Débil y distante, la apremiante voz llamó a través de los sueños.
—¡Dennis, Dennis, Dennis! —decía. Y, como un fantasma, un gran barco navegó sobre un mar nebulosamente rosado.
Era un velero con jarcias, de tres cubiertas, del tiempo de Nelson, pintado de marrón con excepción de los cuadrados rojos alrededor de los cañones; sus altas velas, hinchadas por el viento, que corría desde el mar, llegaban hasta el extremo de sus pendones.
Él podía oír el murmullo de las olas elevarse a veces hasta un hirviente silbido, que salía del mar rosa. Sentía el sabor del viento en sus labios. Sin embargo, tal es el carácter de los sueños, que no había curiosidad de parte del durmiente y, mientras el mar golpeaba y silbaba, Dennis podía ver, más allá de ese barco, los acontecimientos de la noche anterior.
Como en un espejo invertido, podía ver a todos esperando interminablemente a Bruce Ransom, que no regresó. Podía verlos comiendo en el ruidoso y repleto comedor de La Bota de Cuero. Podía oír el aporreo del piano. Todo esto entre el estallido de las olas, rosadas cuando subían, mientras el barco de cien cañones y tres cubiertas se ponía en movimiento.
Dieron las diez, y Bruce no aparecía. Las once, y nada de Bruce. Medianoche, y todavía…
—¡Dennis, Dennis, Dennis!
Una mano tocó su hombro. Se despertó sobresaltado.
El barco era un modelo del Victory de Nelson, y estaba colocado sobre un estante frente al diván donde habían hecho su cama. El mar rosado era la rosada luz del alba, entrando desde las dos ventanas frente al Mar del Norte, y se derramaba en un cuartito oblongo, con muchos modelos de barcos en los estantes que rodeaban las paredes.
Por un momento, Dennis quedó inmóvil, aturdido. Después vio el escritorio achatado y comprendió. La oficina del comandante Renwick, naturalmente. Su cama había sido preparada en la oficina del comandante Renwick.
Oía, en realidad, el hirviente murmullo de la marea sobre la playa y sentía su frío a través de las ventanas abiertas. Junto a él, mirándolo con una expresión muy curiosa, estaba Beryl West. Llevaba una bata sobre su pijama, apretada a la cintura, calzaba chinelas y su cabello estaba desordenado.
—Lamento despertarte, Dennis. Pero debía hacerlo.
Espectral era aquella turbia luz rosada, llena de una luminosidad de pompas de jabón. Iluminaba un modelo del Royal George, de triste destino en el siglo XVIII. Y el primer Sovereign of the Seas, con su torpe velamen y sus brillantes cañones de bronce. Y el Golden Hind, con sus velas amarillas. La luz hacía que estos juguetes parecieran más grandes que en la vida real, lanzando exageradas sombras de velas y mástiles en los paneles de las paredes.
—¿Qué pasa, Beryl?
—He visto a Bruce.
Otra vez la marea murió sobre la playa. Dennis se sentó, completamente despabilado.
—¿Has visto a Bruce? ¿Cuándo?
—Hace menos de diez minutos.
—¿Dónde?
—El… el idiota —estalló Beryl procurando contener las lágrimas— trepó hasta la ventana de mi cuarto. Aunque no había razón para que no utilizara las escaleras. Me despertó y dijo…
—¿Dónde está ahora, Beryl?
—Se… se ha ido de nuevo.
Otra vez hubo un silencio en aquella siniestra luz mortal entre los modelos de barcos.
—¿Le dijiste —dijo Dennis agarrando las ropas de la cama— que toda la policía del condado estaba en busca de ese infernal automóvil? ¿Que no sospechan nada de él ahora, pero que, si no vuelve rápidamente, sin duda se meterá en algo muy serio?
—No, no le dije —contestó Beryl—. No pensé en ello. ¿Sabes? Él me ama.
Beryl se sentó en el borde del diván. Se apretó los ojos con las manos. Contra toda su voluntad, empezó a llorar: no con sollozos, que podía reprimir, sino con dolorosas lágrimas que corrían entre sus dedos.
