—Está… muerta —repitió Bruce—. Temo que haya sido ahogada o estrangulada.
Durante un instante Dennis no hubiera podido moverse ni para salvar su vida. Entonces Beryl estalló en una de esas inspiraciones que tienen las mujeres cuando se trata de alguien a quien quieren.
—Se trata de Mildred Lyons, ¿verdad? —dijo Beryl—. ¡Es Mildred Lyons!
—Sí, ella… —dijo Bruce. Un aterrorizador cambio se pintó en su cara. Sus ojos se agrandaron. Sus labios se curvaron, mostrando los dientes. Con el pulgar deshizo el cigarrillo sobre el cenicero de la mesa de escribir.
—¿Qué saben ustedes de Mildred, Lyons? —preguntó.
Beryl corrió a la puerta del dormitorio.
—No entres —dijo Bruce, palideciendo—. Está…
Beryl abrió la puerta. El dormitorio con sus cuatro ventanas, dos al norte y dos al oeste, tenía bastante luz como para mostrar débilmente un bulto en el sillón, junto a la cama.
Y Beryl no entró en el cuarto. Débilmente oyeron el zumbido de un auto que se aproximaba por el camino hacia el hotel. El reflejo de sus faros delanteros, en aquel mal momento, cruzó rápidamente el dormitorio. Mostró el rostro y el desordenado cabello rojo de una persona sentada en la silla, y Beryl retrocedió. Dennis creyó que la joven iba a desmayarse.
—¡Bruce, tonto! —gritó.
—Sé que soy tonto, lo sé, pero…
—Esa mujer no podía haberte condenado —dijo Beryl, buscando aliento—. Su testimonio no tenía absolutamente ningún valor. Le oímos decir eso a Sir Henry Merrivale ¡Pero ahora la has matado y te colgarán con seguridad!
Bruce se puso la mano sobre los ojos, como para defenderse de un golpe.
—¿De qué demonios hablas? —preguntó rudamente.
—Te siguen la pista, Bruce. Te han tendido una trampa, y esperan que cometas un error, y lo has cometido. ¡Te ahorcarán!
Bruce la miró.
—Escucha, Beryl —dijo con voz sorprendida, pero no fuerte—, ¿estás loca?
—¡Sí, sí, sí!
—Soy Bruce Ransom, ¿recuerdas? Planeamos esto juntos, ¿recuerdas? Fue idea tuya, ¿recuerdas eso?
—Ahora eres Bruce Ransom —ella le arrojó las palabras— pero, ¿quién eras antes? Te encontré por primera vez cuando llegaste de Bristol, en el 35. ¿Quién eras antes? ¿Has estado en Jamaica?
Bruce hizo un ademán como para luchar.
—En Long Island, ¿quieres decir? Estuve allí con alguna gente cuando representaba El Capitán Cortagargantas en Nueva York…
—Me refiero a la isla de Jamaica, de donde vino Roger Bewlay…
—Dios mío, Beryl —vaciló Bruce—. ¿Tú no crees que yo sea ése?
Este hombre, pensó Dennis, dice la verdad.
Este convencimiento llegó a él con sorpresa y prisa, con un mareo de alivio. Durante un tiempo había tratado de equilibrar su juicio, pero los brazos de la balanza vacilaban. Por un momento caían de un lado, después del otro. Y ahora, pensó Dennis, él sabía la verdad.
La enfermiza palidez de Bruce competía ahora con la de Beryl. La total sinceridad con la que había murmurado las palabras: «¿Tú no crees que yo sea él?»; el incrédulo espanto, como si la idea recién se le hubiera ocurrido, eran verdaderos. A Dennis le pareció que ningún actor, vivo o muerto, habría podido representar eso. Una sombra de maravilla y de duda histérica inquietó las facciones de Beryl mientras miraba con sorpresa a Bruce.
—¡Tus iniciales! —Beryl tragó saliva— ¡R. B. al revés! Las cosas que sabías y que no estaban en la obra. El…
—Al revés —dijo Bruce, y empezó a reír.
Era una risa que parecía herirlo profundamente. Una risa diabólica y frenética, resonando y rugiendo en el siniestro cuarto. Trajo lágrimas a sus ojos, hizo que se hincharan las venas de sus sienes, torció su boca como una máscara griega. Beryl lo miró con espanto.
