5

Fue solo unos minutos más tarde que Dennis Foster encontró a Sir Henry Merrivale, en circunstancias algo penosas.

Mientras Dennis corría tras Beryl, comprendió que no tendría necesidad de evitar que ella saliera por la puerta del escenario: deliberadamente, Beryl marchaba hacia el frente del teatro, tropezando en la oscuridad. Dennis la alcanzó en el vestíbulo, entre colillas de cigarrillos y sucios boletos de entrada.

—Dennis, ¿qué quisiste decir al afirmar que podías ayudar a Bruce?

Era como si la escena del camerino no hubiera ocurrido. La cara de Beryl estaba tranquila, era nuevamente etérea. El tono mismo de su voz indicaba que nada había sucedido; no quería recordar nada; y Dennis tuvo el tacto de no recordarlo.

—Bueno —sonrió él, mientras empujaba la barra de hierro de una de las puertas de vidrio y salía a la calle—, hay dos o tres cosas que no se les han ocurrido a ustedes dos.

—¿Por ejemplo?

—Supongamos que Bruce represente tan bien su papel que la policía lo persiga.

Beryl se detuvo en la puerta.

—¡Pero no estará infringiendo la ley! ¿O sí? Tú eres abogado. Tú debes saber.

—No, no estará infringiendo la ley, a menos que surja alguna cuestión de fraude, y eso no va a ocurrir.

—Está bien. Pero, si se ponen pesados, Bruce siempre podrá decir quién es y explicar qué está haciendo.

—Es verdad, Beryl. Pero la policía puede ser infernalmente desagradable, si lo desea. ¡Hay millares de pretextos con los que se podría detener a Bruce!… —Vio alarma en la cara de ella—. Y puede ser interrogado y paseado por toda la aldea, sin ser precisamente detenido. A menos…

—Pero nosotros no queremos que prendan a Bruce —interrumpió ella—. ¿A menos qué?

—A menos que la policía sepa todo desde el principio.

—¿Qué quieres decir?

—Beryl —dijo Dennis mientras salían a Charing Cross Road—, quiero que me autorices a ir a Scotland Yard y contar todo al inspector Masters.

—Pero… ¿crees que lo aprobará?

—Seguramente no. Seguramente amenazará con represalias inmediatas. Pero creo que si discuto con él, podré convencerlo de que se quede quieto. Entonces, ¿comprendes?, él avisará a la policía de Aldebridge. «Si se enteran de que Roger Bewlay está a la vista, no presten atención. Es sólo Bruce Ransom haciendo el payaso». Entonces Bruce podrá hacer lo que le dé la gana, sin intervenciones.

—¡Dennis! —exclamó Beryl, caminando rápidamente junto a él y elevando hacia él su rostro radiante—. ¿De veras harás eso?

—Naturalmente. Iré mañana. Yo puedo… ¡Dios mío!

Dennis se interrumpió y miró.

Junto a la puerta del Granada, como ya había notado otras veces, había una barraca de diversiones. En los pasados años, estos lugares estaban repletos de lo que se podría llamar la chusma de un barrio aristocrático. El lugar, llamado DIVERSIONES en grandes letras rojas sobre el amplio frente, era muy semejante a todos los lugares de este tipo.

Dentro de una turbia caverna de techo bajo, que se prolongaba mucho, había filas de máquinas en miniatura para jugar a la pelota. Se ponía un penique en la ranura de la máquina y se tenía derecho a hacer cinco jugadas, entre ruidosas campanillas y luces de colores. Hacia el centro de la caverna, dividiendo la fila de máquinas en dos compartimentos, había cajas de vidrio de donde se procuraban sacar premios con ayuda de brazos de metal y muñecos. Otra máquina predecía el futuro. Se podían tirar flechas y mirar espectáculos en miniatura. Y, hacia el fondo, había una pequeña galería para tirar al blanco.

En ese sitio, un poco hacia la izquierda, estaba de pie el inspector Masters.

Masters, correcto y corpulento en su traje de sarga azul y su hongo, se inclinaba con interés sobre una máquina. Vieron sus ojos azules siguiendo el trayecto de la pelota y las luces danzarinas del indicador.

—No sé qué puede hacer aquí Masters —murmuró Dennis, explicando su sorpresa a Beryl—, pero es muy posible que ande detrás de algo. Es posible que no convenga distraerlo.

—¿No podríamos verlo? ¿No podríamos verlo ahora?

