Estaba casi oscuro.
El terroso cielo amarillo se había desvanecido. Hacia el este, el mar se extendía, negro y lleno de murmullos. El hotel La Bota de Cuero, entre el campo de golf y un pequeño promontorio junto a la playa, quedaba situado exactamente detrás de un camino de automóviles que se curvaba a lo largo de la cerca más distante del campo de golf. Era un edificio largo y bajo, descascarado y sucio, y no mostraba más luces que un débil resplandor que brillaba a través de las puertas abiertas del frente.
Beryl, con su vestido verde castigado por el viento del mar, se había detenido inmóvil frente a esas puertas cuando Dennis la alcanzó.
—Si se tratara de la obra —dijo Beryl inesperadamente— podría decirte exactamente lo que vamos a ver dentro.
—¿Quieres decir que una de las escenas de la obra transcurre en…?
—Sí, en un hotel de campo. Si ésta fuera la obra podría describirte todos los detalles. Y habría un mozo gordo, con cabello color arena.
—Escucha, Beryl, ¡tienes que tranquilizarte! No entrarás ahí para hacer una escena, ¿entiendes? Justamente…
Pero ella ya había entrado en el hotel.
Dentro, a la escasa luz de unas pocas lamparillas eléctricas que pendían de las paredes, se encontraron en una gran habitación de techo bajo, con decrépitos sillones. Las ventanas de vidrio del bar estaban firmemente cerradas. A la izquierda, una puerta abierta conducía a una sala de fumar, en tinieblas; en el fondo, debajo de una alcoba, había unas puertas recientemente pintadas con la palabra: Comedor; y, a la derecha, había un escritorio para recibir a los clientes. Todo el lugar tenía ese aspecto de los sitios que han sido recorridos por la soldadesca, y uno de los candelabros de la pared se inclinaba en forma vacilante.
En uno de los sillones estaba Miss Dafne Herbert, y en medio de la habitación, mirándolos, un mozo gordo, con cabello arenoso.
Hay un bonito cuento de fantasmas que describe el terror de un hombre que sueña, año tras año, la misma pesadilla, que después toma forma en la vida real. Repite siempre el maligno refrán: Jack le mostrará su cuarto: le he dado a usted el cuarto de la torre. Una emoción muy parecida sacudió el corazón de Dennis Foster en el momento en que depositaba las dos maletas en el suelo.
Era evidente que el comandante Renwick no había regresado todavía de Aldebridge. El mozo, que no esperaba a nadie, los miró inquisitivamente.
—¿Qué deseaban?
—Desearíamos ver al señor Ra… al señor Egerton —dijo Beryl corrigiéndose rápidamente con el nombre que Bruce había adoptado. Su voz resonó claramente en la melancolía de la habitación.
—Somos amigos de él, de Londres.
—El señor Egerton no se encuentra aquí —la cara del mozo se endureció—. Aquella muchacha también lo está esperando.
Y señaló en dirección de Dafne Herbert.
Dafne, que llevaba ahora un abrigo color tostado con el cuello vuelto, estaba sentada frente a la vacía chimenea, cerca de la sala de fumar. Dennis, que la espiaba por el rabillo del ojo, la vio sobresaltarse un poco al oír hablar a Beryl.
Dafne volvió aquella dura cara hermosa, aquellos ojos grises bordeados de negro que podían producir un efecto tan desmoralizador. Vaciló y retiró la mirada. Después, casi contra su voluntad, se levantó y caminó hacia ellos.
—Perdón —dijo Dafne, con incierta mirada que vagaba de Dennis a Beryl—. Pero… ¿han dicho ustedes que son amigos del señor Egerton?
—Así es, querida —contestó Beryl mecánicamente. Beryl le lanzó también una rápida mirada y después retiró la vista.
La temperatura emocional de la habitación aumentó varios grados.
Pero Dafne vaciló.
—¡Oh, si! Ya veo —murmuró.
Dennis comprendió lo que ocurría. La muchacha era demasiado tímida, demasiado terriblemente bien educada para decir: «¿Quién es el señor Egerton?» Ni siquiera sabía cómo encarar el tema, aunque éste brillara en sus ojos, y coloreara su cara, y respirara en sus labios, y sacudiera su alma tranquila.
Y se volvió.
—¿Dónde —preguntó Beryl al mozo— queda el cuarto del señor Egerton?
—Los cuartos del señor Egerton —corrigió el mozo— están en el ala norte, hacia el fondo. Pero él no está.
—Subiremos y lo esperaremos allí —dijo Beryl—; somos muy viejos amigos.
Sonrió a Dafne. Dafne, que ya se volvía, se detuvo y miró. Y, antes de que Beryl corriera hasta la pequeña escalera, algo, como una chispa eléctrica estalló entre estas dos muchachas. No se trataba de ninguna emoción sino de un entendimiento. Era un instinto muy profundo y ellas no lo ignoraban.
