9

Desde donde estaban, desde la colina junto a la estación de Seacrest Hall, tenían una clara vista hacia el este.

Eran las cuatro y cuarto de la tarde, y se aproximaba el crepúsculo. Un viento del Mar del Norte, que tiene la más salada de todas las aguas, corría a través de la llanura y traía a sus narices lo que al principio fue un grato aire fresco.

Un viento salobre, que arrastraba una débil traza de la marea creciente, soplaba a través de una playa guijarrosa, e iba más allá de una casona desigual, cubierta con tablones, que evidentemente era el hotel La Bota de Cuero. Tocaba las bajas y ondulantes colinas del campo de golf, con montículos como tumbas prehistóricas, y senderos de arena de un blanco resplandeciente, con los pastos todavía de color vivo debajo de las rojas banderas, aunque, más allá, el otoño entristecía todo. Sacudía las hojas de los frondosos árboles a lo largo de las cercas, pero parecía no hacer ruido allí, porque las hojas eran amarillas y húmedas.

—¡Uf! —dijo Beryl.

Nadie, con excepción de Dennis y Beryl, descendió en Seacrest Halt. O, para ser más exactos, ellos no vieron a nadie. El sonido del tren murió a lo lejos, en dirección a Aldebridge, dejando una inmensidad de silencio.

—Beryl —empezó diciendo Dennis bruscamente—, ¿qué vas a decirle a Bruce?

—No sé —fue la respuesta igualmente brusca.

—¿No irás a transmitirle esa idea absurda de que él puede ser Bewlay?

Durante un momento ella no respondió. Descendieron la larga escalera de peldaños de madera, desde la elevación en que estaban, de modo que ya no podían ver el mar. Nada puede ser más solitario que una estación junto al camino. Ningún perro ladraba; nada se movió. Atravesaron primero un camino, detrás del cual había un terreno abierto, después un breñal alambrado, después una extensión de matorral en el borde del campo de golf. Entre las ramas de los altos árboles alrededor del matorral, pudieron ver otra vez los melancólicos campos de golf que se extendían más allá.

Fue quizás la soledad, el sentimiento de intimidad, lo que arrancó las palabras a Dennis Foster.

—Beryl —dijo—, estás muy enamorada de Bruce, ¿verdad?

—Sí. Temo que sí.

—¿Seguirías enamorada de él, si fuera… ya sabes qué?

Beryl volvió hacia él su pálido rostro.

—Si él es Bewlay —dijo ella—, yo misma lo mataré.

—¡Beryl, por favor!

—Es cierto, Dennis. No sé si tendré el valor de hacerlo, pero lo intentaré. ¡Cuando se piensa en todas esas mujeres, enterradas y pudriéndose en la oscuridad!…

—¡Pero no sabemos qué hizo ese hombre con los cuerpos! Esto es lo que enloquece a todos. ¿Supongo que no creerás que Bruce, nada menos que Bruce, iba a descubrir una manera de desintegrar los cuerpos?

—¿Es mi sospecha tan absurda, Dennis? ¿Lo es?

—Sí.

—Entonces, Dennis: ¿por qué habló Sir Henry Merrivale como lo hizo? ¿Quieres decirme por qué tendió esta cuidadosa trampa para Bruce?

—¡Al diablo con la trampa! —protestó Dennis—. Ésa fue sólo una manera de hablar. Pero Sir Henry Merrivale no quiso decir nada con eso. Posiblemente en este momento haya olvidado todo el asunto.

—¿De veras? —inquirió Beryl y, con la cabeza, señaló hacia adelante.

Porque la primera persona que vieron en Seacrest Halt fue Sir Henry Merrivale.

El hombre no los vio al principio. Estaba de pie entre el matorral, bajo las ramas de un castaño, mirando hacia el campo de golf. Llevaba un traje a cuadros, terriblemente amplío, con un hongo. Estéticamente hablando, su aspecto era tan horrible que habría intimidado hasta a los más fuertes. De una de sus manos pendía una bolsa de golf, conteniendo una docena de palos. Pero lo que sorprendió a Dennis fue el curioso comportamiento de Sir Henry.

La atención de Sir Henry Merrivale parecía fija, con casual descuido, en algo entre las ramas del árbol. Miraba hacia arriba continua e inocentemente. Al mismo tiempo su pie derecho se movía, como desprendido del cuerpo. Se movió aún más lejos. Tocó algo en el suelo. Una pelota de golf, que había estado enterrada en un surco, saltó y corrió desde el matorral hasta el borde del sendero.