—¿A ti… no te importa entrar en un lugar como éste?

—Me encanta —contestó Beryl simplemente—, pero nadie me ha invitado nunca, y no me he atrevido a entrar sola.

—No hay nada que temer. Estas barracas son los lugares más tranquilos de Londres. Solamente…

—¡Por favor! —suplicó Beryl.

Diversiones era, a esta hora, un lugar lleno solamente de soldados y paseantes aburridos. Su atmósfera, su olor húmedo, sopló hacia ellos mientras avanzaban.

Se oía un ding ding mientras cada máquina ponía en movimiento su metálica vida. Oyeron un pesado tintineo de monedas, mientras el gerente, con una gran bolsa de cobres al hombro, se dirigía a cambiarlos. Desde el fondo, un rifle 22 tiraba una y otra vez. Sobre todas las cosas, en la pesadez de la caverna, flotaba una música bailable que surgía de una radio a todo poder.

El inspector Masters no volvió la cabeza y pareció no notar a los recién llegados. Pero una débil voz de ventrílocuo saludó a Dennis.

—No me hable —gruñó Masters—, y váyanse de aquí. Puede haber complicaciones.

El ding ding de una campanilla recorrió la barraca.

Dennis lanzó una mirada alrededor. No podía ver el lado opuesto de la barraca, que estaba oculto bajo brillantes cajas de vidrio iluminadas por pequeñas bombillas eléctricas, y tampoco podía ver el fondo. No parecía que hubiera nada terrible aquí, bajo el sonido de la música bailable. Pero Dennis asintió.

—De acuerdo —dijo, con la misma voz de ventrílocuo—, sólo queríamos decirle algo sobre Roger Bewlay.

Y tomó el brazo de Beryl para irse.

—¡Eh, deténganse un poco!

Quizás ninguna otra palabra hubiera apartado a Masters de su deber. Pero esto era diferente. Durante once años, según testimoniaban sus colegas, el nombre de Bewlay producía a Masters el efecto que el tabaco produce a un elefante.

Así, Dennis vio que Masters lo miraba con ojos a la vez dudosos y enojados, en conflicto con su emoción.

—¡Hum! —dijo Masters—. El individuo que espero —lanzó una mirada hacia la puerta— no llegará aquí hasta dentro de diez minutos. ¿Tiene usted algo que decirme? ¿O es la muchacha?

Y sus cejas se levantaron de sugestiva manera mientras miraba a Beryl.

—Perdón —dijo Dennis—. Debo presentarlos: Miss Beryl West, el inspector…

—No pronuncie mi nombre —dijo en un suspiro Masters—. El tipo que busco puede tener compañeros en este lugar. ¿Qué hay?

—Perdón. Miss Beryl West, ha dirigido las mejores obras de Bruce Ransom…

—¿Bruce Ransom? —Master movió el cuello indicando—. ¿En el teatro de al lado?

—Así es.

—¡Oh, ah! ¿Conoce usted a Roger Bewlay?

—¿Yo? ¡Dios mío, no!

—¡Allí —gruñó Masters.

Su momentánea esperanza había desaparecido. Jugó con la manija de la máquina. Encontrándola vacía, dejó caer otro penique, giró la manija y llevó, girando y con ruido, las pelotas de metal a la posición primitiva. El indicador de arriba, que señalaba una carrera de autos, se iluminó.

—¿Qué sabe usted entonces de Bewlay

—Temo que no sé nada. Excepto lo que hay en la obra, y lo que Bruce y Dennis me han contado. Y, naturalmente, lo que se dice sobre él en el libro de Connant Criminales notables, y en la edición del Club de Detectives, La anatomía del crimen. Bruce me pidió que leyera esos libros, con motivo de la obra.

—¿Obra? ¿Qué obra?

—Alguien —explicó Dennis— ha escrito una obra basada en el personaje de Bewlay. Ransom representará ese papel.

Masters frunció el ceño.

—Pero estoy procurando —dijo, con una especie de pesada paciencia— saber qué nueva información pueden darme sobre ese hombre. ¿Qué nuevos informes hay, por favor?

—Bueno —dijo Dennis—, el hecho es que no tenemos ninguna información, hablando francamente. Pero…

—¡Salimos con esto! —murmuró Masters, y nuevamente tomó la manija para hacer correr una pelota—. ¡Realmente no saben nada nuevo!