—¡Bruce, basta! ¿Qué pasa?
Semidoblado, pateando en el piso, riendo ahora de una manera que más bien parecía un sollozo, Bruce tanteó la tapa de la máquina de escribir y la corrió en parte. Parecía no haber nada dentro, percibió Dennis a la distancia, excepto unas hojas de escribir a máquina, la primera de las cuales llevaba el número 7 en el rincón de la derecha, y un trozo estrujado de fino papel de envolver sobre el cual, en pálidas letras verdes, se leía: La Vieja Tienda de Té, Aldebridge.
—Pensaron —aulló Bruce— que yo…
—La Lyons está muerta, ¿verdad?
—Sí, pero yo no la maté.
—Calma —interpuso Dennis. Su fría voz atravesó la habitación, tranquilizando a los otros dos—. Escucha, Bruce, ¿estuvo Mildred Lyons a verte en el Granada la última vez que todos nos encontramos?
—Sí.
—¿Y?
Bruce se secó los ojos. Temblaba ahora. Tiró del cuello de su camisa sport debajo de la bata, aunque el cuello estaba ya abierto.
—Esperaba a Mildred Lyons —continuó— ésta tarde. Encontré su carta en alguna parte —hizo un vago gesto que abarcaba todos los papeles de la repleta mesa de escribir—. Me escribió diciendo que tomaría el tren que llega a Seacrest Halt a las cuatro y cuarto de la tarde. Y dijo que vendría caminando a través de los campos de golf.
—¡Pero nosotros estábamos en ese tren!
—¿La vieron?
—No.
—De todos modos, ella no apareció. Espere hasta las cinco menos cuarto. Entonces telefoneé abajo diciendo que salía a nadar, y añadí que si alguien preguntaba por mí, lo hicieran esperar.
—¿Fuiste a nadar? —exclamó Beryl—. ¿Con este tiempo?
—¿Por qué no? No hace frío. Hace bien —Bruce tragó saliva—. Hay una escalera en mi dormitorio. Los soldados la construyeron para poder entrar y salir de prisa. Salí por allí y nadé hasta que realmente empezó a oscurecer. Entonces regresé por la escalera exterior, y me cambié allí de ropa. Abrí el ropero para sacar esto —señaló la bata— y el maldito cuerpo de la mujer cayó.
—¿Cayó desde el ropero?
—Sí.
Bruce nuevamente tiró del cuello. El moretón púrpura parecía lívido contra su palidez. Parecía estar sufriendo del golpe ahora.
—¡Dios! —dijo Bruce, apretando sus sinuosas manos contra sus ojos—. Ella debe haber estado también en la playa.
—¿Por qué?
—Había arena en su cara. ¡Arena! Alguien la agarró, y la sofocó, y apretó su rostro contra la arena hasta matarla. Había arena en sus dientes, y en su nariz, y en sus ojos. Eso no lo pude soportar: arena sobre las órbitas, sin parpadeos. Le limpié la cara, pero los ojos todavía…
Se detuvo, dejando desaparecer la fea imagen. Arena sobre órbitas, sin parpadeos. Otro motor zumbó a la largo del camino, muy poderoso en la soledad. Pareció sacudir todo el hotel, y Dennis imaginó que el cuerpo de Mildred Lyons, allá en la oscuridad, vibraba también.
—Debe de haber luchado terriblemente —siguió Bruce—. Estaba todavía caliente. Yo… —Bruce tomó un pañuelo del bolsillo de su bata, mostró los finos granos de arena que se adherían a él, y rápidamente volvió a ponerlo en el bolsillo, al ver la cara de Beryl.
—Entonces —dijo— llegaron ustedes. ¿Qué los detuvo?
—Nos detuvimos mucho tiempo a conversar con Sir Henry Merrivale y el inspector Masters. Bruce, ¡ellos creen que tú eres Roger Bewlay!
—Eso es mentira —dijo Bruce, mientras su terrosa palidez aumentaba—. Eso es mentira.
—No es una mentira. Sir Henry Merrivale…
—Ya sé que Sir Henry Merrivale está aquí; he hablado con él.
—¿Has…?