Durante un instante, Dennis pensó que Dafne iba a seguirlos. Pero esto le parecía a ella tan distante de lo convencional, tan abierto a las críticas de la gente, que Dafne vaciló, en agonía. Los siguió sólo con los ojos. Lo último que vio Dennis fue a Dafne, con el resplandor de una o dos malas lámparas de pared iluminando sus cabellos castaño dorados, la fina línea de su barbilla y de su cuello; los maravillados ojos celosos, mientras ellos subían las escaleras hacia la sofocante y agria atmósfera de las habitaciones superiores.
—¡Es Ángela Phipps de nuevo —murmuró Beryl—, la hija del clérigo! Siempre es así. ¿No lo ves?
—Tranquilidad ahora.
—¿Es verdad lo que dijo Sir Henry Merrivale, Dennis? ¿Que no pueden condenar a Bruce por haber matado a esa mujer de Torquay?
—¡Oh, así es! Ahora que el Viejo Maestro lo ha dicho (y ahora entiendo por qué le llaman así) está claro que sería absuelto. Pero yo no había pensado en eso. Eso es todo. Sí —añadió de prisa— Bruce es realmente…
—Ellos creen eso, ¿no?
Las puertas se abrían sobre habitaciones desmanteladas, húmedas y cavernosas. Tanteando en la tiniebla del ala norte, Beryl se detuvo vacilante ante la segunda puerta, al final del corredor, y golpeó.
No hubo respuesta. Beryl abrió la puerta de una habitación oscura y silenciosa, con dos brillantes ventanas que daban a los campos de golf. Débiles resplandores del ciclo amarillo brillaban afuera. Tanteando a la izquierda de la puerta, Beryl encontró un botón de la luz eléctrica y lo apretó.
Estaban en la sala de Bruce, color gris y azul en la alfombra, en las cortinas y en las paredes. Una bolsa con palos de golf estaba apoyada en un rincón. En la mesa de escribir había un montón de cartas abiertas; ninguna había recibido respuesta, porque una máquina de escribir portátil, cubierta y polvorienta, con un nombre impreso, estaba junto a ellas. El Radio Times, el New Yorker y un libro voluminoso titulado El genio y el criminal, estaban sobre unos sillones azules y grises y sobre un taburete, como si alguien, inquieto, hubiera leído uno por vez. Todo el cuarto parecía siniestro, como la mesita del teléfono frente a la repisa.
—¡Bruce! —gritó Beryl. Dennis, pese a sí mismo, se sobresaltó.
—¿Qué sacas con gritar así? ¿No le oíste decir al mozo que había salido?
—Él está aquí —dijo Beryl—. Sé que está aquí. ¡Bruce!
Furtivamente, oyeron crujidos de pasos sobre el tembloroso suelo.
Provenían de una puerta cerrada, a la derecha y, esa puerta, seguramente llevaba al dormitorio de Bruce, al final del corredor. Después de cinco segundos el picaporte giró. Bruce Ransom, llevando la misma bata de seda con que lo vimos últimamente, entró en la sala y cerró la puerta tras de sí.
Nadie habló.
En el rostro de Bruce estaba fija una expresión agradable. ¿Cómo lo había llamado el señor Herbert? ¡Mongólico! Así era. Y había, en verdad, algo que recordaba levemente a los tártaros en esos pronunciados pómulos y angostos ojos, en contraste con la fuerte boca inglesa y la mandíbula. En la sien izquierda da Bruce había un moretón purpúreo e hinchado, una marca diabólica que no destruía el agradable conjunto.
Bruce se dirigió hacia la pequeña repisa de mármol azul, sobre la cual había una estufa eléctrica. Tomó un cigarrillo de un paquete sobre la repisa, y un fósforo de una caja. Encendió el cigarrillo con pulso sereno y arrojó el fósforo en la chimenea.
—¿Cómo les va a ustedes dos? —dijo.
Beryl permaneció silenciosa. Dennis, por un motivo indeterminado, sintió que sus nervios saltaban como un pez en el anzuelo. Beryl miraba fijamente el moretón en la sien de Bruce, y Bruce lo notó.
—¿Esto? —dijo, tocándolo. Su risa resonó en el sombrío cuarto.
—Siempre he sido un torpe buey, Beryl. Debo de haber tomado una o dos copas de más en el bar de abajo, porque caminé directamente contra el borde de la puerta de esa habitación y…
—Bruce —interrumpió la muchacha—. ¿Por qué me mientes?
Una larga pausa.
—¿Te miento, cara de ángel?
—Tienes ese moretón porque alguien te tiró una piedra. ¿Por qué mentir sobre eso?
