Mucho después que el horror descendiera sobre ellos, Dennis Foster recordó aquella agradable velada, antes que ciertas personas empezaran a jugar con fuerzas que no entendían.
Recordaba, sobre todo, a Bruce Ransom, en aquella postura, como retratado por una cámara: las manos en los bolsillos de la bata, mirando a Beryl con un asombro total.
—No te entiendo —observó Bruce.
—El sábado, al terminar las funciones, te vas de vacaciones. Vas a algún lugarcillo de la costa oriental, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y ya has reservado habitaciones en un hotel… bajo nombre supuesto?
—Sí, yo… —Bruce sacó las manos de los bolsillos. Una rápida expresión de alerta surgió en sus ojos, y permaneció allí, como helada. Sus labios se curvaron sobre sus dientes, acentuando los pómulos.
—¡Dios todopoderoso! —dijo—. ¿Quieres decir…?
Beryl asintió.
—Creo —dijo— que debes hacer todo lo que el personaje hace en la obra. Se supone que él es un conocido escritor; y tú eres un actor conocido. Pero la idea es la misma, ¿verdad?
—Sí, es verdad.
—Irás a ese lugar. ¿Cómo se llama?
—Aldebridge, en Suffolk. Cerca de allí, para ser exacto.
—Vete allí —prosiguió Beryl— y establécete en la pensión. Después equivócate y proporciónales datos. Sigue la línea de la obra. Gradualmente envenena el aire del lugar hasta que crean que tú eres Roger Bewlay, nuevamente en actividad.
»Al mismo tiempo, enamora apasionadamente a alguna muchacha del lugar. —Distraídamente, Beryl volvió los ojos—. Eso, eso no es muy difícil, ¿verdad? Con preferencia la hija de alguien importante o muy conocido… Bruce, ¿me oyes?
—¿Eh? ¡Ah, sí!
Bruce abrió y cerró las manos. Sus pensamientos vagaban lejos.
—La muchacha —rió Beryl— probablemente no tendrá un padre que quiera matarte. Eso sólo ocurre en el teatro y en los libros. Pero, seguramente, tendrá algún pariente, o algún pretendiente a quien no le gustará nada que la tortolilla caiga en manos de Roger Bewlay. —Sí; supongo que así será.
—Después, cuando todos estén enloquecidos… ¿Cuánto tiempo permanecerás en Aldebridge?
—Un mes —Bruce hablaba mecánicamente—. Tengo compromisos radiotelefónicos en octubre, pero puedo permanecer allí el tiempo restante.
En opinión de Dennis Foster, que escuchaba todo esto sin decir una palabra, Bruce tomaba el asunto como un hecho cumplido. Los dientes de Beryl rechinaron.
—¡Muy bien! Y yo regresaré de América dentro de tres semanas. Para entonces, Bruce, habrás hecho enfurecer al pueblo si representas bien tu papel. (¡Por favor, Dennis, quieto!) Entonces lanza la bomba de tu tercer acto. Diles que no eres un siniestro asesino, sino el simpático Bruce Ransom, en busca de tema. Y observa lo que ellos hacen. —Harás eso? ¡Vamos a ver si te atreves!
—Nunca pensé en ello —murmuró Bruce—. Nunca pensé.
Contempló la pared opuesta con una mirada extraña, lenta, dura. Apoyó el puño de su mano derecha en la palma de la mano izquierda y asintió. Después se movió lentamente a través del cuarto, con paso suave y pesado, como un tigre, y volvió a sentarse otra vez frente al tocador.
—Me pregunto si podré hacerlo —suspiró.
—¡Claro que puedes! ¿Por qué no habrías de poder?
Bruce tamborileó con los dedos sobre el vidrio del tocador.
—¿Y si alguno me reconoce?
—Es muy difícil, Bruce. Fuera del escenario eres muy distinto. Muy diferente. Y tú odias y desprecias trabajar en el cine. Mientras tengas seis peniques en el banco no aceptarás una propuesta para filmar. Sólo las películas hacen que se conozca el rostro de la gente en una aldea de Suffolk.
—¡Oh! —dijo él haciendo una mueca y mirándola con sus parpadeantes ojos semicerrados—. ¡Es posible que todo sea inútil! Es probable que no haya ninguna muchacha.
—Habrá una muchacha. ¡Ten la seguridad de ello!
—Pero —prosiguió la sincera voz—, es posible que no se fije en mí. O puede ser que yo me enamore de ella y que ella se ría de mí. Y Dios sabe que yo merecería eso.
—Eso —interpuso Dennis con firmeza— es la primera cosa razonable que se ha dicho. —Aunque vio la exasperación en el rostro de Beryl, se puso de pie y continuó, en el mismo tono firme y conciliatorio—: Vamos —suplicó—, no quiero ser un aguafiestas cada vez que los veo. Y reconozco que es una idea curiosa. Pero, ¿piensan llevarla a cabo?
—¿Por qué no? —exclamó Beryl.
—Porque… ¿no les parece que se necesita mucha sangre fría?