—¡Aja! —dijo Sir Henry Merrivale.

Como un hombre renacido, como un hombre virtuoso y de inflexibles propósitos, Sir Henry Merrivale tomaba un palo de la bolsa de golf, cuando un nuevo ruido lo sobresaltó.

—Te estoy vigilando —dijo una voz terrible.

Y el señor Donald Fergus MacFergus, como la Voz de la Conciencia, surgió de atrás de un árbol cercano.

Se ha observado que, en cualquier gran engaño, en cualquier vasta y tronante equivocación, Sir Henry Merrivale puede conservar su rostro tan impenetrable como el de una talla de madera india. Pero en cualquier engaño pequeño, en cualquier pequeño desliz, el problema es diferente. Su mirada de terrible y ultrajada majestad, con los anteojos caídos sobre su nariz, no habría engañado a un niño.

—No sé de qué hablas —rugió.

—Ya sabrás de qué hablo —dijo MacFergus, implacable—. No —prosiguió con voz doliente—; no querría tener lo que tienes tú sobre la conciencia por todos los millones de Rockefeller —la voz se elevó hasta el quejido—. ¿No eres un hombre religioso?

—Claro que soy religioso. Soy religioso como el infierno. Yo…

—No contento —dijo MacFergus—, no contento con concederte a ti mismo todos los golpes que están fuera de lugar; no contento con reclamar un golpe en el octavo hoyo, das una docena de golpes más de lo permitido; no contento con dejar libre tu genio endemoniado y caminar por el agua cuando no podías hacer pasar la pelota por encima de ella…

—Vamos, hijo. ¿Me acusas de hacer trampa en este juego?

—Sí.

Sir Henry Merrivale lanzó la bolsa de golf entre los brezos. Conservando el palo, se lanzó sobre la pelota, en el borde del matorral. Con una expresión indescriptible de malevolencia, y con el rostro de rico tono purpúreo bajo el hongo, apuntó a la pelota.

—¡Mira! —gritó Sir Henry Merrivale

—Estoy mirando.

—Está viva —dijo Sir Henry Merrivale—. Se burla. Tiene alma. Hijo: hay más concentrada mezquindad en una pelota de golf que en todo un congreso de la Gestapo después de cantar el Horst Wessel y de comer haschish.

Y aquí el cuerpo de Sir Henry Merrivale comenzó a temblar.

—Salí hoy temprano —dijo— para mi primera vuelta. Siendo, como soy, un golfista muy bueno, debía haber lanzado la pelota doscientas yardas por el sendero. ¿Y qué ocurrió? La cochina se curvó como si la hubiera lanzado con un bumerang. ¿Por qué?

MacFergus se tiró de sus cabellos gris acero.

—Te he dicho… —comenzó.

—¡No! —gritó Sir Henry Merrivale

—Te seguí.

—Si vuelvo a oír otra palabra sobre que mire la pelota y no mueva la cabeza —dijo Sir Henry Merrivale apuntándole malévolamente con el palo—, voy a arrancarte el corazón. Eso no tiene nada que ver. Y te lo demostraré. Te molesta, ¿eh? Una especie de niebla roja flota delante de mis ojos. Y he pensado: «¿Quieres mentir, eh? Muy bien, tramposo, ya te arreglaré». Así que me mantuve a su lado…

MacFergus lanzó un gemido.

—Me mantuve al costado —persistió Sir Henry Merrivale— y la lancé como un relámpago hacia el hoyo. En cualquier cómputo justo esto debía llevar la pelota hasta el green. Pero, en lugar de correr cien yardas hacia la derecha, la cochina corrió doscientas yardas hacia la izquierda, y rompió una de las ventanas del club.

»Soy sólo un ser humano, hijo. No puedo soportar una cosa así. La única manera de tratar a esta traidora es recogerla y ponerla donde debe ir. Y, aun en este caso, no estoy seguro de que salte fuera del hoyo y me eche agua encima para vengarse.

Sir Henry Merrivale —llamó Beryl suavemente.

Dennis, que había estado a punto de estallar de risa en la cara del gran hombre, provocándole tal vez un ataque apoplético, miró a Beryl y se contuvo.

Porque esto no era broma. No lo era.

Toda la ira desapareció de la expresión de Sir Henry Merrivale Pareció deprimido y un poco confuso. Volvió a inclinarse, jugando con el palo.