—¡Oh! —murmuró Bruce, como si hubiera esperado otra cosa. Seguía sonriendo, aunque sus ojos parecían fatigados—. He representado demasiado mi papel, como de costumbre, cara de ángel. Eso sucedió porque no estabas aquí para dirigirme.
—Sí —asintió Beryl—, has representado demasiado tu papel.
(Por Dios, di algo. Si la muchacha va a estallar, que estalle. Pero no así.)
Beryl abrió su cartera y lentamente desdobló la nota.
—«Ven aquí lo más pronto posible —leyó la carta de Bruce—. No puedo explicarte ahora pero estoy en líos. Te necesito.»
—No hagas caso —dijo Bruce, impaciente. Dio una rápida chupada al cigarrillo—. Escribí eso una noche que estaba deprimido. ¡Este maldito experimento! —estalló.
—¡Sí —dijo Beryl—, el experimento! Si realmente le has pedido a esa muchacha que huya y se case contigo… ¿No te parece que es ir demasiado lejos?
Bruce la miró.
No se detuvo a preguntar cómo ella sabía eso. Aceptó la información como sobreentendida, y contesto con el tono franco que siempre usaba.
—Estoy enamorado de ella —dijo, con una veracidad y sinceridad de las que era imposible dudar—. Genuina y sinceramente he caído esta vez. Me siento como un inocente colegial de dieciocho años. Ella es la más encantadora…
Aspirando una rápida chupada del cigarrillo, con un aliento que entró profundamente en su pecho, Bruce caminó hasta el taburete. Sus ojos se fijaron en El genio y el criminal, y tiró el libro saltando a través del cuarto. Se sentó, con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos.
—Beryl —prosiguió, con lo que parecía real afecto cuando levantó la vista—, soy un perro, sabes. Debí haberte escrito. Dafne hasta sacó la máquina de su padre, para que yo pudiera contestar mis cartas (es encantadora). Pero ya sabes cómo soy.
—Sí —dijo Beryl— empiezo a saberlo.
—Y tú también Dennis. Tú tenías razón.
La garganta de Dennis se secó más todavía. La antinatural calma de Beryl no podía sostenerse por mucho tiempo.
—¿Yo tenía razón, Bruce? ¿Cómo?
—No se puede jugar así con las vidas y las emociones de la gente. ¿Recuerdas? Eso dijiste en el camerino. ¡Y Dios mío, no se puede! —Bruce dejó caer el puño sobre la rodilla—. Ahora resulta que todos los de aquí, incluidos el padre y la madre de la muchacha que amo, creen que yo soy Roger Bewlay…
—Bueno —dijo Beryl— ¿por qué no les dices que no lo eres?
Bruce estudió su puño cerrado.
—Porque no puedo.
—¿Por qué no?
—¡Porque no puedo, te digo! No todavía. Y he de hacer caer el telón de la única manera posible para justificarme y… —su mano izquierda, que sostenía el cigarrillo, vagó en el aire. Aspiró otra fuerte chupada, lo bastante fuerte como para marearlo—. Ustedes no entienden —dijo, quejoso.
—¿No entendemos, Bruce?
—¡El condenado viejo me odia! —dijo Bruce—. ¿Qué derecho tiene para imponerse a Dafne? Él no es nada y desea ser un hidalgo campesino. Es la madre de Dafne quien posee todo el dinero.
»Pero quiero que todo sea agradable. No quiero tener que decir a mis futuros suegros que les he jugado una broma, a menos que pueda terminar la comedia como debo y que entonces ellos me perdonen.
»Beryl, Dafne está enloquecida de miedo. Dice que encontró al viejo limpiando un revólver, como en un melodrama. Si trata de jugarme una mala pasada le daré un puñetazo que lo hará dormir una hora. Pero no es agradable hacerlo. El comandante Renwick me ordenó salir del hotel el lunes. Hasta ese animal de Chittering…
—Entonces ¿por qué no les cuentas todo, Bruce? ¿Por qué no les cuentas todo?
—Cara de ángel, ¿cuántas veces debo repetirlo? No puedo. Tal vez hubiera podido esta mañana. Les digo francamente que iba a confesar todo. Pero no ahora.
—¿Por qué no ahora?
Entonces ocurrió algo que heló la sangre en las venas de Dennis Foster.
Bruce se puso de pie. Extendió la mano hacia Beryl. Sobre su cara, como modelada en cera, se dibujó una sonrisa. Era una sonrisa de contrición, de arrepentimiento, una sonrisa que pedía perdón. Y, al mismo tiempo, la sonrisa de alguien profundamente incomprendido.
—Bueno, ¿saben ustedes? —dijo Bruce—. Hay una mujer muerta en mi cuarto.