17

Las agujas del pequeño reloj iluminado, en el autómovil de la policía, marcaban las dos y veinte.

Dennis notó esto sobre el hombro de Sir Henry Merrivale justamente antes de que sus ojos se cerraran por el resplandor blanco de los relámpagos. El trueno siguió inmediatamente, con un choque que parecía quebrarlo todo. Y los fuertes truenos son inquietantes ahora, cu Inglaterra, no porque sugieran una natural amenaza de los elementos, sino porque suenan exactamente como aquellas bombas que quebraban el cielo de Londres hace pocos años.

Esto no era Londres. Pero Dennis tampoco hubiera podido decir bien qué era.

La lluvia, barriendo y deslizándose en agujetas sobre el parabrisas, caía sólo desde hacía corto tiempo. En realidad, la tormenta estalló sobre ellos al partir del hotel, después de almorzar. Pero ahora formaba una moviente neblina, sacudida por el viento, y en esas tinieblas Dennis había perdido todo sentido de la dirección.

Sir Henry Merrivale estaba al volante del autómovil, que era una grande y vieja reliquia, con cortinas con mica a los lados. Beryl y Dennis estaban sentados en el asiento de atrás. Si queremos ser sinceros, debemos reconocer que Sir Henry Merrivale es un chofer muy malo, con el hábito de apretar distraídamente el freno de mano, o de sentarse y pensar en otra cosa mientras el autómovil corre directamente en dirección a una pared de piedra.

—¡Querido, por favor! —suplicó Beryl.

—¿No sería mejor —sugirió Dennis—, no sería mejor que yo…?

—No —dijo Sir Henry Merrivale.

Todo marchó muy bien durante varias millas, sobre el ancho camino pavimentado, al sur del hotel, a lo largo de la amplia costa abierta, donde las gotas de lluvia golpeaban con violencia. Hasta el mar, a la izquierda, parecía un borde de blanca espuma. Pero después, cuando Sir Henry Merrivale dejó el camino principal para tomar por un camino de superficie irregular que más tarde empeoró considerablemente…

Dennis corrió una de las cortinas de los lados para mirar.

Con un nuevo relámpago, los detalles se vieron con claridad: se aproximaban a un lugar muy boscoso, a través del cual corría el camino. Creyó ver, a ambos lados del camino, unos altos postes de piedra. Ni pared ni cerca: sólo aquellos postes con una gárgola tallada en lo alto. Y al frente, sobre los empapados árboles, vio algo que nunca había visto antes en el campo inglés.

Era una torre, una alta torre esbelta, construida con rudos troncos.

La oscuridad descendía. El trueno estallaba sobre ellos, con sus reverberaciones, cosquilleando los nervios y haciéndolos dudar de lo que veían. El autómovil daba bruscos saltos, de manera que Beryl tuvo que apoyarse en Dennis. Hubo un silbido cuando una de las ruedas se metió en el barro. Después el autómovil se enderezó.

Sir Henry Merrivale, mirando frecuentemente el reloj del autómovil, no se movía ni hablaba.

Dennis, ¿qué es eso? ¿Has visto algo?

—Nada importante.

Beryl habló en un murmullo al oído de Dennis.

—¿Adónde nos lleva este hombre? ¿Tienes idea? —Ni la más remota. Un sentimiento de irrealidad invadía la mente de Dennis. La húmeda atmósfera del autómovil cerrado, el olor a las capas y a los chanclos que habían pedido prestados en el hotel, el ruido del limpiador del parabrisas, Sir Henry Merrivale inmóvil, con hongo e impermeable, todo contribuía a ello. Estaban rodeados por una espesa arboleda, y el viento había amainado, pero lo mismo podían haber estado en el fin del mundo.

Sir Henry Merrivale hizo doblar el autómovil por otro camino, a la derecha. Cinco minutos después estaban otra vez desguarnecidos. Se oía el quejido del viento en los campos abiertos, y la lluvia caía como un látigo de siete puntas. Dennis echó una ojeada a esos campos abiertos, como si…

—Beryl, ¿la has visto?

—¿Visto qué?

—Otra de esas infernales torres. La distinguí por las luces. Y parece que hay caminos en todas direcciones.