Dennis cambió una mirada con Beryl, y sus corazones parecieron hundirse.

Beryl estaba nerviosa. Continuaba mirando por encima del hombro hacia la puerta, preguntándose seguramente si en cualquier momento no empezaría una pelea. Pero estaba a la vez, tan absorta estudiando a un verdadero detective, y anotando cada gesto e inflexión de la voz con propósitos profesionales, que casi olvidaba todo. Beryl no quería que terminara la entrevista.

—No, no sabemos nada —confesó—, pero espero que usted detenga al criminal, señor Masters. Verdaderamente lo deseo.

—Gracias. Entretanto, les ruego a ambos que…

—Debe haber sido un caso terrible —insistió Beryl—. Especialmente, como dice Bruce, ese detalle de la mujer mirando a través de la ventana y viendo a la víctima estrangulada sobre un diván. Y, ¿qué más? A Bewlay encendiendo un cigarrillo bajo la lámpara.

El efecto de esta frase fue extraordinario.

Masters, que había girado totalmente la manija, la soltó tan violentamente que la pelota de metal golpeó el borde. Toda la máquina chirrió y tintineó. Las luces blancas, las verdes y luego las rojas danzaron entre un loco tintinear de las campanillas; automóviles fantasmas corrieron salvajemente a través de la pantalla, mientras se marcaba punto tras punto. Quizás esto expresaba el estado de ánimo de Masters.

—¡Bueno, bueno! —dijo Masters, con una voz suave y agradable—. ¿Así que eso fue lo que vio nuestro testigo? ¿Eh?

—¿Es… tiene eso algo de malo?

—Ella vio a la víctima estrangulada sobre el diván, ¿eh? ¿Y vio que Bewlay encendía un cigarrillo?

—Sí… ¿Acaso no lo vio?

—Lo vio, —dijo Masters, asintiendo casi afablemente—. Pero, ¿cómo sabe usted eso?

Larga pausa.

—Dimos mucha publicidad a los tres primeros crímenes. Debíamos hacerlo así. Se trataba de prender a alguien, y el público podía ayudar. Pero la prueba del cuarto crimen, la prueba que puede llevar a Bewlay a la horca, la guardamos en secreto para nosotros.

Masters miró intensamente a Beryl.

—Fuera del hecho de que teníamos un testigo —dijo—, ni un solo detalle fue comunicado a la prensa, ni se dijo nada fuera del cuartel de policía. ¡Oh, ah! Entonces, ¿cómo sabe usted esos detalles?

La música bailable todavía resonaba en la reverberante caverna; el rifle de tirar al blanco se oyó de nuevo.

—¡Pero —dijo Beryl, levantando unos ojos inocentes hacia Masters, y vacilando de nuevo—, está en la obra!

—¿Quiere usted decir que está en esa pieza que Ransom va a interpretar?

—¡Sí, naturalmente!

—¿Y quién escribió la obra?

Una vez más Dennis Foster vio en el rostro de Beryl la misma expresión extraña que había visto antes en algún momento de la noche, aunque no podía decir con precisión en qué momento.

—No conocemos al autor personalmente —respondió—. Se trata de un hombre cuyo nombre no recuerdo. Él envió la obra a Bruce.

—Pero ¿tiene usted el nombre y la dirección de ese hombre?

—¡Sí! Es decir, Bruce la tiene.

—¿Dónde está ahora la obra?

—¿El manuscrito, quiere usted decir? Es… lo están copiando. Creo que Bruce podrá conseguir para usted el original.

Masters asintió.

Era notable cómo habían cambiado sus modales en los últimos minutos. Masters, animado ahora por una especie de benevolencia felina, era a la vez confidencial y suave.

—Vamos, vamos —insistió con su manera más gentil y tranquilizadora—. No es necesario alarmarse. Le he hablado un poco duramente hace algunos minutos, y a usted también, señor Foster. Pero quisiera saber —añadió, bajando la voz confidencialmente— si tendría usted inconveniente en repetir a Sir Henry Merrivale lo que acaba de decir.

—¿A Sir Henry Merrivale? —repitió Dennis mirando a su alrededor—. ¿Está él aquí?

—¡Oh, ah! Así es. Comprenda —continuó Masters dirigiéndose a Beryl—, que es mejor que usted le diga las cosas y no yo. El caso Bewlay es precisamente el caso que no me atrevo a mencionar delante del viejo…, del anciano caballero, aunque hayan pasado once años.

