Con gran cuidado, Dennis cerró la puerta del balcón. En aquel enfermizo y desesperado momento, poco le importaba lo que sucedía. Sin embargo, luchó.
—¿Qué ha pasado? —repitió—. No entiendo.
Sir Henry Merrivale lo miró desmayadamente.
—¡Oh, hijo mío —indicó las horquillas que todavía estaban sobre la alfombra del dormitorio—, Mildred Lyons venía a ver a Ransom! Si el asesino la atrapó…
Entonces su tono cambió.
—Yo soy el Viejo Maestro —anunció Sir Henry Merrivale, hinchando tanto el pecho y adoptando tal aire de distante majestad, que hubiera dado crédito a Eduardo VII cuando se hacía pintar un retrato—. Si hay algo que ocultar a la policía, yo soy el hombre indicado. —Un espasmo de risa cruzó su cara. Después, su tono cambió otra vez—. Seriamente, hijo mío: si usted cree que yo diré una sola palabra a la policía que ponga en aprietos a mis amigos, usted no sabe lo que yo siento por ese reptil de Masters. Por amor de Esaú, ¿qué ha pasado?
—Venga al otro cuarto —dijo Dennis, brevemente.
Entraron en la salita, y Dennis cerró la puerta. Los papeles sueltos habían dejado de revolotear, como gallinas perseguidas. La bata de Bruce, con un pañuelo lleno de arena emergiendo del bolsillo, había sido arrojada en un rincón de un asiento.
Y Dennis contó a Sir Henry Merrivale toda la historia.
Comenzó con el encuentro en los campos de golf, dio todos los detalles, y expresó todo sentimiento de duda y de equivocación que había cruzado su mente. Sir Henry Merrivale, que miraba desde el asiento, fumaba un gran cigarro a cortas chupadas, como una máquina lanzando vapor y escuchaba mientras una expresión de angustia se extendía por su cara.
—¡Diablo! —murmuró.
—Sí, de acuerdo.
—¿Ransom —preguntó Sir Henry Merrivale— ha huido en un autómovil que no sabe conducir? Puede estrellarse contra cualquier poste y atropellar al primero que vea.
—Así es.
—¿Está loco?
—A veces creo que sí.
—Pero ¿adonde la lleva?
—No sé. —En verdad, Dennis tenía la respuesta, pero ésta se había deslizado de su mente y la había olvidado—. Todo lo que Bruce dijo —prosiguió Dennis— es que él escondería el cuerpo en un lugar en el que no se podría verlo, aunque se estuviera mirándolo.
Sir Henry Merrivale juró comprensivamente.
Y, sin embargo, debajo de esta superficie furiosa, Dennis tuvo la sensación de que el Viejo Maestro estaba contento. Sir Henry Merrivale había visto algo. Había golpeado algo. Se movía más cerca de un objetivo dentro de su mente. Había una especie de voluptuosidad en la manera en que aspiraba su negro cigarro.
Se puso de pie y comenzó a caminar de arriba abajo en el cuarto. Pero lo único que Dennis podía ver, en su imaginación, era la gran figura del Inspector Masters, junto con todos los terrores de la ley.
—¡Usted entiende, señor —estalló—, que todo esto ha sido a causa de un malentendido!
—¿Sí? —preguntó Sir Henry Merrivale mirando el escritorio de Bruce.
—Beryl y yo temíamos que usted creyera que Bruce era Roger Bewlay. Creímos que usted le había dicho a Masters…
—¿Yo? —Sir Henry Merrivale se volvió bruscamente y se quitó el cigarro de la boca—. ¿Yo? ¿Decirle a Masters? ¡Oh, hijo mío! Yo no he dicho nada a ese animal.
—¿No trabaja usted con él?
—Bueno. Eso depende de la definición. Durante once años —dijo Sir Henry Merrivale sombríamente— ha dicho que no necesitaba mi ayuda en este asunto. ¡Muy bien! Eso es justo. Pero puede esperar un poco más antes de que yo revele mis secretos. ¿Quizás usted notara que estuve un poco reticente y enigmático al hablar con Masters esta tarde?
—Cándidamente no noté nada.
—Un poco evasivo y cerrado, ¿no?
—Sí, puede decirse que sí.
