8

En cuanto estuvieron solos en otro compartimiento, cuando el tren salía del último de los túneles, estalló entre ellos un torrente de palabras contenidas.

—Beryl —dijo Dennis con una voz que rara vez tenía—, ¿ha perdido Bruce la cabeza?

Beryl lanzó una rápida mirada, pero después ya no lo miró. Se dejó caer en un sillón, como furtivamente, con la espalda hacia la máquina.

—¿Por qué dices eso, Dennis?

—Porque este experimento está empezando a asustarme.

Después, su voz Huyó amargamente; descubrió, con sorpresa, que sus brazos y sus hombros temblaban.

—Quiero decir —prosiguió— que cuando Bruce acepta cualquier amor casual para probar una teoría académica, ¿es costumbre que le pida a la muchacha que se escape y se case con él? ¿Es ésa una de las malditas costumbres teatrales?

Beryl, que parecía algo sorprendida, lo miraba ahora con asombro, con los ojos muy abiertos.

—¡Dennis! —exclamó.

—No importan mis palabras. ¿Es así?

Beryl transfirió su atención, y quedó absorta mirando un cenicero de metal colocado debajo de la ventanilla. Afuera, los últimos blancos hilos de vapor se elevaban hacia un cielo nublado.

—Cuando un hombre se entusiasma con un asunto amoroso —respondió ella— está pronto a decir cualquier cosa. Tú debes saber eso, Dennis, aunque no quieras admitirlo. Pero…

—¿Pero qué?

—Nunca he sabido que Bruce hable así. Su… su actitud es: «Tú me gustas y yo te gusto. Divirtámonos pues, pero no nos pongamos serios ni demos tanta importancia a ciertas cosas».

—¿De veras? Eso debe ser muy satisfactorio.

—No es satisfactorio —dijo Beryl, concentrándose fieramente en el cenicero—. Eso nunca resulta bien. Porque, cuando se trata de hacer eso, uno u otro se lo toma en serio. Entonces todo se convierte en: «¿Por qué me has arrastrado a esto?» Y ocurren las escenas más espantosas. Y… ¡oh!, ¿qué importa eso? Lo único que puedo decirte es que ésa no es la técnica de Bruce.

Dennis se pasó el dorso de la mano por la frente.

—Entonces la sola explicación es —dijo— que Bruce se ha enamorado realmente de… de Miss Herbert. Dios sabe que si es así, no puedo echarle nada en cara.

—Sí, me pareció que te habían dado un flechazo.

—No me han dado un flechazo —dijo Dennis con una voz que retumbó en el compartimiento—. ¿Debo recordarte que nunca he cambiado una palabra con esa joven, y que no la he visto más de diez minutos? De todos modos —añadió amargamente—, ¿qué puedo hacer yo frente a Bruce Ransom?

Beryl, acurrucada en el rincón con los brazos cruzados, no respondió.

—El hecho es —insistió Dennis— que debemos acabar con esta tontería inmediatamente.

—¿Qué tontería?

—¡La mascarada de Bruce! El viejo de allí —su ademán indicó el compartimiento del señor Jonathan Herbert— está casi enloquecido. Vamos a tener molestias. Bruce debe dejar de vanagloriarse de los crímenes de Bewlay, basándose en los informes que le ha dado una pieza teatral que alguien escribió.

—Él no obtuvo la información en la obra —dijo Beryl tranquilamente—. En la obra no hay tal información.

Hubo una larga pausa.

—¿Qué dices? —preguntó Dennis.

Había algo, en la tranquilidad misma del tono de Beryl, que ahuyentó las protestas de la cabeza de él y, momentáneamente, hasta borró la imagen del rostro de Dafne Herbert. Mientras la miraba, Beryl se irguió. Él no pudo descifrar su expresión.

—Dennis, ¿recuerdas la última noche en el camerino? Cuando Bruce decía algo así como: «Ese pequeño detalle de la mujer espiando a través de las cortinas de la ventana, y viendo a la víctima acurrucada y estrangulada sobre el diván, mientras Bewlay encendía el cigarrillo debajo de la lámpara, ahí está indicado cómo se debe representar el papel». ¿Recuerdas, Dennis?