Todavía murmuraban. Era como si ninguno de los dos se atreviera a hablar a Sir Henry Merrivale, que hizo doblar nuevamente el autómovil. La humedad estaba en sus narices y en sus pulmones. Cuando Dennis empezó a temer que el viaje fuera a seguir para siempre, que aquello fuera un viaje en el tiempo, súbitamente apareció ante ellos una choza de zinc, que en alguna época estuvo pintada de marrón verdoso, con las puertas abiertas.

Sir Henry Merrivale lanzó el autómovil dentro, peligrosamente. Apretó el freno y la palanca, usó el freno de mano, e instantáneamente apagó todas las luces. Entonces no hubo más ruido que el tamborileo de la lluvia sobre el techo de zinc.

—Ahora escuche, muchacha —dijo Sir Henry Merrivale desde la oscuridad.

—Sí —contestó Beryl, añadiendo, un poco enloquecida—: ¿Dónde está usted?

—Donde he estado todo el tiempo. ¿Quieren atender cuidadosamente lo que voy a decir?

—¡Sí, naturalmente!

—Es posible que ahora, dentro de unos minutos, haya una serie de raros incidentes que ustedes no entenderán. Pero no hay nada peligroso. ¿Han comprendido?

—Sí. Sólo que…

—Quiero que me prometan que no habrá gritos, ni saltos, ni cosas por el estilo. Estoy mentalmente serio, muchacha. Si usted no puede prometer eso, se quedará aquí hasta que volvamos. ¿Qué le parece?

—Lo prometo. En serio.

—Bien. ¿Tienen sus impermeables y chanclos? Entonces salgan de este cachivache y síganme.

El viento había amainado un poco, aunque todavía era difícil mantener los ojos abiertos contra la lluvia. Un mundo empapado, un mundo glutinoso, con la luz suficiente para mostrarles el camino profundamente empapado en el que se tambaleaba Sir Henry Merrivale Dennis tuvo conciencia de otra atmósfera en este lugar. Y era la total desolación que allí había.

No era la soledad que cualquiera puede sentir en una casa de campo. Era la desolación que se advierte en una zona bombardeada o en una ciudad empapada: esa soledad que se advierte cuando la tierra una vez populosa, ha sido golpeada por la muerte, esa muerte que arrastra consigo los pensamientos, las emociones y los sentimientos humanos que la hacían vivir.

Cuando un trueno estalló sobre sus cabezas y se quebró en ecos por el cielo, Dennis comprendió que, por millas y millas, la comarca estaba muerta.

Muerta.

Oyó a Beryl meter el pie en un charco y la tomó del brazo, mientras se tambaleaba. Sin embargo la palabra muerta seguía en su mente tan distinta como el trueno, tan viva como las imágenes de aquellas altas y vacías torres, tan nítida como los postes sin paredes.

—Aquí —dijo Sir Henry Merrivale nuevamente.

Sir Henry Merrivale se había vuelto a la izquierda y señalaba. Entonces vieron algo tan poco alarmante como una granja inglesa.

O, mejor dicho, los restos de una granja. Estaba situada a unas cincuenta yardas del camino, detrás de un cerco bajo de piedra, y de un terreno removido. La casa era de piedra que alguna vez había sido blanqueada, pero que ahora era de un sucio color gris. Dos ventanas, con los vidrios rotos, estaban a cada lado de la puerta frontera, y había más ventanas arriba. Las tejas del techo estaban abiertas. A cada lado de la puerta había un destrozado matorral de laurel.

Tambien estaba muerto, como los campos muertos que fueron una vez la granja. Detrás se podía ver un patio rodeado por una pared, con un autómovil y una carretilla dada la vuelta.

—Vamos allí —dijo Sir Henry Merrivale.

Beryl, protegiéndose los ojos con sus manos mojadas, se mordió fuertemente el labio interior. La bufanda que había atado alrededor de su cabeza estaba ahora empapada.

—¿Quién hay ahí? —preguntó.

—Nadie —dijo Sir Henry Merrivale— o, al menos, así lo espero.

—¿Sabe usted? —observó Beryl bruscamente—. Este lugar parece… hechizado.