—Sí —dijo Sir Henry Merrivale asintiendo vigorosamente—. Ése es uno de los motivos por los cuales no le he dicho a ese canalla qué pasa exactamente en este caso. El otro motivo por el que no le dije lo que sucedía…
—¿Sí?
Sir Henry Merrivale miró alrededor para tener la seguridad de que no lo oían.
—Bueno —confesó—, es que yo mismo no estoy muy seguro.
—Pero usted decía…
—Oiga, hijo. —Sir Henry Merrivale levantó la mano. Habló soberbia y sinceramente—. Yo sé lo que le sucedió a Mrs. X, la muchacha que aparentemente fue la cuarta esposa de Bewlay y que desapareció en Torquay. Sé cómo desapareció. Pero ¿qué sucedió con las otras tres? ¿Qué sucedió con las otras tres? —repitió con un rugido.
—¿Es eso tan importante?
—¿Si es importante? —Sir Henry Merrivale lo miró—. ¡Oh, Dios me valga!
—¿Y cómo supo usted que Roger Bewlay estaba aquí? ¿Es porque Bruce le confió algo acerca de esa obra?
Sir Henry Merrivale parecía preocupado.
—En parte, sí —concedió—, y en parte por algo que yo vi desde el principio y que me hubiera hecho erizar el pelo que no tengo. ¿Sabe usted?…
Soplando humo como un dragón, fue hacia el escritorio. El cajón estaba todavía abierto, y había estado abierto la mayor parte de la tarde. Poniendo su cigarro en el borde del escritorio, Sir Henry Merrivale cuidadosamente levantó las pocas hojas escritas de la obra, junto con el papel de la casa de té de Aldebridge. Con igual cuidado las puso junto a la máquina de escribir.
Súbitamente los ojos de Sir Henry Merrivale se movieron hacia el papel todavía colocado en el rodillo de la máquina de Bruce. Quedaron allí fijos unos segundos antes de que volvieran a moverse. Después, siempre de espaldas, Sir Henry Merrivale permaneció inmóvil tanto tiempo que Dennis se preguntó si no habría entrado en trance.
—¡Sir Henry Merrivale! —llamó.
—Sí, hijo. ¿Qué pasa?
Dennis pronunció sus sílabas fuertemente, con enunciación rotunda, como si estuviera hablando con un sordo.
—Yo no soy Masters, ¿sabe usted? —dijo—. Yo nunca he intentado dejarlo a usted de lado. Creo que su consejo es el mejor consejo en cualquier ocasión. Pero Beryl, Bruce y yo, para no mencionar a la familia Herbert, estamos enloquecidos.
Entonces hizo la pregunta directa.
—¿Quién es Roger Bewlay, señor? ¿Y cómo hizo desaparecer el cuerpo de aquella mujer?
Sir Henry Merrivale lo miró fijamente y después asintió.
—Sí —Sir Henry Merrivale lanzó un profundo suspiro—. Sí, hijo mío, creo que ha llegado el momento de poner algunas cartas sobre la mesa. En verdad creo que tal vez pueda usted ayudarme.
Dennis sintió que sus venas ardían con aquella locura de curiosidad que lo estaba devorando.
—¿Y, señor? —inquirió.
—Ya le dije al empezar este asunto —gruñó Sir Henry Merrivale recogiendo su cigarro del borde de la mesa— que ustedes no sabían cuál era su problema. Por eso todos se pusieron a mirar en dirección equivocada. La línea que debieron haber seguido, hijo, la huella que debieron haber seguido… es que…
En este momento alguien llamó precipitadamente a la puerta del corredor. Horace Chittering entró, seguido de cerca por el clérigo de agradable aspecto, que llevaba el sombrero en la mano.
Dennis Foster, aquel joven tan tranquilo, hubiera sido capaz de tirarles la máquina de escribir a la cabeza por molestar en aquel momento. Sin embargo, Chittering, con su rosado color aumentado por el número de whiskies bebidos, con la mirada húmeda y afable, no se intimidó. Las dos voces hablaron al mismo tiempo.
—Esperamos que no…
—Sentimos si…
Las dos voces chocaron: el rudo tenor de Chittering contra el fuerte barítono del vicario. Y ambos callaron inmediatamente.
—Mi querido amigo —urgió Chittering—, por favor, prosiga.
—No, no. Siga usted.