—Claro que recuerdo. ¿Por qué?

Beryl se mojó los labios.

—En aquel momento yo pensé ya que eso era curioso. Pero no dije nada. —Asintió como si estuviera sonámbula—. Sólo me alarmé cuando esas mismas palabras sorprendieron tanto a Masters, en la barraca de diversiones. Entonces dije que esas palabras estaban en la obra. Pero no están.

Súbitamente un presentimiento de horror empezó a apoderarse de Dennis Foster.

Hizo ademán de levantarse, pero Beryl lo detuvo.

—No están escritas en la obra, ¿sabes? —prosiguió, con el mismo tono de hipnotizada—. Se supone que eso lo saben solamente la testigo y la policía. Pero Bruce lo sabe.

Beryl hizo una pausa.

—Bruce —dijo ella— tiene cuarenta y un años. Eso hace que las fechas sean justas. ¿Por qué detesta tanto trabajar en el cine? Dice que es porque trabajando en el cine se estropea el trabajo teatral… Dice que frente a la cámara no es posible levantar una ceja para expresar sorpresa sin que todo el rostro se contorsione así —aquí Beryl hizo una atroz mueca.

—¿O es, acaso, porque no puede ser reconocido en el teatro, mientras que podrían reconocerlo en algún primer plano?

—Oh, Dennis, ¡espera antes de decir nada! —su voz se elevó—. Tuve el primer presentimiento aquella noche, y temo que lo dejé ver, en la taberna, cuando Sir Henry Merrivale empezó a hablar. El viejo demonio (¿recuerdas?) dijo que era terriblemente gracioso lo que parecían las cosas cuando eran leídas al revés. Hasta trazó unas iniciales sobre la mesa para ilustrarlo. ¿No ves, Dennis, no ves que las iniciales de Bruce Ransom son las de Roger Bewlay al revés?

Suavemente crujieron las ruedas del tren, suavemente el coche se balanceó, durante unos veinte segundos.

Entonces la voz de Dennis resonó extraña, salvaje y ronca en sus mismos oídos.

—¿Qué tratas de decirme, en nombre de Dios? Que…

—¡Chist! Por favor…

—¿Que Bruce es Roger Bewlay?

—Quiero que me digas que soy la idiota más siniestra del mundo —dijo Beryl, tragando saliva y dirigiéndose después a él con todo el impulso de su naturaleza—. Quiero tranquilizarme. Quiero que me demuestres que estoy loca. Pero he pensado en eso una y otra vez, de día y de noche, sin paz y sin descanso, hasta que he tenido que decírselo a alguien o morir.

—¡Pero eso es absurdo!

—Ya lo se, querido. Completamente fantástico.

—¡Imposible!

—Sí, fuera de toda duda. No puedo estar más de acuerdo. Sólo —añadió Beryl, buscando lentamente su cartera en el asiento vecino— está ese asunto de Mildred Lyons.

—¿Mildred Lyons? ¿Qué pasa con ella?

—¿No comprendes, Dennis? Fue Mildred Lyons quien visitó a Bruce en el teatro aquella noche. Ella fue la misteriosa persona que envió la nota que hizo que Bruce nos echara del camerino en cuanto la recibió. Eso… no se me ocurrió en seguida. Simplemente me enceguecí de celos. ¿Creo que te diste cuenta de eso?

Dennis miró intensamente el suelo.

—Sí, Beryl, lo adiviné.

Rápidamente, tratando de mantener la cabeza baja, Beryl abrió la cartera y buscó los polvos. Su fino vestido verde estaba arrugado, igual que las nuevas medias de nylon.

—Bruce —dijo ella— no puede dejar de perseguir a las mujeres, del mismo modo que no puede dejar de representar demasiado vivamente, a menos que se le controle. Creí que se trataba de una nueva conquista. Pero no era así. Se trataba de Mildred Lyons.

—¡Un momento! ¿Por qué habría Mildred Lyons de visitar a Bruce?

—¡Oh, Dennis! ¿Lo has olvidado? La Lyons era una mecanógrafa experta, que hasta tuvo una oficina propia en Torquay.

—¿Y?