—Sí, y él no cree nada por el estilo. Pero si ustedes, mis amigos, piensan que… Esto no es como un asesinato en el escenario —siguió diciendo Bruce quejosamente—. Recién empiezo a comprenderlo. Aquí cerca hay gente que desea verme colgado del poste más cercano. Si me encuentran aquí con un cadáver, con el cadáver de una mujer asesinada, cualquiera que me deteste…
Se oyó un suave golpe en la puerta del corredor.
Casi inmediatamente Dafne Herbert abrió la puerta. Detrás de ella, con las manos en los bolsillos, estaba el señor Jonathan Herbert.
La puerta del dormitorio permanecía abierta de par en par. Beryl, instintivamente, hizo ademán de cerrarla, pero, como si eso fuera demasiado obvio, dejó caer la mano. En verdad, el cuarto estaba ya tan oscuro que la joven no podía ver la silueta de aquella cosa, en la silla. Pero el cadáver estaba demasiado cerca: su presencia envenenaba los ánimos. Era como si la mujer muerta, ciega y muda, con arena en los ojos y en la boca, estuviera gritando.
El corazón de Dennis Foster pareció vacilar un momento y retumbó luego con gran ritmo en sus oídos.
—¿Le molesta que entre, Egerton? —preguntó el señor Herbert.
—Papá —dijo la muchacha— prometiste…
—Está bien —dijo el señor Herbert, y sonrió.
Era la primera vez que Dennis veía de frente al señor Herbert. En el tren éste estaba sentado de espaldas al pasillo.
Era un hombre fuerte, de mediana estatura, de apariencia juvenil pese a sus cabellos grises. Sus modales inspiraban confianza y respeto. Debajo de sus prominentes cejas, sus ojos grises, semejantes a los de Dafne, miraban, desde un rostro curtido por el aire, con una barbilla hendida. Llevaba un traje de lana gris y un sombrero blando, que se quitó al entrar.
Bruce dio un paso hacia adelante. La voz de Bruce se elevó.
—Si usted quiere un remojón, señor —dijo—, recibirá uno aquí, inmediatamente.
—Preferiría —dijo el señor Herbert— no llamarlo remojón. Sabe usted…
Dafne fue al lado de Bruce y lo tomó del brazo. Una sombra de desesperación cruzó el rostro del señor Herbert, pero no hizo comentarios.
—Ayer —prosiguió— su madre y yo llevamos a Dafne a Londres. Pensábamos que… bueno, que eso la distraería. Pero ella insistió en regresar hoy. Apenas llegamos a Aldebridge cuando ella saltó del tren, y salió corriendo. Comprendimos en seguida adonde iba. La he seguido en su autómovil, pensé que tal vez…
Se detuvo, torciendo el rostro.
—Eh… ¿este señor y esta señora? —preguntó.
—¿Puedo presentarle a Miss West y al señor Foster? —dijo Bruce, en voz muy alta—. El señor Foster es mi abogado. Dennis, dile al señor Herbert quién soy verdaderamente.
—Bueno…
—Vamos —dijo Bruce ferozmente—, dile.
Dennis recobró la voz.
—El hecho es, señor Herbert —dijo, mojándose los labios— que el hombre que usted conoce como Bruce Egerton, es realmente Bruce Ransom, el actor.
Hubo una pausa.
—Si usted no lo ha visto en escena —continuó mientras su voz se elevaba y su rostro ardía—, seguramente habrá oído hablar de él. Hace cerca de un mes, hubo entre nosotros una disputa, acerca de… cómo reaccionaría la gente si uno pretendiera ser un criminal famoso y después revelara que no lo era.
En tres frases Dennis definió la situación. Una curiosa pesadez estaba en los miembros de todos. El tiempo pasaba lentamente, demasiado lentamente. Dennis podía oír el tictac del reloj de alguien.
—Comprendo —dijo el señor Herbert con voz normal, pero las aletas de su nariz estaban distendidas.
—Todo esto ha sido muy desdichado —gritó Dennis— y… y tal vez no del mejor gusto —lanzó una mirada a Dafne, que había retrocedido—, pero creo que usted convendrá que no se ha hecho verdadero daño.
—Comprendo —el señor Herbert hablaba con voz normal—, pero entonces, ¿todo, incluso la comedia de enamorar a Dafne estaba preparada?