—Mi querido amigo —dijo Chittering, agarrando al otro del brazo—, insisto.
El reverendo Richard Berkeley era una de esas alegres y simpáticas personas a quienes la gente elogia diciendo que no parecen clérigos. Su cara hermosa, un poco chata, con una fuerte mandíbula, estaba rodeada por un cabello rubio, rizado en las sienes. Dennis no pudo menos de simpatizar con él. Le gustó la sonrisa y el relámpago de sinceridad en los ojos; pero todo desaparecía ahora en una profunda y continua preocupación.
Apretó el sombrero contra su corazón e inclinó un poco la cabeza.
—¿Creo —dijo cortésmente— que es usted Sir Henry Merrivale?
—Así es, hijo. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Deseamos —Berkeley miró a Sir Henry Merrivale fijamente en los ojos— disculparnos con el señor Ransom.
—¿De veras?
—El crimen no es asunto para charlar en broma. Trataré de recordar eso en el futuro.
—Pero ¿por qué desea disculparse con Ransom?
—Porque podríamos haber causado una seria tragedia con nuestra… con nuestras discusiones académicas. Dios sabe que tuve que impedir que uno o dos de mis feligreses vinieran aquí a causarle violencia física.
Este hombre, pensó Dennis Foster, es un hombre bueno en el mejor sentido de la palabra. La bondad brillaba en sus ojos. Su conciencia parecía lastimarlo como un dolor físico. El vicario se humedeció los labios resecos, mientras seguía apretando el sombrero contra su corazón.
—Lo extraordinario —prosiguió Berkeley— es que ninguno de nosotros reconociera a Bruce Ransom. —Otra vez miró a Sir Henry Merrivale con grave dignidad—. Señor, yo lo he visto a usted antes.
—¡Oh! —la voz de Sir Henry Merrivale era aguda—. ¿Dónde fue eso?
—Eso —replicó el vicario— es otra cosa extraordinaria.
—¿Por qué?
—Fue hace exactamente quince días, en el vestíbulo de El Faisán Dorado, en Aldebridge. Usted estaba sentado en un rincón con un diario cubriéndole la cara. Y un grupo de nosotros discutía… este mismo asunto.
—¿Roger Bewlay, quiere usted decir?
—¡No, no, no!
Las sílabas parecían brotar de Berkeley, quien irguió sus fuertes hombros.
—Quiero decir —corrigió— que no calumniábamos ni hacíamos escándalo. Chittering, si no recuerdo mal, dijo: «Hay un pequeño anuncio en los diarios que dice que Bruce Ransom va a hacer el papel de Roger Bewlay». Herbert tomó el diario y dijo: «Él no podrá hacer el papel si no tiene obra». Y Chittering dijo: «Bueno, aquí está la noticia, y aquí está el retrato de Ransom: miren».
—Entonces, señor —añadió el vicario— fue cuando lo vi a usted escondido detrás del periódico que sostenía sobre la cara, en la que brillaba una débil sonrisa, contenida y esperanzada. Era un poco como el bosque de Birnam yendo a Dunsinane. Eso hizo que mi atención se fijara en usted.
»Pero lo que es todavía más extraordinario —prosiguió, como si fuera ganando coraje— es la afición de Chittering al teatro…
—Mi querido amigo —protestó Chittering con ojos húmedos y benevolentes—. Mi querido amigo…
—¿No es un hecho?
—Del viejo teatro —gritó Chittering—. De los días en que los gigantes andaban sobre la tierra. De los días antes de esos cómodos, íntimos teatritos hechos especialmente para que los actores puedan oír al público. De Irving y de Tree, de Mansfield y de Sothern, de Forbes-Robertson y de Martin Harvey. Ése es mi estudio.
Aquí Chittering sacó un pañuelo y se sonó la nariz. Sir Henry Merrivale, cuyo cigarro se había apagado, lo miró largo rato.
Lentamente, Sir Henry Merrivale recogió las hojas escritas, junto con el papel de envolver, y jugó con ellas en la mano. Los otros dos las miraron con tal intensidad que la habitación pareció subir de temperatura.
—Entiendo, hijo —dijo Sir Henry Merrivale a Chittering—. Entiendo que usted está interesado en escribir obras.
Chittering se rió muy alegremente.
