Y Bruce volvió a sonreír.
Sonrió tranquilizadoramente, aunque el aire silbaba en sus narices, y los otros veían su pecho agitado. Echando adelante su mano izquierda, Bruce miró la hora en un reloj pulsera. Asintió, como si asintiera a un secreto interior. Y la balanza del juicio volvió a moverse.
—¿Hacer desaparecer el cuerpo? —dijo Beryl, como un eco. Fue hasta la mesa y puso las manos sobre ella.
—Sí.
—¿De la misma manera que lo hizo Roger Bewlay?
—¡No, claro que no! ¡No seas tonta! Estaba pensando en el colegio, y…
—Bewlay —dijo Beryl— está en Aldebridge. Eso es definitivo. Sir Henry Merrivale lo dijo.
—Querida muñequita —dijo Bruce, con voz forzada—, claro que Bewlay está en Aldebridge. Siempre lo he sabido. Por eso estoy aquí. ¿No entiendes? Bewlay escribió la obra.
—¿Quieres decir la obra que…?
—¡La obra que lo delata y traiciona dos o tres secretos, sí!
—¡Pero ése es el asunto, Bruce: la obra no traiciona ningún secreto!
Bruce lanzó una carcajada triunfante.
—Ahora no —dijo— porque yo la reescribí antes de permitir que nadie la leyera. ¡Mira aquí!
Abrió completamente el cajón del escritorio que antes abriera en parte. Mostró la pila de hojas escritas a máquina, sobre un trozo de papel de envolver estrujado.
—Éstas —Bruce golpeó las hojas— son páginas del manuscrito original. Las he hecho ver y testimoniar por un Comisionado. —Tomó la hoja de arriba—: Acto I, página 7. —Tomó la segunda hoja—: Acto II, página 4. —Tomó el resto de las hojas—: Acto III, páginas 28 hasta la 36.
»Aquí hay una mención retrospectiva del segundo crimen, que me dio la seguridad de que el autor era Bewlay. Aquí se habla de Andrée Cooper. Aquí se habla mucho sobre el último crimen: hay referencias a la muchacha pelirroja que recibe un billete falso y regresa en bicicleta y ve el crimen a través de la ventana. ¡Míralas!
Beryl lo hizo y no pudo reprimir un grito.
—Después de todo —dijo Bruce— tú no puedes sorprenderte tanto. Tú lo notaste.
—¿Lo noté?
—Sí, la última noche en mi camerino. Tú señalaste qué partes del manuscrito que leíste estaban escritas con máquina diferente: una página aquí y allí, y buena parte del tercer acto. ¿No es así?
Los dedos de Beryl, con sus afiladas uñas rojas, volaron hasta su boca. Bruce tomó las hojas y volvió a ponerlas en el cajón.
—Tú creíste —martilleó Bruce— que eso era porque el autor había cambiado de idea. Y no era así. Era que yo había cambiado las hojas, y escrito otras cosas, para que ninguno que leyera la obra adivinara lo que yo había adivinado.
—¿Qué?
—Que Bewlay había escrito la pieza. Y estoy aquí para atraparlo.
Aquí la voz de Bruce se hizo casi histérica.
—Beryl: necesito el autómovil de alguien. Dafne y su padre saldrán del hotel dentro de dos minutos, a menos que tú corras a su encuentro. Y entonces estamos todos entrampados. ¿Quieres ayudarme?
—¡Bruce, perdóname! ¡Soy una mal pensada, una pequeña cosa! Nunca soñé…
La convicción de la total y completa inocencia de Bruce había llegado al fin a Beryl. No era el deseo de ser convencida. Realmente era convicción, y consternación, y un terrible odio hacia sí misma. Todavía con los dedos contra la boca, permaneció mirándolo, mientras sus ojos brillaban en una especie de radiante humildad. Después asintió, como hubiera asentido si él le hubiera pedido que se tirara desde una ventana alta.
—Los detendré, Bruce —prometió—. No sé cómo, pero lo haré. —Recuerda que tiene que ser durante media hora.
—Por media hora —dijo Beryl, y salió del cuarto a cumplir su cometido.
