3

—Después —repitió Dennis.

El telón había caído. Comprendieron eso por el distante sonido de los aplausos, que fue primero un débil palmoteo, que después aumentó y sacudió y corrió por los corredores del viejo teatro como un rumor de pesada lluvia. Se levantaba, moría, y volvía a elevarse. Así se podía contar el número de veces que se levantó el telón.

En la habitación tapizada de marrón, iluminada con luces amarillas, el ruido parecía provenir de otro mundo. Beryl West apenas lo oía.

—Después —repitió Dennis.

—Tomemos a Bewlay —prosiguió la muchacha— o a Jack el estrangulador, o a cualquier asesino en masa que jamás haya sido atrapado.

—¿Y?

—La serie de crímenes ha terminado. Quizás su… su deseo de matar se haya satisfecho, o, quizás, se haya alarmado porque la policía andaba muy cerca. De todos modos, ha terminado. Pero es siempre el mismo hombre. ¿Qué le pasa entonces?

—Muy bien. ¿Qué le pasa?… A propósito: ¿quién escribió esta obra?

Una sombra de perplejidad cruzó el rostro de Beryl, cuyo vivo color iba y volvía con cada entusiasmo.

—La ha escrito —prosiguió alguien de quien jamás he oído hablar. Le llegó a Bruce desde el cielo.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, cientos de personas envían manuscritos a Bruce. La mayoría de las veces él contrata a un lector para que los lea. Pero, ocasionalmente, cuando no tiene nada mejor que hacer, lee alguno. Eso ha sucedido en este caso. Me llamó a la una de la mañana para decirme que había encontrado una obra que le convenía.

—¿Y es una buena obra? Técnicamente, quiero decir…

—Atroz —dijo Beryl, como dicen en esos casos todos los productores—. Quiero decir que está escrita por alguien con algún sentido de la escena, pero sin ninguna experiencia. Tendré que rehacerla. Y el final… ¡Dios mío… el final!

—¿Entonces?

—Bruce ha escrito al autor. Por lo menos creo que lo ha hecho. Es muy descuidado con estas cosas —Beryl reflexionó—. Pero, pese a todo, es una idea terrible…

—Es una idea peligrosa, Beryl.

Beryl dejó de caminar y lo miró.

A lo lejos oyeron la orquesta del teatro ejecutar la Marcha Real. Sus notas flotaban a lo lejos, continuas, contra un murmullo; después el murmullo se convirtió en un crescendo moviéndose en el interior del teatro mientras la gente marchaba hacia la salida.

Parecía que todos los pesares del mundo —que ella no había hecho nada para merecer— pesaban ahora sobre los hombros de la pequeña Beryl West.

—¿Peligrosa? —preguntó.

—¿Debo recordarte que Bewlay vive todavía? ¿Y que no sería nada agradable encontrarlo entre telones una noche?

—A veces, Dennis Foster, creo que tienes una imaginación horrible.

—Lo siento, pero así es.

—¡Haces que todo parezca tan real!

—¿Por qué no? Es algo real.

—Pero —murmuró Beryl— no creo que sea así.

Por lo menos, no quiero que así sea. —Nuevamente cruzó los brazos y sus ojos azul oscuro se absorbieron en los problemas de la producción—. ¿Cómo presentar —dijo— ese carácter desde las candilejas? ¿Cómo dar el encanto que se convierte luego en otra cosa? ¡Y la heroína, Dennis! ¡Cómo presentar la estupidez de la heroína! Porque, prácticamente durante toda la obra ella jamás imagina, o, por lo menos, rehúsa creer que ese hombre…

—¡Hola, Dennis! —dijo una nueva voz. Bruce Ransom se paró en la puerta abierta del camerino.

Fuera del escenario, como Dennis había notado con frecuencia, Bruce era más bien alto, de anchos hombros, recatado y de pocas palabras. Naturalmente, se percibía su personalidad, pero sólo después de mirarlo dos veces. Tenía el cabello oscuro, cortado muy corto; el amplio rostro de pómulos prominentes bajo soñadores ojos; y la ancha boca que acentuaba los pómulos con su lenta sonrisa. Todas las facciones revelaban recato. Sólo en el escenario Bruce ardía en una especie de incandescencia, en una amable diablerie.