Sir Henry Merrivale se volvió.

—¿Qué quiere usted decir?

—Una extraña y violenta emoción —Beryl hablaba un poco incoherentemente—. Más y más. Asusta a la gente. ¡Allí! No trato de ser psíquica. Le digo que sé.

—Tiene usted razón, muchacha —asintió Sir Henry Merrivale—, tiene usted razón.

Dennis, para escapar a sus propios y violentos sentimientos, marchó adelante. Estaba apenas a unas diez yardas de la casa, cuando sus pies, con los chanclos llenos de barro, tropezaron con una pequeña caja de cartón. La miró y después se inclinó sobre ella. Era una caja de municiones.

Sus ojos, siempre en el suelo, vieron algo más: una caja de bronce, de perdigones, semienterrada. Después otra, entre danzantes golpes de lluvia. Después, unos pies más allá, otra más.

Dennis miró hacia la casa. Dos relámpagos, uno breve y el otro llenando todo el cielo con su mortal palidez, iluminaron una visión que llevó a Dennis al reino de la pesadilla.

Se habían equivocado: la casa no estaba muerta. Había algo vivo allí.

Algo se movió detrás del matorral de laurel, a la izquierda de la puerta principal. Algo se movió. Algo saltó, como impulsado por cuerdas, y se movió a su lado, para mirarlo. Era la figura de un hombre de uniforme, con un rifle, y con la cabeza cubierta por un casco alemán.

Vio esto, o creyó verlo, antes que el segundo relámpago pintara de gris la chorreante fachada de piedra de la casa, y la puerta delantera, y las ventanas que conservaban sólo trozos de vidrios, y el destrozado matorral del laurel; entonces vio que allí no había nada.

Dios Todopoderoso, ¿estaba dormido o despierto?

Dennis apenas oyó el ruido del trueno, desgarrando los oídos. Sin embargo pudo distinguir que Beryl decía algo, unos pocos pasos detrás de él, y que Sir Henry Merrivale respondía. Con dudas sobre el mundo real, con la horrible sensación de que hombres muertos se levantaban del suelo, Dennis oyó el ruido de la lluvia sobre el ala de su sombrero, y la oyó cayendo también frente a la casa.

Sir Henry Merrivale, nuevamente silencioso, caminaba delante de ellos. Subió un escalón de piedra, empujó la puerta con las fallebas rotas, y les hizo señas. Con los dedos alrededor del brazo de Beryl, llevándola un poco detrás de él, Dennis siguió.

Entraron en un pasaje oscuro, pesado y húmedo, con olor a revoque roto y a polvo de cal. Desde alguna parte, por los agujeros del techo, la lluvia se escurría con ruido de ratas. Sir Henry Merrivale señaló una puerta a la derecha, en el frente.

Dennis vaciló, pero el ademán era perentorio. Dennis abrió la puerta —que se movía muy fácilmente— y entró con Beryl, siempre un poco detrás de él. Sir Henry Merrivale, que los seguía, cerró la puerta.

Estaban en una habitación cuadrada, con las tablas del piso desnudas y crujientes, con dos ventanas al frente y una al costado. Por la siniestra luz que entraba por esas aberturas, Dennis vio que el cuarto contenía sólo dos o tres sillas de madera, una de ellas dada vuelta, y una mesa cerca de la ventana del costado.

Un oficial alemán, con un revólver en la mano, se puso de pie detrás de la mesa.

El reflejo de un relámpago, que parecía salir de la tierra más bien que del cielo, enmarcó la figura del oficial en una negra silueta contra la ventana, con el hombro levantado, el codo torcido, el casco amenazante. Mostró también agujeros de bala en el estómago del oficial, a través de los cuales se podían ver los relámpagos.

Esta vez era algo cercano.

Dennis puso la mano sobre la boca de Beryl para contener un grito, y la abrazó mientras un trueno estallaba deshaciéndose en varios rumores menores y lentamente vibró, alejándose.

—Vean —dijo la voz de Sir Henry Merrivale desde las tinieblas. La voz sonaba forzada—. No hay nada que temer. Pero…

—Pero ¿qué?