La compasión, un profundo afecto que iba más allá de las palabras, tocó el corazón de Dennis Foster. No dijo nada. Simplemente puso su mano sobre el hombro de Beryl, y la mantuvo allí mientras ella lloraba y lloraba, y luchaba tan convulsivamente para contener las lágrimas, que todo su cuerpo temblaba.
—Está bien, Beryl.
—No está bien. —Sacudió la cabeza con violencia—. Pero tenía que decírtelo. —Entonces, como para cambiar de tema, vehementemente, miró por encima del hombro con ojos lacrimosos, y añadió—: Cielo rojo por la mañana: los marineros deben tomar precauciones.
—¿Qué te dijo Bruce, Beryl? ¿O es una pregunta indiscreta?
—Claro que no es una pregunta indiscreta. Viniendo de ti. —Beryl apoyó su mejilla contra la mano de Dennis—. Él… él…
—Sigue, Beryl.
—Me tomó por los hombros y dijo: «Tú y yo somos el uno para el otro. Somos de la misma especie. Hablamos el mismo idioma. Hablaremos después». Y entonces se fue, en esa extraña luz de antes del alba. Yo… yo sé que parece tonto. Pero me halaga que haya trepado por mi ventana.
—Pero ¿no dijo nada, Beryl?
—¿Cómo no dijo nada?
—¡Dónde había estado! ¡Qué había hecho! ¡Cualquier cosa!
—No. ¡Oh!… Sólo que rió de esa extraña manera, ¿recuerdas? Ese ataque de risa que tuvo cuando hablábamos con él de algo que se leía al revés. Creo que todavía está preocupado con eso.
Dennis sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
—¿Qué pasa con… Dafne Herbert?
—Nunca estuvo enamorado de ella —dijo Beryl, quitando súbitamente las manos de la cara y hablando con gran intensidad—. Yo sé que nunca estuvo enamorado de ella. Lo sabía, y siempre pensé que estaba representando.
—¿Conscientemente?
—¡Oh, Dennis! No. Bruce se había convencido de que él era el protagonista de la obra. Así que, naturalmente, imaginó que se enamoraba de pies a cabeza de Dafne Herbert.
(Farsa —pensó Dennis—, farsa. ¿Qué es lo real?)
—Y para dar su parte a la hija del clérigo, ella tampoco ha estado jamás enamorada de él. Ella también lo sabe. Simplemente estaba hipnotizada por un misterioso desconocido que tenía una conversación fascinante. Ella no es su tipo para nada serio, ¿no lo ves?
Y, pese a las maldiciones de Beryl, que más parecían una plegaria, las lágrimas corrieron otra vez entre sus dedos.
—¡Tranquilidad, querida! Ahora eres feliz, ¿verdad?
—Sí. Soy completamente feliz. Por eso lloro de esta manera. ¡Pero, Dios mío, Dennis, he sido tan desdichada!
—Lo sé.
Beryl se puso de pie. La marea rebullía más allá de las ventanas abiertas. Un viento frío entraba; la turbia luz rosada se ensanchó en franjas de púrpura y de blanco, poniendo una ilusión de movimiento en los modelos de barcos, con sus dorados, y sus cañones, y sus cordajes.
—¿Te acuerdas de anoche, Dennis? —preguntó ella—. ¿Cuando Sir Henry Merrivale nos echó a todos del cuarto y no nos dejó oír su llamada telefónica, después que tuvo su gran inspiración? ¿Y después, cuando nos vimos envueltos en aquella fiesta en el bar, cuando tu amigo Chittering se emborrachó atrozmente?
—Sí, recuerdo.
—Yo creí que había llegado al final de mis fuerzas. Creí que no podía resistir más. Y esta mañana todo es diferente. Yo… yo saldré ahora de tu cuarto, querido, para no provocar un escándalo en La Bota de Cuero. —Beryl trató de sonreír bajo sus enrojecidos párpados—. ¡Quiero decirte que cualquier cosa que pase ahora, cualquier cosa que pase, no me importa! Había algo que parecía exaltación espiritual en su voz. Ella juntó las manos. Después la puerta de la oficina se cerró tras de ella, con el sonido del picaporte contra el murmullo del hotel.