Y todos los detalles estaban acentuados por el traje y el maquillaje. Si ustedes han visto Príncipe de las tinieblas durante su larga temporada en el Granada, recordarán que, en el tercer acto, Bruce llevaba traje de etiqueta, con una cruz de diamantes debajo de la blanca corbata y una gran capa negra forrada de seda escarlata. Estas prendas iluminaron ahora el camerino al igual que los colores de su maquillaje. El maquillaje rosa anaranjado, visto desde muy cerca, convertía su cara en una gran máscara de amplios pómulos, de vivaces ojos oscuros bordeados de negro y dientes resplandecientes. Algo muy distinto a lo que él era en la vida real.

Porque no era difícil comprender el motivo de la inmensa popularidad personal de Bruce Ransom entre el público y entre sus colegas. Tal vez fuera vanidoso. Pero nunca lo mostró. Bruce conocía su trabajo. Realmente era un actor de primera clase, pese al descuido con que a veces actuaba. Y, aunque no podía llamársele joven (Bruce tenía cuarenta y un años), era tan serio y sin afectación como un principiante.

Dennis Foster esperaba encontrarlo horriblemente cansado. Pero, para un actor, el final de cada representación es una alegría, un alivio de que esa pieza infernal haya terminado por esa noche. De pie en la puerta, entre la seda escarlata, Bruce gritó a Toby, su ayudante, quien lo había seguido a lo largo del pasadizo.

—¡Toby!

—¿Señor?

—¿Trajiste la cerveza?

—Aquí viene, señor.

—Podría comerme una casa —declaró Bruce, frotándose las manos. Empujó a Toby delante de él en el camerino, y después cerró la puerta—. ¿Alguien se ha acordado de reservar una mesa? Bien, bien, bien. No los demoraré cinco minutos.

Colocando la botella y el vaso sobre el tocador, Toby rápidamente quitó a Bruce la capa forrada de rojo. Siguieron el frac y el chaleco, después la corbata y el cuello, después le camisa almidonada. Ransom volvió a subir los tiradores sobre sus hombros, se puso la bata que Toby le tendía y se dejó caer sobre la silla del tocador.

Lentamente se sirvió un vaso de cerveza. Puso de lado al perro de estopa, tomó un cigarrillo de una cigarrera de bronce y lo encendió. Tomó un lento y profundo sorbo del vaso de cerveza y dio una lenta y profunda chupada al cigarrillo; después respiró hondo, tanto que pareció quedar, momentáneamente, tan vacío como una muñeca.

—¡Ah! —respiró Bruce, con profunda satisfacción.

Y, hundiendo la mano en un pote de crema, comenzó a frotarse la cara para hacer desaparecer el maquillaje.

—Bruce —dijo suavemente Beryl.

Dennis notó que, durante todo ese tiempo, ella no había hablado. El hecho es que Beryl había estado dando la espalda, de manera harto distraída.

Dennis podía ver la cara de Bruce Ransom reflejada en el espejo, la única superficie brillante en aquel apagado cuarto. Le pareció que Bruce había mirado a Beryl con una larga y culpable mirada de erizo, antes de concentrarse en la crema de tocador.

—¿Bueno, muñequita? —preguntó.

Beryl se dio vuelta completamente.

—¿Sabes —preguntó— por qué he querido que Dennis viniera esta noche?

—Siempre me alegro de verte, viejo. —El reflejo de Bruce sonrió desde el espejo, con su gran sonrisa lenta—. ¿Estoy otra vez en dificultades con los impuestos?

—No se trata de impuestos —dijo Beryl, con impaciencia—, pero alguien debe convencerte, ya que yo no puedo hacerlo. ¡Bruce, debes cambiar el final de la nueva pieza!

—Escucha… —comenzó Bruce con un súbito tono poderoso, con una nota de intensidad. Después, pareciendo recordar que él era siempre amigo de todos, se controló y adoptó un aire estudiadamente cortés.

—¿Debemos seguir discutiendo, Beryl?

—Sí, debemos. ¡Sería una vergüenza y una desgracia que se rieran de ti en el teatro!

—¡Qué lástima! —murmuró Bruce.

—¡Bruce, eso no sirve! Apelo a Dennis.

—¡Vamos! ¡Un momento! —protestó éste. Se sentía sacudido e incómodo. Pero, en lo profundo de su corazón, estaba muy halagado de que se contara con él; así que juntó las manos y se preparó a dar su opinión.