—Esto no es culpa mía, ¿saben ustedes? ¡Ayúdenme, no soy culpable! Alguien hace funcionar el mecanismo. Y no me agrada.

—¿Funcionar el mecanismo?

Dennis miró hacia la ventana del costado. El oficial alemán había desaparecido.

—Esas figuras —dijo Sir Henry Merrivale— están hechas de madera, cuerdas y resortes. La casa está llena de ellas. Verán cosas mucho peores. Demonios, ¿no comprenden dónde estamos?

—No. Realmente no.

Sir Henry Merrivale avanzó un paso, pesadamente.

—Esta zona —extendió el brazo— fue escuela de guerra para el ejército. Esta casa es una unidad.

—¡Escuela de guerra! —exclamó Dennis. Soltó el brazo de Beryl, que estaba temblando—. ¡Escuela de guerra! Bruce Ransom mencionó…

—La mencionó, ¿eh? —dijo Sir Henry Merrivale en una especie de murmullo rugiente—. Y ustedes lo olvidaron, ¿eh?

—Sí, lo olvidé.

—Esta escuela —dijo Sir Henry Merrivale— fue usada para cursos de adiestramiento para fortalecer a las tropas. ¡Y Dios mío, vaya si se endurecieron! Ustedes vieron esas siniestras torres: fueron hechas para observación de los combates. Pero ustedes no han visto los pozos de arena llenos de alambre de púas, que los muchachos tenían que saltar llevando todo el equipo. Pero esta casa, dicen los muchachos que han estado en ella, era la peor prueba de nervios —se interrumpió—. ¿Está usted bien, muchacha?

—Muy bien —contestó Beryl—. Yo vi aquel espanto junto a la puerta, Dennis. No creas que no lo vi. Pero prometí portarme bien, y me portaré bien.

Lentamente, con un crujido ahora perceptible, el oficial alemán se irguió otra vez detrás de la mesa. Lo vieron contra la ventana. Aun sabiendo lo que era, en la tiniebla de lluvia y relámpagos, no resultaba una compañía agradable.

Sir Henry Merrivale, que parecía un barril dentro de su impermeable, contempló durante unos instantes la figura de madera. Sir Henry Merrivale se volvió, se dirigió hacia la puerta, y la abrió. Recorrió el paisaje con la mirada, sin ver aparentemente nada. Después volvió, pasándose la mano por la frente.

—Escuchen —dijo—, quiero mostrarles cómo esta casa loca trabajaba para las tropas, porque eso tiene una terrible importancia para el asunto que nos trae aquí. Todos los soldados, ¿saben ustedes?, tenían que pasar por aquí para saber cómo marchaban sus nervios. Afuera —Sir Henry Merrivale señaló— el soldado era mandado por un oficial, quien le entregaba dos granadas de mano y un fusil cargado exactamente con quince balas.

»Ahora —decía el oficial— hay quince alemanes en esa casa. Tiene que liquidarlos usted con quince balas. Un instructor irá detrás de usted y le impartirá instrucciones al oído. ¡Pero cuidado! No tire a nadie que no sea un soldado alemán.

»¿Comprenden?

»El individuo comienza a correr hacia la casa. Surge un alemán detrás del matorral. ¡Uno menos! Aquí surge el oficial. ¡Dos menos! Cuando llega al vestíbulo, asoma otro rostro alemán por una ventana. Recorre los cuartos de abajo, viendo caras por todas partes. Después las ve arriba, con el instructor murmurando como Satanás por encima de su hombro para confundirlo, pues ésa es su misión.

»Se apodera del picaporte de una puerta, para abrirla… y la puerta no cede.

»Aja —dice el instructor— se está usted entregando. Lo han descubierto. ¿Qué hará usted ahora, tonto? Use sus granadas, estúpido, y después liquídelos con las balas.

»Y estallan las granadas, destrozando las paredes. Hay que retroceder rápidamente. La maniobra dista mucho de ser agradable. Sale y atrapa otros dos. Después al sótano. ¡Abajo, al sótano! Es entonces cuando el instructor grita: ¡Ha olvidado usted el sótano!

