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El rastro de un gran asesino, que corre diabólicamente de víctima a víctima, no puede seguirse paso a paso, ni escribirse como un relato bien construido. Es decir, como sería el deseo de la policía.

Tomemos, por ejemplo, el caso de Roger Bewlay.

A lo largo de la rambla marítima de Bournemouth, una hermosa tarde de setiembre, caminaba Ángela Phipps. Miss Phipps, de treinta y tantos años, era hija de un clérigo. Sus dos padres habían muerto. Acababa de heredar recientemente, de una tía, una pequeña pero cómoda herencia, que le permitió dejar su trabajo de gobernanta, y, según ella decía, «viajar un poco».

Miss Phipps no era, en modo alguno, mal parecida, a juzgar por las fotografías que poseemos ahora. Se la describe como de cabello castaño y ojos azules, muy divertida pero siempre una dama. Así, una tarde de setiembre, caminaba por la rambla de Bournemouth, con el apretado sombrerito y el vestido sin forma que se usaba en aquel año de 1930.

Allí encontró a Roger Bewlay.

No es sorprendente que este desconocido, para decirlo abiertamente, conquistara con tanta facilidad a la hija de un clérigo de vida irreprochable.

Por el contrario: fue demasiado fácil.

Como muchas mujeres de la llamada clase alta, dolorosa y rigurosamente educadas, Ángela Phipps escondía, debajo de sus tranquilos ojos, un ansia de amor romántico y una capacidad para la pasión física, que hubiera sorprendido a sus pocos amigos. Y en estos asuntos —hubiera podido decir Roger Bewlay— todo depende de las formas. La posibilidad de un rechazo no está en las intenciones que usted tenga, sino en la manera de expresar esas intenciones.

Y el tranquilo, cortés desconocido, con su encantadora sonrisa y su educada voz, no cometió equivocaciones.

En tres días la arrastró a tal apasionado torbellino de emociones, que ella apenas pudo escribir una carta coherente a su abogado. Se casaron quince días después, en una oficina del registro civil de Londres, y el señor Bewlay la llevó a una idílica cabaña de tejas, que había alquilado amueblada en las afueras de Crowborough, en Sussex. Unos pocos vecinos la vieron, ruborizada de dicha, durante el mes de la luna de miel. El muchacho que repartía los diarios la vio una tarde, en el crepúsculo, barriendo las hojas secas del sendero pavimentado como al descuido, en aquella época de las hojas amarillentas y de las primeras nieblas.

Nadie la volvió a ver.

—Mi esposa y yo —dijo el simpático señor Bewlay a un comprensivo gerente de banco— debemos regresar a Londres. Creo… veamos… ¿Nosotros abrimos una cuenta conjunta, con ambos nombres, cuando creímos que nos quedaríamos aquí?

—Así es, señor Bewlay.

—Si usted no tiene inconveniente, retiraremos los fondos. Mi esposa —rió— desea que nos vayamos a América, y necesitamos los fondos en seguida. Aquí está la firma de mi esposa, debajo de la mía.

Todas las cuentas se pagaron inmediatamente, incluso el alquiler de la cabaña. El señor Bewlay se fue esa noche en automóvil, aparentemente en compañía de su esposa. Nadie pensó nada; ninguna culpa clamó al cielo; y (notad esto) jamás se encontraron huellas de ningún cuerpo.

Volvemos a saber de Roger Bewlay dos años después, cuando conoció a Elizabeth Mosnar, durante un concierto de la Filarmónica de Londres, en el Queen’s Hall.

Elizabeth era una rubia de treinta y dos años; delgada, artista, desesperadamente sincera. Al igual que Ángela Phipps, poseía un poco de dinero que le permitía dedicarse a estudios de piano. Al igual que Ángela, estaba sola en el mundo, con excepción de un hermano que nunca se preocupó de ella.

Elizabeth lloraba al escuchar buena música. Decía que, espiritualmente, estaba sola. Podemos imaginar a la pareja en la platea del Queen’s Hall: el fervor de la música, las cuerdas y los instrumentos de viento elevándose hasta un triunfal estallido de los címbalos, mientras Elizabeth se inclinaba, absorta, y el desconocido, tiernamente, deslizaba la mano de ella en la suya.

Se casaron en una pequeña iglesia de Bayswater, próxima a las castas habitaciones de Elizabeth. El señor Bewlay usaba el nombre de Roger Bowdoin. En la pesadez del verano fueron a una casa que el señor Bewlay había alquilado en el campo, entre Denham y Gerrard’s Cross.

Él le compró un piano. Los vecinos deben haber oído su sonido, en éxtasis; pero no por mucho tiempo. Poco antes de desaparecer de este mundo, Elizabeth puso su dinero a nombre de su marido.

—Yo no entiendo de negocios, querido mío —murmuró—, tú sabrás cómo cuidar esto.

