruebas. «Un autor desconocido ha escrito una obra acerca de Bewlay, y ese autor sabe demasiado.» Con lo que quería significar, naturalmente, que el autor podía ser el mismo Bewlay. Lo que resultó cierto. «Él sabe que el testigo es una mujer —dijo Masters—; sabe lo que ella miró y vio: todas las cosas que se supone que la policía, usted y la muchacha Lyons conocen.»
»Y yo dejé de encender mi cigarro —dijo Sir Henry Merrivale— porque me sentí como si me hubieran golpeado en la cabeza con un palo de golf.
—Pero, ¿por qué?
—Bueno, muchacha —dijo Sir Henry Merrivale—, usted sufrió mucho al preguntarse quién conocía esos hechos, y por qué los conocía. Pero, ¿cómo los conocía Bewlay?
Hubo un silencio mientras la lluvia golpeaba las ventanas.
—Este punto —dijo Sir Henry Merrivale con énfasis— es todavía más notable si se examinan las hojas del original de la obra que guardaba Bruce Ransom. ¿Alguno de ustedes las ha visto?
—Sí —dijo Beryl—. Bruce me las mostró anoche.
—Él me las mostró a mí —dijo Sir Henry Merrivale— cuando vine a Aldebridge, hace quince días. ¿Notó usted algo, muchacha?
—Yo estaba tan agitada que temo… yo… yo…
—Bewlay, el autor de la obra —Sir Henry Merrivale separó las palabras con cuidado— sabía que la mujer testigo era pelirroja. Sabía que había ido a verlo aquella noche a causa de un billete falso. Él sabía (¡diablo!) que ella había ido en bicicleta. ¿Cómo sabía todo eso?
—¡No podía saberlo! —exclamó Dennis Foster—. Es imposible. A menos…
—A menos —asintió Sir Henry Merrivale— que Bewlay y Mildred Lyons trabajaran como cómplices para burlar a la policía.
Dennis Foster dio dos pasos en el cuarto, hacia adelante, y dos pasos hacia atrás.
—¡Farsa! —dijo Dennis.
—¿Qué es eso, hijo?
—Nada, señor. Siga.
—¿Sería posible, me pregunté, que Mildred Lyons hubiera representado su papel, y el papel de la señora de Bewlay?
»Respuesta: fácilmente. Sabemos que la muchacha Lyons no tenía ayudante en su oficina de copista. Podía entrar y salir sin ser observada. Sabemos también que la policía vigilaba la casa sólo durante la noche. Ella podía ir y venir por un camino trasero, a través de los bosques, sin ser vista. Antes de que los agentes comenzaran a montar guardia, ella tuvo varios días para pasar por la señora de Bewlay ante los ojos de los paseantes, del cartero, del muchacho del carnicero, y demás.
»Con una peluca sobre el cabello, demasiado notable, y llena de joyas falsas proporcionadas por Bewlay, se la pudo ver (siempre a la distancia), tomando el té con él en el jardín, «muy enamorados», o en un sillón en el jardín. Una vez que esto fue establecido, ella no necesitó aproximarse al lugar hasta la noche crucial del 6 de julio.
»¿Comprenden?
»Esa tarde salió, abiertamente como Mildred Lyons, en una bicicleta, con la máquina de escribir. Naturalmente no se dictaron cartas. Entró en la casa: salió como la señora de Bewlay, tomó el té por última vez con su marido, y se retiró como Mildred Lyons, al caer la tarde.
¡Aquella noche hubo fuegos artificiales! No existió el billete falso. Todo fue una inspiración para explicar, primero: por qué había salido por la tarde, y, segundo, por qué regresó a la noche. Regresó en bicicleta. Espió por las cortinas al propio Bewlay, y huyó. Y el asunto estaba terminado.
Sir Henry Merrivale sacudió la cabeza. Aspiró su cigarro, que casi se había apagado. Su voz se elevó hasta lo que parecía una nota de admiración.
—La belleza de ese plan, ¿saben ustedes?, es que no podía fallar de ninguna manera. Supongamos que, en algún punto de la línea, uno de los dos hubiera tropezado. Supongamos que alguien sospechara. Supongamos que, en el peligroso momento en que Bewlay salió, por la mañana, el policía lo hubiera detenido.
»Bueno. No hubiera pasado nada. Nadie había muerto. Bewlay, con su famosa sonrisa, hubiera podido decir a los policías: «Ustedes me persiguen, a mí, un hombre inocente, con sus detestables sospechas que no pueden probar. ¿Pueden castigarme por querer burlarme un poco de ustedes? En todo caso, ¿qué se proponen hacer?».
»Por otra parte, si el plan tenía éxito…
»¡Oh, Dios mío! ¿Les molesta que repita que Bewlay estaría a salvo? ¿A salvo para siempre, para convertirse en otro en el futuro? La policía jamás descubriría lo que realmente hizo con su víctima. Porque iban a mirar en dirección equivocada: empezarían una eterna búsqueda de casas inofensivas y de cadáveres que no estaban allí.