»Allá corre el soldado como una liebre, y tropieza con una tabla suelta al pie de la escalera del sótano. Y una ametralladora empieza a lanzarle municiones, pasando exactamente sobre su cabeza y llenándolo de trozos de revoque. Pero esta vez sus nervios no le responden, el ruido de la ametralladora los ha derretido en su cuerpo como manteca en una sartén. Pero desciende las escaleras, sin recordar ahora cuántas balas tiene en su fusil y, en el sótano…

Sir Henry Merrivale hizo una pausa, con las manos en las caderas.

El oficial alemán de madera, con los agujeros de bala en su cuerpo, se balanceaba detrás de la mesa. Dennis, acostumbrado a la luz grisácea, vio que las paredes estaban llenas de marcas de balas, allí donde los novicios en esta Casa de Nervios habían tirado desordenadamente.

Todas las sensaciones que ellos debieron haber sentido, castigados por la emoción y las palabras, en un juego que era momentáneamente vivo como una batalla, inundaron el cuarto. Para Dennis Foster fue tan real como la presión de su impermeable empapado y su sombrero chorreante. No había pasado por eso. Pero sabía cómo era.

La voz de Beryl lo despertó de un sueño.

—¿Y en el sótano? —preguntó—. ¿Qué encontraban en el sótano?

—Vengan —dijo Sir Henry Merrivale con un suspiro sibilante—. Vamos hacia allá y veremos.

—¿Allí no hay…?

—¿Una ametralladora sobre la puerta del sótano? ¡Oh, no, muchacha! Eso ha desaparecido hace tiempo.

De todos modos, cuando caminaron por el pasaje, tan áspero como la arena que se pisa, Dennis estaba pensativo.

«Alguien ha hecho funcionar el mecanismo.»

Esto era lo que Sir Henry Merrivale había dicho. El frío del pasaje hizo estremecer a Dennis, y casi esperó ver una de aquellas figuras de madera mostrando su cara por la ventana al final. Imaginó una casa llena de esas figuras inmundas, colgando ahora de sus inútiles cuerdas, y, sin embargo, todas conectadas de alguna manera con la desagradable figura de Roger Bewlay.

Pero ¿cómo? En nombre de la cordura, ¿cómo? ¿Qué tenía que ver Bewlay, o la captura de Bewlay, con una granja desierta dominada por el terror? Por otra parte…

—Despacio —dijo suavemente Sir Henry Merrivale.

La puerta del sótano estaba al fondo del pasaje, bajo las escaleras, enfrentando el fondo de la casa. No se trataba, de una puerta, sino de un espacio rectangular que comunicaba con un negro agujero. Éste, pensó Dennis, no era un buen lugar para encontrarse con Bewlay.

Pese a sus tranquilizadoras palabras, Sir Henry Merrivale tanteó cuidadosamente, una y otra vez, sobre cada tabla en lo alto de las escaleras. Una de esas tablas, posiblemente, había controlado la escondida ametralladora. Pero nada ocurrió. Sólo la lluvia rugía. Sir Henry Merrivale, con su hongo abollado, sacó una linterna eléctrica del bolsillo de su impermeable.

—Estemos prevenidos —dijo Dennis súbitamente—. ¿Qué vamos a ver?

—Un muñeco —dijo Sir Henry Merrivale

—¿Quiere usted decir otro de esos infernales alemanes?

—No —respondió Sir Henry Merrivale con una mirada maliciosa detrás de los grandes anteojos—; esta vez es un muñeco de tres dimensiones, lleno de paja y vestido. Quiero que lo vean, hijo, para que se acostumbren a él después.

—¿Vamos a estar aquí mucho tiempo?

—Tal vez.

Los relámpagos y los truenos invadían la casa. Sir Henry Merrivale encendió la pequeña linterna eléctrica. El haz de luz iluminó pesados escalones de madera ennegrecida, entre paredes de piedra con oscuras manchas donde se había colado la lluvia. Sir Henry Merrivale los guió hasta una oscura puerta que se abría en ángulo recto a la izquierda.

Dennis estaba todavía sobre el último escalón, y Beryl en el de más arriba, cuando Sir Henry Merrivale se volvió bruscamente.

