6

Confusamente, sobre el infierno de ruido que él había descrito como el lugar más tranquilo de Londres, Dennis Foster oyó los gritos del Inspector Masters.

—¡No haga nada, señor! —gritaba Masters a Sir Henry Merrivale—. ¡Quédese donde está! ¡Deje la pelota…, déjela…!

Pero este buen consejo no fue escuchado.

Sir Henry Merrivale, tan furioso que parecía loco, ni siquiera esperó a tomar aliento.

Y, recordando que había jugado al fútbol en Cambridge en el año 91, devolvió la pelota violentamente. Pero sus ojos, turbios de ira, o quizás el gran tamaño de su cuerpo le hicieron errar el tiro. La improvisada pelota de fútbol pasó más allá del australiano, se curvó frente al sorprendido marinero francés y se estrelló contra una vitrina de vidrio que contenía cañas de juguete para pescar premios.

Hay momentos en los que una locura organizada se apodera de los cerebros de los hombres. Esto sucede especialmente en el Londres de posguerra, cuando fatigadas tropas y civiles, igualmente cansados, se sienten con los nervios lastimados por muchas pequeñas molestias, que, a veces, resultan insoportables. Y una chispa basta para hacerlos estallar. Y hacen cosas, y no saben por qué las hacen.

Apenas se había apagado el ruido de vidrios rotos, cuando el primer soldado corrió tras la pelota improvisada. La agarró, y con un aullido elemental que expresaba sus sentimientos, la arrojó deliberadamente contra otra vitrina de vidrio.

Donald MacFergus quitó al segundo soldado el sombrero de Sir Henry Merrivale, lo arrojó al suelo y saltó sobre él con ambos pies. El segundo soldado, después de mirarlo un instante, tomó a MacFergus y lo arrojó a seis pies de distancia, contra una máquina de adivinar la suerte, que cayó al suelo entre un ensordecedor ruido de ruedas y de pesas. El flaco subteniente arrojó entonces su cigarro, volvió a meter su dinero en el bolsillo, cortésmente tocó en el hombro al soldado y, cuando este se volvió, le asestó dos certeros puñetazos.

Entretanto, el marinero francés no permanecía ocioso. Gritando: ¡Zut, alors! —probablemente a la inocencia del espectáculo que miraba— se precipitó frenético sobre el aparato y lo arrojó al suelo. El cabo australiano, nuevamente inspirado, había cogido su rifle y se entretenía en tirar a las luces del techo.

—¡Compañeros! —gritaba entre la creciente oscuridad—. ¡Miren! ¡Compañeros!

Dennis Foster nunca pudo recordar después cómo Masters hizo lo que hizo. Masters era él solo toda una escuadrilla de salvamento.

Tomando de un brazo a Beryl y a Dennis, los arrastró hasta el fondo de la barraca. Usándolos como una especie de tenazas, recogió en el camino al gesticulante Sir Henry Merrivale y al mareado MacFergus.

—Hay una puerta trasera en alguna parte —gruñó Masters—. ¡Ábranla!

—Vea, Masters —se elevó la fuerte voz de Sir Henry Merrivale yo…

—¡Abra la puerta, señor! —murmuró el Inspector.

La barraca era ahora una fantasmal tiniebla, iluminada por luces de colores, donde una máquina dada vuelta corría, como si una caja registradora se hubiera enloquecido. La radio cantaba Tienes humo en los ojos, sobre los destrozos, cuando la policía militar y civil llegó.

—¡La encontré! —dijo Dennis, tanteando en busca de la puerta—. ¿Estás bien, Beryl?

—Me siento muy mal —masculló la voz de la muchacha—; dentro de unos minutos me reiré de todo, pero todavía no puedo hacerlo.

Masters no escuchó esto.

—¿Hay una llave en la puerta, señor Foster?

—Sí.