—Esto va mejor —dijo Bruce—, esto va mejor. —Parecía un poco agitado, como si hubiera representado una escena difícil, cuando se volvió hacia Dennis—: ¿Entiendes la situación, viejo?
—Sí, creo que empiezo a entenderla.
—¡Ah!
—Pero, ¿cómo supiste que el verdadero Bewlay estaba en Aldebridge? —preguntó Dennis—. ¿Y por qué habría de enviarte una obra, aparentemente con nombre y dirección falsos. ¿Y por qué tienes tanto interés en prenderlo? ¿Y quién es el verdadero Bewlay?
—Ese es el inconveniente —dijo Bruce—; yo no sé quién es ese canalla. En cuanto a las otras preguntas…
—¿Sí?
—¡Tendrán que esperar respuesta! —Otra vez Bruce consultó su reloj; otra vez sus ojos parecieron afiebrados—. ¿Sabes qué hora es? ¡Son cerca de las seis! ¡Y tenemos que sacar ese cuerpo de aquí, tenemos que hacerlo antes de las seis!
—¡Un momento! ¿Sigues con esa idea alocada de hacer desaparecer el cuerpo?
—¡Oh, sí! —dijo Bruce—. Y tú vas a ayudarme. Mira.
La intranquilidad de Dennis ante la actitud de Bruce, cualquiera que ésta fuera, se convirtió en pánico. Bruce caminó por el cuarto oscuro. Empujando a Dennis para que lo precediera, buscó el botón de la luz, junto a la puerta.
Una cruda luz eléctrica, desde un par de bombillas en las paredes, iluminó fríamente el cuarto desarreglado, con dos ventanas hacia el norte y dos hacia el oeste. Entre las dos últimas ventanas, al final de la pared, había otra puerta; probablemente conducía a la escalera exterior. Pero ni Bruce ni Dennis miraron otra cosa que los restos de Mildred Lyons.
En vida no había sido hermosa. Ahora parecía casi obscena. Yacía de espaldas, con un abrigo barato lleno de arena húmeda, junto al sillón. Su cara, limpia, contrastaba con la arena de los ojos y con la costra arenosa de los labios. Desde la masa de pelo desmadejado, unas pálidas mechas rojas le caían sobre la frente. Detrás de ella, la puerta abierta del ropero, con su espejo, crujía un poco con el aire que entraba por las ventanas abiertas.
La atroz brutalidad del asesino era una fuerza viva en este cuarto. Dennis vio algunas horquillas sobre la alfombra. No pudo soportar más.
—Apaga la luz —dijo.
—¿Qué hace ella en el suelo? —preguntó Bruce rudamente—. Yo la puse sobre la silla. ¿Ha estado alguien aquí?
—Probablemente se cayó sola. Apaga la luz.
La oscuridad descendió.
Pero no era una oscuridad piadosa: estaban demasiado conscientes de lo que yacía en el suelo, como si pudiera agarrarlos de un tobillo. Bruce tanteó a través del dormitorio. Un picaporte giró, crujió una cerradura. Otro espacio oblongo, con mayor corriente de aire, surgió contra el cielo estrellado, mientras Bruce abría la puerta exterior.
—Ven —murmuró Bruce.
Dennis se unió a él sobre una pequeña plataforma de madera, con una barandilla, donde había unos escalones de madera apoyados contra la pared externa del hotel. Y Bruce señaló.
Una luna amarilla se elevaba en el cielo: la luna de los cazadores. Revelaba el negro mar, extendiéndose hacia la derecha, en pequeñas y lentas olas que brillaban antes de moverse para estallar, llenas de susurros, sobre la costa. Blancos trozos de niebla flotaban sobre el mar, sin parar jamás. Muy lejos, frente a ellos, hacia la izquierda del blanco borde de la costa, parpadeaban las luces de Aldebridge. Hacia abajo, la escalera de madera conducía a una zona con grava —evidentemente usada para estacionar automóviles— cuyas líneas apenas podían verse.
Un solitario automóvil de dos asientos, con las luces reglamentarias encendidas, estaba allí. La voz de Bruce resonó suave y exaltada en la tiniebla.
—¡Lo ha conseguido! —exclamó—. Como el Viejo Marinero, Beryl los ha entretenido adentro. ¡Mira! Ése es el autómovil de Dafne.
