13

El amarillento ojo de la luna sobre un mar picado, el blanco hotel con sus dos ventanas iluminadas, él mismo, sosteniendo un encendedor sobre una manta arrugada, que ocultaba un cadáver: todas estas cosas entraban en la categoría de lo que no puede suceder.

Habla en favor de Dennis el hecho de que no saltara culpablemente cuando oyó aquella voz.

Toda emoción había descendido hasta un punto de desesperante frialdad.

—¿Sí? —respondió.

Sopló la llama del encendedor, cerró la tapa del asiento con un suave golpe, giró la manija hasta colocarla en su lugar, y descendió de un salto.

Los pasos del comandante Renwick crujían sobre la grava.

Renwick se aproximaba, rodeando el costado del hotel, desde el frente. Se movía con su paso un poco torpe, con el hombro izquierdo más alto que el derecho, como si la pierna izquierda hubiera sido afectada, además del brazo izquierdo, que le faltaba.

Cuando atravesó las ventanas iluminadas, Dennis pudo ver la expresión de leve intriga que se retrataba en las líneas horizontales de su frente. Una mirada lejana, algo enojada: ¿qué era? Sin embargo había una sonrisa entre la barba de Renwick, hinchaba sus mejillas.

—De… deseo hablar una palabra con usted —explicó. Pero al mismo tiempo, elevando las cejas interrogativamente, sus ojos se dirigieron al autómovil.

Dennis rió.

—Éste —dijo en voz alta es el autómovil de Miss Herbert.

—Ya lo se —dijo el comandante Renwick.

—El señor Egerton —Dennis usó el nombre falso que Bruce había dado— me pidió que sacara algo del asiento trasero. Pero, aparentemente, no hay nada allí.

—¡Ah! —las miradas del comandante Renwick vagaron hacia la oscura escalera y las oscuras ventanas de arriba—. ¿El señor Egerton ha regresado, por lo tanto?

—Sí. (¿Estaba bien admitirlo?)

El comandante Renwick lanzó un profundo suspiro.

—Deseo verlo, primeramente, acerca de su alojamiento.

—¿Alojamiento?

—Per… perdón. ¿Desea usted pasar aquí la noche?

—¡Sí, claro, naturalmente! —La voz de Dennis sonaba y resonaba con falsa alegría; imaginó que el otro le lanzaba una rápida mirada.

—Su alojamiento, lo temo, será un poco primitivo. Deberé alojarlo en mi oficina. Pero éste —el comandante Renwick hizo un ligero ademán— no es mi mensaje principal. —Se detuvo un momento—. El señor Jonathan Herbert desea verlo inmediatamente en el vestíbulo.

—¿El señor…?

—Es un asunto urgente —dijo el comandante Renwiek.

—Pero yo no puedo…

—Es un asunto muy importante —insistió el comandante Renwick, y apretó sus sinuosos dedos alrededor de su manga.

Todas las cosas conspiraban para arrastrarlo, para dirigirlo, para forzarlo, por el camino trazado por el destino. Dennis sintió un momento de ira. Sacudió el brazo del comandante Renwick.

—¿Por qué es urgente?

—El señor Herbert, Miss Herbert y Miss West —Renwick retrocedió murmurando una palabra de disculpa— están ahora en el vestíbulo. Sus voces son… un poco altas. No he podido menos de oír. Perdón, pero nos hemos hecho los tontos.

—¿Sobre qué?

—Ese hombre no es un asesino —con gran sorpresa, Dennis vio que había gotas de sudor en la frente de Renwick—. Es Bruce Ransom, el actor. El…

Los faros de un automóvil brillaron intolerablemente en los ojos de Dennis, mientras un pequeño Hilmman entraba a la zona, apretaba la grava y se detenía, inexpertamente. De allí descendió una figura gruesa, que saludó a Renwick jovialmente y avanzó con paso airoso.

Una vez antes, comprendió Dennis cuando el recién llegado pasó por delante de las ventanas, él había visto ese cuerpo alto y grueso, con mechas de cabello castaño atravesando una cabeza casi calva, como el esqueleto de un pescado, y la cara ligeramente rosada, con la boca eternamente torcida y los inquisidores ojos azules.

—¡Mi querido Renwick! —empezó el recién llegado, saludando al comandante como después de una ausencia de seis meses—. ¡Mi querido Renwick!

El comandante Renwick habló clara y duramente.

—Señor Foster —dijo— ¿puedo presentarle al señor Chittering? —Hizo una pausa—. El señor Foster es amigo de Bruce Egerton.