Dennis volvió a poner la cabeza en la almohada.
Pensó que estaba totalmente despierto. Pensó que había nuevas espinas para mantenerlo despierto: el problema de Bruce, riendo salvajemente antes del alba; el problema de Dafne Herbert, en el que no quería pensar. Pero el gran peso del cansancio lo sumió en la oscuridad antes de que su cabeza descansara dos minutos sobre la almohada.
Esta vez no fue agradable.
Esta vez todos los barcos entraron en su sueño, como los barcos piratas del Caribe. Sus imágenes eran confusas, como sus propias experiencias en el destructor Afreet, más allá de Creta. Hombres con las piernas desnudas y aros en las orejas, amontonándose en cubierta, se mezclaban con Stukas en picado que gritaban y gritaban otra vez.
En aquel infierno, la isla de Creta se convirtió en la isla de Jamaica, donde el adolescente Roger Bewlay aprendía oficios en el clima subtropical, «desde pelear a cuchillo hasta el arte de practicar los ritos Vudu». El mismo Bewlay se convertía en parte del ruido y del humo, enfurruñado y amenazando ferozmente a Dafne Herbert. Una vez más el relámpago de un cañonazo se ahogó entre la estela de un Stuka en picado.
Alguien pronunció el nombre de Dennis, aguda y autoritariamente.
Él se sentó de golpe, arrancándose de los sueños.
Su primer pensamiento, con ese sentimiento de alivio que nos indica que hemos reposado largo tiempo, fue que había dormido todo el día y que la noche se acercaba. Afuera, el cielo se oscurecía, con pequeños golpes de viento que eran demasiado cálidos para un sábado seis de octubre.
—No quiero molestarlo —dijo la voz del comandante Renwick que estaba de pie junto a él—. Pero son más de las diez.
—¿De la mañana?
—Naturalmente. —Renwick sonrió debajo de sus pesados párpados—. Si no se apura temo que se quedará sin desayunar.
Dennis sacudió la cabeza para aclarar las ideas.
—¡Oh, sí, claro! Estaba durmiendo.
—Hablaba en sueños. Creí entender… Perdone: ¿alguna vez ha servido en la marina?
—Sí.
—¿De veras? ¿En qué barco?
—Primero en el Afreet, antes de que lo hundieran cerca de Creta. Después en el Wraith y después en el Stiletto.
—Destructores, ¿eh? El trabajo más malo en el servicio. ¿Le gustaba?
—No mucho. Especialmente cuando dieron a nuestra chimenea delantera.
—¿Le cayó mal? —dijo el comandante Renwick haciendo un ademán de girar sobre su estómago como alguien que indica nervios.
—No estoy seguro. Todo parece ahora remoto. Lo que mejor recuerdo es el juego de dados.
Las ventanas se oscurecían, lanzando un velo sobre los modelos de barcos. Cielo rojo por la mañana: los marineros deben tomar precauciones. El comandante Renwick, que había recobrado parte de su primitiva suavidad, pero que respiraba entrecortadamente, como si hubiera corrido, fijó sus ojos en Dennis, en forma penetrante y escudriñadora. Se aclaró la garganta.
—Señor Foster, cuando termine su desayuno, ¿quiere venir en seguida a la sala de su amigo Ransom?
El miedo hirió a Dennis de nuevo, tan agudamente como una flecha en el blanco.
—¿Ha pasado algo más? —dijo, más bien que preguntó.
Después su voz se elevó:
—¿Alguna otra maldita cosa ha pasado?
—Sí —asintió el comandante Renwick—, otra maldita cosa ha pasado.
—¿Qué es?
—Por favor, desayune primero. No podemos ofrecerle jamón y huevos. Allí encontrará donde lavarse —señaló una puerta en la pared, detrás de la cabeza de Dennis— si todavía no la ha encontrado. Después baje.
Y no dijo más.
Dennis se apresuró a afeitarse y a vestirse. En el gran vestíbulo, cuando salió de la oficina de Renwick, se había hecho desaparecer toda huella de la fiesta nocturna. Un viento salado atravesaba el vacío hotel, que parecía tener más del número habitual de ventanas y puertas abiertas.