—Olvidas —añadió Dennis— que ni siquiera conozco la obra.

—Te diré —dijo Beryl—. Después que Bewlay cometió su cuarto asesinato…

—Vamos —fue Bruce Ransom quien intervino ahora—. ¿Ha oído Dennis hablar de ese individuo?

—Querido Bruce. Dennis sabe todo respecto a él. Hasta conoce al inspector que…

Ransom pareció no haber oído.

—Bewlay fue un gran tipo —observó el actor, con la mirada fija en el espejo—. Ese detalle de la mujer espiando a través de la ventana, y viendo a la víctima encogida y estrangulada sobre el diván, mientras Bewlay enciende un cigarrillo bajo la lámpara. Esa actitud es la clave de cómo representar el papel.

—Prosigue, Beryl —interrumpió Dennis.

La muchacha vaciló ligeramente, como si pensara en algo y después cambiara de idea, antes de proseguir.

—Bueno, se supone que, después de cometido su cuarto asesinato, Bewlay se asustó. Se supone que se reformó. Que se portó bien. Que fue a una somnolienta aldea y estableció allí una cantina pública. Y se enamoró. Quiero decir —prosiguió Beryl extendiendo los brazos— que esta vez se enamoró de veras. Se enamoró de una inocente de cabellos rubios, muy dulce, muy sana y muy aristocrática: sus padres son los nobles del pueblo. Una muchacha ideal para ti, Dennis.

»Todo empieza como una romántica comedia tradicional. Entonces, lentamente, hay un desliz aquí, otro allí, y comprendes que algo va mal. La historia de los pasados crímenes empieza a surgir, fomentada por uno de los personajes, que es el chismoso del pueblo. Entonces se comprende que el novio extranjero es en realidad un asesino, tan incapaz de curarse como lo es un gato de dejar de atormentar ratones.

Beryl hizo una pausa.

Todo estaba silencioso en el teatro, ahora que los aplausos que señalaban el final de la representación ya no se oían en los pasadizos de más allá del escenario. Con los dedos y con la palma de la mano, en gran cantidad, Bruce Ransom seguía aplicándose crema en la cara. Sus ojos en el espejo carecían de expresión. Su cigarrillo, balanceándose en el borde del tocador, lanzaba humo en una habitación cerrada, sin aire.

—La persona que primero se entera —prosiguió Beryl— es el padre de la muchacha, un hombre de negocios de cabello gris. Ustedes conocen el tipo. Edmond Jervice podría representarlo. Vemos que él empieza a entender el asunto, y que se acerca más y más a él, aunque no puede probar nada, y sus esfuerzos son inútiles. La muchacha, naturalmente, rehúsa creer lo que le dicen, aunque hay un momento en el que podríamos jurar que Bewlay pierde la cabeza y va a matarla. El autor… debo reconocerlo… mantiene el suspenso en tal forma que, si se representa adecuadamente, el público casi aullará.

»Tercer acto: punto culminante. Bewlay persuade a la muchacha de que huya con él. El padre los atrapa. Gran escena. El padre se enloquece y trata de disparar un tiro a Bewlay. Y entonces es… ¡oh Dios!

Dennis Foster saltó en su silla.

La voz de Beryl era casi un alarido. Extendió los brazos como poniendo al mundo por testigo.

—Sucede —explicó ella con pesar— que el llamado asesino no es Bewlay.

—¿No es Bewlay?

—No. Es un eminente novelista en busca de tema. Ha pretendido ser Bewlay para conocer la reacción del público. Vamos, ¿qué quiere decir esto?

Bruce Ransom terminó de aplicarse la crema.

Empujó el pote a un lado, cogió un trapo y comenzó a quitarse la crema de la cara. En el espejo un ojo miraba a Beryl, a hurtadillas, más allá del trapo.

—Tienes que darles un final feliz —declaró.

—¡Oh, Bruce, querido! ¡No, no, no!

—Tienes que darles un final feliz —prosiguió Bruce impertérrito—. Además, ¿qué hay de malo en eso?

—¿Qué hay de malo?

—Te lo estoy preguntando.

—Escucha —murmuró Beryl. Se aproximó a él. Con sus mejillas arrebatadas, sus luminosos ojos entornados, el subir y bajar de su pecho debajo del vestido gris, parecía estar pidiendo por la vida de alguien. Y cuando estaba excitada era tan terriblemente atractiva, la atracción surgía de ella en tan fuertes oleadas, que Dennis Foster se sintió mareado. Bruce Ransom evidentemente sintió lo mismo, porque volvió la cabeza.