—Fuera con ustedes —dijo Masters, empujándolos en la intensa y fresca oscuridad—. Cierre la puerta por fuera y después eche la llave por debajo. Si encuentran la puerta cerrada y la llave dentro, es posible que no la rompan.

—¡Listo!

—¡Yo, un oficial de policía —murmuró Masters en la oscuridad— ayudando a revoltosos a escapar en lugar de prenderlos! ¡Diablo!

—¿Qué significa revoltosos? —gritó la voz de Sir Henry Merrivale, mortalmente injuriado—. Que me quemen, ¿pero qué he hecho? No he hecho una sola cosa…

—¿De veras, señor?

—Así es, Masters —había un ligero tono de disculpa en la voz de Sir Henry Merrivale—. No estamos lejos de la puerta trasera de una taberna que conozco. El propietario es un viejo camarada.

—Sucede —gruñó Masters— que esperaba eso. Lo sabía. ¡Adelante!

En la confusión, Dennis había perdido todo sentido de la dirección. Sólo sabía que estaban en una estrecha calle pavimentada, con altas paredes de ladrillo a cada lado, mientras las estrellas brillaban en el cielo negro y soplaba un viento fresco. Marcharon a tientas unos veinte pasos hacia adelante, guiados por Sir Henry Merrivale.

Fue Sir Henry Merrivale quien abrió la puerta de un pequeño pasadizo trasero que comunicaba con una inmunda y maloliente taberna. Delante de ellos, más allá de una arcada cubierta por una cortina de cuentas, un rumor de voces en medio del humo del tabaco, resonaba por encima del golpe de las manijas de bombear cerveza. La cortina de cuentas fue corrida por un hombre de cara curtida, en mangas de camisa, quien miró sospechosamente.

—¡Hola, Alf! —dijo Sir Henry Merrivale.

El cambio fue instantáneo.

—¿Qué tal, Sir Henry? —exclamó el propietario. Su cara resplandeció y sonrió como una retorcida flor que tuviera dientes de oro. Pero reapareció su ansiedad cuando corrió al encuentro de ellos.

—¿No están en un aprieto otra vez, verdad?

—Casi nada, Alf. Un malentendido, con los agentes, eso es todo.

—Pero su amigo, ése que está ahí ¿es un policía, no?

—Claro, Alf, pero no está de servicio. ¿Está vacío el cuarto del fondo?

Alf cerró un ojo, en un guiño significativo.

—Vayan allí —dijo bruscamente— cierren la puerta y no la abran a menos que oigan tres golpes. Ésa será mi señal. Dejen esto en mis manos. Yo me encargo de que no los molesten.

Y así fue como se encontraron en una habitación, tan llena de humo de tabaco, que las débiles luces se nublaban. Las ventanas estaban cerradas con trozos de madera y grueso cartón para los oscurecimientos, aunque ya no había necesidad de ellos. Recientemente había habido allí una reunión. Las marcas húmedas de los vasos manchaban una mesa redonda, y las sillas estaban apartadas. Sobre la chimenea y el oxidado hierro de ésta, colgaba un grabado en acero que representaba un ciervo de Escocia.

Pero, hasta en este santuario retumbaba el trueno.

Con aire culpable Masters cerró la puerta. Se acercó a Sir Henry Merrivale, que se había sentado al lado de la mesa, y permaneció de pie junto a él con los puños en las caderas.

—¿Y? —preguntó Masters.

—¿Y qué? —preguntó Sir Henry Merrivale inocentemente.

—¿No está avergonzado?

Una expresión de paciente martirio se extendió sobre el rostro de Sir Henry Merrivale

—Masters —dijo— ¿quiere usted explicarme por qué me pasan estas cosas? Marcho por la vida como oro puro, portándome como Lord Chesterfield en sus mejores momentos —Sir Henry Merrivale creía esto sinceramente— y, sin embargo, soy siempre víctima de malditas conspiraciones. ¿Querría usted decirme por qué?

—Ya le diré por qué —replicó Masters, sin vacilar.

—¿Por qué?