Beryl trepó sobre el montículo. En el crepúsculo silencioso se pudieron oír sus pasos entre guijarros y matorrales mientras subía al encuentro de Sir Henry.

—¿Cuánto tiempo ha estado usted aquí? —preguntó ella.

—¿Yo? —dijo Sir Henry Merrivale—. ¡Oh, hará quince días!… He estado jugando al golf —añadió, a manera de explicación.

—¿Es eso todo lo que ha hecho?

—No sé qué quiere usted decir, hijita.

Beryl súbitamente señaló a través del campo de golf.

—¿No ha estado usted en…?

—¿En La Bota de Cuero? Bueno —gruñó Sir Henry Merrivale girando el palo entre sus manos y frunciendo el ceño—, bueno, no. ¿Sabe usted? Encontré a su amigo Bruce Ransom una o dos veces en el pasado.

—Sí —asintió Beryl—, por una o dos cosas que dijo Bruce en el camerino, comprendí que así era.

—Así que, naturalmente, no quise molestarlo interviniendo. Estoy de vacaciones, hijita. Eso es todo.

A lo largo del camino que acababan de cruzar, el camino que presumiblemente llevaba a Aldebridge, resonó el motor de un viejo taxi que venía de la estación. Dennis, moviéndose incómodamente con la maleta de Beryl en una mano y la suya en la otra, no prestó atención al taxi hasta que éste, a una voz de mando, se detuvo. Inclinándose fuera del asiento trasero, añadiendo un último toque a lo siniestro, estaba el Inspector Masters.

—¡Ah, señor! —llamó Masters con enojo.

Descendió, pagó al chofer, y golpeó la puerta todavía con mayor furia.

—¿Así que todos volvemos a encontrarnos? —observó Masters—. ¡Bueno, bueno, bueno! Nadie me dijo que Aldebridge era una parada después de donde yo quería ir. De otro modo.

—¿Estaba usted también en el tren? —preguntó Beryl.

—Sí —asintió Masters, con algo que parecía una sonrisa—, pero los pases de la policía sirven para la primera clase, señor Foster. ¡Sir Henry!

Pasó el cerco, con Dennis detrás. Sir Henry Merrivale permaneció inmóvil.

—Es usted un gusano trepador, Masters —dijo Sir Henry Merrivale con una voz lejana—. ¡Vive Dios que no esperaba verlo por aquí!

El Jefe Inspector se detuvo y lo miró.

—¿Usted no me esperaba? ¿Qué demonios esperaba entonces cuando me escribió para decirme que, después de todo, Roger Bewlay está aquí realmente?

Silencio de muerte.

Dennis, que había dejado caer las maletas, apretó el brazo de Beryl para contenerla. Y su gesto detuvo un grito ahogado. Pero Masters no percibió nada. Estaba concentrado en otras cosas.

—Después de todo lo que he soportado con las hazañas de ese caballero, ¿cree que iba a decir: «¡Oh, ah!» y olvidar todo? ¡Puede estar seguro de que iba a venir! ¿Por qué no habría de venir?

—Porque pierde usted su tiempo. ¡A menos, diablo, que yo tenga una atroz inspiración!

—¿Ese tipo es Bewlay?

—¡Oh, sí!

—¿Puede usted probarlo?

—Creo que sí.

—¿Qué esperamos entonces?

—Masters —dijo Sir Henry Merrivale rascándose la mejilla con aire de rumiante—, hay que decirle a usted algunas cositas. —Después miró fijamente a Dennis y a Beryl—. Y es justo que ustedes, muchachos, las oigan también. Masters: ¿quiere que le dé algunas lecciones sobre lo que podríamos llamar El problema de hacer desaparecer el cuerpo?

—¿Si quiero? —dijo Masters anhelante—. ¡Por Dios!

Alrededor de ellos estaba el perfume del otoño, de la melancolía y del decaimiento. Las ramas del castaño, rotas y amarillentas, se movieron trémulamente mientras otra brisa atravesaba el campo de golf invadido por el crepúsculo.

Sir Henry Merrivale se sentó confortablemente en el tronco de un árbol caído. Se quitó su inconveniente hongo y lo arrojó entre la hierba. También soltó el palo, que cayó a sus pies junto a la bolsa de golf. Permaneció un momento mirando sus zapatos, como para dominar los pensamientos; después olfateó y miró a Masters por encima de los lentes.