Otra pausa. Los ojos del señor Chittering se abrieron.

—Mi querido amigo —dijo a Dennis, con gran efusividad, y le apretó la mano, como si después fuera a abrazarlo—. ¡Querido amigo! Realmente, debe entrar a tomar una copa conmigo. Realmente insisto en ello.

—¡Pero…!

—¿Quién más nos acompaña esta noche, Renwick?

—El vicario está aquí…

—Ah, el vicario —gritó el señor Chittering, alzando la mano como si fuera a impartir una bendición—. ¡Un hombre encantador! El Reverendo Richard Berkeley. Y no es tan orgulloso que no pueda tomar un trago en un bar como cualesquiera de nosotros. ¡No, realmente! ¿Conoce usted al vicario, señor Foster?

—No, yo…

—¡Oh, me alegro de que lo haya conocido!

Usted podrá apreciar qué tipo espléndido es, pese —el señor Chittering bajó la voz— a algunas desdichadas molestias de tipo doméstico. Pero no discutiremos eso. ¡No, realmente! Mi querido Renwick: ¿algún otro se ha unido a nuestra espiritual tertulia?

—Jonathan Herbert está en el vestíbulo —replicó el comandante Renwick, con la misma voz dura y clara—. Y desea hablar con el señor Foster.

—¿Hablar con el señor Foster? —repitió Chittering suavemente—. ¡Ah, sí! ¡Claro! ¿Sobre…?

La presencia de Chittering era como la de un papel cazamoscas, que se pegaba y entorpecía.

—Dígame usted, querido amigo —murmuró dirigiéndose a Dennis—, ¿conoce usted a los Herbert?

—¡Vamos! ¡Suelte la solapa de mi chaqueta! He conocido…

—Una pareja encantadora —dijo Chittering—. Clara —bajó la voz— hizo un matrimonio desdichado hace años; se casó con un canalla cuyo nombre he olvidado. Dafne es hija de ese matrimonio. Pero no discutiremos eso. No, realmente. El hecho es que Herbert quiere a la muchacha como si fuera su propia hija. Más aún: la idolatra. Sería muy desdichado si Dafne…, si Dafne…

Y entonces una voz rompió aquella atmósfera irreal, debajo de la luna amarillenta.

Basta —dijo el comandante Renwick.

Habló como si sus venas fueran a estallar y su pecho estuviera comprimido. La barba castaño oscuro ocultaba buena parte de su cara, todo, menos los ojos y la frente. Retorcía y volvía a retorcer uno de los botones de cuero de su chaqueta.

—Mi querido amigo —protestó Chittering, con voz ofendida.

—¿Iba usted a decir —dijo Renwick, recobrando su suavidad— qué sucedería si Dafne se enamorara de quien no debía enamorarse?

—¿Seguramente no se trata de usted? —rió Chittering.

El comandante Renwick ignoró esto.

—He dicho basta —continuó—, porque podemos dejar de preocuparnos. No soy chismoso. No estoy en libertad de decir nada más. Pero Bruce Egerton no es Bewlay. No hay ningún asesino.

Chittering lo miró.

—¿No hay ningún asesino? —repitió.

Era como haber quitado un juguete a un niño. A la luz de las ventanas de la sala de fumar, Dennis pudo ver que su labio inferior descendía y que una expresión de intranquilidad se extendía por su cara.

—¿No hay ningún asesino? —repitió—. ¡Pero mi querido amigo! La evidencia. Convinimos…

—Es una broma de cierto tipo —el comandante Renwick se volvió bruscamente, con el hombro izquierdo muy alto, y marchó hacia el frente del hotel. Cuando su cara pasó frente a la luz de las ventanas, Dennis percibió una frente enfurruñada y el resplandor de los dientes entre la barba. Después, también bruscamente, Renwick se volvió otra vez.

—Perdón por ser tan insistente, señor Foster —añadió—, ¿pero quiere usted ir a ver a nuestro amigo Herbert? ¿O le digo a él que venga a verlo aquí?

Si Dafne o su padre salían ahora y subían al autómovil…

Mentalmente Dennis especuló.

¿Dónde estaba ahora Bruce? Arriba, en el oscuro dormitorio, seguramente mordiéndose las uñas y jurando. Después de todo, él y Bruce no podían entrar al autómovil de Dafne en presencia de testigos, e irse sin una palabra de explicación. Por otra parte, Beryl no podía entretener a Dafne y al señor Herbert en el vestíbulo para siempre.