—Porque usted se expone a ellas, ésa es la razón. Si usted se quedara tranquilamente sentado en el club, o en su casa con un buen libro, o hiciera cualquiera de las cosas que debe hacer un hombre de su edad, no se vería envuelto en estos líos.

Entonces el color de Masters se acentuó.

—¡Romper barracas de diversiones —dijo—, entregar papel higiénico enfrente de un cinematógrafo! ¡Dios mío!

—¡Yo no he entregado papel higiénico enfrente de un cinema, maldición! Sólo dije que…

—¡Y usted, señor MacFergus!

MacFergus les volvió la espalda, apoyó los codos sobre la chimenea, y se abismó en un remordimiento caledoniano.

—El diablo se había apoderado de mí —dijo con voz cavernosa—. Esta vez no puedo echar la culpa al whisky. El demonio se había apoderado de mí.

—En cuanto a usted, Sir Henry, le vendrá muy bien encontrar a uno de nuestros muchachos en su puerta mañana por la mañana. Se lo digo con sinceridad: le vendría muy bien estar seis semanas sin salir.

—No sé cómo podrían probar nada, Masters.

—No lo sabe, ¿eh? —preguntó el Inspector—. ¿Dónde está su sombrero?

Sir Henry llevó instantáneamente las manos a su gran cabeza calva.

—Lo dejó, ¿verdad? Y el sombrero tiene su nombre.

—¡Yo salté sobre el sombrero —dijo MacFergus—, el diablo estaba en mí y yo salté sobre él!

—Ése —dijo Masters impertérrito— es el primer punto. El segundo es que yo dejé que usted viniera esta noche para que me viera atrapar a Joe el Destructor, si Joe aparecía en Diversiones, tal como se esperaba. Pero ¿es posible que venga ahora Joe? ¿Después que usted hizo pedazos ese lugar? No… —Masters guardó silencio, miró a Beryl y tragó con fuerza—. No es muy posible, ¿eh? El hecho, señor, es que me ha causado a mí también grandes inconvenientes.

Pese a sus bravatas, Sir Henry Merrivale miraba a Masters con el aire de un castigado Pato Donald.

—No digo —prosiguió Masters apuntando con el dedo hacia el rostro de Sir Henry Merrivale— que yo no pueda arreglar esto. Digo que puedo arreglarlo. Pero con una condición.

—¿Una condición?

—Que baje usted de las nubes —dijo Masters, dejando caer su mano sobre la mesa— y que me aconseje sobre el caso Bewlay.

Hubo un largo silencio en el cuarto nebuloso de humo, con las paredes húmedas, mientras MacFergus casi lloraba bajo el grabado del ciervo escocés.

—Chantaje, ¿eh? —preguntó Sir Henry Merrivale

—No, señor, no es un chantaje.

—Pero, hijo mío, parece serlo.

—Si no tuviéramos nuevas pruebas —dijo Masters malhumoradamente—. ¡Oh, ah, bueno, yo hubiera tardado siglos en hablar del asunto! Pero parece que tenemos nuevas pruebas.

—¿Sí? ¿Qué pruebas?

—Ésta —dijo Masters empujando a Beryl hacia adelante— es Miss West, la directora teatral, que ha dirigido tantas piezas con Bruce Ransom. Este caballero es Dennis Foster, quien… hum…

—Soy el abogado de Ransom —apuntó Dennis.

Masters no podía haber hecho una presentación más afortunada que la primera. Cualquier cosa relacionada con el teatro atrae instantáneamente la atención de Sir Henry Merrivale, cuyas propias inclinaciones en esa dirección lo han llevado a veces a lamentables resultados. Sir Henry, que acababa de sacar una cigarrera de su bolsillo, miró a Beryl con devoradora atención.

Beryl, percibió Dennis con intranquilidad, estaba pálida como un espectro.

—Ahora, señor —continuó diciendo Masters—, cuando le mandé aquel gran informe sobre Roger Bewlay, ¿usted lo leyó?