Después los dedos de Bruce apretaron el brazo de Dennis.
—Escucha. Lo que deseo que hagas es esto: baja lo más rápido posible. Apaga las luces, y lleva el autómovil hasta el pie de la escalera, allí. Después…
—Un momento, Bruce. No lo haré.
El viento del mar era muy frío. Un terreno fantasmal blanqueaba bajo la amarilla luna. Fue como si el viento hubiera golpeado a Bruce en la cara.
—¿No lo harás?
—No.
—¡Dennis, viejo! —la voz de Bruce estaba llena de reproche—. ¿No ayudarás a un amigo en desgracia?
—Vamos, Bruce. No intentes seducirme a mí.
Dame alguna razón por la que desees hacer una locura como ésta.
—Por una razón —dijo Bruce, y sacudió la barandilla de la plataforma como si quisiera soltarla—. ¿Quieres que la policía encuentre a esa mujer en mi cuarto y sospeche que yo la he asesinado?
—Si no eres Roger Bewlay, ¿qué importa eso?
Dennis pudo ver la viveza y el resplandor de los ojos de Bruce. Era como si Bruce rápidamente buscara, interrogara, considerara razones, y las descartara, mientras su cuerpo parecía en un esfuerzo de hipnosis.
—¿Definitivamente rehúsas ayudarme?
—Sí.
—Comprendo —dijo Bruce—, Beryl tenía razón.
—¿Qué quiere decir que Beryl tenía razón?
—Que te has enamorado de Dafne Herbert. Querrías verme en un lío, querrías que Dafne y su familia me odiaran, así tú podrías conquistarla.
Una pausa mientras la rompiente murmuraba.
—¡Esa es una maldita mentira!
—Lo siento, viejo, pero creo que es verdad.
—¿Tú no crees seriamente…?
—Yo arreglaré todo. Sólo —dijo Bruce, en protesta— sólo que no sé conducir un automóvil. Parece idiota, pero así es. Nunca tuve la paciencia de aprender. ¡Así que debo quedarme con una mujer muerta, y sin poder atrapar al verdadero asesino, porque a un amigo mío se le ha ocurrido enamorarse de mi novia, y trata de jugarme una mala pasada! ¡Y no es que te eche la culpa! —se interrumpió Bruce levantando una mano—. Todo es justo en amor y en lo que sea, y tal vez yo haría lo mismo. Aunque… es demasiado. ¡Sigue, por Dios! —En un momento de inspiración Bruce chasqueó los dedos—. ¡Ya sé! ¡Ya sé qué haré!
—¡Tranquilidad!
—No puedo conducir un autómovil, Dennis. Pero puedo intentar hacerlo.
—No seas…
—Después de todo, conozco los movimientos. Voy a meter el cuerpo de esa mujer en el asiento trasero, y conducir adonde el diablo me lleve. Lo haré, Dennis. Aunque estrelle el autómovil, porque tú no me ayudas, y comprometa a la misma Dafne, voy a… Perdón.
Y descendió las escaleras.
—¡Bruce, espera!
Bruce se detuvo sin volverse.
Dennis Foster sintió que el cuello empezaba a estrangularlo.
—¿Puedo recordarte por última vez —dijo desesperadamente— que no estamos representando? Esto es feo y peligroso. Significa prisión para ambos si nos atrapan.
—No es peligroso —dijo Bruce volviéndose instantáneamente— si te apuras. —Bruce miró la esfera luminosa de su reloj—. Las seis menos cuarto —gruñó—. ¡Ya un cuarto para las seis!
—¿Qué es eso de las seis?
—¡Chist! Baja la voz. ¿Notaste el bar y el salón de fumar del comandante Renwick, allá abajo?
—¡Sí, los vi!
—Renwick —dijo Bruce— no puede hacer mucho por sus clientes. Pero tiene superabundancia de bebidas. Las consigue en el mercado negro. Debe ser así, porque aquí puedes tomar todos los whiskies dobles que desees a buen precio. Todo el mundo que tiene un poco de dinero en Aldebridge viene aquí al caer la noche.
—¿Y?
—El bar se abre a las seis. A partir de entonces, y tal vez un poco antes, los automóviles llegarán a esta zona, y no podremos salir.