—Bueno… —dijo Bruce; frunció el ceño mirando su puno apretado sobre el tocador, y después abrió y cerró los dedos. Pero Beryl no quiso escuchar ninguna objeción.
—¿Te refieres a la muchacha? —exclamó.
—Sí —dijo Dennis.
—No, no lo creo —declaró Beryl, con voz fría y afectada—. Después de todo, eso se hará en nombre de… el Arte.
—Perdón —dijo Dennis con una sonrisa que le hizo bajar los ojos—. Sabes perfectamente que no se hace por ninguna razón de ese tipo.
—¡Oh, Dennis, no seas pesado!
—La idea —prosiguió él impertérrito— los entusiasma a ambos por parecerles un juego nuevo y excitante. Son como niños preparando una broma para el maestro, pero no se puede jugar así con la vida y las emociones de la gente. Es peligroso. Se nos escapa. No es teatro. Es la vida real.
—¡Pero eso —gritó Beryl— es exactamente lo que estoy tratando de hacer entender a Bruce! Si cambiara el espantoso final de esa obra…
—No cambiaré el final de esa obra —dijo Bruce Ransom.
—Pero, querido, ¡si es un fiasco!
—Digo que no es un fiasco —anunció Bruce, mirándose al espejo—. Y lo probaré de un modo que te sorprenderá. Además…
Se interrumpió, y, aunque él y Beryl estaban absortos en la discusión, los dos se volvieron a mirar. Porque Dennis Foster había soltado la carcajada.
Volviendo a hundirse en el sillón, Dennis buscó su cigarrera, tomó un cigarrillo y lo encendió. Reía en tal forma que casi se ahogó con el humo. Porque, en el último momento de la discusión, le pareció que los valores se alteraban y se hundían. Le parecía que, tal vez, había protestado demasiado.
Después de todo era difícil que Bruce pudiera hacer daño a nadie. Todo era farsa, como el resto de la vida de ellos. Nadie se lastima en una casa de farsa, ni encuentra verdaderos espectros en el Tren Fantasma.
Él, Dennis, había lanzado su protesta. Había cumplido con su deber. Si Bruce quería seguir adelante, a él sólo le restaba esperar y vigilar. Dennis estaba consumido por una reprobable curiosidad de saber qué demonios iba a pasar. Y, pensándolo bien, él siempre podría arreglar las cosas de manera que Bruce se mantuviera alejado de los únicos inconvenientes que pudiera encontrar.
Dennis reía entre el humo del tabaco, mientras los otros dos lo miraban con una especie de ofendida consternación, como si durante una representación un severo crítico teatral se hubiera erguido en las plateas y les hubiera lanzado un fuerte ataque.
—¿De qué te ríes, viejo? —preguntó Bruce.
—No me gusta eso —dijo Beryl, abriendo ampliamente sus grandes ojos. ¡Me parece siniestro… Bruce!
—¿Qué?
—Te dije hace un rato, aunque no reparaste en ello, que Dennis conoce al inspector Masters. Se trata del hombre que intervino en el caso Bewlay. ¿No te parece que Dennis nos va a facilitar las cosas?
—El inspector Masters —dijo Bruce. Se volvió hacia el espejo. Recogió el perrito de estopa que era su mascota y volvió a ponerlo en su sitio—. ¿Se trata de ese individuo que acompaña frecuentemente a Sir Henry Merrivale?
Dennis asintió.
—Sí —añadió Dennis, no sin satisfacción—. Creo que Masters es amigo de Sir Henry Merrivale. Y me enorgullece que así sea.
—¿Por qué, viejo?
—Sir Henry Merrivale —respondió Dennis— se interesa mucho en crímenes. Eso basta para disculpar mi propio interés en los crímenes, cuando se me acusa de… bueno, de tener gustos bajos. Nunca he conocido a Sir Henry, pero me lo han descrito como el perfecto ejemplo de caballero inglés.
—Sí —dijo Bruce— aquí, indudablemente… —y de pronto quedó mudo. Lentamente volvió la cabeza—. Te han descrito a Sir Henry Merrivale —añadió— ¿cómo qué?
—Como un perfecto ejemplo de caballero inglés. —Dennis era otra vez dueño de sí mismo, moderado, rápidamente seguro—. No me importa lo que digas, Bruce, pero es un alivio saber que hay alguien de la vieja escuela, alguien que posee dignidad y buenos modales y que vive en la Inglaterra actual.
—Sí —dijo cortésmente Bruce—, sí, viejo, sin duda. —Su expresión cambió—. Pero, Beryl te preguntaba…
—Querido Dennis —dijo Beryl—, ¿quieres no intervenir?
—¿En el descabellado plan de Bruce?
—¡Sí, por favor!
—No —replicó Dennis, contemplándolos con indulgencia—, no intervendré. Al contrario, si Bruce insiste en llevar el asunto adelante, es posible que yo pueda ayudarlo.
—¿Ayudarlo? ¿Cómo?