—Si se refiere usted —dijo— al librito que siempre llevo conmigo y que algunas veces he prestado a mis amigos…
—Hum… Justamente a eso me refería.
—Si escribo alguna vez una obra —dijo Chittering— será un drama heroico en cuatro actos. Del tipo de los que Tennyson escribió en el siglo XIX para Irving. La cultura —afirmó Chittering, que estaba tal vez borracho— está muerta. ¡Muerta, muerta, muerta!
Y agitó los dedos en el aire, como si lo hiciera sobre la tumba de la cultura.
—Tan muerta —dijo Sir Henry Merrivale— como Mildred Lyons.
Una especie de sobresalto atravesó el grupo. Pero Chittering no prestó atención.
—Yo —declaró— apruebo de todo corazón el disfraz de Ransom. Sí, sí, sí. Él ha confiado en su instinto. ¿Recuerdan ustedes la anécdota de Irving, en la biografía de Bram Stoker? «Ese individuo es un canalla. Le digo que he representado demasiados criminales. Sé que ese individuo es un canalla».
Otra vez Chittering rió con tanta fuerza que tuvo que secarse los ojos.
—Yo estoy de acuerdo. Pero temo que Renwick no lo esté. Renwick cree que él merece una paliza. Pobre, pobre Renwick.
—¿Qué pasa con Renwick?
—¿Ustedes… han observado que tiene solamente un brazo?
—Ahora que me lo recuerda, hijo mío, creo que tengo una vaga idea de eso. ¿Y?
—No lo perdió en la guerra. No. Fue atacado, en Port Said, por un portugués borracho. Con un hacha. —Chittering hizo el ademán de alguien que corta con un hacha—. A veces tiene pesadillas con asesinos. Renwick, creo, es un poco neurótico. Tiene la manía de los barquitos. El…
Bruscamente, Chittering se detuvo, llevándose la mano a su carnoso pecho. Pareció comprender que estaba hablando de más. El rosado rostro, los salientes ojos húmedos, las mechas de pelo sobre su calva transpirada, proclamaban la necesidad que anunció en seguida.
—Perdón… veo que Ransom no está aquí. Necesito un poco de sustento líquido, un pequeño whisky, tal vez, para levantar el ánimo… y… y llegar a la dicha de los Campos Elíseos. Si. Exactamente. Perdón.
Y después de esto, casi se precipitó en el corredor.
—Yo también —dijo el vicario, cuyos ojos estaban bajos— debo irme. Llegaré tarde a comer. Mi mujer estará preocupada. Si ustedes cenan aquí, señores, lo harán muy bien. Renwick pone una mesa excelente. Perdón.
Y se fue.
—La mera mención de Roger Bewlay —dijo Dennis— asusta a estos dos como si hubiéramos invocado al diablo en persona.
—Bueno, hijo —dijo Sir Henry Merrivale tranquilamente—, a mí también me asusta.
Dennis se dio vuelta.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Bewlay está loco. —Sir Henry Merrivale habló claramente—. Realmente se ha enloquecido esta vez. ¡Dios me condene, no lo preví!
Por segunda vez aquel día, Sir Henry Merrivale estaba pálido. Y esto es algo que rara vez le pasa a Sir Henry Merrivale, quien, por así decirlo, no tiene nervios: si Dennis hubiera sabido esto, se hubiera sentido peor de lo que ya se sentía. Sir Henry Merrivale estaba allí, con el cigarro apagado en una mano y las hojas escritas a máquina en la otra, y su cara estaba libre de cualquier emoción. Sir Henry Merrivale arrojó el cigarro a la chimenea apagada. Tiró las páginas en el cajón del escritorio y lo cerró de golpe.
—Si no atrapamos a ese asesino, y si no lo atrapamos pronto, va a hacer algo peor que lo que ha hecho hasta ahora. Y su próxima víctima…
—¿Sí?
—Será otra mujer, probablemente Dafne Herbert.
—¡NO! —gritó Dennis.
—Lo afirmo —dijo Sir Henry Merrivale simplemente.
Debajo de ellos, con un ligero rumor, el vestíbulo y la sala de fumar se estaban llenando. Durante algún tiempo, subconscientemente, ellos habían percibido el ruido de automóviles deslizándose por la zona de grava, y de voces marchando hacia la puerta principal. Ahora flotaba en el aire una carcajada. Alguien empezó a golpear un piano. Dennis apenas lo oyó.