En el comedor, que se abría después del pasaje al fondo del vestíbulo, había muchas mesas con manteles como la nieve, para el negocio del comandante de dar comida a viajeros. Pero Dennis era ahora la única persona allí. Probó, servido por un mozo heladamente desaprobador, un desayuno que parecía sin gusto, y esperó sólo el tiempo de beber cuatro tazas de té antes de subir.
La puerta de la salita de Bruce estaba cerrada. Eso le dio otro sobresalto. Golpeó.
—¿Quién es? —preguntó desde adentro la voz de Renwick.
Dennis gritó algo en respuesta y la puerta se abrió.
—Mire alrededor, señor Foster —dijo sombríamente Renwick— y diga si esta situación no es intolerable.
El comandante Renwick y Beryl West, que llevaba un vestido color durazno y joyas, estaban en medio de una habitación en ruinas.
No era sólo que la sala de Bruce estuviera revuelta. Era como si hubiera sido atacada por un loco. El asiento gris y azul, las sillas grises y azules, habían sido cortadas y apuñaladas con un agudo cuchillo. La mayoría de los palos de golf de Bruce, fuera de la bolsa, en un rincón, estaban rotos, como si alguien los hubiera partido sobre la rodilla. La máquina de escribir estaba dada vuelta, y un montón de cartas y de papeles cubrían buena parte de la alfombra. La máquina de escribir, que ahora era sólo un pedazo de retorcido metal, había sido golpeada con un objeto contundente, probablemente un hacha. Hasta la mesita del teléfono, a un lado de la repisa de mármol azul, yacía en el suelo, partida en dos.
Pero Beryl, con el rostro resplandeciente y los ojos en un extático sueño, estaba más hermosa que nunca, y no parecía intranquila. En verdad apenas parecía advertir nada.
—Después de todo, señor Renwick —dijo consoladoramente—, pudo haber sido mucho peor.
—Naturalmente, podían haber incendiado el hotel —dijo Renwick con poderoso resentimiento—. Hubiera sido mucho peor. ¡De veras!
—Quiero decir que, cuando usted me lo dijo, yo temí que alguien hubiera sido… herido.
—También lo temí yo —dijo Dennis.
—Pero ¿por qué —preguntó Renwick, extendiendo los dedos hacia los destrozos—. ¿Por qué?
—¡Oh, querido! —Beryl hablaba tranquilamente, queriendo ayudarlo, pero el ensueño de sus ojos no la dejaba concentrarse en asuntos mundanos—. ¡El manuscrito!
—¿Qué dice usted?
Beryl caminó suavemente sobre los papeles de la alfombra, tan exaltada y llena de energía como si tuviera que contenerse para no correr. Se acercó a la máquina dada vuelta, se inclinó, y abrió el cajón. El cajón estaba vacío.
—¡Por favor —pidió al comandante Renwick— no diga que no entiende! Todo el mundo en el vestíbulo hablaba anoche de eso. Bruce tenía un manuscrito, parte de una obra, donde se probaba que alguien sabía demasiado acerca de Roger Bewlay. Y ahora no está. Mire.
Renwick se acarició el bigote con sus largos y anchos dedos, que temblaban, y después tiró de su fuerte y corta barba castaña.
—¿El señor Ransom —preguntó— guardaba el manuscrito en ese cajón?
—Sí.
—Comprendo. ¿Sabía usted que lo guardaba en ese cajón?
Dennis empezó a reír.
—El asunto, señor Foster —el comandante Renwick habló con pulida cortesía—, tiene un indudable lado gracioso. La destrucción de esta clase es siempre graciosa. Es parte de nuestro sentido inglés del humor. —Su mano se movió, brevemente, y tocó su manga vacía.
—Perdón —dijo Dennis rápidamente—, quiero decir que la única persona que sabía con certeza que el manuscrito estaba allí, porque Sir Henry Merrivale jugó con éste delante de él, es la persona a quien no puedo asociar en modo alguno con este asunto: el señor Chittering.
—¿Horace Chittering? —gritó Beryl—. Creo que es una persona maravillosa.