—No —dijo Sir Henry tercamente.

—¡Vamos, hay que jugar limpio! ¿Lo leyó?

—Bueno… —gruñó Sir Henry Merrivale mirando el negro cigarro que giraba entre sus dedos—. Sí, es posible que le haya echado una ojeada. Sólo una miradita, para enterarme de por qué armaban ustedes tanto alboroto.

—¿Recuerda usted a nuestra testigo de Torquay?

Sir Henry Merrivale gruñó.

—Una muchacha de pelo rojo llamada Mildred Lyons —replicó—, una mecanógrafa que fue estafada con un billete falso de diez chelines. Ella miró por la ventana y vio… muchas cosas.

—¡Así que usted recuerda!

—Quizás —dijo Sir Henry Merrivale pensativamente— tengo motivos para recordar. ¡Pero vamos, hijo mío! ¿Qué tiene que ver esto con la noble profesión de actor? Señora —añadió dirigiéndose a Beryl e irguiéndose para hacer una inclinación tan recta y profunda como lo permitía su cuerpo— soy su más humilde servidor.

—Gracias, Sir Henry —sonrió Beryl, pero la sonrisa no llegó hasta sus ojos.

Masters dejó de lado las cortesías.

—Un autor desconocido —explicó— ha escrito una pieza sobre Bewlay y la ha enviado a Bruce Ransom. Y este autor sabe demasiado. Sabe que el testigo era una mujer; sabe lo que miró y lo que vio; sabe cosas que se suponía sólo conocía la policía, usted y esa muchacha Lyons.

Se produjo un nuevo silencio, esta vez de distinta calidad.

Sir Henry Merrivale, que acababa de morder la punta del cigarro y de colocarlo en la boca, giraba ahora la ruedilla de un encendedor de bolsillo, pero, al oír las palabras de Masters, se detuvo súbitamente, y quedó inmóvil, con la llama del encendedor a dos pulgadas de la punta del cigarro. Sobre su cara, turbia por el humo de los cigarros, se retrató una expresión difícil de interpretar.

Dennis Foster presintió un aspecto muy diferente en esa indecorosa persona que pateaba punching-balls y los lanzaba dentro de vitrinas. Éste era el Viejo Maestro.

La cara de Sir Henry Merrivale se tranquilizó. Sopló la llama del encendedor y puso cigarro y encendedor sobre la mesa.

—Eso es muy interesante —dijo, con suave voz. Después miró a Beryl—: ¿Bruce Ransom ha aceptado la obra?

Beryl se encogió de hombros.

—Sí, supongo que así puede decirse.

—¿Así, que, naturalmente, él conoce al autor?

—¡Ya le he dicho a todo el mundo que no! Bruce escribió al autor aceptando la obra. Pero no hemos tenido respuesta.

—¿Sí? ¿Cuánto tiempo hace que escribió al autor?

—Tres semanas.

—Pero eso es raro, ¿verdad?

—¿Cómo?

Los pequeños ojos de Sir Henry Merrivale detrás de sus grandes gafas, estaban fijos en ella, con una inquietante e inquisidora expresión que Dennis no había visto antes.

—La experiencia me dice que cuando un autor desconocido sabe que han aceptado una pieza suya, lo primero que hace es enviar una carta a vuelta de correo. Después, generalmente, se instala frente a la dirección del teatro hasta volver a todos histéricos.

—Me temo que no he pensado mucho en eso. —Beryl lanzó un profundo suspiro y dio vuelta a su mano—. Todo puede pasar, ¿sabe usted?

—Todo puede pasar, muchachita. Todo. Pero, ¿Ransom está decidido a representar la obra?

—Hará algo más que eso —interrumpió Dennis Foster—; va a ir a un lugar llamado Aldebridge en Suffolk, y fingirá ser Roger Bewlay, para saber si el final de la obra es justificable.

¿Qué es eso? —gritó el Inspector Masters.

Dennis les explicó.