—¿Por qué no?

—Porque él se pone como loco.

—¿Qué quiere usted decir?

—Yo no lo consulté —confesó Masters—. Pensé que no necesitaba de él. Así que, cada vez que he intentado decir una palabra sobre el caso, él mira al techo. Y ahora, que por primera vez después de la guerra ha vuelto a practicar golf, él no tiene, lo que puede decirse, un carácter muy agradable.

—Pero ¿dónde está ahora? —preguntó Dennis.

—La última vez que lo vi —dijo Masters observando a su alrededor sospechosamente— estaba mirando un espectáculo, allí donde se pone un penique para verlos.

Dennis Foster quedó levemente perplejo. ¿«No podía haber», pensó, «dos Sir Henry Merrivale»?

—Lo dejé venir esta noche —dijo Masters— y traer consigo a ese profesor de golf profesional que anda con él, cuando juró sobre la Biblia que se portaría bien.

—¿Portarse bien? ¿Por qué no habría de portarse bien?

—Vengan conmigo, por favor —pidió Masters.

Se volvió, no sin dirigir una rápida mirada de intranquilidad a la puerta del frente, y se encaminó hacia el fondo, a la luz de acontecimientos posteriores, puede decirse que aquél fue el día de Masters.

En el fondo de la barraca, más allá de un gran espacio abierto, un cabo australiano, ligeramente borracho, se apoyaba contra el mostrador de un quiosco de tirar al blanco, procurando apuntar, con lo que le parecía un rifle quieto, hacia un blanco movible. El gerente de la barraca estaba de pie, haciendo sonar las monedas en su bolsa blanca.

En la fila de máquinas de espectáculos, un marinero francés miraba interesado un espectáculo llamado Noches de París. Dos soldados americanos y un flaco subteniente de la marina, que estaba fumando un cigarro, escuchaban con profundo interés una violenta discusión entre dos caballeros en traje de civil.

Éstos estaban junto a otra de las diversiones. Consistía ésta en un pesado marco que sostenía otra pesada armazón de madera, de la cual pendía un gran punching-ball. Se colocaba un penique en una ranura y, entonces, un indicador sobre la madera señalaba la fuerza de las trompadas.

De los dos hombres que discutían, uno era un hombrecito muy serio, con traje de lana. Su nombre era Donald Fergus MacFergus, del Club de Golf Killiecrankie.

El otro era un individuo alto y grueso, casi semejante a un barril, y vestía un traje de alpaca negra. Sus anteojos con armazón de carey estaban caídos sobre la punta de su nariz, y él miraba por encima de ellos con una expresión de terrible malicia. Hasta su cuerpo, adornado por una gran cadena de reloj de oro, parecía enfurecido. Tenía los puños apoyados en las caderas, una mano sostenía el borde de un gran hongo y su gran cabeza calva brillaba bajo las luces del techo.

Entonces, Sir Henry Merrivale habló.

—Mira, hijo mío —dijo el perfecto ejemplar de caballero inglés—. ¿Tratas de decirme que puedes golpear esta maldita pelota con más fuerza que yo?

—Sí —dijo MacFergus.

Los dos soldados americanos y el subteniente de la marina con su cigarro continuaban escuchando con fascinado interés.

—¡Mira! —dijo Sir Henry Merrivale, moviendo lentamente el bíceps de su brazo derecho y mostrándolo como el hombre fuerte de un aviso publicitario—. ¡Oh! ¡Mira! ¿Lo sientes?

Por debajo de la tranquila voz de MacFergus se podía percibir un principio de histeria, como le pasa a cualquiera que haya pasado varias semanas en compañía de Sir Henry Merrivale.

—Te repito —dijo— que no es cuestión de músculos.

—¿No, hijito?

—No. Es cuestión de coordinación muscular. Que es lo que te repito cuando trato de enseñarte golf.

—¿Qué tiene de particular mi golf? —preguntó Sir Henry Merrivale, bajando los brazos—. Soy el golfista de más porvenir —explicó dirigiéndose a los soldados, quienes asintieron aprobando—, soy el golfista de más porvenir que haya golpeado una pelota.

—Sí —dijo MacFergus severamente—, y te das un putt largo cuando crees que no estoy mirando. Pero no hablábamos de golf. Hablábamos —señaló con el dedo— del punching-ball.

—¿Y crees que puedes golpearlo más fuerte que yo?

—¿Qué apuestas?