—¿Y que es más posible que, con la guerra y demás, ella cerrara su oficina? ¿Y que encontrara trabajo en una firma importante, como la de Ethel Whitman? Entonces llega esa obra que Bruce quiere hacer copiar y…

—¿Y Mildred Lyons la lee? ¿Es eso lo que tratas de decirme?

—Sí. La pieza es una inofensiva obra de imaginación. Pero, naturalmente, despierta la curiosidad de Mildred Lyons. La muchacha, inocentemente, va a ver a Bruce para saber si él sabe algo del autor. Y en el camerino de Bruce se encuentra frente a frente con… con un asesino. Con el mismo Bewlay. Con el hombre que ella puede hacer ahorcar. ¿Recuerdas su cara, cuando salió del teatro aquella noche?

Dennis la recordaba.

En su imaginación volvió a ver a la mujer de cabellos rojos huyendo furtivamente de la puerta para actores. Vio las ojeras debajo de los ojos. Vio el movimiento y el resplandor de aquellos ojos dirigidos a la derecha y a la izquierda, con una expresión en donde se confundían el miedo y el triunfo. Oyó el maullido de un galo y el ruido de la tapa de un cubo de basura.

Masters no pudo alcanzar a Mildred Lyons aquella noche. Ella se perdió entre las muchedumbres de Charing Cross Road, se perdió Dios sabía dónde. Y súbitamente se le ocurrió a Dennis que si Mildred Lyons aparecía muerta…

—Lo colgarán —dijo Beryl—. ¿No ves que la policía sospecha? Por eso Sir Henry Merrivale le da amplia libertad, para poder echarle la cuerda al cuello. Lo colgarán.

Basta, Beryl.

—¡Lo colgarán! —dijo Beryl, en un frenesí—. ¡Por favor, por Dios, no dejes que lo cuelguen!

Y empezó a sollozar sin control.

El cerebro de Dennis daba vueltas. Se levantó de su asiento y tomó a Beryl de los hombros. La sacudió con violencia, presa a su vez de frenesí, hasta que los sollozos se calmaron en parte. Pero los hombros de ella parecían blandos y sueltos bajo sus dedos, y el cuello estaba tan flojo como si lo hubieran roto.

—¡Beryl, escúchame!

—¡Sííí!

—Quiero que me mires en los ojos. Vamos. Hazlo. Quiero que me mires en los ojos y me digas que no crees una palabra de ese disparate.

—Pero no lo creo, Dennis. No lo creo real y verdaderamente.

—Entonces, ¿por qué demonios sigues así?

—Porque puede ser, Dennis. Y si es…

Ahora, en su imaginación, él vio a Bruce Ransom. Vio los pronunciados pómulos, la amplia sonrisa, las poderosas manos. Vio a Bruce marchando lentamente a través del camerino, y recordó algunas enigmáticas miradas que dirigió al espejo. Un estremecimiento de horror llegó a los huesos de Dennis. Bruce era su amigo, y debía rechazar esa sospecha.

Y Dennis buscó su camino a través de la niebla.

—¿No te parece, Beryl, que si Bruce fuera ese individuo… bueno, que no se atrevería o no querría representar el papel de sí mismo en el escenario?

—Sí, lo haría. Por vanidad.

—¿Por vanidad?

—Por pura vanidad, por esa atroz necesidad de mostrarse que ningún asesino puede evitar.

—Pero Bruce no es vanidoso.

—Quieres decir que no lo demuestra. Y, si lo recuerdas, la obra termina demostrando que la figura central no es Bewlay. Así creía estar a salvo.

—Si sigues así, Beryl, terminarás por irritarme. Te digo que es fantástico. Dejando de lado el teatro: ¿acaso el propio Bewlay iría y representaría el papel de sí mismo en una aldea de Sulfolk? ¿Para alarmar a todo el mundo y lanzar posiblemente al asesino tras de sus huellas?