Dennis procuró dominar su temblorosa garganta.
—Bruce, ¿qué piensas hacer con el cuerpo?
—Lo esconderé. —La nebulosa de un rostro que miraba a Dennis desde el pie de las escaleras, bajo la luna amarilla, pareció extenderse, mientras la boca de Bruce se agrandaba más de lo normal—. Voy a esconderlo en un lugar donde no podrán verlo, aunque estén mirando. ¿Me ayudarás, viejo?
Dennis descendió las escaleras.
—¡Eres un buen muchacho! —murmuró Bruce—. Me prepararé y la bajaré. Podemos estar lejos de aquí en un momento. ¡Mira bien ahora! Voy a esconderla en un lugar donde no podrán verla, aunque estén mirando.
Pero lo que Dennis vio claramente, con los ojos de su pensamiento, mientras descendía las escaleras, fue el rostro del señor James Mackintosh, socio de la firma Mackintosch & Foster. Vio su propia oficina, su piso, toda su vida diaria, como por el lado inverso de un telescopio: infinitamente remotos, brillando contra la negrura y contra el mar. Sabía que estaba haciendo algo totalmente disparatado. Si no fuera por aquella frase sobre Dafne Herbert…
Aún ahora concibió una vacilante esperanza. Había diez posibilidades contra una de que hubieran sacado la llave del autómovil. En ese caso, él tendría una legítima excusa para negarse.
La zona de grava, con sus edificios encalados, nadaba en la penumbra. En el medio había un poste que, una vez, había sostenido una lámpara. Detrás de él estaba el autómovil, una voiturette Ford V. 8, en cuyo gran asiento trasero se podía esconder con facilidad un cuerpo. Le parecía que la playa era inmensa, mientras oía el crujido de sus propios pasos sobre la grava. Se detuvo junto al autómovil y miró adentro, a la llave.
La llave estaba allí, ahora estaba condenado. Mientras le castañeaban los dientes, Dennis sintió el viento del mar todavía más helado. Subió al automovil y, después de una pausa, giró la llave. Después lo puso en marcha.
El ruido, aunque no fue muy fuerte, afectó sus nervios hasta parecerle insoportable. Dejó que el motor suavemente, se calentara. Cuando tocó el freno, el pulso en sus rodillas temblaba tanto, que hizo detener la máquina y tuvo que empezar de nuevo.
¡Tranquilidad! Si no, no haría nada.
El autómovil retrocedió, apretando la grava bajo sus ruedas. Y, al mismo tiempo, brilló una luz tras de él.
Dennis tuvo un segundo de ciego pánico antes de identificar el origen de la luz. Provenía de las dos ventanas del norte de la sala de fumar. Pudo ver algunas sillas, y el borde de una mesa de billar. Distintamente pudo ver un reloj pardo, con números dorados, en la pared del oeste. El reloj, adelantado como todos los relojes de los bares, señalaba las seis menos diez.
—¡Pronto, pronto, pronto!
El autómovil retrocedió con tanta violencia que casi golpeó la escalerilla exterior. Dennis lo evitó a tiempo y sintió que el sudor corría por su cuerpo. Después el autómovil permaneció en la sombra, jadeando suavemente.
Si Bruce se apuraba ahora, bajando lo que había que bajar, podían estar lejos en diez minutos. Dennis descendió del autómovil y miró hacia arriba.
—Está bien, muchacho —dijo una voz tranquilizadora.
La blanca pared del hotel parecía descolorida en la sombra, y Bruce un confuso manchón contra ella. Oyó los pasos de Bruce arrastrarse, crujir, y detenerse en las escaleras. Bruce descendió, llevando algo en brazos. Los cabellos de la mujer pendían.
—¡Abre atrás, maldición! —murmuró Bruce rudamente—. ¡Tengo las manos ocupadas!
Dennis giró la manija del asiento trasero y lo abrió. Sus ojos seguían fijos en el reloj pardo de la sala de fumar. En cualquier momento ahora…
Con poderoso alivio, con un gran suspiro, Bruce dejó caer dentro el cuerpo de Mildred Lyons, doblado de lado, con la cabeza contra el almohadón de cuero rojo del asiento. Las luces detrás de ellos lanzaban un destello acusador. Se oía el tictac del reloj.