Las doradas manecillas del reloj de la sala de fumar, hipnóticamente ahora, marcaban las seis y diez. Tarde o temprano el señor Herbert insistiría en volver a casa. Y si lo hacía antes de que pudieran salir Bruce y Dennis…

—¿Hablaba, señor Foster? —preguntó el comandante Renwick.

—Iré a ver al señor Herbert —dijo Dennis. (Detenerlo. Detener a todos unos minutos al menos, hasta que él pudiera ir al cuarto de Bruce y volver a bajar).

El comandante Renwick marchó delante, mientras su hombro levantado y su pierna dura le daban un extraño aspecto de deformidad que no se percibía cuando estaba quieto. Dennis lo siguió, mientras Chittering murmuraba a su lado. Chittering decía algo acerca de Renwick, que estaba muy nervioso porque una vez tuvo una experiencia desagradable con un asesino; pero Dennis no prestaba atención. Dennis estaba preocupado pensando qué historia habría tejido Beryl, qué les habría dicho a Dafne y al señor Herbert para entretenerlos allá tanto tiempo.

En unos pocos segundos lo supo.

Abrigado y cómodo, con sus deterioros disimulados por la luz artificial, brillaba el vestíbulo de La Bota de Cuero cuando ellos entraron por la puerta principal. Los candelabros de la pared, con su luz aumentada ahora por una araña de hierro que pendía del techo, brillaban sobre las paredes blancas y las vigas negras. Un brillante fuego crepitaba y saltaba en la chimenea situada al lado de la sala de fumar. La amplia cortina del bar, ahora levantada e iluminada, mostraba dentro un montón de chillonas botellas, presididas por un camarero de chaqueta blanco.

Junto al mostrador del bar había un hombre buen mozo, de aire afable, con un sombrero blando, un traje negro y un cuello de clérigo, con un vaso de cerveza ante él.

Y en sillones, junto a una mesita a la derecha, se sentaban Dafne y el señor Herbert y Beryl West.

Dennis tenía un terrible miedo de que Horacio Chittering se precipitara en medio de este grupo. Pero Chittering, ya fuera a causa de una decencia elemental o porque necesitaba un trago, fue hacia el mostrador del bar, saludó efusivamente al reverendo Richard Berkeley y ordenó un whisky doble.

Las dos muchachas hablaban junto a la mesita. Aunque sus voces eran bajas, Dennis oyó todo mientras se acercaba.

—Pero, ¿por qué Bruce no dijo eso? —suplicaba Dafne.

—Trató de decírselo, querida —la cara de Beryl estaba pálida y tensa. Cada palabra parecía herirla—. Trató de decírselo, pero usted no quiso oírlo.

—¡Pero no trató de decírnoslo a nosotros! —protestó Dafne. Ingenua y encantadora puso su mano sobre el brazo de Beryl. Los ojos grises bordeados de negro estaban ahora abiertos de par en par—. Él sólo… lo indicó. Eso es todo. Habló de un secreto que ni siquiera usted conocía. Sólo lo indicó. ¿Por qué no nos lo dijo?

—Querida, ¿no comprende? Él representaba un papel.

—¿Representaba un papel?

—Bruce —contestó Beryl con la mano en la garganta— ha representado tantas veces en las tablas El Gran Detective, que no puede dejar de representarlo ahora. Ha llegado a suponer que la técnica del teatro puede aplicarse a la vida. Está representando el papel del Gran Detective que no revela nada hasta el final. Por eso no dijo… no dijo…

—Un momento —interrumpió Jonathan Herbert, que acababa de ver a Dennis.

Hacía mucho calor en el vestíbulo. El fuego saltaba y ardía con carbón de piedra. Desde la sala de fumar llegaba el ruido de las bolas sobre la mesa de billar, y se oía una risa. Oyeron crujidos de pasos mientras el comandante Renwick iba detrás del escritorio para abrir el libro mayor.

Ni la ira ni la expresión amarga habían abandonado el rostro del señor Herbert. Sin embargo, sus ojos estaban llenos de duda y de vacilación, como si hubiera estado cometiendo una injusticia con alguien. Se sentaba muy erguido, con las palmas de la mano sobre la mesa.

—Señor Foster —dijo, y se aclaró la garganta.

—¿Sí?