Mientras el silencio se extendía, y Beryl tosía, y hasta MacFergus había olvidado las culpas que pesaban sobre su alma, Dennis explicó el tema de la obra. Trazó el plan de la mascarada de Bruce. En una palabra, les contó todo lo que recordaba de la conversación en el camerino. La expresión de Masters se alteró, pero no la de Sir Henry Merrivale

—Así que él irá a Aldebridge, ¿eh? —murmuró Sir Henry Merrivale—. ¿Sabe algo de Aldebridge ese individuo Ransom? ¿Ha estado antes allí?

—¡Nunca! —fue Beryl quien contestó—. Bruce ha elegido ese lugar al azar.

—Entonces va a tener una sorpresa —dijo Sir Henry Merrivale— porque conozco una muchacha de ese lugar que tiene todas las condiciones para ser la heroína de la obra. Se llama Dafne Herbert. Su padre…

Sir Henry Merrivale se interrumpió.

—Masters —añadió, jugando con los pulgares sobre su estómago— ¿sería muy curioso, verdad, si esta pieza se representara línea a línea en la vida real?

Masters echó atrás la cabeza y resopló como un toro.

—¡Oh, ah —añadió sombríamente—, puede ser curioso, señor! Puede serlo. Si yo permito que suceda.

—¿No permitirá usted que suceda?

—¿Cree usted, señor, que he perdido la cabeza? ¿Ayudar a una payasada como ésta y quizás destruir la posibilidad de atrapar al verdadero Bewlay?

Dennis Foster miró rápidamente a Beryl.

En la excitación de hacía un momento, con la ligereza y precipitación con que hacemos promesas, le había parecido que no sería difícil convencer a Masters. Un poco de tacto; un comentario divertido, y todo estaba hecho. Pero no había contado con la obsesión de Masters en el caso de Roger Bewlay.

—¿Puedo recordarle, Inspector —dijo Dennis bruscamente— que Bruce no hará nada contrario a la ley?

—No he dicho que lo hiciera, señor.

—¿Entonces?

—Pero si el señor Ransom cree que podrá llevar eso a cabo —otra vez Masters se ruborizó—, entonces se encontrará con otra cosa. Deje eso por mi cuenta, señor. Yo arreglaré rápidamente a ese caballero.

—¡Oh, no! Usted no lo hará —dijo tranquilamente Sir Henry Merrivale—, si quiere que yo le preste ayuda.

Masters lo miró sorprendido.

—Usted dejará a ese hombre tranquilo —amplió Sir Henry Merrivale—. Más aún: dirá a la policía de Aldebridge que lo deje tranquilo. Se lo repito.

—¿Está usted loco, señor?

—No.

—Pero ¿por qué me pide que haga eso? ¡Sí, ya sé! —Masters se interrumpió apresuradamente, mientras Sir Henry Merrivale empezaba a hacer un poderoso gesto—. ¡Ya sé que usted es el Viejo Maestro! ¡Ya lo sé! ¡Pero dígame el motivo!

Por un momento Sir Henry Merrivale no respondió. Parecía, con terrible esfuerzo, buscar un huidizo recuerdo.

—Roger Bewlay —murmuró—, Roger Bewlay.

La gran mesa redonda estaba húmeda por la cerveza derramada y por las marcas de los vasos. Empapando el dedo índice en cerveza, Sir Henry Merrivale escribió sobre la mesa las letras R. B. Volvió a dibujarlas y torció el cuello para estudiarlas de lado.

—Oiga, Masters —prosiguió—, ¿se ha fijado qué extrañas parecen las cosas cuando se escriben al revés? ¿Recuerda la escena en David Copperfield…?

Masters dijo algunas cosas sobre David Copperfield que hasta el difunto William Makepeace Thacke hubiera considerado rudas.

—Cállese —dijo Sir Henry Merrivale severamente—. Me refiero a la escena (según estaba diciendo) en la que el muchacho lee en una vidriera la misteriosa palabra EFAC cuando en realidad dice CAFÉ.

