Fue Beryl quien gritó: ¡No lo creo!
Después Dennis no miró ya a Beryl. No se atrevía a hacerlo.
—Muéstrales, querida —pidió el señor Herbert—. Esta historia pertenece ahora a todo el mundo.
Clara Herbert usaba demasiados cosméticos. El lápiz de labios y el rojo de las mejillas sólo servían para disipar una genuina belleza, que permanecía, como sugiriendo a Dafne, alrededor de la frente y en la barbilla. Ansiosamente, como si necesitara hacer algo, abrió su cartera y buscó algo dentro. Sacó una pequeña hoja de papel gris doblado. Lo tendió vagamente, mirando a uno y a otro, sin saber a quién dárselo.
El señor Herbert se lo quitó y lo entregó a Dennis. Era una breve nota garabateada bajo un membrete que decía: El Viejo Patio, Aldebridge. Dennis leyó en voz alta:
Queridos papá y mamá:
Me voy con Bruce. Lo amo. Todo está muy bien. Después les explicaré.
DAFNE
Clara Herbert despertó.
—Nuestra doncella —dijo— los vio irse juntos a través del campo. El señor Eg…, el señor Ransom según se llama ahora, y Dios sabe cómo se llamará después, llevaba en la mano la maleta de Dafne. Subieron al autómovil, a la voiturette, la que había desaparecido durante la noche, y partieron.
La garganta de Dennis estaba seca. Dio vuelta a la nota entre los dedos.
—¿Podría usted decirme cuándo ocurrió eso?
—Cerca… cerca de una hora después de empezar el día. ¿No es eso lo que dijo Molly, Jonathan?
—Sí, creo que sí.
—Mr. Quiensea —continuó Clara Herbert con esfuerzo— apoyó una escalera contra la ventana para que Dafne descendiera. Como en una novela o cosa parecida. El…
Cerca de una hora después de empezar el día.
Los sentimientos de Dennis acerca de Bruce Ransom, al oír estas palabras, no pueden describirse fácilmente.
—¿Por qué, pensó en una especie de furia, tuvo Bruce que ver a Beryl antes de eso? ¡Hubiera sido mejor que la matara directamente! Mejor apuñalarla en el corazón y terminar de una vez, que tender aquella grotesca trampa y hacer que Beryl oyera unas horas después los detalles: el autómovil, y la maleta, y la escalera. Por un momento, en el deslumbramiento de su ira, Dennis, literalmente no pudo ver.
Lo despertó un sollozo de Clara Herbert.
—Yo hice lo mismo una vez —dijo la señora Herbert—. Dios me ampare. Es todo culpa mía. Dafne es una criatura. No tiene juicio. Ella…
—No te preocupes, querida —dijo su marido muy gentilmente—. Yo me ocuparé de todo.
A través de todas estas emociones resonó la pesada voz del comandante Renwick, llena de sentido común, pero en un tono de capricho desesperado.
—¡Herbert, hombre! ¡Mire, escuche!
Los ojos de Herbert se movieron.
—¿Sí?
—Por un momento, ¿sabe usted? —el comandante Renwick ensayó una profunda risa— temí que hubiera pasado algo serio. Pero, como dijo Miss West acerca de los destrozos de este cuarto, pudo haber sido peor.
—¿Pudo?
—¡Naturalmente que pudo! ¡Mire!
—Estoy mirando.
—Ransom, después de todo, es una gran figura conocida que debe ganar mucho dinero. Si él y Dafne toman esto en serio, quiero decir, si piensan casarse, ¿dónde está lo malo? Aunque a usted no le guste Ransom, y a mí tampoco me agrade, ¿qué tiene usted contra él?
—Él es Roger Bewlay —dijo el señor Herbert.
—¿Él es qué?
—Él es Roger Bewlay.
—¡Tonterías! —dijo el comandante Renwick, extendiendo los extremos de sus labios de manera que también se extendieron el bigote y la barba. Y parecía excitado: las arrugas horizontales de su frente, y las que surgían de sus ojos, parecieron más profundas cuando hizo una mueca de burla.