—Miss West —señaló hacia Beryl— ha hecho algunas afirmaciones. Y no es que esas afirmaciones cambien nada. —Tierna, casi suplicantemente se volvió hacia Dafne. Y después, nuevamente hacia los otros—. Pero tal vez esas afirmaciones puedan… —Dejó sin terminar la frase, con un ligero ademán.

—¿Bajo su palabra de honor, señor Foster, confirma usted o niega esas afirmaciones?

—Si puedo, sí.

Otra vez el señor Herbert se volvió hacia Dafne.

—¿No huirás con ese individuo, querida? ¿Prometes eso al menos?

—Prometo.

—Bueno —el señor Herbert miró a Dennis. Su cabello gris brillaba bajo la confusa luz de los candelabros de la pared—. Nuestro… nuestro pícaro amigo de arriba es Bruce Ransom, el actor. Muy bien. Acepto esto. Pero Miss West va todavía más lejos.

Después, siempre pensando en Dafne, el señor Herbert habló suavemente.

El loco Roger Bewlay vive en Aldebridge —dijo— y Bruce Ransom está aquí para apresarlo.

En el vestíbulo hubo un silencio mortal.

Era como si, físicamente, todas las cosas hubieran llegado a un punto muerto. Desde la sala de fumar no llegaba el ruido de las bolas de billar.

El fuego crecía recto y continuo, sin sonido. En el mostrador del bar, Chittering, que se llevaba un vaso a los labios, se detuvo, inmóvil, con los ojos levantados. El hombre con el cuello clerical parecía congelado en medio de una oración. Detrás del escritorio, el comandante Renwick, que recorría el libro mayor con el dedo, se detuvo, pero no miró.

Todo podía ser una ilusión, una broma de los sentidos sobreexcitados. Parecía improbable que la suave voz del señor Herbert pudiera llegar a todos los rincones de la habitación.

Sin embargo, en este forzado silencio, en esta inmovilidad, Dennis sintió la presencia de un mal cuya influencia los rodeaba. Se había dicho algo que no debió ser oído. Era peligroso. Soltaba fuerzas. En el momento siguiente la quietud estalló: los pequeños ruidos volvieron: el sonido de un vaso, el movimiento de un pie sobre las tablas desnudas. Y Jonathan Herbert habló otra vez.

—¿Es eso verdad, señor Foster?

—Sí.

—Entonces no era… sólo una broma —dijo Dafne, tranquilamente.

—No, Miss Herbert.

—No estaba hecho para humillar a nadie —prosiguió Dafne, con los ojos brillantes y los codos sobre la mesa—. Tenía un buen propósito, un propósito terriblemente decente, en verdad. ¡Eso es diferente!

—¡Dafne, por amor de Dios! —dijo su padre. Sus puños se apretaban sobre la mesa.

—No debes preocuparte por mí —sonrió Dafne, y movió la cabeza, con aquel aire tenso alrededor de los ojos y de la boca—. Algo cambió en mí allá arriba, cuando lo vi. No sé por qué. No sé cómo. No tiene nada que ver con esto. Sólo sé que… ¡perdón! ¿Qué decías?

—¡Pruebas! —dijo el señor Herbert, y extendió las manos—. Es posible que tal vez… hayamos juzgado mal… ¡no sé! Pero ¿dónde está la prueba de todo esto?

—Vamos, hijo —dijo una voz nueva—. ¿Le importa que yo conteste eso?

Y Sir Henry Merrivale, el Viejo Maestro, entró por la puerta principal.

Dennis Foster hubiera gritado de alivio a la vista de aquella hogareña, segura y reconfortante presencia. Sir Henry Merrivale, con los anteojos en la punta de su ancha nariz y un resplandor de indescriptible malicia en el rostro, llevaba todavía el traje de franela a cuadros. Su innombrable hongo estaba apretado debajo de su brazo. Arrastró un sillón y se dejó caer con un golpe que hizo crujir el piso.

—Merrivale —exclamó Jonathan Herbert. Dennis recordó que Sir Henry Merrivale habló como si conociera a Herbert—. Merrivale, yo no sabía…

—No sabía que yo andaba por aquí, ¿eh?

—Lo hacía a mil millas.

—Bueno… —esta vez Sir Henry Merrivale pareció pedir disculpas— lo he mantenido un poquito secreto. Estoy en El Faisán Dorado, en Aldebridge.

—Estamos en un lío, muchacho —dijo el señor Herbert.

—¡Oh, ah!