—Eso no importa, por el momento. Ya lo discutiremos oportunamente. Pero se hace tarde. ¿No sería mejor que fuéramos al Ivy mientras queda comida?
En este momento oyeron un discreto golpe en la puerta del camerino. Toby, el ayudante, todavía de pie en el fondo, con expresión de mártir y con las ropas de Bruce colgando del brazo, se apresuró a contestar. Después de unos murmullos afuera, Toby regresó con un sobre cerrado que llevaba escrito el nombre de Bruce en pequeñas y nítidas mayúsculas.
Intrigado, Bruce se puso de pie.
—¿Para mí? —inquirió superfinamente.
—Sí, señor.
Mientras Beryl recogía del sofá su chaqueta y su bufanda, y Dennis apagaba el cigarrillo antes de recoger sus cosas, Bruce rasgó el sobre. Contenía éste un papel doblado con una docena de líneas. Bruce leyó todo de una vez. Después volvió a releer. Dobló la hoja, volvió a colocarla en el sobre y la guardó en el bolsillo de su bata.
Luego Bruce se aclaró la garganta. Y la atmósfera cambió tan palpablemente como si hubiera cambiado la temperatura.
—Beryl, tú y Dennis pueden ir ahora al Ivy. A mí no me será posible acompañarlos hasta dentro de un rato.
—¡Bruce!
—Pídele a Mariot —continuó Bruce con su voz más amable— que me guarde un poco de jamón y ensalada, cualquier cosa, si me demoro mucho. ¿No te molesta, verdad?
—Comprendo —dijo Beryl, sin expresión—. No, no me molesta.
Antes que Dennis o Bruce pudieran ayudarla se colocó la ligera chaqueta sobre los hombros. Se puso la bufanda sobre la cabeza y la sujetó por debajo del mentón con un brochecito de oro; hizo todo esto con movimientos estudiados y la mirada fija en la puerta.
—Me voy mañana para América, Bruce.
—Lo siento —dijo Bruce, contestando al sentido más que a las palabras—, pero así pasa. No puedo evitarlo. Tengo que ver a alguien acerca de… algo muy importante. Y no es que…
Beryl se dio vuelta.
—¡Oh, vete a Aldebridge y haz el amor a alguna muchacha estúpida! —estalló.
Y, con lágrimas en los ojos, salió de la habitación dando un portazo que retumbó en todo el teatro.
La última frase fue tan inesperada, tan diferente a todo lo que ella había estado argumentando, que sorprendió enormemente a Dennis. Miró hacia la puerta, que todavía vibraba a impulsos del golpe.
—¿Qué demonios le pasa? —preguntó.
Dennis dijo esto, aunque, como no era tonto, comprendió perfectamente qué le pasaba a Beryl. Durante algún tiempo el mundillo teatral se había preguntado si había algo entre Beryl West y Bruce Ransom. Y, en un mundo donde se conoce la vida de todos hasta un punto casi grosero, nada se había llegado a saber con seguridad. Dennis, que quería a Beryl y a Bruce, había esperado largo tiempo que se casaran. Todavía lo esperaba.
—¿Qué demonios le pasa?
—Bueno, ya sabes lo que son las mujeres —dijo Bruce, con el tono de conspiradores que utilizan los hombres para hablar de ese tema. Después, una gran simpatía emanó de él.
—¡Dennis!
—¿Eh?
—Corre tras ella, ¿quieres? Sácala por la puerta principal. No la dejes salir por la puerta del escenario.
—Pero es mucho más corto… ¡Ah, comprendo!
—No comprendes —aseguró Bruce—; dile que no se trata de lo que ella piensa. Dile… Por amor de Dios, ¿quieres darte prisa?
—Tienes razón —dijo Dennis—; puedes confiar en mí.
Y corrió en pos de Beryl.
Durante un momento, Bruce Ransom permaneció inmóvil, con los brazos cruzados, mirando la puerta. Después sonrió.
Fue una curiosa sonrisa, que Toby, el ayudante, no comprendió. Una sonrisa somnolienta, una sonrisa inefable, una sonrisa de genio del bosque. Una sonrisa que angostaba los ojos hasta convertirlos en dos tajos brillantes. Descubría enteramente los fuertes dientes, y, como apretaba mucho los labios, esa sonrisa se agrandaba más y más. Así sonrió Bruce en la confusa luz, y se hubiera pensado que representaba un papel.
Una vez más se sentó frente al tocador. Fijó los ojos en el espejo, sin mirar, y pareció meditar.
Sacó de su bolsillo el sobre que contenía la nota. Lo extendió frente a él. Como si lo hiciera casualmente, cogió un lápiz para las cejas y anotó unos números en el sobre.
El lápiz negro trazó: 7, 4, 28 - 36. Y, nuevamente, como si recordara un éxito, 7, 4, 28 - 36. Suavemente, Bruce Ransom dejó el lápiz y volvió a colocar el sobre en su bolsillo. Su expresión se tranquilizó, se hizo fácil y simple, cuando miró a su ayudante en el espejo.
—¡Toby!
—¿Señor?
—Dile a la señora que pase.