—Primero —dijo— consideremos la táctica del asesino común, que mata a su víctima (la víctima es, generalmente, una mujer) y después oculta el cuerpo y finge que no ha habido tal asesinato. ¿Me sigues, hijo?

—¡Naturalmente!

—Bueno —dijo Sir Henry Merrivale—. Este asesino es, generalmente, un perro estúpido. En nueve casos de cada diez, comete el mismo error. En lugar de enterrar el cuerpo a millas de distancia de donde vive, con lo que estaría razonablemente a salvo… Después de todo, Masters, sus agentes no pueden cavar en todos los rincones del país… En lugar de esto, repito, el imbécil entierra el cuerpo en su propia casa, o en su jardín.

»Dougal lo hizo. Crippen lo hizo. Norman Thorne lo hizo. Por alguna razón misteriosa, el individuo se siente a salvo si tiene el cuerpo cerca de él. Y ustedes, los de la policía, lo saben. ¿No es así?

Masters lo miraba, intrigado.

—¡Oh, ah! Es cierto. Eso los lleva a la horca.

Sir Henry Merrivale señaló con el dedo.

—Pero, ocasionalmente, hijo mío, aparece un criminal que no es en modo alguno tonto. Tomemos a Bewlay, por ejemplo. Me he interesado mucho en esa información que me dio usted sobre la vida pasada de él, antes de que se dedicara a matar mujeres.

Beryl se estremeció. Sir Henry Merrivale la miraba ahora muy fijo y desconcertadoramente.

—Bewlay, mi niña, proviene de una familia muy buena.

—¿Por que me dice eso a mí?

—¿No está interesada?

—Sí, claro. Pero…

—Bewlay —prosiguió Sir Henry Merrivale— proviene de una familia muy buena. Todos han muerto ahora. El nació en Jamaica. Su padre fue gobernador de la isla, lo que se dice capitán general, por años y años. Cuando muchacho, estudió leyes, y lo hizo concienzudamente. Era, también, un actor aficionado de primer orden. Pero el hecho es que estudió leyes.

»Se supone que deslumbraba, por lo menos a sus compañeros de universidad, con sus ingeniosas y desconcertantes tretas para eludir la ley. Una treta, como ven. Como las otras. Porque parece que, cuando niño, tenía un terrible complejo de inferioridad con respecto a las mujeres.

—¿Un complejo de inferioridad? —exclamó Beryl—. ¿Respecto a las mujeres?

—Hum. Creía que no iban a mirarlo. ¡Dios mío, cómo cambiamos! Pero tuvo unos líos con una mujer, con una negra. Un escándalo que hubo que ocultar. Se embarcó para Inglaterra a mediados del veintitantos. Y desapareció. Masters: ¿no le parece todo esto muy atractivo e interesante?

Masters, exasperado y sorprendido, había tomado un libro de notas. Volvió a poner el libro de notas en el bolsillo, como si no lo necesitara.

—¿Interesante? —exclamó—. ¡Oh, ah, es posible! Pero esto no nos dice cómo hizo desaparecer los cuerpos, ¿verdad?

—¿De veras? ¿No cree que esto nos ayuda?

—No, señor. No lo creo.

Sir Henry Merrivale movió la mano.

—En ese caso, hijo, vayamos a mi segundo punto. Olvidemos los tres primeros asesinatos: Ángela Phipps, Elizabeth Mosnar y Andrée Cooper. Concentrémonos en ese sucio asunto de Torquay, hace once años.

»Bewlay, alias R. Benedict, alquila una casa amueblada y llega a ella con una nueva esposa. El inspector de policía local sospecha un poco y pone un vigilante nocturno al frente y al fondo de la casa. En la noche del 6 de julio nuestro Barba Azul estrangula a la inocente señora Benedict y sale al día siguiente. ¿Es así?

—Sí.

—Ahora, Masters —Sir Henry Merrivale se inclinó hacia adelante tanto como se lo permitía su cuerpo, con espantosa ansiedad—, lo desafío a que estudie esa evidencia y no vea una cosa: Bewlay sabía que lo vigilaban:

El Inspector parpadeó.

—¡Pero nunca he negado que lo supiera! —dijo Masters—. Después de todo, señor, caminó hasta donde estaba uno de los agentes, y le dio los buenos días. Tanto Harris como Peterson me dijeron que estaban seguros de que él lo sospechaba varios días antes de eso.