—Yo tenía otro motivo —masculló Bruce—. Un motivo que ni Dennis ni Beryl conocían. Cuando usted sepa de qué se trata, señor, creo que ambos, usted y Dafne, me perdonarán. Es un asunto que no he dis…
El señor Herbert se adelantó lentamente. Sin ningún aviso, sin cambiar de expresión, le aplicó a Bruce un fuerte puñetazo en la cara.
Bruce, distraído y pensando en otras cosas, sólo en parte logró protegerse con su brazo izquierdo. Los duros nudillos del señor Herbert hirieron el pómulo, trazaron una línea roja y surgieron dos brillantes gotas de sangre en aquel rostro, todavía pálido.
—No quiero lastimarlo —dijo Bruce, con voz temblorosa—, así que no vuelva a hacer eso. Aunque tal vez yo lo merezca.
—Usted merece algo peor —dijo el señor Herbert. Sin embargo, había cierto alivio en su tono—. Es lástima que yo no sea bastante joven como para darle lo que se merece. Vamos, Dafne.
—¡Dafne! —gritó Bruce.
La muchacha había retrocedido aún más, hasta chocar contra un sillón. Sus labios estaban entreabiertos, sus ojos parecían heridos y enfermizos, en el torrente de su creciente emoción. Cuando Bruce le gritó, sus palabras parecían casi grotescas: como un muchacho de dieciocho años protestando contra el perverso mundo.
—Dafne, ¿me amas?
—No sé —murmuró Dafne—, tengo que pensarlo.
Y después:
—Desearía que hubieras sido un asesino —dijo—. Casi deseo que hubieras sido un asesino.
Afuera, donde las brillantes estrellas empezaban a surgir en un cielo negro azulado, se oyó el paso de un camión muy pesado, o de un furgón militar a lo largo del camino. El ruido creció hasta transformarse en un estremecedor sonido, que hizo chirriar los marcos de las ventanas. Cuando el furgón pasó frente al hotel, sus vibraciones hicieron efecto: el cuerpo en el cuarto oscuro se deslizó de la silla y cayó, con pesado golpe, en el suelo.
Y nadie en la habitación lo percibió.
—Yo te adoraba —dijo Dafne—. Yo… yo siempre pensé que había en ti algo teatral. Pero no me importaba quién eras o lo que fueras. Hasta que ha ocurrido esto.
—No es un juego, Dafne —Bruce avanzó un paso hacia ella, pero, viendo su expresión, se detuvo—. Sí, empezó como una broma. Pero se convirtió en otra cosa. Todo lo que te he dicho era sincero.
Por un momento, la muchacha titubeó, tal era la sinceridad en el tono de Bruce, la fuerza de su personalidad, que fluía y la envolvía. Pero ella miró al señor Herbert.
—Por favor —dijo Dafne— ¿podemos irnos ahora a casa?
El señor Herbert, con la cabeza baja, miraba al escritorio con expresión tan abstraída que Dafne tuvo que repetir su pregunta. Entonces él despertó. Dio dos pasos hacia la puerta antes de volverse, con el sombrero semilevantado:
—Señor… Ransom —habló formalmente, aunque sus ojos parecían congestionados—, creo que el comandante Renwick le ha dado orden de salir del hotel el lunes. Es mejor que así sea.
—¡Dafne! —dijo Bruce.
El señor Herbert se pasó el dorso de la mano por la frente.
—Me propongo, señor Ransom, no decir a nadie quién es usted, fuera de asegurar a mis amigos que usted no es el asesino y que —vaciló— pueden dejar de buscar a Bewlay en este distrito. Sólo diré eso. No puedo hacer más. Ya nos ha traído usted bastante vergüenza.
Vaciló nuevamente y miró a Dennis.
—Gracias, señor Foster, por decirme lo que me ha dicho. Usted parece ser la única persona decente en todo este asunto.
—No es así —protestó Dennis—. Le doy mi palabra de honor que Bruce realmente…
Bruce Ransom no había oído una palabra de todo esto.
—Dafne, no puedo ir contigo ahora. Hay un motivo —sus ojos miraron brevemente hacia el cuarto oscuro— por el que no puedo ir contigo, y por el que estoy fuera de mí. Pero te telefonearé mañana y te demostraré que estás cometiendo una injusticia. Sólo que…
—Si trata usted de ver nuevamente a mi hija —dijo el señor Herbert— lo mataré. Y no miento. Buenas noches.
