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El TELEGRAMA decía:

REGRESÉ AYER AMÉRICA TRATÉ TELEFONEARTE HABÍAS SALIDO PUEDES IR CONMIGO A ALDEBRIDGE MAÑANA VIERNES TREN UNA CALLE LIVERPOOL SUCEDE ALGO HORRIBLE CARIÑOS BERYL.

Dennis Foster lo encontró en el buzón de su apartamento cuando regresó allí, solo, en la noche del jueves cuatro de octubre.

Casi un mes había transcurrido desde aquella noche en la taberna. El vacío, la aparente ausencia de noticias pese a un feo incidente, lo llenaban de intranquilidad. Trató de olvidar concentrándose en el trabajo, ya que tenía más que suficientes cosas que hacer. El señor Mackintosh, socio mayor de la vieja y anquilosada firma de Mackintosh & Foster (la firma databa de 1741), estaba envejeciendo.

Por un momento, cuando leyó el telegrama de Beryl, Dennis pensó que no iba a poder complacerla.

El viernes, le decía su agenda, era un día muy ocupado. Su cabeza zumbaba con las cosas que tenía que hacer. Pero, una tentación murmuró a su oído, recordándole que contaba con dos empleados capacitados. Si podía dejar listo el trabajo para el viernes por la mañana, podría tomar el tren de la una.

Dennis estuvo a punto de perder el tren, pese a que, milagrosamente, consiguió un taxi… Corrió atravesando la barrera de la estación de la calle de Liverpool, sosteniendo una maleta pequeña, en el momento que el tren empezaba a deslizarse.

Sucede algo horrible.

Dennis corrió como si se lo llevara el diablo.

Después vio a Beryl en el pasillo de un coche de primera clase, asomada a la ventanilla, enloquecida y haciéndole señas. Con un esfuerzo final consiguió subir al tren y cerró violentamente la portezuela. Respirando agitadamente se detuvo en el pasillo y miró a Beryl, mientras el tren avanzaba en la penumbra de un día nublado. Se dió cuenta, con sorpresa, de que el tren estaba casi vacío.

—¡Hola, Beryl! —dijo.

—¡Hola, querido!

—Estás muy bien, Beryl. ¿Tuviste un viaje agradable?

—Estoy bien, gracias. Yo… yo, sí… Había muy buena comida. Pero demasiada. Eso me desagradó. Y he comprado una cantidad de preciosos vestidos nuevos.

—La representación en Broadway fue un éxito, ¿no?

—Temo que no, querido. La crítica acogió muy mal la obra. Pero yo siempre dije que así lo haría y, de todos modos, no importa mucho.

Para decir la verdad estricta, Beryl no parecía estar bien. La excepcional elegancia de su ropa —un vestido verde con joyas doradas— brillaba en contraste con un rostro apologético y sonriente. Su suave pelo temblaba contra sus mejillas, con el movimiento de hamaca del tren. Beryl miró por la ventanilla del pasillo.

—Querido Dennis —estalló—, ¿qué ha sucedido en mi ausencia?

—¡No lo sé! ¡Creí que tú lo sabías!

—¿Has visto a Bruce?

—No.

—¿Por qué no?

—Bueno… no quería parecer curioso. No es cosa que me agrade.

—¡Oh, Dennis! —ella lo miró con desesperado reproche—. Bruce es amigo tuyo. ¡Seguramente no hubiera parecido curioso que…! ¿Has visto a Masters?

—Hablé con él una vez por teléfono.

—¿Y, Dennis?

—Parece que Sir… oh, llamémosle Henry Merrivale. Todos lo hacen así…, parece que Henry Merrivale dio a Masters estrictas instrucciones de que se mantuviera alejado de Bruce. Esto casi hizo saltar a Masters a través del techo. Pero pronto encontró una excusa para llamar a Bruce antes de que abandonara la ciudad. Aunque Masters no ha informado aún a la policía. ¿Recuerdas aquella noche en la barraca de diversiones y en la taberna?

—¡Si la recuerdo! ¡Cuando Bruce desapareció totalmente y ni siquiera fue después al Ivy para comer! Ni… ni siquiera lo vi para despedirme.

Había sido una comida lúgubre, asintió Dennis. Pero olvidó eso.

—Esa misma noche —prosiguió él— hubo un atraco en la oficina de Ethel Whitman & Co., los copistas de la calle de Bedford. Alguien robó el manuscrito de la pieza de Bewlay, y ésa era la única copia.

—¿Cómo? —dijo Beryl, con voz muy curiosa.

—Por orden de Sir Henry Merrivale se ha mantenido esto en secreto. No salió nada en los diarios. Y todos, incluso Bruce, juraron guardar secreto.