—Ahora —prosiguió— imaginen otra vez que uno de ustedes es el soldado que anda en busca de espectros en la casa. Quiero recordarles que no están tranquilos, en calma. Su corazón late como una máquina a vapor. El instructor maldice junto a su oído. Su dedo está en el gatillo. Usted se precipita en la habitación en busca de alemanes y…

El rayo de la linterna eléctrica de Sir Henry Merrivale brilló sobre la entrada de la izquierda. Los otros dos se le unieron.

Vieron un cuarto de techo bajo, con rudas paredes de piedra. Unas ventanas desnudas, en lo alto, habrían recibido luz, si hubiera habido luz para recibir. Una puerta opuesta conducía evidentemente a un cuarto más pequeño, con una escalera hacia el exterior. Pero no fue esto lo que ellos percibieron.

Una figura humana colgaba de una fina cuerda atada a una viga del techo. Eso fue todo lo que Dennis vio: el cuerpo con el cuello roto y dándoles la espalda, antes de que la luz de Sir Henry Merrivale se apagara de golpe.

—Usted se precipita aquí enloquecido. Esa figura ahorcada salta ante usted y usted se precipita y tira. Después va, corriendo, al cuarto más pequeño. Y, para culminar todo esto, un oficial alemán, un hombre de verdad, que respira, surge frente a usted. Usted aprieta el gatillo, casi convencido de que se ha enloquecido, pero sólo se oye un ruidito. Sus municiones se han terminado.

»¡Ahora, idiota —ruge el instructor—, ha perdido la partida! Ha utilizado usted su última hala. Si este hombre fuera realmente un alemán, usted estaría ahora muerto.

»Se le dijo que sólo disparara a los alemanes. Si hubiera mirado dos segundos esa figura, habría visto que era un civil que los alemanes ahorcaron por razones políticas. Pero no. Usted disparó sin pensar. Y ahora puede darse por muerto.

»Hum. Lindo trabajo. Fin de la prueba.

Sir Henry Merrivale se detuvo, olfateando. No encendió la luz de nuevo.

—Un momento —dijo Dennis. Su voz le fue devuelta por el eco de aquel sótano cerrado y mal oliente.

—¿Qué, hijo?

—¿Dice usted que una persona viva aparece frente a ese soldado con el fusil?

—Hum.

—¿Y si el soldado no hubiera disparado su último tiro?

—El instructor sabía cuántos disparos se habían hecho. El instructor hubiera señalado. De todos modos, hijo —Sir Henry Merrivale habló dolorosamente—, no es un trabajo que yo hubiera tenido prisa por hacer. ¡Oh, no, Dios mío!

—¿Y quién manejaba las figuras arriba?

—El instructor. Por medio de un timbre detrás de cada puerta, que ustedes estaban demasiado excitados para ver. Todo, menos el muñeco de afuera. Ése se maneja desde el fondo de la casa. Ustedes ven…

—Encienda la luz —dijo Beryl con una voz que se elevó agudamente—. ¡Por amor de Dios, encienda la luz!

—Iba a hacerlo, muchacha. Mire otra vez a la figura ahorcada.

Otra vez el rayo de la linterna eléctrica iluminó el cuarto.

Sórdida y desarreglada, colgaba allí la figura de una mujer, en un sucio vestido de fantasía, agujereado por las balas. Una asquerosa bufanda estaba echada sobre su cabeza, como la caperuza de un verdugo. Estaba de espaldas a ellos, balanceándose un poco cuando entraba el viento. Llevaba en las manos mitones tejidos. Dennis, mirando aquella muñeca, mientras la luz la recorría lentamente, dio un paso hacia adelante.

Las muñecas, por bien hechas que estén, no llevan medias de seda tostada, con las costuras cuidadosamente arregladas en la parte trasera de las piernas. No llevan zapatos marrones bien lustrados, ni uno suelto, de modo que se puede ver el tobillo de la muñeca. No…

Bruscamente, Beryl West se movió. Se llevó el puño a la boca y se mordió, fuertemente, las coyunturas de los dedos.

—¡Oh, sí —dijo Sir Henry Merrivale—, es el cuerpo de Mildred Lyons!