—Nooo. Así es. A menos que…

—Tienes demasiada imaginación, Beryl. Envenena tu vida. No permite que te tranquilices. ¡Pero tienes que olvidar esta tontería! Por lo que sabemos, el verdadero Bewlay puede estar muerto. De todos modos, está a cientos de millas de Aldebridge. El verdadero Bewlay…

Una nueva voz dijo:

—Con permiso —y Dennis pensó que acababa de recibir un golpe en el corazón, soltó los hombros de Beryl y dio un salto hacia atrás. Pensó que las escenas embarazosas estaban a la orden del día.

Ninguno de los dos había oído correr la puerta del pasillo. En la abertura, en equilibrio con el vaivén del tren, estaba un hombre flaco mirándolos con sonrisa cortés.

Todo, en este recién llegado, indicaba a un oficial de marina retirado. Parecía llevar un uniforme muy tieso y cepillado, aunque vestía ropa de campo y un sombrero blando. Unos parpadeantes ojos rodeados de arrugas los contemplaban desde lo alto de una recta nariz y de una espesa barba corta y de un bigote de luciente color castaño oscuro.

El recién llegado había perdido un brazo, y esa era, posiblemente, la causa de su retiro de la armada. Su manga vacía estaba metida en el bolsillo de su chaqueta, y tenía un hombro más alto que otro. En la mano derecha llevaba una pequeña maleta, con una etiqueta de cartón, y la valijita de Dennis.

El hombre de la barba se aclaró la garganta.

—Este… perdonen que moleste —dijo con voz grave y agradable—, ¿pero puedo preguntarles —extendió las dos maletas— si una de estas maletas es suya? Encontré ambas en el pasillo.

Beryl había recobrado instantáneamente la compostura. Había sacado la polvera de la cartera, y la abría con toda frialdad.

—La más grande es mía —dijo—. Muchísimas gracias.

—Y la pequeña es mía —dijo Dennis—; la dejé en el pasillo y temo que la olvidé. Espero que no haya tropezado con ellas.

—En modo alguno —dijo el desconocido. Puso una maleta en el asiento junto a Dennis y la otra en el asiento junto a Beryl. En la arrugada etiqueta atada a la maleta, Dennis pudo leer Cunard White Star Line, con el nombre de Beryl, el barco y el número del camarote escritos debajo en tinta.

—¿Podría también preguntar —dijo después de alguna vacilación el desconocido— si usted es Miss West, que ha cablegrafiado reservando dos cuartos en el hotel La Bota de Cuero?

Beryl lanzó una rápida mirada desde la polvera.

—Sí —dijo—, pero…

—Me llamo Renwick —explicó el desconocido con un tono débil de disculpa—. Soy el dueño del hotel.

—El comandante Renwick —dijo Beryl—. Sé que he oído a alguien pronunciar ese nombre. El comandante Renwick.

—Comandante, no, ¡por favor! —Arrugas de alegría se formaron alrededor de los ojos en la gran cara curtida de Renwick. Sus blancos dientes brillaron contra su barba, mientras sonreía—. Soy hotelero ahora, Miss West, Lo único que espero es ser un buen hotelero.

—Estoy segura de que lo es —dijo Beryl—. ¿Ha pasado el día en la ciudad?

—Sí —el tono del comandante Renwick era caprichoso—. Mucha gente del pueblo tomó la misma decisión. El señor y la señora Herbert y su hija, y también el señor Chittering. Pero deseo decirle, Miss West…

—Perdón —interrumpió Beryl—. Pero ¿el señor Chittering es un individuo grueso, bastante feo, con cara interrogadora? ¿Lee un libro acerca de cómo se debe escribir dramas?

—Bueno —dijo el comandante Renwick—, en cuanto a su apariencia personal…

—Ya lo sé —dijo Beryl—: la comidilla del pueblo.

El comandante Renwick evidentemente estaba sorprendido. Era el tipo de hombre que, pese a ser afable en el bar, no permitía que se olvidara que era un oficial y un caballero. Se paró muy erguido y un poco torpemente con su manga vacía, las cejas levantadas y unos hilos de plata brillando en su barba, cuando volvió la cabeza.

—¿Qué… qué decía?

—Está en la obra —dijo Beryl, salvajemente—. Todos los personajes están vivos. Si el viejo pierde la cabeza y trata de matar…

Viendo la mirada de aviso de Dennis, se interrumpió.