—Usted está un poco atrasado, seguramente. Todo eso ha terminado. Sir Henry Merrivale…
—Basta de arrojarme a Merrivale a la cara. Merrivale se ha equivocado antes y puede equivocarse ahora. De todos modos…
Distraídamente, acariciando el brazo de su mujer, Jonathan Herbert estudiaba un rincón del techo.
—Le dije a Ransom lo que iba a hacer —dijo Herbert amablemente— si él intentaba ver de nuevo a Dafne. Aparentemente no creyó que yo hablaba en serio. Ya se enterará de que era así.
Un silencio mortal.
—Querida —dijo Jonathan Herbert, empujando a su esposa hacia adelante—, éste es el señor Foster. Es amigo de Ransom. Pero no se le parece —añadió rápidamente—, no se le parece. No, no, no. Joven —dijo, mirando a Dennis— me dirijo a usted. Como socio de un viejo amigo mío, James Mackintosh, usted debe… es decir… recurro a usted para que me ayude.
—¿Que lo ayude en qué?
—¿Dónde han ido esos dos?
—No lo sé, señor Herbert. ¿Cómo habría de saberlo?
—¿No tiene usted idea?
—¡Absolutamente ninguna!
—Posiblemente a Londres —dijo pensativo, el señor Herbert—. Eso es lo más lógico. Londres. Pero ¿por qué una fuga ahora? ¿Por qué una fuga precisamente ahora? —Otra vez miró—. ¿Tiene Ransom alguna razón especial para ir hoy a Londres?
—No, que yo sepa.
—¿Algún compromiso o cita de negocios, algo de ese tipo?
—Lo único que recuerdo —dijo Dennis— es que hace ya tiempo, más de un mes, dijo que tenía un contrato de radio en octubre. Pero…
—¡Radio! —dijo el señor Herbert.
Inmediatamente Dennis deseó haberse mordido la lengua. Porque la mirada de Jonathan Herbert, vagamente sorprendida del desorden de la habitación, pero descartándolo, como cosa sin importancia, recorrió todo y, con una especie de sobresalto, encontró una copia del Radio Times entre los papeles diseminados en el suelo.
—¡Por favor, permítame! —interpuso Beryl.
Y entonces, ante la estupefacción de Dennis, Beryl se precipitó para ayudar. Mostraba escasamente lo que debía sentir, excepto en la respiración rápida y agitada, y el siniestro brillo de sus ojos. La joven sonrió. Tomando el Radio Times comenzó a volver las páginas.
El aire de aquella sala era demasiado espeso y cálido, cargado con el gran peso de un trueno que todavía no había estallado. La tormenta se movía desde el este. Ya, fuera de las ventanas occidentales, unas nubes de humedad y de humo se movían hacia una media luz tan profunda que Beryl tuvo que aproximarse a las ventanas.
Beryl encontró el artículo que buscaba. Su voz, muy rápida, resonó de una manera que hirió los nervios de Dennis.
—«Teatro de la Noche del Sábado» —leyó en voz alta—. De nueve y cuarto a diez y media: Bruce Ransom en El Capitán Cortagargantas, de William Harman. Adaptado para la radio por…
Y, con una amplia sonrisa, tendió la revista a Dennis.
—Esta noche —murmuró el señor Herbert— lo tengo.
Clara Herbert le apretó el brazo.
—Tu guía de trenes —dijo—. Jonathan, tú siempre tienes una. ¿Dónde está la guía?
—Escucha, querida —dijo el señor Herbert, levantando la barbilla—. Tú puedes venir conmigo a Londres, naturalmente. Pero prométeme que no intervendrás.
—Jonathan, ¿tú no harás ninguna tontería?
—Eso, querida, como diría el Doctor Joad, depende de lo que entiendas por tontería. Trataré a Roger Bewlay como Roger Bewlay se merece.
—Dafne no debe cometer el mismo error que yo cometí. No debe.
—Ya lo sé, Clara. ¿Quieres dejar esto librado a mi criterio? —El señor Herbert se volvió a los otros—. Muchas gracias —dijo cortésmente.
Otra vez con el brazo alrededor de la cintura de su mujer, la condujo hasta la puerta. Ambos parecían cegados en esa histeria doméstica que, por momentos, es peor que la más negra de las tragedias. Dennis, Beryl y el comandante Renwick no se movieron. Oyeron a Clara Herbert tropezar en el vestíbulo.