—Estamos en un lío —repitió el señor Herbert. Su fuerte cara parecía ahora sólo fatigada, y bondadosa y atontada. Su voz era casi lastimera—. El individuo ése es Bruce Ransom. Y Dafne se ha enamorado de él. Y… ¿no dijo usted que quería hablar?

—Quería hablar sobre Roger Bewlay —replicó Sir Henry Merrivale

No se tomó la molestia de bajar la voz. Otra vez aquel nombre tuvo un efecto electrizante sobre toda la concurrencia.

—Bewlay —continuó Sir Henry Merrivale—, Bewlay, movido por su vanidad, escribió una obra sobre su propia vida y la envió a Bruce Ransom. Naturalmente, no pensaba declararse autor. Y procuró ser muy hábil para que nunca se le pudiera atribuir, en caso de que la obra delatara muchas cosas. La firmó con un nombre falso, dio una falsa dirección en Londres, y la mandó desde Londres.

Beryl West se puso en pie de un salto.

—¿Y? —gritó.

—Entonces —Sir Henry Merrivale levantó la voz— el idiota envolvió la obra en papel, en un papel que podía ser identificado fácilmente, en el acto. ¡Oh, Dios! Era un fino papel de envolver con pálidas letras verdes que decían: La Vieja Tienda de Té, Aldebridge.

Y Dennis recordó.

Recordó aquel fino y arrugado papel de envolver, con letras, cuidadosamente guardado en el cajón del escritorio de Bruce, junto con las significativas hojas del manuscrito. Ese papel era una prueba, una parte del conjunto, y evidencia de que Bruce había dicho la verdad.

—Bruce Ransom —resumió Sir Henry Merrivale— no necesitaba ser un gigante mental para adivinar que el autor de la obra vivía en Aldebridge… o cerca de allí. Y tuvo razón. Bewlay está aquí. Y yo estoy loco. ¡Qué me quemen, estoy loco! Y tengo un amigo, una espantosa rata llamado el Inspector Masters, que también está loco.

Ahora, finalmente, advirtieron el sentido oculto de las palabras de Sir Henry Merrivale

—¿Loco? —repitió Beryl—. ¿Por qué?

—Porque, ¿saben ustedes? —contestó Sir Henry Merrivale— nosotros creemos que Bewlay ha cometido otro asesinato.

A través del vestíbulo, alguien hizo tambalear un vaso.

Era el camarero de chaqueta blanca, quien, instantáneamente, lo enderezó. Nadie se movió, mientras el ruido de las bolas de billar y una carcajada llegaron desde la sala de fumar.

Jonathan Herbert parecía enfermo. Extendió la mano, instintivamente, como para proteger a Dafne.

—¿En Aldebridge? —preguntó, aclarándose la garganta—. ¡Esto es atroz! Esto es… ¿El asesino no pudo ser…?

—¿No pudo ser quién?

—¡No importa! ¿Quién fue asesinado?

—Una muchacha llamada Mildred Lyons. Suponemos.

—¿Mildred Lyons?

—Hum. Ella venía aquí para identificar a Bewlay. Pero ella también hizo trampa. Escribió primero a la policía local. Les dijo que, si no les telefoneaba hoy a las cinco de la tarde, deberían buscar por algo muy pegajoso. —Sir Henry Merrivale se detuvo un momento—. Masters y yo acabamos de estar en la comisaría de Aldebridge.

—¿Ustedes saben que ella ha muerto?

—No hemos encontrado su cuerpo, no. Pero ya sabemos que Bewlay es un artista para hacer desaparecer los cuerpos. Va a ser muy desagradable para cualquiera a quien encontremos con ese cuerpo.

El corazón de Dennis se detuvo.

Tuvo conciencia de muchos detalles en la cálida humedad del vestíbulo: vio los ojos y la boca de Dafne, mientras la joven se inclinaba con fascinado horror; vio al comandante Renwick, apoyado sobre el borde del libro mayor; vio hasta las iniciales que un soldado había tallado en una viga, detrás de Renwick. Sin embargo, cada palabra de Sir Henry Merrivale tendía a probar la inocencia de Bruce, a arrancar la última hilacha de duda.

—¡Sir Henry Merrivale —dijo Dennis súbitamente—, escuche!

Los penetrantes ojillos, detrás de los grandes anteojos, se fijaron en él.

—¿Qué, hijo?

—Bruce nos dijo —Dennis se humedeció los labios— que él sabía que usted estaba aquí y que había hablado con usted. ¿Es cierto?

—Completamente cierto, hijo.

—¿Bruce es inocente, señor? ¿Y sabe usted exactamente qué hace él aquí?