También hubo un individuo que escribió un libro sobre bebidas firmado con el nombre de Rab Nolas, que es una invención feliz. Después Sir Henry Merrivale despertó, vagamente, de sus meditaciones.

—A propósito, Masters, ¿me preguntaba usted algo?

Masters apretó las manos, firmemente, sobre su hongo.

—Ocurre —rugió— que le estaba preguntando algo. Quisiera saber…

—¡Ah, sí! —dijo Sir Henry Merrivale, desechando, como cosa sin importancia, lo que Masters quería saber—. Esto me recuerda que quiero hacerle una pregunta. Veamos, hijo. ¿Cree usted que esta obra sobre Bewlay constituye una nueva prueba?

—Creo que puede conducirnos a obtener nuevas pruebas. ¿No lo cree usted? Cuando alguien sabe tanto…

—Bueno, pero tenemos que estar seguros de que todo eso no tiene una explicación inocente.

—¿Qué explicación, por ejemplo?

—Dios mío, Masters, usted habla como si fuera imposible que nadie hablara. Esa muchacha, Mildred Lyons, por ejemplo. Supongo que ella contó su terrible aventura a alguien y la historia llegó a oídos de un inspirado escritor. ¿Cree usted, que es un hombre casado, que existe alguna forma para impedir que una mujer hable?

—¡Oh, ah! Seguramente. Si la vida de ella depende de eso.

Masters golpeó la mesa con el dedo índice.

—Bewlay es un asesino, señor —prosiguió diciendo—. Si alguna vez llegaba a saber el nombre del testigo que podía colgarlo, la vida de la muchacha no valía esto —castañeteó los dedos— y le dijimos eso a ella.

—¡Hum! —asintió Sir Henry Merrivale lanzando una curiosa mirada a Masters.

—Más aún. Mildred Lyons le tenía tanto terror a Bewlay, que sufrió un ataque nervioso. No, señor. Desde entonces esa mujer no ha vuelto a abrir la boca, o yo soy holandés. Reconozco que once años es mucho tiempo. Reconozco que ésa es una buena historia para narrar junto a la chimenea, pero…

Sir Henry Merrivale continuaba mirando a Masters con aquella curiosa expresión.

—Yo solamente —gruñó— señalaba una explicación posible. La otra explicación (y que me quemen vivo si no la prefiero), es que… —Aquí Sir Henry Merrivale miró a Beryl—: ¿Le pasa algo, muchachita?

Lentamente Beryl había retrocedido, apartándose de ellos.

—¡No, claro que no! ¿Qué me habría de pasar?

—¿Seguro, muchachita?

—Esta atmósfera está envenenada —dijo Beryl, parpadeando y moviendo la mano en el aire, como para apartar el humo. Ansiosamente preparó su explicación—. ¿Han visto alguna vez en su vida una niebla semejante? Me marea. No puedo respirar.

—Bueno, eso se remedia fácilmente —dijo Masters. Y, a su vez, tosió—. Pensándolo un poco, esto está muy espeso.

Y Masters marchó hacia una de las ventanas.

—Pero lo principal es —insistió, mientras agarraba uno de los marcos de madera para oscurecimiento, y dirigiéndose a Sir Henry Merrivale por encima del hombro— lo principal es: ¿qué piensa usted de este asunto?

—¿Del asunto Bewlay en general?

—Sí. Ese hombre asesina mujeres y después hace desaparecer sus cuerpos como si los hubiera tocado la bomba atómica. ¿Cómo hace eso?

—Comprenderé algo, Masters, si usted me envía mañana por la mañana ese archivo. Asimismo le agradeceré toda información que pueda obtener sobre la vida anterior de nuestro amigo, antes de que se convirtiera en un amable asesino. Entretanto —vagamente inquieto Sir Henry Merrivale pasó sus manos sobre su gran cabeza calva—, entretanto, creo que puedo decirle el origen de toda su preocupación.