—¿Qué dijo Bruce cuando se enteró del asunto?

—Parece que rió como un demonio y dijo que no importaba. Pero ¿qué tienes tú que decirme? Tu telegrama…

El silbato del tren aulló. Beryl abrió una brillante cartera nueva, sacó una nota arrugada, y se la entregó. El membrete decía: Hotel de La Bota de Cuero, Seacrest, cerca de Aldebridge, y, en la rápida escritura de Bruce, estaba la fecha de setiembre 27.

Cara de ángel:

Tu cable dice que regresarás en el Queen Elizabeth el cuatro o el cinco. Si me amas ven aquí lo antes posible. No te puedo explicar ahora, pero estoy en líos. Te necesito.

Tuyo, con mucha prisa,

BRUCE.

P. D. Espero que te haya ido bien en los Estados Unidos. Lamento haber estado tan perezoso para escribir.

—Esto es lo único que me ha escrito desde que me fui —dijo Beryl, volviendo a tornar la nota—. Sam Andrews, el director de escena, dice que ni siquiera contestó las cartas de negocios. Pero el hecho es, querido, que él no se alarma fácilmente.

—No. Por cierto que no. ¿Qué crees que ha pasado?

Beryl, cerrando su cartera con un furioso golpe, estaba a punto de responder, cuando el sonido de una nueva voz la hizo enmudecer.

Estaban de pie en el pasillo, entre dos compartimentos, y las puertas de todos los compartimentos estaban cerradas. Pero, el que estaba situado detrás de Beryl, tenía el panel de vidrio un poco bajo. La voz de una muchacha —muy clara, con suave sonido juvenil— se elevó, en una especie de estremecedora terquedad.

Lo siento, papá. No puedo evitar lo que tú dices o lo que mamá dice, o lo que todo el mundo está diciendo en Aldebridge. Creo que estoy enamorada de él.

Dafne, escucha, con un hombre que puede ser… ¡Bueno!

¡Sigue, por favor! ¿Por qué le detienes siempre en ese punto y no quieres enfrentar la verdad? ¿Que puede ser qué?

Bien, querida, enfrentémosla, que puede ser un asesino.

Beryl y Dennis cambiaron una lenta y sorprendida mirada. Durante diez segundos, permanecieron inmóviles.

Beryl se inclinó hacia atrás, para echar una rápida mirada dentro del compartimiento. Instantáneamente, fue seguida por Dennis, que hizo la feroz pantomima de alguien que estaba a punto de atropellarla; pero esto no sin que Dennis, instantáneamente erguido, echara una rápida mirada a las tres personas de adentro.

En el rincón más apartado, de cara a la marcha, estaba sentada una mujer elegantemente vestida, de cierta edad pero todavía bonita, que debía ser la madre. Junto a ella, dado vuelta de modo que daba la espalda a los espías del pasillo, estaba mi hombre de cabellos grises, de voz cansada.

La muchacha estaba de pie, frente a ellos, con su espalda hacia la puerta exterior; pese a la confusa luz de afuera, Dennis y Beryl, desde el pasillo, la vieron claramente.

Se adivinaba que, ordinariamente, esta muchacha era un poco rígida. Había sido demasiado obediente, estaba demasiado contenida, era demasiado bien educada. Aún ahora, en medio de la lucha, mantenía los ojos bajos y un rubor de completa turbación manchaba sus mejillas. Sólo una fuerte emoción precipitaba sus palabras. Y la emoción había llegado a un punto muy alto en aquel compartimiento.

Dennis no podía verlos ahora. Pero oía las voces.

—Escucha, Dafne —urgía la voz del hombre de cabellos grises.

—¿Qué, papá? Estoy oyendo.

—Es Dafne Herbert —murmuró Beryl, con los labios contra la oreja de Dennis—. Sé que he oído ese nombre antes. ¡Dafne Herbert!

—Tu madre y yo hemos decidido de tiempo atrás, Dafne, que cuando llegara el momento de… de casarte, o cualquier cosa por el estilo, no intervendríamos en tu elección. ¿No decidimos eso, Clara?

La voz de la otra mujer se elevó con un tono agradable, pero no inteligente.

—Naturalmente, Jonathan. Pero es tan tonto que nuestra Dafne hable de estar enamorada.

—¿Por qué es tonto? —exclamó la muchacha.

—No preguntes tonterías, querida.

—Pero, ¿por qué es tonto? ¿No te enamoraste tú de papá?

(Debe recordarse que cuando una familia inglesa habla tan francamente como en este caso, es seguro que una cosa seria los ha hecho olvidarse de si mismos).

—Sí… creo que sí.

—¿Y no han sido felices?

Una pequeña pausa. La voz de la señora Herbert se suavizó.