Sir Henry Merrivale vaciló un momento.

—¡Oh, sí, hijo! Sé exactamente qué está haciendo.

—Entonces espere usted aquí —rugió Dennis—, espere aquí un momento.

Y antes de que nadie pudiera comentar, o hablar, corrió hacia las escaleras.

Mientras subía los escalones alfombrados de dos en dos en dirección a las habitaciones de Bruce, Dennis sintió, por primera vez, que su cabeza estaba clara. Qué locura lo había impulsado a querer hacer desaparecer aquel cuerpo, aunque fuera bajo el influjo de la fuerte personalidad de Bruce, era algo que no podía ahora imaginar. Y se estremeció pensando lo que pudieron haber hecho.

La policía no sospechaba de Bruce. Nunca había sospechado de Bruce. Todo había sido una ilusión de Beryl. Pero si Bruce en su papel del Gran Detective hubiera sacado el cuerpo de Mildred Lyons del hotel, y lo hubiera escondido Dios sabe dónde, entonces ambos se habrían visto envueltos en algo muy serio. Quizás se les hubiera supuesto cómplices después del hecho. Todo lo que debía hacer ahora era informar a Bruce. Todo lo que debía hacer…

Arriba, en el pasillo del hotel, resonaban sus pasos. Abrió de golpe la puerta de la salita de Bruce y se detuvo bruscamente.

—¡Bruce! —gritó.

La puerta del dormitorio, y más allá, la puerta que llevaba a la escalera, estaban abiertas de par en par. Una fuerte corriente de aire entraba en la salita azul y gris. La brisa agitaba salvajemente las páginas del New Yorker y del Radio Times, arrastraba un montón de cartas sueltas desde la mesa y las movía en una nube que enturbió el cerebro de Dennis.

Por primera vez estaba levantada la tapa de la máquina de escribir portátil de Bruce. Una hoja de papel, erguida en el rodillo, llameaba como haciendo señas y llamó su atención. La palabra DENNIS, con letras mayúsculas, lo hizo inclinarse para leer el mensaje.

LO SIENTO, VIEJO. NO PUEDO MÁS.

LO HARÉ YO SOLO. BRUCE.

Por unos minutos interminables Dennis miró el papel, mientras las hojas sueltas giraban.

—¡Bruce! —llamó otra vez.

Le respondió, a la distancia, un ruido que hacía doler los dientes y que creció agudamente. Era el ruido de los frenos, que penetraba y parecía quebrar los huesos, como si arrancaran los dientes a un gran gigante metálico. Un motor rugió hasta su nota más alta con los frenos puestos.

—¡Cuidado, idiota! —gritó una voz distante.

Bruce, que no sabía conducir un autómovil, que sólo conocía los movimientos… Bruce, que…

Dennis corrió a través del dormitorio, y salió al balconcito, bajo la luna que se elevaba, emblanqueciéndose. Tuvo tiempo de ver la partida.

La voiturette Ford V. 8 de Dafne, con Bruce confusamente entrevisto en el volante, se lanzó rozando el poste que había en el centro de la zona y logró esquivar otro automóvil que entraba a la zona, con un movimiento del volante. Los faros delanteros brillaron durante algunos segundos y desaparecieron. El Ford V. 8 entró de costado en el camino principal, se enderezó y, con un sonido metálico, cuando Bruce quiso hacer un cambio a segunda, se perdió de vista hacia el sur, en dirección opuesta a Aldebridge.

Entonces no se oyó más ruido que el de las maldiciones del otro chofer.

Estaba hecho. Terminado. Hundido. Y la policía…

Dennis permaneció allí con la cabeza baja, asido a la baranda del balconcito, con el oscuro dormitorio detrás de él. Una voz en su interior repetía: «Al diablo con esto. Has hecho todo lo que has podido. Olvídalo». Pero ellos no olvidarían, ellos no podrían olvidar nada de esta confusa historia, hasta que la maldita figura de Roger Bewlay fuera, al fin, apresada.

Entonces Dennis percibió que el dormitorio no estaba ya a oscuras. Oyó el ruido de un botón: una débil luz invadió el balcón. Dennis se volvió y caminó dos pasos dentro de la habitación.

En la puerta de la salita, fumando un cigarro negro, estaba Sir Henry Merrivale.

—Vamos, hijo —dijo Sir Henry Merrivale quitándose el cigarro de la boca—, ¿no sería mejor que me dijera qué demonios ha pasado aquí?