Pasaron unos segundos antes de que Dennis hablara.
—¡Beryl, por el amor de Dios!
—¿Pasa algo, querido? —preguntó ella fríamente.
—Ese hombre —señaló con el dedo hacia la puerta— cree realmente que Bruce es Roger Bewlay. Lo cree. Va a…
—Entiendo perfectamente, querido. —Beryl lo miró con una sonrisa fija y brillante—. ¿Sabes algo sobre radio?
—Muy poco. ¿Por qué?
—Para una larga representación, como la del «Teatro de los Sábados», siempre hay, por lo menos, dos días de ensayos. Bruce estuvo aquí ayer todo el día, ¿verdad?
—Sí. ¿Quieres decir…?
—¡Oh, Dennis! Quiero decir que Bruce ha llamado para decir que no puede representar, y así pondrán a alguien en su lugar, aunque será demasiado tarde para cambiar los nombres en los anuncios. Eso es todo.
—Pero ¿supongamos que Bruce quiera impresionar a Dafne y represente finalmente?
—Ya habrán contratado a otro para ese momento. Bruce no podría representar aunque quisiera hacerlo. —La voz de Beryl se elevó—. Si la familia Herbert insiste, deja que armen un escándalo en la radio. Es el sitio donde no encontrarán a Bruce.
Dennis la miró.
—Entonces, pese a todo… todavía tú…
—¿Todavía qué? —preguntó Beryl agudamente.
—Nada.
Dejó caer el Radio Times sobre el piso. En su otra mano apretaba la nota de Dafne, arrugada ahora hasta ser una bolita. Dennis la estiró y la leyó otra vez. Como un hombre que aprieta masoquisticamente la lengua contra una muela que duele, leyó la nota una y otra vez.
Queridos papá y mamá:
Me voy con Bruce. Lo amo. Todo está muy muy bien. Después les explicaré.
DAFNE.
En cuanto a los sentimientos de Dennis… Bueno. Eso no importaba. Una muchacha a quien había visto por tan breve tiempo, con quien había cambiado unas pocas palabras, no podía esperarse que se hubiera fijado en él, y mucho menos que hubiera pensado en él en medio de su avasalladora pasión por Bruce Ransom. Lo que Dafne había dicho sobre haber despertado, sobre estar curada de un enamoramiento, había sido dicho, seguramente, en uno de esos estallidos, que se pueden esperar en cualquier persona, por sensata que sea.
De todos modos: ¿qué diferencia había?
El recuerdo de veinticuatro horas puede desaparecer fácilmente de la vida de un hombre, del mismo modo que se olvidan los duelos, y el dolor físico, y cualquier cosa desagradable. Sin embargo, la cara de Dafne, tal como la había visto la noche anterior, reaparecía en su mente y borraba toda lógica.
—¿No comprendes, Dennis? —gritó Beryl, después de unas palabras que él no comprendió.
—¿No comprendo qué?
—Esos viejos tontos tienen en verdad razón, cuando se piensa en ello. Todo lo que el señor Herbert necesita es tiempo para tranquilizarse. Y yo he dado ese tiempo. No podrá encontrar ahora a Bruce.
—No —dijo Dennis— y tampoco nadie podrá encontrarlo. ¿Crees realmente que han ido a Londres, Bruce y Dafne?
—Así lo espero. Lleva a la hija del vicario a su apartamento. Es un apartamento muy bonito. Yo he estado allí.
—¿Dónde queda?
—En el bosque de St. John. Pero el número no figura en la guía de teléfonos, así que el viejo no podrá encontrarlo.
Dennis retiró sus defensas.
—Beryl —dijo—, Bruce no puede ser un cochino tan grande.
—Querido —dijo Beryl ligeramente, como un eco de los pensamientos de él— ¿qué importa eso? ¿A quién le importa? Indudablemente hay una explicación. Y no creo que Bruce sea la más noble de las criaturas. Pero ¿a quién le importa?
—Más aún —dijo Dennis súbitamente—, hay algo muy raro en todo esto.