Por un momento no hubo más ruido que el crujir del tren. El comandante Renwick abrió la boca para decir algo, pero prefirió guardar silencio. Sin embargo, fue Renwick quien habló finalmente.

—A Chittering… realmente le gusta hablar. Sus mejores amigos no pueden negar eso. —Su sonrisa volvió, simpática, entre las arrugas—. Sin embargo, lo que quiero decirle, Miss West, es que no puedo albergar a nadie en La Bota de Cuero.

Beryl se puso de pie.

—Comprenda —se apresuró a decir Renwick— que hemos tenido a los soldados por años en nuestro distrito. Había un cuartel de maniobras, y era una zona prohibida.

—Pero…

—Los campos de golf están en buenas condiciones porque los coroneles los usaban, y han quitado las minas y el alambre de púas de la plaza. Pero he tratado de hacer reparar el viejo hotel y ha sido un gran trabajo. La próxima primavera, naturalmente, estaré encantado…

—Pero yo he… —Beryl se contuvo.

—Sí —dijo Renwick—, ya tengo ahora un huésped. Un tal Bruce Egerton, de Londres. Le he alquilado un dormitorio y una sala. Y, verdaderamente, desearía no haberlo hecho. La garganta de Dennis estaba seca.

—¡Oh! ¿Por qué?

—Porque —replicó el comandante Renwick— no quisiera que lo lincharan.

—¡Linchar! —gritó Beryl.

Estamos en una situación —pensó Dennis— que se empeora más y más con cada vuelta de las ruedas.

—Ayer —dijo el comandante Renwick— alguien le tiró una piedra desde detrás de una cerca. Lo golpeó en la sien y casi lo desmayó. Ustedes… no encontrarán la atmósfera tranquilizadora. Pero debo nuevamente disculparme por haberlos molestado.

Y con otra sonrisa cortés, levantándose el sombrero hasta mostrar un reflejo de plata entre sus cabellos castaños, se dio vuelta y caminó algo torpemente hacia la puerta.

—¡Comandante Renwick! —dijo Beryl. El otro se detuvo y miró.

—Yo no espero —Beryl habló muy claramente— que usted entienda o simpatice con nuestro problema …

—¡Querida señora!

—Pero crea que es terrible, vitalmente importante para nosotros, estar en ese hotel. Por un motivo que no puedo explicarle ahora, creo que es lo más importante de mi vida. ¿No podría, por favor, darnos un refugio, aunque sea por una noche?

Renwick vaciló. Miró al suelo. Estudió a Beryl entre sus hinchados párpados. Los dedos de su mano, largos y sinuosos, retorcieron un botón de cuero de su chaqueta. Después se aclaró la garganta.

—¿Les importaría estar muy mal alojados? —preguntó.

—¿A alguien le importa hoy en día?

—Bueno, veré lo que puedo hacer.

—Muchas gracias, comandante Renwick.

—De nada. ¿Este caballero es…?

—El señor Foster, mi abogado.

Renwick inclinó gravemente la cabeza.

—¿Ustedes saben dónde deben bajar, naturalmente?

—¿Dónde debemos bajar?

—No bajen en Aldebridge —explicó el otro—. La estación de ustedes es Seacrest Halt, a una milla, de este lado de la ciudad. Temo que no podré ir con ustedes. He dejado mi autómovil en Aldebridge y debo ir a buscarlo. Pero si ustedes bajan en Seacrest Halt y atraviesan el campo de golf, no podrán dejar de ver el hotel, al borde de la playa. Sólo que, por favor, tengan cuidado.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Sólo lo que dije, Miss West. Tengan cuidado.

Con una sonrisa final inefablemente comprensiva, salió al pasillo y cenó la puerta. El silbato aulló de nuevo mientras Renwick marchaba en dirección al compartimiento ocupado por Chittering.

Beryl permaneció inmóvil, con la polvera en una mano y la cartera en la otra. Extendió los brazos, derramando algunos polvos. Cuando habló, con una ronca voz alarmada, no explicó el sentido de lo que surgía de su corazón. Pero Dennis creyó comprender.

—¡Dios mío! —dijo Beryl—. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Y, después de esto, se estremeció.