—¡Dafne!
Y Bruce dio un paso hacia adelante.
Las manos de Dafne se movieron hacia el cuello de su abrigo color tostado. Sus labios temblaron y hubo brillo de próximas lágrimas en sus ojos. La repulsión y el orgullo herido luchaban contra la fascinación hipnótica que Bruce ejercía sobre ella. Deliberadamente evitó la mirada de Bruce.
—Gracias, señor Foster, gracias —sus ojos miraron a Dennis con una amistad, con una fraternidad que lo exaltaron, aunque se sentía como el villano de la pieza—. No puedo menos de pensar que hay cosas que usted omitió o pasó por encima. Eso es lo que le agradezco. Buenas noches.
Saludó con la cabeza a Beryl, lanzó una confusa sonrisa hacia Dennis, como si quisiera probarle que nada importaba, y salió rápidamente al corredor. El señor Herbert, que la siguió, cerró la puerta con gran cuidado. Vieron por un momento su frente enfurruñada y las aletas de su nariz tendidas, antes que la puerta se cerrara.
En la larga pausa que siguió, Dennis volvió a oír el tictac de un reloj. Bruce miraba la puerta cerrada. Lentamente su mano se levantó y tocó la marca de sangre de su mejilla.
—Bueno —preguntó Beryl sin mirarlo— ¿estás satisfecho? Ahora sabes cómo tomar tu farsa.
—¡Lo probaré! —dijo Bruce—. ¡Lo probaré para ellos dos, Beryl!
—Sí.
—Mira, cara de ángel: tú no crees sinceramente todos esos disparates de que hablabas hace un momento. Tú no sospechas que yo sea un asesino y…
—¡Oh, Bruce, yo no sé lo que pienso! —contestó Beryl, desesperada—. Yo soy como la hija del clérigo.
—¿Como qué?
—Nada. Sólo que, cuando estoy lejos de ti, tengo toda clase de ideas extrañas. Y eso es horrible. Pero, cuando te veo de nuevo, comprendo que eres solamente el pobre tonto de Bruce Ransom.
—Entonces, ¿harás algo por mí?
Beryl lo miró.
—¡Realmente, Bruce…! Escoges los peores momentos para… para…
—Se trata de algo importante —dijo Bruce, mientras sus ojos giraban y brillaban con aquella luz maniática que podía vérsele algunas veces en el escenario.
—Dafne y su padre —añadió— no deben salir del hotel durante la próxima media hora. Quiero que bajes detrás de ellos, Beryl. Quiero que los detengas. Diles lo que te parezca, pero detenlos por los próximos treinta minutos. ¿Harás eso? ¿De prisa?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque quiero usar el autómovil de Dafne, e irme de aquí antes de que ellos se den cuenta.
—Quitarle el autómovil… ¿para hacer qué?
—Escucha, Beryl: si tengo suerte, en unas pocas horas demostraré algo que hará que Dafne me eche los brazos al cuello y que el viejo me tienda la mano, en lugar de pegarme. El buen Dios —Bruce levantó los ojos al techo con sinceridad y ansiedad— no puede abandonarme después de la mala pasada que me ha hecho con ese cadáver. ¿Harás lo que te pido?
—No.
—¡Beryl!
—¿No puede hacerlo Dennis? ¿Si es que debe hacerse?
—¿Por qué Dennis?
—Después de todo —dijo Beryl— él parece haber impresionado a la familia. Y se ha enamorado totalmente de Dafne Herbert.
—¿De veras, Dios mío? —murmuró Bruce. Y dirigió una mirada rápida e inquisitiva a Dennis, cuya lengua estaba tan trabada que las protestas murieron en su garganta—. Supongo que deberé dejar que gane la partida el mejor de los dos. Y así será.
—Mira…
—Pero lo importante —Bruce movió la mano— es que no puedo prescindir de Dennis ahora. Necesito su ayuda para otro asunto.
—Adelante —dijo Dennis—, ¿qué otro asunto?
—Tú y yo, viejo —anunció Bruce— vamos a hacer desaparecer el cuerpo. Tengo una manera segura de hacerlo desaparecer.