—Esto es muy significativo —dijo Sir Henry Merrivale después de una breve pausa—; esto es muy significativo. Bewlay sabía que lo vigilaban. Sin embargo, lleva adelante el crimen y ni siquiera corre apropiadamente las cortinas. ¡Hijo mío! ¿No le parece todo esto muy significativo?

Masters se pasó la mano por la frente.

—Todo lo que usted me dice —rugió— es que el maldito Bewlay posee una manera infalible de hacer desaparecer los cuerpos. Y, por raro que le parezca, señor, YO YA LO SABÍA.

—¡Vamos, Masters, vamos! Tranquilícese.

—Pero…

—No se excite, Masters. Sea como yo.

En el fondo, MacFergus sofocó un gruñido.

—El punto siguiente —continuó Sir Henry Merrivale muy seria y sinceramente— se refiere a la esposa que desapareció. ¿Quién era ella, Masters? ¿Cómo se llamaba? ¿Dónde se casaron? ¿En qué banco guardaba ella el dinero, si es que lo tenía? He estudiado todos los informes que usted me mandó. ¡Y Dios me condene si encuentro nada más que una gran X!

—¡Él no buscaba el dinero de ella! ¡Buscaba sus joyas! Y, si se casó con ella bajo otro nombre supuesto…

—Hum. Todavía no me comprende. Quizás pueda ser más claro de otra manera.

Sir Henry Merrivale guardó silencio por un momento, pasándose las manos sobre su gran cabeza calva.

—Masters —prosiguió Sir Henry Merrivale y, cuando levantó su gran cabeza, Dennis vio que su rostro era blanco en la creciente luz del crepúsculo—, todos esos asesinatos de mujeres son parecidos. ¿Recuerda a Landrú? ¿Y a Pranzini? ¿Y a Smith, que las ahogaba en bañeras de latón?

—¿Y?

—Esos asesinos son tan malolientes como un campesino francés. Son sexualmente fríos, pese a todo su despliegue. Todos poseen una retorcida vena poética que los lleva a regalar flores y a hacer versos. Y (éste es el punto que quiero destacar) siempre hay una mujer que no matan.

A Dennis le pareció que los ojos de Sir Henry Merrivale miraban rápidamente a Beryl. Pero había un cielo amarillento, un cielo de atardecer detrás de la alta línea de la estación del ferrocarril a sus espaldas; y el cielo lanzaba cambiantes luces sobre las húmedas sombras de los castaños. Y Dennis no pudo estar seguro.

—Quiero decir, hijo, que siempre hay una mujer a la cual vuelven. Una mujer con la cual viven, entre asesinato y asesinato, tan tranquilos como María y José. Una mujer (atención) que los perdona hasta el último momento. Quiero recordarles que Smith tenía su Edith Pegler. Landrú tenía su Fernande Segret. Y Roger Bewlay…

El silencio se extendió, interminable. Sir Henry Merrivale sacó de debajo del tronco una pequeña rama seca y jugó con ella como con un palo de golf.

El Inspector Masters estaba impresionado, aunque no hubiera podido decir por qué. Vaciló, siendo el retrato mismo de la indecisión, y después se aclaró la garganta.

—¡Hum! —dijo—. ¿Y tiene algunas otras aclaraciones que nos expliquen cómo desaparecieron los cuerpos?

—¡Hum! Un quinto punto y final. Temo decírselo, Masters, porque va a sorprenderlo mucho. Pero aquí va, a la cara. Si usted prendiera a Roger Bewlay en este momento, ¿está seguro de que podría condenarlo?

¿Qué quiere decir?

—Tranquilidad —urgió Sir Henry Merrivale mientras Masters levantaba ambos puños—. ¿Está seguro, hijo?

Masters recobró el aliento.

—¿Aun en el caso —dijo el Inspector— de que Mildred Lyons actuara como testigo?

—Aun en el caso —dijo sombríamente Sir Henry Merrivale— de que Mildred Lyons actuara como testigo. ¿Recuerda al Comisionado Asistente?

Podían oír la respiración de Masters, ruidosa y apretadamente.

—¿Al viejo Sir Philip? ¿Qué pasa con él? Murió hace un año.

—Sí. Pero cuando le habló por teléfono y le dijo que tenía un testigo, él no pareció seguro, ¿verdad? Phil Pembrook era abogado. ¿Ha consultado usted legalmente este asunto?