—¿De veras, Miss West? —preguntó el comandante Renwick—. Me pareció la otra noche que él estaba un poco… un poco…
—¿Borracho? —añadió Beryl—. ¡Oh, estaba borracho como una cuba! Pero eso no me importa, ni siquiera importa que haya querido jugar conmigo. Y me contó algunas anécdotas del teatro durante la Restauración, que son realmente impagables, aunque, naturalmente, no se pueden imprimir. —Rió con deleite—. No veo el momento de llegar a Londres y contarlas a Nick Farren y a Judy Lester, y a San Andrews. Yo…
—¡Beryl! —dijo Dennis suavemente.
Beryl se calló, con las manos en las mejillas. «Debo dejar de disparatar» pareció decirse. «Debo dejar de disparatar». Y, así lo hizo, pero la soñadora sonrisa de excitación que curvaba sus labios, no la dejaba, ni tampoco el sentimiento que tenía de estar como volando, totalmente enamorada de la vida.
—Comprenda usted, comandante Renwick —se apresuró a decir Dennis—. El señor Chittering es inofensivo, pero no comprendo su psicología.
—¿No?
—No. Cuando usted le dijo por primera vez que todo era una broma y que no había tal criminal, pareció tan triste como un niño a quien le quitan un juguete. Después supo que Bewlay estaba por aquí. Y se asustó tanto que estuvo bebiendo whiskies toda la noche.
—¿No lo entiende, señor? —preguntó Renwick duramente—. Yo lo entiendo. Fantasías.
—¿Qué quiere usted decir?
—Todo estaba muy bien para Chittering, como para muchos, cuando veían a Bewlay como a una figura romántica que había matado mujeres en un pasado remoto. Pero tire un cuerpo muerto a los pies de esa gente —su ademán macabro fue enfático— deje que el barro les salpique la chaqueta, y todo es muy diferente. Siempre es así, cuando la muerte se acerca y mira a los ojos.
El comandante Renwick hizo una pausa.
—Chittering está bien, señor Foster. Pero está envejeciendo, y es tonto, y está solo. ¿Quién puede decir qué pasa en el corazón de un hombre solitario?
Después de un curioso silencio, en el que nadie sabía qué decir, Renwick caminó sobre los papeles hasta la ventana de la derecha, todavía abierta como la noche anterior, y se puso a mirar al campo de golf que se oscurecía.
—Lo lamento mucho —estalló Beryl.
—¿Qué lamenta? —preguntó Renwick, sin volverse.
—No… no sé. —Beryl hablaba con desesperanza—. Sólo que no debe prestar mucha atención a lo que yo diga hoy. Soy feliz, ¿sabe usted? Terriblemente feliz. Por eso tal vez hable sin sentido. Bruce…
La hinchazón de las cortinas grises de la ventana abierta, empujadas por una fuerte ráfaga, fue lo primero que les indicó que la puerta del corredor había sido abierta. Jonathan Herbert, con Clara Herbert, su mujer, colgada del brazo, avanzó unos pasos en la habitación. Quedaron allí de pie escuchando, orando quizás.
Dennis presintió la tragedia antes de que hablaran una palabra.
La cara del señor Herbert estaba tranquila y desapasionada, como si hubiera tomado una resolución. Pero la señora Herbert, a quien Dennis había visto sólo brevemente en el tren, estaba muda y parecía castigada. Vista de cerca era una mujer alta y rubia, próxima a la cincuentena, cuya cara, en aquel momento al menos, parecía más vieja que la de su marido. Estaban allí como un par de niños; y el señor Herbert, con un ademán extrañamente conmovedor, puso el brazo alrededor de la cintura de su esposa.
—¡Jonathan! —murmuró Clara Herbert.
El señor Herbert se humedeció los labios.
—Esperamos —dijo— que ustedes puedan ayudarnos.
El comandante Renwick pareció revivir entonces, con una cantidad de simpatía humana de la que Dennis no lo creía capaz.
—¿Qué pasa, viejo? —preguntó marchando hacia ellos con su pierna dura, de modo que casi tropezó con el escritorio dado vuelta.
—¿Qué es? ¿Qué ha pasado?
Otra vez el señor Herbert se mojó los labios.
—Dafne —dijo— ha huido con Bruce Ransom.