Beryl todavía habló en voz baja.

—Es contraproducente, Bruce. Artística y emocionalmente eso está mal. ¿No comprendes? Toda la pieza se derrumba…

—Niego eso.

—Escucha, querido. Toda la pieza fracasa si ese hombre no es Bewlay. Voy más lejos. Tal como está ahora, no es posible representar esa pieza.

—¿Por qué?

—Porque, ¿qué ocurre después que Bewlay se convierte en el eminente novelista en busca de tema? ¿Qué consigues?

—Un final feliz…

—¡Por favor, Bruce! Y la muchacha se arroja llorando en brazos de Bewlay. El padre, prácticamente también con lágrimas en los ojos, le tiende la mano, le dice que todo está olvidado y les da su bendición. La madre se apresura a hacer lo mismo. Bruce: ¿te parece que eso es posible en la vida real?

—No veo por qué no. ¿Qué crees que pasaría?

—El viejo —dijo Beryl concisamente— lo mataría.

—No hagamos chistes con eso, Beryl.

—¡Pero si no hago chistes, querido! Digo la verdad. ¿No ves que la muchacha nunca volvería a dirigirle la palabra? La familia lo haría arrojar del pueblo. ¿Quién quiere hacer de conejillo de Indias en un experimento de esa clase?

—Creo que lo perdonarían, si él fuera realmente un famoso escritor, con gran reputación. —¡Nunca, Bruce! ¡Nunca, jamás!

—Mira, Beryl, tú no ves que…

—Y ésa —dijo ella interrumpiendo— es la situación cuando termina la obra. Dejas al público con esa impresión. Después de trabajar tres actos para construir algo, ¿por qué lo destruyes?

—Para hacer un final feliz.

—¡Al diablo con tu final feliz!

Bruce arrojó el trapo con el que se limpiaba la cara y se levantó del tocador. Pero no se enfureció; casi nunca se enfurecía. Metido en su bata de seda azul, con las manos en los bolsillos, comenzó, a su vez, a recorrer la habitación, mientras Toby, el ayudante, esperaba pacientemente al fondo, con la ropa de calle.

Cuando Bruce se volvió para mirar a Beryl, en sus labios estaba la sonrisa que había conmovido a tantas mujeres de la platea. Su voz era suave y persuasiva.

—Vamos, vamos. Esta chiquita no debe enojarse.

Reconozco que la pieza tiene defectos…

—Sí. Y, evidentemente, el autor lo sabe.

Fijó en ella su mirada, súbitamente viva.

—¡Oh! ¿Por qué crees eso?

—Algunas páginas están escritas en diferente máquina de escribir. Buena parte del último acto está escrita con una máquina distinta. Puedo mostrarte exactamente dónde hay vacilaciones… y… —Beryl se interrumpió—. ¿Dónde está el manuscrito, Bruce?

—Lo envié a Ethel Whitman para que hiciera una docena de copias. Temo que demoren mucho tiempo en hacerlas.

—Bruce, ¿has escrito al autor?

—Sí, claro —su gesto rechazó esto como de poca importancia— y no ha habido respuesta.

—¿Hace tres semanas? ¿Y no ha habido respuesta?

—Así es.

—¡Pero Bruce! No es posible representar una obra sin obtener el permiso del autor y firmar el contrato.

Bruce echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.

—Mi querida, ¿quién habla de representación todavía? Estoy harto. Necesito un largo descanso. Me voy a tomar unas largas vacaciones, y… por Dios, ¿qué te pasa ahora?

Porque Beryl, con la boca semiabierta y una expresión soñadora en los ojos, lentamente elevó el dedo hacia él, como una profetisa.

—¡Ya entiendo! —exclamó.

—¿Entiendes, qué?

—Dije que el final de la obra es falso. ¡Y lo probaré, lo probaré, lo probaré!

—¿Cómo lo probarás?

Beryl hizo una inclinación de cabeza. Recogió el cigarrillo, que todavía ardía sobre el borde del tocador, y dio dos chupadas antes de apagarlo sobre el vidrio del mueble. Luego elevó la cabeza.

—Bruce —dijo—. ¿Por qué no eres Roger Bewlay?