—No. No era necesario hasta atrapar a Bewlay.

Sir Henry Merrivale olfateó.

—Puede que abran proceso, hijo. Es posible. Pero, si lo hacen, ¿permite que el Viejo le diga exactamente lo que va a ocurrir?

—Sí.

—Miss Lyons —dice el abogado defensor—, ¿afirma usted que ha visto un cadáver? Por favor, dígale al jurado, Miss Lyons, cómo sabe que se trataba de un cadáver. ¿Le tomó el pulso? ¿Oyó latir el corazón? ¿Puso un espejo junto a la boca? Vamos, vamos: ¿sólo lo vio?

Masters lo miró, inmóvil, mientras Sir Henry Merrivale continuaba representando al tribunal.

—Miembros del jurado —dice el abogado defensor— hemos oído que el preso afirma que su mujer, en perfecta salud, dejó la casa aquella tarde, cuando la policía no vigilaba. Pero la testigo, Miss Lyons, se atreve a hablar de un cadáver, pese al hecho de que la policía no ha encontrado rastros de él.

»Miss Lyons reconoce que la luz era escasa. ¿Puede ella jurar que lo que vio no era una sombra, cierta acomodación de los almohadones del sofá, y no el efecto de su imaginación exaltada? Porque hasta que tengamos pruebas de a) un cuerpo de mujer, y b) de un cuerpo muerto, me atrevo a decir que no podréis declarar a este hombre culpable.

Sir Henry Merrivale hizo una pausa.

De algún modo destruyó el efecto de su peroración, añadiendo:

—¡Uf! —y removiendo los guijarros con la rama muerta que conservaba en la mano. Pero Masters comprendió.

—Y eso —dijo Masters rudamente— ¿surtirá efecto?

—Seguro, hijo.

—Pero…

—El juez, y el jurado, y todos, pueden comprender que la defensa actúa claramente. Pero, aunque perdieran la cabeza y dijeran: Demonio, sabemos que es culpable. Colguemos al asesino… Bueno, Masters, la sentencia será revocada y quedará más muerta que Moisés, en el Tribunal de Apelaciones.

El Inspector Masters se volvió. Estaba inmóvil y ellos no podían ver su cara. Cuando habló de nuevo, lo hizo en tono bajo.

—Comprendo, señor. ¿Así que Bewlay, como de costumbre, cuenta con toda la suerte?

—Lo lamento, Masters. Así es.

Masters se volvió.

—Señor: ¿siempre tendrá esa suerte?

—No necesariamente —dijo Sir Henry Merrivale Y su tono hizo que todos sus oyentes se volvieran.

—Masters —resumió Sir Henry Merrivale—, desde el principio he tenido una especie de visión de este caso. Sus informes biográficos lo confirman. Veo a ese muchacho creciendo en un clima tropical, con una niñera nativa y compañeros nativos a los cuales dominaba. Aprendiendo, no sólo la ley, sino también desde peleas a cuchillo hasta el arte de los ritos Vudu…

—Al diablo, ¿quiere decirnos que hacía desaparecer mágicamente a las mujeres?

—Tranquilidad. Déjeme acabar. La primera vez, Masters, que Bewlay comprendió que la policía le seguía la pista, fue en el caso de aquella muchacha, Andrée Cooper. El amigo de ella fue a la policía. Entonces fue cuando usted empezó indignado, a deshacer todo. Y yo vi, con claridad, lo que Bewlay iba a hacer —la voz de Sir Henry Merrivale se elevó, en un rugido—. ¡Si yo pudiera pensar una cosa más, Masters! ¡Condenación, sólo una cosa!

—Pero si no puede pensar en ella, señor, ¿de qué nos sirve?

—Porque ha caminado hasta nuestras manos, hijo. Su vanidad lo entusiasmó con esa obra. Así es cómo establecí mi pequeña trampa. Puede, sólo digo que puede, cometer un error. Si lo hace…

Sir Henry Merrivale tomó la rama seca entre ambas manos y la partió en dos. Se quebró con un ruido desagradable, como si fuera un pescuezo.

—¡Beryl! —gritó Dennis.

No pudo contener más a Beryl. La joven había soltado su brazo. Tropezando en el terreno quebradizo que atravesaba el sendero, y dirigiéndose al blanco hotel con andamios que brillaba en la distancia, Beryl huyó de aquel lugar, presa de ciego terror.

Y Dennis corrió tras ella.