—¿Por qué dice usted eso? —interrumpió el comandante Renwick.
Renwick había estado allí, tan silencioso, con su deforme y alta figura en la escasa luz, que ambos lo habían olvidado.
—En primer lugar: ¿no le parece a usted raro que Bruce haya recorrido todo el lugar en ese automóvil, con la policía detrás, y que nadie lo haya visto? Es como si la policía tratara deliberadamente de…
En la mesita rota, junto a la chimenea, el teléfono empezó a llamar agudamente.
El comandante Renwick, empujándolos hacia atrás, fue a atenderlo. El teléfono le habló unos pocos segundos antes de que él volviera a colocarlo con un ruido en la horquilla.
—Sir Henry Merrivale —les dijo— está abajo, en la sala de fumar. Quiere que ambos lo acompañen. Es muy importante.
—¡Sir Henry Merrivale! —dijo Beryl, como alguien que vislumbra una esperanza en el desierto.
Su salida del cuarto fue rápida y poco cortés, aunque Renwick no pareció notarlo. Él permaneció quieto, pensativo, con la mano todavía apoyada en el teléfono.
Era la primera vez que Dennis entraba en la sala de fumar, abajo. Al igual que el vestíbulo, la sala sufría un poco con la luz diurna. Sus mesas y sus sillones con sus brillantes almohadones de cretona, su blanco para tirar flechas, su mesa de billar, y su piano quemado por los cigarrillos, tenían ahora un aire de somnolencia.
A primera vista la sala parecía desierta, porque sus dos ocupantes estaban sentados en una recova muy profunda de la pared oriental, que era casi como otro cuarto. Altas ventanas con muchas luces, en fila, enfrentaban la terraza, la playa y el mar. Fuera, en la penumbra, sobre un mar espumoso, grandes olas corrían y se rompían y estallaban más allá de la tenaza, en un fantasmal despliegue de espuma.
Los dos ocupantes eran Sir Henry Merrivale y el Inspector Masters. Al oír las primeras palabras de Sir Henry Merrivale, Dennis tomó a Beryl por la muñeca y la arrastró a un lado de la recova. Desde allí podían oír lo que se decía, aunque no veían ni eran vistos.
Porque las primeras palabras de Sir Henry Merrivale fueron:
—… ¿está claro, entonces, por qué Chittering se emborrachó anoche?
—¡Oh, ah! —admitía Masters—. Me veo obligado a reconocer que es un buen argumento.
—¡Con la historia del teatro en la punta de los dedos! ¡Y algo que había pasado en la primavera del 88! Irving no estaba en el Lyceum esa temporada. ¡Ah Dios! —suspiró el gran hombre con melancolía—. ¡Ésos eran días, Masters!
—Así es, Sir Henry. Pero…
—¿Le conté alguna vez, hijo, cómo en una función de aficionados representé el papel de Shylock frente al mismo Irving? Con las manos en las mangas, así. Y con una elegante barba negra de dos pies de largo, y un hongo metido hasta las orejas para dar una nota realista. —La voz de Sir Henry Merrivale habló con una extraña tonalidad de falsete—. «¡Tres mil ducados, bueno!» Masters, ¿quiere que le recite el principio?
—¡Hum! —dijo Masters rápidamente—, otra vez, quizás. Otra vez. Yo le preguntaba…
—Y el actor más grande de todos, Masters, me dijo: «Mi querido amigo, ésa fue la mejor…»
—Sé que, en realidad, nunca dijo nada por el estilo —dijo Masters—. Oí la verdadera historia cuando estábamos mezclados en el caso Pineham. Él dijo…
—Vea, hijo —interrumpió Sir Henry Merrivale muy seriamente—, ¿quiere callarse y dejarme seguir con el asunto Bewlay? ¿O seguirá sacando historias que están fuera de lugar, como mi aventura teatral?
Un extraño ruido surgió del lugar donde estaba Masters, dominando el romper de las olas.
—¿Se le ha ocurrido alguna vez, Sir Henry —preguntó conteniéndose— que usted podía ser asesinado?
—¿Yo? —repitió Sir Henry Merrivale completamente asombrado.
—Sí, usted.