—Pero, ¿por qué no puede usted apresar a Bewlay, señor? ¿Sabe usted quién es?
Sir Henry Merrivale levantó ambos puños.
—Oh, hijo. ¿De qué sirve prenderlo si no tenemos ninguna prueba en contra de él para condenarlo? El asunto de Torquay no servirá. Y él lo sabe.
—¿Y el asesinato de Mildred Lyons?
—No sé —murmuró Sir Henry Merrivale acariciándose nerviosamente la barbilla—. El asesino ha cometido aquí una falta, que es más mala suerte que otra cosa.
Pero ¿es bastante? ¿Lo es? No lo creo. En cuanto a Dafne Herbert…
Como si la hubieran llamado, como si respondiera de prisa al llamado de su nombre, la puerta se abrió y entró Dafne Herbert.
Con las emociones, toda la timidez de Dafne, todo lo que Bruce hubiera llamado sus represiones, se habían disuelto, igual que las de Dennis. Aunque ella conocía a Sir Henry Merrivale, fue significativo que corriera hacia Dennis, tendiendo instintivamente las manos. Él las tomó. Fue un gesto de absoluta confianza.
—Señor Foster —los ojos de Dafne buscaban la cara de Dennis—, ¿dónde está Bruce?
Él no supo qué contestar. Su mirada apeló a Sir Henry Merrivale, quien no respondió.
—Él… ¿él ha tomado prestado mi autómovil?
—¿Qué le hace pensar que ha tomado su autómovil?
—El autómovil ha desaparecido —dijo Dafne—. Bruce no sabe conducir. Pero el señor Otis, que entró en el bar hace unos momentos, dijo que un loco se cruzó con él a la entrada de la zona de estacionamiento. Y dice que cree que se trataba de Bruce.
Mi padre ha llamado a la policía para reclamar un autómovil robado.
(¡Esto pone punto final a todo!, pensó Dennis).
—Sir Henry Merrivale —dijo en voz alta—, ¿dónde está Masters?
—Masters —repuso Sir Henry Merrivale con una mala mueca— estará aquí en cualquier momento. Vea, muchacha: es mejor que baje y haga que su padre dé contraorden. De lo contrario…
—¿Pasará algo?
—Pasará algo de todos los diablos, incluido Napoleón.
—¡Pero es tan absurdo! —Dafne empezó a reír—. Creo que, en lo más hondo de su corazón, mi padre cree todavía que Bruce es Roger Bewlay. Y eso es absurdo. —Ella vaciló un momento—. ¿No es así?
—Es enteramente absurdo —aseguró Dennis. Ahora que Bruce estaba libre de toda sospecha, él podía poner verdadero calor y convicción en su tono. Y, sin embargo, por alguna razón, eso lo lastimaba. Los dedos de Dafne eran frescos: una corriente vital parecía fluir de ellos hasta los suyos.
»Bruce —prosiguió— es tan Roger Bewlay como lo soy yo. Usted ha oído lo que dijo Sir Henry. Ya puede dejar de preocuparse por eso.
—Me… me alegro —dijo Dafne, y le apretó la mano en respuesta—. Bajaré y haré lo que pueda.
Se detuvo, vacilando, como si fuera a decir otra cosa. Detrás de Dafne, en la puerta, apareció Beryl West, con huellas de fatiga espiritual debajo de los ojos. Momentáneamente, las dos hacían gran contraste: la muchacha de cabello claro con su abrigo tostado, toda solidez e inocencia, y la muchacha de cabello oscuro, con el traje verde, toda sueños, e imaginación, y nervios. Cuando Dafne salió, se inclinó súbitamente y besó levemente a Beryl en la mejilla.
—¿Saben ustedes? —dijo Beryl mirándola mientras se iba—, empiezo a comprender que esa muchacha irradia atracción. No podía actuar por represión. Eso se advierte por su manera de hablar. Pero irradia atracción.
Después, el tono de Beryl cambió.
—Mi Dios querido —dijo, frotándose los brazos como si tuviera frío—, soy como el centinela romano que siguió en su puesto mientras ardía el Vesubio. Los entretuve todo lo que pude. Real y verdaderamente lo hice. Pero no podía seguir indefinidamente. —Sus ojos recorrieron el cuarto—. ¿Bruce tomó realmente ese autómovil?