—Cierra —murmuró Dennis— y salgamos de aquí. ¿Qué te pasa?
Bruce, con un pie en el peldaño de metal desde el cual había llegado al asiento, se apoyaba con ambas manos en el borde y parecía preocupado por algo que había olvidado. Miró. Se mordió el labio inferior. Después saltó hacia atrás, con un suave golpe sobre la grava.
—¡Su cartera! —dijo—. ¡He olvidado su cartera! —Pero no podemos…
—¡Espera un momento!
Eran las seis menos ocho minutos.
A través de las ventanas del cuarto de fumar, pasó la figura del grueso mozo de pelo color arena, quien cubrió una mesa con un mantel y siguió de largo, sin curiosidad. Marchaba el reloj, desparramando agonía en cada segundo. La puerta trasera se abría, como para proclamar lo que llevaba dentro.
Las seis menos siete.
—¡Bruce! —Dennis no se atrevió a llamar en voz más alta.
Después de lo que pareció un tiempo interminable, oyó los rápidos pasos de Bruce en la escalera. Con su bata flotante, Bruce apareció en la penumbra llevando una cartera de cuero marrón, con un par de guantes atados a la correa.
—¡La tengo! —dijo, y lanzó la cartera contra el asiento trasero—. Estaba dentro del ropero, donde algún canalla la puso. Me tomó un poco de tiempo…
—¡No importa, entra!
—Quiero decirte, viejo, que tengo la mejor de las razones para hacer lo que estoy haciendo. No vamos muy lejos de aquí, pero te prevengo que podemos estar mucho tiempo fuera. Debemos esperar que…
Otra vez Dennis vio que Bruce se detenía, reflexionando. Las manos de Bruce agarraron las solapas de su bata. La voz de Dennis no era alta, pero estaba cargada de reprimida violencia.
—Por Dios, Bruce, ¿que pasa ahora?
—Esta bata, muchacho. No puedo recorrer el país vestido así. Parecerá raro, si alguien nos detiene. Espera otro momento, mientras me cambio de ropa.
Volvió a irse.
Todos, en la situación normal de tomar un tren, o de ir al teatro, hemos sentido algo parecido. Esperamos en la puerta, con el sombrero en la mano, mientras uno de los del grupo debe volver a entrar, una vez, y después otra y otra vez, antes de partir. En un caso normal, esto es bastante enloquecedor. Pero si hemos caído, sin estar prevenidos, en una situación que tiene una sentencia de cárcel como amenaza, cuando todo nuestro destino puede depender de un segundo de tiempo, se llega a un punto de risa casi histérica.
Las seis menos tres minutos.
Dennis se paseaba de arriba abajo, junto al autómovil.
Suponiendo que Bruce fuera inocente, ¿qué podía hacer él?
Las palabras si alguien nos detiene, resonaban malignamente en la mente de Dennis. Se añadían a los peligros de que estaba erizado cada palmo del camino. No había razón para suponer que un policía fuera a detener el autómovil, o mirar en el asiento trasero, en caso de detenerlo. Pero, de todos modos…
¡Una alfombra, una cortina, cualquier cosa con que cubrir el cuerpo!
La tapa todavía estaba semiabierta. Dennis trepó al escalón de metal y miró, en la oscuridad. La luna iluminaba poco aquí. Tomó un encendedor de bolsillo, lo encendió y lo sostuvo sobre el asiento trasero.
Había allí una manta, tirada descuidadamente en el suelo, entre una o dos herramientas. Dennis detestaba tocar el cuerpo, la contextura del abrigo, hasta en el momento en que intentó cubrirlo torpemente con la manta.
La boca de Mildred Lyons se había abierto. Había una pequeña costra de arena húmeda, donde su frente y su mejilla se habían apoyado contra la tapicería de cuero rojo. Notó eso, con cierto vago presentimiento de algo malo en el fondo de su alma, cuando movió el cuerpo para envolverlo con la manta. Pero apenas tuvo tiempo de percibir nada más.
Una voz a sus espaldas lo llamó:
—¡Señor Foster!
Era la voz del comandante Renwick.