—Sinceramente no sé de que está hablando, Masters. Yo soy amigo de toda la raza humana; lo soy. Sudo la leche de la bondad humana como los chorros de agua de Versalles.
—Prácticamente perfecto, ¿no?
—Bueno… no. —Sir Henry Merrivale tosió modestamente—. Soy un hombre modesto. No quisiera decir tanto, no.
—Entonces ¿quiere usted dejar de demostrarse tan condenadamente superior sobre todo? Yo no digo —Masters parecía desear ser justo—, no digo que esos puntos que usted nos dio ayer no hayan sido útiles, y más importantes que lo que pareció al principio.
—Gracias, hijo.
—Pero ¿quiere usted borrar esa señorial burla de su cara cuando dice que, una vez que sabemos que Bewlay está en Aldebridge, o en las cercanías, hay claras trazas de dónde buscarlo y de saber quién finge ser?
—Tan claro como un gato caminando sobre pintura fresca.
—¿Cómo? Esa obra teatral acerca de Bewlay…
—Escuche, Masters: hemos oído mucho sobre esa obra, que se supone una reconstrucción de la vida de Bewlay, después que dejó de matar mujeres. Pero eso es sólo ficción. Puede usted apostar su camisa a que Bewlay, el autor, no escribirá lo que realmente le sucedió. Eso sería demasiado arriesgado, aun para una obra bajo nombre supuesto.
La gran voz de Sir Henry Merrivale tenía una nota de angustia.
—Nadie parece haber pensado, Masters, qué haría un individuo de ese especial y peculiar carácter. Supongamos que usted es Roger Bewlay.
—Está bien —dijo Masters—; le diré francamente, señor: he tenido tantas preocupaciones con este asunto que puedo imaginar que soy cualquiera.
—Estamos once años atrás y usted ha cometido lo que se llama un cuarto asesinato. ¿Comprende?
—Bien, ¿entonces?
—Usted ha estado largo tiempo superando…
La voz de Masters se agudizó, sobre el ruido del mar.
—¡Pare un momento, señor! No lo sigo muy bien en ese punto.
—¡Oh, hijo mío! De niño usted sufrió un terrible complejo de inferioridad con respecto a las mujeres. Es sólo a los veintitantos años, cuando usted está en Londres, exiliado y sin dinero, que empieza a comprender algo diferente. Eso no es extraño, Masters. El don Juan más completo que he visto no tuvo una historia amorosa hasta los veintiséis años. Pero, lentamente, usted comprende, con deleite, que las mujeres son presa fácil. Usted sólo tiene que sacudir el árbol y caerán como manzanas maduras.
»¿Y entonces, Masters?
—»¡Alegría, aleluya! Medios económicos. También una confianza en sí mismo que crece y se fortalece cada día. Aquí es donde usted empieza a mostrar los dientes, Masters. Así es cómo usted puede disfrutar del placer de estrangular muchachas como Andrée Cooper, para mostrar su poder sobre todo el otro sexo.
Sir Henry Merrivale hizo una pausa.
En la salitrosa y fría tiniebla de la sala, Dennis Foster miró a Beryl.
Un personaje se estaba reconstruyendo ante ellos, línea a línea, con el color y los gestos y con el malvado mecanismo del cerebro. El inconveniente enloquecedor era que el personaje no tenía rostro. Beryl, con los labios inciertos, estaba a punto de murmurar algo; Dennis le hizo señal de silencio y Sir Henry Merrivale continuó.
—Así es cómo usted se ve, Masters. Como un gran intelecto, incomprendido, que burla a confiadas mujeres y a la estúpida policía. Pero eso se torna peligroso. Y realmente no es necesario. Así, después de engañar por última vez a la policía, por una buena razón, usted desaparece en la isla con cetro[1], y no se vuelve a saber de usted hasta que mata a Mildred Lyons. Ahora le pregunto, Masters, en nombre de Esaú, ¿QUÉ HARÍA USTED?
Hubo un ruido como si Masters hubiera respirado profundamente.
—¡Aja —dijo Sir Henry Merrivale—, usted conoce ya los hechos, hijo! ¿Ve ahora la interpretación de los hechos?