—¡Terriblemente felices! —dijo. Era éste un grito del corazón, que no se podía escuchar sin conmoverse—. Pero esto es algo muy diferente, Dafne.

—¿Por qué es diferente?

—Yo era mayor que tú y… y todo lo demás. ¡Oh, basta ya! ¡Yo no era una colegiala tonta!

—¡Clara, querida —observó suavemente el señor Jonathan Herbert—, debemos al menos ser justos y tener la decencia de tratar a Dafne como si fuera una persona mayor. Y, por otra parte, lo es.

—¡Gracias, papá! ¡Muchísimas gracias!

—Pero yo no me refiero a la edad de Dafne —insistió el señor Herbert—. Después de todo, ella tiene veinticuatro años. Yo me refiero al hombre en cuestión. Si el hombre está bien, yo no objetaré su elección. No me importa que se case con un duque, o con un barrendero, o… con un maldito artista o con un actor. Pero ese individuo (¿cómo se llama?) puede ser un asesino loco que la policía persigue hace años.

La voz de Dafne resonó duramente.

—¿Así que también han escuchado ustedes esos malditos chismes?

—También los has oído tú, querida.

—Lo que no comprendo —dijo Dafne— es cómo empezó ese horrible chisme.

—¡Vamos querida! ¡Sé justa y razonable!

—¡Pero soy justa y razonable!

Lanzando otro silbido, el tren se sumergió en uno de los muchos túneles que existen en la línea ferroviaria.

La oscuridad descendió, suavizando hasta el ruido del silbato. Luego, un segundo más tarde, cuatro brillantes lucecitas se encendieron en cada compartimiento. Los espías no tuvieron ya necesidad de mirar. En cada una de las ventanillas del negro pasillo, detrás de las cuales cruzaba un fantasmal vapor blanco, esas luces reflejaban la imagen del señor Herbert, de la señora Herbert y de Dafne. Todo color, toda línea, se reflejaba con espectral claridad en el vidrio.

Si Dafne Herbert hubiera poseído más animación y menos timidez hubiera sido realmente bella. Pero, aun con este defecto, el tranquilo Dennis Foster sintió que su corazón se contraía con una emoción que sólo raras veces había conocido.

La ancha frente baja, la breve nariz, las arqueadas cejas, estaban enmarcadas en una cabellera castaño dorada que resplandecía bajo las luces. Su cuerpo tenía un aire a la vez maduro y virginal, efecto que aumentaba un vestido blanco, de un diseño demasiado juvenil para ella. Pese a su terrible turbación y a su respiración agitada, Dafne no pudo seguir con los ojos bajos. Su ojos eran gris claro, bordeados de negro, intrigantes y atractivos.

—Beryl —murmuró Dennis. Estaba tan deprimido que necesitaba decir algo—. ¿Qué te pasa?

—Esa gente.

—¿Qué tiene?

—Corresponden exactamente a las largas descripciones de los personajes de la obra. Podría haberse escrito para ellos.

—¡Chist!

El señor Jonathan Herbert tuvo que levantar la voz sobre el estruendo del tren que rugía a través del túnel.

—Escucha, Dafne: desde el primer día en que tu adorado llegó a La Bota de Cuero, distraídamente, comenzó a escribir su nombre en el registro del hotel. Escribió: «Roger Be…», y después rápidamente lo tachó.

—No hay ninguna prueba de eso.

—El comandante Renwick lo vio, querida. Renwick es el dueño del hotel, y debe saber eso con seguridad.

—¡Pero!…

—Y allí estaba yo y, además, estaba Chittering en la sala de fumar de La Bota de Cuero, cuando ese caballero de cara mongólica pronunció un discursito explicando cuan fácil era estrangular a la gente. Te juro que hizo que se nos erizara el pelo. No he visto nada semejante desde la interpretación de Richard Mansfield de El doctor Jekyll y el señor Hyde.

—Dios mío —murmuró Dennis—, Bruce está exagerando su papel como… como…

—¡Chist! —silbó Beryl.

—Pero lo que decidió todo, Dafne, fue cuando Chittering lo hizo hablar de famosos casos criminales. Chittering sacó el tema de Bewlay. Cuando ese encantador amigo tuyo habló de la segunda víctima de Bewlay, aquella estudiante de música, Elizabeth… ¿cuál era su apellido?

—Por favor, papá.

—… él dio ciertos detalles que Chittering jura, y el vicario está de acuerdo con él, que nunca se han publicado en ningún libro o artículo.

La espectral imagen de Dafne en el vidrio se contorsionó por algo más que por la vibración del tren.

—No, no puedo soportar esto —dijo ella—. ¡Es tan terriblemente fantástico!