El señor MacFergus reflexionó.

—¿Seis peniques?

—Digo apostar —repitió Sir Henry con el rostro levemente púrpura—. Por Dios vivo, tus dispendios van a mandar a todo el clan MacFergus a un asilo. —Después tuvo una inspiración—. ¿Y si hacemos una apuesta sin dinero?

—¿Sin dinero?

—Claro. El que pierda tiene que darle una patada a un policía. O pararse en la puerta de un cine con un rollo de papel higiénico y darle un trozo a todos los que entren.

En el fondo, el inspector Masters ahogó un grito. Beryl West y Dennis Foster quedaron petrificados en su sitio. Pero los dos soldados americanos escuchaban con admiración. Les parecía que ésta era la mejor apuesta que habían oído en Inglaterra.

—¡Diablo! —dijo el primer soldado, golpeándose súbitamente el muslo—, ¿tiene este viejo lo necesario? ¡Adelante, papi! Sácale el alma. Mi dinero, a ti.

El subteniente de la marina se sacó el cigarro de la boca.

—¡Demonios! —dijo expresivamente. Con su cigarro señaló a MacFergus—. Tú lo golpearás dos veces más fuerte que cualquiera, porque eres escocés. ¿Querrías hacer una apuesta?

—¿Si quiero apostar? —preguntó el primer soldado mirando—. Dios, Dios, ¿si quiero apostar?

Febrilmente buscó en sus bolsillos y sacó un rollo de billetes.

—Cinco libras —dijo—, cinco libras a que el viejo hace lo que quiere. Cinco libras a que rompe todo.

Pausadamente, el subteniente de la marina sacó una billetera. Extrajo de ella cinco libras. Con aspecto sombrío y sepulcral, como un espectro de ultratumba, puso el dinero debajo de la nariz de su contrincante.

—Acepto —dijo.

No puede saberse si MacFergus actuó entonces bajo el horror que le produjo la locura de su compatriota, o llevado por un oscuro orgullo. Lo cierto es que perdió la cabeza y puso un penique en la ranura. Seguramente el espíritu de sus antepasados lo inspiraba, y sus pálidos ojos ardían.

—¡Atrás! —gritó MacFergus—. ¡Viva Escocia!

Y bien y verdaderamente golpeó la pelota.

Fue un noble esfuerzo, en verdad un buen golpe. La pelota de cuero crujió y golpeó y retumbó, aleteante. La aguja del indicador subió por el dial y se detuvo agitada a un cuarto de pulgada del punto más alto.

Hubo un sorprendido silencio bajo el ruido de la música bailable.

—¿Puedes hacer más? —preguntó MacFergus.

—Eh, Tom —murmuró aprensivamente el segundo soldado—, esto no va tan bien. El tipo ése ha hecho mucho. Creo que perdemos.

—No tema, hijo —dijo Sir Henry Merrivale, alzando la mano majestuosamente, con la palma hacia afuera—. Yo soy el Viejo —y se golpeó el pecho.

Después, Sir Henry Merrivale dio su sombrero al segundo soldado. Puso un penique en la ranura. Se subió los pantalones. Levantó lentamente la mano derecha en el aire y la bajó tan cerca como para poder mojar el pulgar con la lengua al pasar.

Después, con una mirada de indescriptible malignidad, golpeó la pelota como Sansón a las puertas de Gaza.

Y lo que sucedió después…

Sir Henry Merrivale explicó luego, con alguna razón, que no fue culpa suya. Esto, hasta cierto punto, era verdad. Seguramente él no pudo prever que la cuerda que sostenía a la pelota, debilitada por un largo uso, iba a romperse como un hilo podrido.

Pero esto ocurrió, desgraciadamente.

La pesada pelota voló por el cuarto como un proyectil lanzado por un tifón. El gerente de la barraca la recibió en el rostro, y le hizo dar una vuelta completa; luego la pelota golpeó el cuello del australiano borracho en el momento en que levantaba el rifle.

—¡Así, así! —gritó el cabo australiano.

Recogiendo la pelota al caer, dejó el rifle. Se volvió desde el mostrador. Sosteniendo la pelota como si ésta fuera de fútbol, la lanzó con una potente patada que hizo que el proyectil, silbando a través del cuarto, fuera a parar directamente en el estómago de Sir Henry Merrivale.

—¡Viva Australia! —gritó el cabo.

Entonces todas las cosas empezaron a ocurrir.