»¿Quién iba a sospechar que Mildred Lyons, la testigo del fiscal, la muchacha que podía llevar a Bewlay a la horca, era realmente su cómplice? Creo que Bewlay, en su helada alma, debe de haber gritado de alegría. Él le enseñó cuidadosamente todo lo que tenía que decir cuando la interrogaran.
»No era fácil, por otra parte. Estoy seguro de que la histeria de Mildred Lyons frente a la policía fue auténtica. Estaba asustada, asustada hasta perder el juicio. Pero él estaba seguro de que ella lo haría. Ella haría cualquier cosa en la tierra por él, porque lo adoraba.
Después de una pausa, Sir Henry Merrivale añadió:
—¿He dicho que Bewlay era muy inteligente?
Un profundo frío parecía recorrer la habitación. La cara de Mildred Lyons, antes de quedar ciega y muda con arena en los ojos y en la boca, se levantó en la imaginación de Dennis y lo miró.
—Ella… lo adoraba —repitió Beryl, y se estremeció.
—Hum.
—¿Era otra de las amantes de Bewlay?
—Así es, con una diferencia.
—Ayer —empezó Beryl, y se detuvo con un nudo en la garganta. Sus dedos apretaban ahora los bordes de la mesa. Dennis pudo ver su silueta contra la ventana, con el pelo y la bufanda empapados, con el oficial alemán inclinado, como si prestara atención.
»Ayer —prosiguió Beryl—, cuando usted hablaba con el señor Masters junto al campo de golf, usted dijo que esos asesinos en masa siempre tienen una mujer a la que vuelven. Una mujer con la que viven entre asesinato y asesinato.
Sir Henry Merrivale asintió.
—Generalmente —él evitó mirar a Beryl— es una mujer sin personalidad y carente de atractivos. Los Bewlay de este mundo encuentran que esto es cómodo.
—Smith —dijo Beryl con débil voz— tuvo a su Edith Pegler. Landrú, su Fernande Segret. Y Roger Bewlay… su Mildred Lyons. ¿Es así?
—Hum.
—Casi me desmayé —dijo Beryl súbitamente, juntando las manos y retorciéndolas—. Temí que se refiriera a mí. —Su voz se elevó otra vez—. Pero usted dijo que es la mujer que no matan.
—Ahí, muchacha, cometí un terrible error. —Sir Henry Merrivale cerró los ojos un instante—. Bewlay la mató. Hizo algo que Smith y Landrú nunca hicieron. Pero tuvo que hacerlo.
—¿Tuvo que matarla? ¿Por qué?
—¡Porque la abandonó completamente! —contestó Sir Henry Merrivale—. Durante once años ni la vio, ni le escribió una línea diciendo dónde estaba. Cuando una mujer ha atravesado las llamas del infierno por amor a un hombre, eso no debe hacerse.
Las llamas del infierno…
Muy claramente Dennis vio en su imaginación, como le había ocurrido antes, un cuadro cuyo sentido siempre le había escapado. Vio la expresión de la cara de Mildred Lyons, cuando salía del teatro Granada; la vio furtiva y excitada, aterrorizada y triunfante, con el brillo de sus ojos azules moviéndose a izquierda y derecha. Ahora tenía la respuesta.
Era una expresión de odio. De terrible odio.
Mildred Lyons vivió, vivió y respiró para él en esa imagen: la muchacha pecosa convertida en una mujer enfurecida. Su imagen llenó la habitación oscurecida por la lluvia. Dennis miró a Beryl, que decía algo a Sir Henry Merrivale, hasta que otra cosa atrajo su atención y lo hizo poner alerta.
Ahora había dos oficiales alemanes detrás del hombro de Beryl.
Dennis parpadeó una y otra vez.
¿Había en esta Casa de los Nervios, en esta Casa de los Muñecos, oirá trampa acechándolos? Contra la ventana, en una oscura mancha, esta segunda figura se destacaba un poco a la izquierda de la primera. Pero su casco no era tan voluminoso. No había agujeros de bala en el pecho ni en el estómago. Al contrario, la mano se movía contra el alféizar de la ventana…
—¡Sir Henry Merrivale! —gritó Dennis, y se precipitó hacia la ventana.
Su mano izquierda encontró la solapa de un sobretodo empapado. Su mano derecha, grotesca pero instintivamente, se aferró a la corbata de alguien y la retorció entre los dedos, como si hubiese sido la correa de un perro. Se adelantó, y de la figura escapó un grito de desconcierto.
Sir Henry Merrivale se levantó, jurando. El rayo de la linterna eléctrica de Sir Henry Merrivale recorrió el cuarto y se detuvo en el rostro del hombre junto a la ventana.
Mirándolos con la boca abierta, con una mirada sorprendida y llena de reproche en su cara rosada, estaba Horace Chittering.