—Concedido, querida. Pero sucede que es verdad.

Los ojos de Dafne parecieron salírsele de las órbitas.

—Si ustedes creen que él es… lo que no debe ser, lo que no es, les diré que no lo es, porque es encantador y estoy enamorada de él… y, si tú crees eso, papá, ¿por qué no eres justo con él, en lugar de andar murmurando en los rincones? ¿Por qué no te diriges a él y le preguntas la verdad?

—Eso es, querida mía, lo que me propongo hacer.

—¡Jonathan —dijo la señora Herbert—, por amor de Dios no tengamos una escena!… ¿No sería más sencillo… ir a ver a la policía?

—Para ser franco, Clara, ya he ido a la policía.

—¿Has estado…? —Los ojos grises de Dafne, con sus pestañas húmedas de lágrimas, se abrieron ampliamente. Por un momento la joven apenas pareció respirar.

—¿Has estado en la policía?

—Sí. Hace tres días.

—Y ¿qué dijeron?

—Se rieron en mi cara.

El señor Herbert levantó el puño. El tren emergió del túnel en un blanco torbellino de vapor, destruyendo el reflejo de las imágenes, pero, casi inmediatamente, se sumergió en otro túnel.

—Yo fui a la policía —dijo el señor Herbert, abriendo el puño salvajemente—. El Inspector Parks es viejo amigo mío y…

—Prosigue, por favor, papá.

—¡Maldición! ¿Cómo se puede hablar de un asunto semejante? Vacilé y vacilé y, finalmente, pregunté directamente a Parks si había oído rumores de que Bewlay estaba en Aldebridge.

—¿Y?

—Parks sonrió en una forma peculiar y dijo: «No se preocupe por eso, señor; nosotros no nos preocupamos». Y después de esto me hizo salir. Y fue entonces que todos empezaron a reír.

—¿Reír? ¿Quiénes reían?

—Primero el Inspector, después el sargento y después el agente —prosiguió la voz de Herbert—. Las ventanas de la comisaría estaban totalmente abiertas, y pude oírlos claramente. Se pusieron de pie y se rieron como locos, mientras yo salía por el corredor.

La cara de Dafne estaba radiante. Una muchacha triunfante y saludable parecía emerger de una pesadilla.

—Pero, papá, ¿por qué no me dijiste esto antes? ¿No comprendes que eso cambia todo?

—¿Por qué cambia todo?

—Porque pone fin a esos asquerosos chismes. La policía debe saber, ¿verdad?

El castigado señor Herbert vaciló y asintió.

—Sí. Ellos deberían saber. Eso me chocó. De todos modos…

—Lo siento, papá, pero estoy enamorada de él.

—Vamos, querida. No quiero cometer una injusticia. Tu madre y yo sólo deseamos tu felicidad. Pero creo que ese hombre es malo y, de un modo u otro, lo probaré.

Otra vez la voz de Dafne se agudizó.

—Si no tienes cuidado —dijo—, huiré con él mañana. ¡Sí, lo haré! Él me ha pedido que lo haga.

El señor Herbert se puso de pie de un salto.

—¿Ese individuo te ha pedido que le fugues y te cases con él?

—¡Sí!

—¡Vámonos de aquí! —murmuró Beryl sin volver la cara—. ¡Pronto! ¡Rápido! ¡Por favor!

Dennis asintió. El constante ruido del tren en sus oídos, las luces jugando sobre los maderámenes y la gris tapicería, la claustrofobia que producía el túnel, empezaban a pesar sobre ellos como las desagradables posibilidades que preveían.

Respirando polvo de ceniza, caminaron por el pasillo. Beryl abrió la puerta de otro compartimiento, y ya había dado un paso dentro, antes de darse cuenta de que no estaba vacío.

Un hombre grueso, de aspecto tranquilo, completamente calvo, salvo unos mechones de cabello castaño que atravesaban su cabeza, se sentaba en el asiento de afuera, volviendo las páginas de un libro muy usado. Unos pequeños ojos inquisidores se volvieron hacia ellos cuando Beryl abrió la puerta, y el hombre sonrió.

—Perdón —dijo Beryl, que deseaba un lugar donde poder hablar y hablar—. Me equivoqué de compartimiento.

—No es nada —dijo el otro cortésmente.

Sonrió de nuevo, dirigió otra mirada de reojo y se puso a leer su libro, tan placenteramente como un gato junto al fuego. Dennis, con una irracional sorpresa, había visto el título del libro cuando el desconocido lo cerró momentáneamente. Era imposible no ver el título. Estaba escrito en grandes letras negras sobre la cubierta gris y sucia de polvo. Era tan nítido como el silbato de la locomotora en el túnel.

El título decía: El arte de escribir dramas.