—Sí.
—¡Tonto! Se matará.
—Probablemente. Pero ¿qué diferencia hace? La manteca está en el fuego; Bewlay ha salido a matar y, a menos que Sir Henry Merrivale tenga una rápida inspiración…
—Cierre esa puerta —rugió Sir Henry Merrivale.
Beryl, un poco asustada, lo hizo.
—Sir Henry Merrivale —dijo Dennis agudamente— nos va a hablar de Bewlay.
—No he dicho eso, hijo —dijo el gran hombre, muy preocupado—; tiene usted tanta ingenuidad que, si le digo toda la verdad, el gato va a salir de la bolsa con un maullido. Pero dije que había llegado el momento de poner algunas cartas sobre la mesa. ¡Porque, condenación —sacudió el puño en el aire— es posible que usted pueda ayudarme!
—Dios sabe que lo ayudaré, como pueda. ¿Qué deseaba pedirme?
—Bueno —dijo Sir Henry Merrivale—, ¿juega usted al golf?
—¿Qué es eso?
La pregunta fue tan totalmente inesperada, tan aparentemente sin sentido, que, por un segundo, Dennis no la comprendió.
—Repito: ¿juega usted al golf?
—No, temo que no. Intenté alguna vez, antes de la guerra, pero, al igual que usted, no podía contener los nervios.
—¿Qué quiere decir con que yo no puedo contener los nervios? —rugió Sir Henry Merrivale con los ojos saliendo fuera de los anteojos y un fuerte tono rojo en la cara—. ¡Soy conocido por la total imperturbabilidad de mis nervios en cualquier ocasión! ¡Soy conocido…!
—Así es, así es. Lo siento.
—Creí —dijo Sir Henry Merrivale desesperado— que todo lo que hacían ustedes, los abogados, era jugar al golf los fines de semana y engatusar a los clientes ricos. Pero veo que no me sirve. No sirve. A menos que…
Se interrumpió, mirando alrededor.
—Mi escocés —rugió—. ¿Dónde está mi escocés?
Era como si hubiera esperado que Donald Fergus MacFergus surgiera de la chimenea o de la ventana. Y, en cierto sentido, eso fue precisamente lo que ocurrió. Porque MacFergus, sereno, pero con ojos de inquisidor, abrió la puerta tranquilamente y apareció, como había aparecido una vez detrás de un árbol.
—Todavía te vigilo —dijo.
—¿Dónde has estado? ¿Eh?
—Llevé tus palos de vuelta al hotel. Tienes que saber, por mi madre, que no soy un recadero.
—Siéntate allí —dijo Sir Henry Merrivale señalando el asiento.
MacFergus obedeció, aunque se movía como un fox-terrier que espera instrucciones que habrá de desobedecer. Sir Henry Merrivale se pasó la mano varias veces por la calva. Después se volvió, en una especie de maligna solicitud, a Dennis.
—Usted comprende, hijo, que puede no haber nada en esto. Puede ser sólo una idea fraguada por mí. Pero me he sentado y he pensado sobre esos tres primeros crímenes, las tres primeras esposas que desaparecieron. Si ustedes recuerdan, una de ellas desapareció en Crowborough, la otra en Denham. Y la otra en Scarborough. ¿Es así?
—Recuerdo. ¿Qué tiene eso de particular?
Sir Henry Merrivale hizo una mueca.
—Lo único que esos lugares tienen en común —dijo— son unos buenos campos de golf. La casa de Bewlay en Denham se llamaba «Fairway view». Desde ella se veía el campo de golf, así que he pensado…
Sir Henry Merrivale se volvió hacia MacFergus.
—Nunca te he preguntado esto antes, hijo —dijo seriamente—. En verdad, ya no te hago ninguna pregunta. Porque lo único que dices es: ¡Uf! Y me miras como si acabara de salir de una ensaladera.
—Sí —dijo MacFergus, cruzando los brazos con gran satisfacción.
—Pero te pregunto ahora una cosa, breve y dulcemente. Y es muy importante, hijo, porque algunas vidas pueden depender de ella. Es esto: ¿Es posible esconder un cuerpo encima o debajo de un campo de golf?