—La veo —respiró Masters—, por Dios, la veo. —Su voz se elevó, tornándose ferozmente tierna—. En cuanto al señor Roger Bewlay, dijo ahora usa el nombre de…
En este momento, mientras las olas se rompían y lanzaban espuma contra los vidrios de la ventana, una cara inhumana surgió de la recova.
Era la cara de Sir Henry Merrivale, quien sin duda había oído el roce de un zapato o algún movimiento incauto. Apareció súbitamente, como una cabeza calva surgiendo de una caja de sorpresas. Su mirada estaba fija en los dos interruptores.
—¡Oh! —dijo Sir Henry Merrivale severamente.
—¿Señor?
—¿Han oído ustedes esta comedia?
—Sí —dijo Dennis—, hemos oído. Sin sacar mucho en limpio.
—Vengan —dijo Sir Henry Merrivale.
Se dirigieron hacia la recova, donde el inspector Masters, otra vez con su expresión vaga, estaba sentado en un sillón, con su libreta de notas abierta sobre la rodilla. Simplemente saludó a los dos recién venidos, y continuó tomando rápidas notas taquigráficas. Pero Sir Henry Merrivale los miró, con los puños en las caderas.
—Si no quiere decirnos nada —dijo Dennis, desesperadamente— no nos dirá nada. Pero puede que le interese saber, Sir Henry Merrivale, que Dafne se ha fugado con Bruce Ransom.
—Hum, ya lo sabía —dijo Sir Henry Merrivale con cara de madera.
—Más aún —exclamó Beryl—, alguien entró aquí anoche, y prácticamente ha destrozado el dormitorio de Bruce.
—También lo sabía.
—¡Pero usted no ha estado allí!
—Lo sabía —contestó Sir Henry Merrivale— de todos modos.
—El hecho es —persistió Beryl— que si usted esperaba probar algo con aquellas páginas del manuscrito original, no podrá hacerlo. Han desaparecido. Alguien las robó.
—¡Oh, no, no lo hizo! —dijo Sir Henry Merrivale Buscando en su bolsillo interior sacó un montón de páginas dobladas y las agitó en el aire—. Yo las tenía, muchacha, antes de salir anoche. Al menos —se ajustó los lentes y miró los papeles— tengo la mayoría de ellas. Dejé caer una hoja en el suelo, y creo que todavía está allí. ¡En fin, estoy seguro de que todavía está allí, junto con una notita que escribió Bruce Ransom! ¡De todos modos…
Y volvió a meter los papeles en su bolsillo.
—Éstos —dijo Sir Henry Merrivale golpeando el bolsillo— son sólo pruebas concurrentes. No condenarán a Bewlay por asesinato. Por eso los he llamado a ustedes dos. Para preguntarles si…
Los marcos de las ventanas crujieron. Bruscamente el Inspector Masters cerró su libreta de notas.
—Yo no lo haría, señor —previno—. Como ya le he dicho antes, yo no lo haría.
—Cállese, Masters.
—Miss West y el señor Foster no tienen nada que ver en esto.
—¿No? —preguntó Sir Henry Merrivale—. Oh, ¿no tienen nada que ver?
—Se lo digo francamente: es muy peligroso.
—Seguramente —asintió Sir Henry Merrivale; las ventanas estaban oscurecidas como si fuera noche y la blanca espuma bullía detrás de él—. Y Dafne Herbert está también en peligro. Está en el peligro mayor de su vida. Pero usted insiste.
Se volvió hacia los otros.
—Ustedes han sufrido mucho con esto —prosiguió Sir Henry Merrivale con oculta turbación— y yo no quiero seguir torturándolos como si… como si…
Se puso la mano sobre los ojos.
—Saben, es esto: esta tarde voy a hacer una expedición por mi cuenta. Desearía saber si ustedes quieren venir. Pero pueden suceder cosas muy desagradables.
Dennis miró a Beryl, que estaba aterrorizada, pero resuelta.
—Desagradables… ¿por qué?
—Porque —replicó Sir Henry Merrivale— va a haber infierno y marea cuando Roger Bewlay esté acorralado. No lo tomará sonriendo. Les prevengo esto. Bueno: ¿quieren venir?
Por primera vez el trueno retumbó en la distancia.