—¿Qué, señor?

—Usted ignora cuál es su problema.

—¿Qué es eso?

—Usted no sabe cuál es su problema —repitió Sir Henry Merrivale

—Nuestro problema —dijo Masters— es qué diablos ocurrió con Roger Bewlay y cómo hizo desaparecer cuatro cuerpos. ¿No es así?

—No exactamente —dijo Sir Henry Merrivale.

Masters, como si no se dignara responder en ese momento, arrancó las maderas para el oscurecimiento de la sucia ventana. El enfurecido Inspector colocó el marco debajo de la ventana, y levantaba otra vez la cabeza, cuando se detuvo, como paralizado, mirando por la ventana. Cinco segundos se deslizaron antes dé que Masters hablara.

—Que alguien apague la luz —dijo.

—¿Qué, hijo?

¡Apaguen la luz!

La premura de la voz de Masters hería los nervios y los hacía estremecer. Dennis Foster corrió y apretó el botón de la luz, junto a la puerta.

La oscuridad aumentaba la opresión en la garganta y en las narices. Fuera de la ventana se veía una débil luz, y, contra ella, se recortaba la silueta de Masters, de pie, con los puños apoyados contra el alféizar de la ventana. En un impulso Dennis Foster y Beryl corrieron a su lado.

Y, finalmente, Dennis recobró su sentido de la dirección. Esta taberna, seguramente, enfrentaba la plaza St. Martin, y ellos estaban en una habitación que miraba hacia el sur. Habían vuelto sobre sus pasos. Miraban ahora, a través de un pasadizo pavimentado que tenía apenas quince pies de ancho, a la puerta que llevaba al escenario del teatro Granada.

(Un director de orquesta había levantado la batuta, una rueda había comenzado a hilar una serie de rápidos y malignos acontecimientos, que no deberían cesar ahora en su rapidez hasta el último estrangulamiento.)

—¡Miren! —dijo Masters—. ¿Saben quién es ésa?

Una lámpara encendida sobre la puerta del escenario, mostrando la sucia y descascarada pintura verde de la puerta, mientras la empujaban. En la abertura se detuvo una mujer sin sombrero, vistiendo un abrigo gris, mientras salía del teatro.

Los movimientos de esta mujer eran furtivos, y, sin embargo, se percibía en ella una rápida excitación. Miró primero hacia la izquierda y después hacia la derecha, como si no conociera bien el camino para llegar a Charing Cross Road. La luz brilló sobre su pálido cabello rojo. No era hermosa. Todo lo contrario, a juzgar por lo que podía verse entre las sombras. Sin embargo, uno reparaba en ella. Sus ojos azul celeste brillaban con una emoción en donde se confundían el miedo y el triunfo.

Entonces Masters volvió a hablar.

—Esa es Mildred Lyons —dijo—. Perdonen.

Se volvió y corrió hacia la puerta. Pudieron oírlo tanteando en la oscuridad, en busca de la puerta y de la llave.

También en la oscuridad Beryl tanteó en busca de la mano de Dennis y la apretó con fuerza. La mujer de cabellos rojos, después de lanzar una rápida mirada detrás de sí, cerró la puerta del escenario. A través del sucio panel de la ventana la vieron huir, con la cabeza baja, en dirección a Charing Cross Road.

Un gato jugaba con el cubo de basura, cuya tapa de hierro tintineaba. Sir Henry Merrivale juraba. Pero Beryl (que era ahora un puñado de emoción según comprendió Dennis), se apoyaba contra él, como buscando protección. Cuando apoyó el brazo sobre los hombros para tranquilizarla, Dennis sintió que todo el cuerpo de Beryl temblaba. Un cálido, angustiado manojo de nervios, ella irradiaba emoción antes de hablar una palabra.

—Yo inicié esto —murmuró—; es culpa mía. Pero ahora tengo miedo. ¡Tengo miedo, tengo miedo, tengo miedo!