—¡Uf! —dijo MacFergus.
Y entonces, mientras Sir Henry Merrivale levantaba una vez más los puños, MacFergus hizo algo que nunca había hecho antes, y que Dennis imaginaba que no podía hacer. Empezó a reírse.
—Pero ¿por qué no? —gritó Sir Henry Merrivale—. ¿Qué tiene eso de gracioso?
—¿Hablabas, tal vez, de enterrar un cuerpo?
—Sí. ¿Por qué no?
MacFergus habló.
Aquellos que creen que los escoceses son callados, pensó Dennis, deberían oír a éste. El discurso consiguiente, dicho con gusto y con riqueza de idioma dórico, hasta el extremo de ser incomprensible a veces, fue tan cansador como un tratado de cirugía.
El único sitio en donde no se podía enterrar un cuerpo humano sin dejar huellas, explicó, era un campo de golf. ¿En los pastos? ¡Imposible! En los senderos hasta la falta de un simple palo sería notada por el comité. En cuanto a los arbustos, o esa selva de alambre arreglada para parecer arbustos, cualquier cambio de tierra sería advertido inmediatamente, porque significaba sacar y romper. Hasta los grandes montones de césped de los montículos, recibían cuidadosa atención. El ojo celoso que mantenía un campo de golf en perfectas condiciones, era un ojo que lo veía todo, explicó Mac Fergus, casi líricamente. El hecho era imposible.
Y Sir Henry Merrivale fue derrotado.
El Viejo Maestro, pensó Dennis, estaba bien y verdaderamente derrotado. En total desesperación, Sir Henry Merrivale marchó hacia la chimenea y permaneció allí con la cabeza gacha.
Abajo, en la sala de fumar, el piano resonaba ahora fuertemente, con rumor de pasos siguiéndolo, como alentándolo. Las voces eran un zumbido.
Arañaban los nervios como lápices sobre una pizarra. Pero Donad MacFergus se divertía.
—Se podría tal vez esconder un cuerpo —declaró— en medio de Picadilly Circus a mediodía. No digo que no se lo pudiera esconder en medio de la calle Prince, en Edimburgo. Pero el lugar en donde no se lo podría esconder, sin dejar huellas de cavar, o de romper, o de pisar…
—¡Basta! —gritó Beryl, que no entendía del todo, pero que percibía la atmósfera—. De acuerdo. ¡Pero basta, por favor!
—Hum. De acuerdo —dijo Sir Henry Merrivale.
Lentamente se volvió.
—No hay nada más —dijo, desesperanzado—. Masters tendrá que arrestar ahora al canalla, para impedir mayores daños de momento, y después tendrá que soltarlo… absolutamente libre. Dentro de unas pocas semanas, como máximo. Como dice Mac Fergus…
Bruscamente se detuvo, con la boca abierta, mientras el piano, con su tecleo, adquiría nueva claridad contra el silencio.
—Sir Henry Merrivale —gritó Beryl—, ¿qué pasa?
Porque Sir Henry Merrivale miraba, con concentrada y asesina fijeza, la bata azul de Bruce Ransom, que había sido tirada al descuido sobre el brazo del asiento.
La boca de Sir Henry Merrivale se abrió todavía más. Su cuerpo, adornado por la gran cadena del reloj, se movía de arriba abajo, como un fuelle. Todos siguieron la dirección de su mirada: vieron la bata de seda, con el cordón trenzado y las borlas en los extremos, y nada más.
—¿Qué pasa? —repitió Beryl.
—Un momento —protestó Sir Henry Merrivale moviendo las manos en el aire y bajándolas como para dar sombra a los ojos—. Un minuto. Dejen que piense.
El minuto fue realmente un minuto, y esto puede ser un tiempo enloquecedoramente largo cuando alguien con una idea en la cabeza respira ruidosamente, pero no habla. Sir Henry Merrivale, como un oso ciego, se dirigió hacia la ventana derecha de las dos que miraban al oeste. Subiendo la ventana miró el campo de golf iluminada por la luna, mientras aspiraba profundamente el fresco aire húmedo. Después, se volvió de golpe.
—¡Lo tenemos! —dijo Sir Henry Merrivale—. ¡Por los seis cuernos de Satanás, creo que lo tenemos!
Y corrió al teléfono.