Las únicas cosas que quedaron de ella fueron unas tristes cositas y una acuarela bastante mala, en la que trataba de retratar a su adorado esposo. El inquilino siguiente, inocentemente, arrojó todo al cubo de basura.

Pero, ¿y la tercera víctima?

Podemos comprender las mezquinas razones financieras que hicieron que Bewlay matara a sus dos primeras mujeres. Pero Andrée Cooper, la tercera víctima, pertenecía a otra categoría.

Andrée carecía de dinero. Tenía veinte años.

Trabajaba (¡Vaya trabajo!) como ayudante de un quiromántico en Oxford Street. Era una pequeña arrabalera, sin la inteligencia o la educación que atraían a Bewlay, aunque poseía considerable porción de llamativa atracción física. El señor Bewlay la encontró en un rincón de la estación del subterráneo de Bond Street, llorando porque creía que la habían despedido.

—¡Pobrecita! —dijo Bewlay.

La consoló. Le compró vestidos —no demasiados, porque era un hombre tacaño— y la llevó a pasar con él unas vacaciones. No se tomó la molestia de casarse con ella, pensando que quizás eso era demasiado. En la primavera de 1933 la llevó al norte, a una lejana casita, cerca de Scarborough, donde todo el brutal asunto se repitió: de alguna manera, ella desapareció.

Andrée Cooper, repitámoslo, no tenía dinero. No había razón aparente para asesinarla. Aparece aquí el primer indicio de lo anormal, del terror final que resuena como un tambor, debajo de todas estas desapariciones. Y Roger Bewlay cometió su primer error grave.

Porque Andrée tenía un amigo que sumamente preocupado, fue a Scotland Yard, a la policía.

—¡Esto no parece cosa de ella! —insistió—. ¡No parece cosa de ella!

La policía no es sorda ni ciega. Un boletín, llamado Gaceta, circula diariamente en todas las secciones de policía del Reino Unido. Pone a todos los inspectores locales más en contacto entre sí, de lo que pueda estarlo usted con su vecino de puerta. Toda la información se guarda en el departamento C-Uno, de la Policía Metropolitana. Gradualmente se acumuló allí una colección de indicios sobre cierto individuo, llamado sucesivamente Roger Bewlay, Roger Bowdoin y Richard Barclay… y estos informes eran de lectura bastante desagradable.

Fue nuestro viejo amigo, el Inspector Masters, quien, en un día del verano de 1934, se dirigió con ese archivo a la oficina del Comisionado Ayudante del Departamento de Investigación Criminal.

Masters, grande y correcto, suave como un tahúr, con su cabello ralo cuidadosamente peinado para ocultar la calvicie, puso el informe sobre el escritorio del Comisionado Ayudante.

—¿Me mandó llamar, señor?

El Comisionado Ayudante, un hombrecito de cabello gris y aspecto dulce, que fumaba una pipa corta, asintió, sin sacarse la pipa de la boca.

—¿Se trata de Bewlay, señor?

—Sí.

—¡Oh, ah! —suspiró Masters, y su color apoplético subió a pesar suyo—. Esta vez, señor, no cabe duda de que hemos encontrado a un verdadero canalla.

El Comisionado Asistente se sacó la pipa de la boca y se aclaró la garganta.

—No podemos tocarlo —dijo.

—¿No podemos tocarlo, señor?

—De momento no, al menos. Si ha matado a esas mujeres…

¡Sí las ha matado! —gruñó Masters.

—¿Qué ha hecho entonces con los cuerpos? ¿Qué prueba hay de esas muertes?

Hubo un silencio, mientras Masters prestaba atención, con los brazos tiesos a los lados del cuerpo. Hacía mucho calor en la oficina, con su fuerte olor de piedra vieja. Pese a eso, Masters pensó que el rostro de su jefe parecía un poco cansado y extraño.

El Comisionado Asistente señaló una nota sobre el escritorio.

Los laureles, Crowborough —leyó, con su suave voz—. Fairway View, Denham. Deepdene, Scarborough. —Pasó la mano suavemente sobre la nota—. Se sabe que Bewlay ha vivido en esos sitios. Durante meses nuestra gente ha excavado, y golpeado, y espiado y buscado… ¡Nada, Masters!

—Ya sé, señor, pero…

—Ni siquiera una emplomadura de muela, ni una mancha de sangre, ni ninguna evidencia de presunta muerte. No podemos prenderlo.

El Comisionado Asistente levantó sus pálidos ojos.

—Supongamos —prosiguió— que Bewlay insista en que esas mujeres viven todavía. Debemos probar que están muertas. Si podemos probarlo.

—Se casó con ellas, señor. Podríamos prenderlo por bigamia.

—¿Por cinco años? ¿Por dos años si el juez añade trabajos forzados? No, Masters. Eso no es bastante para ese caballero.

—Estoy decidido a ponerme de acuerdo con usted, señor. Pero, de todos modos…

—¿Dónde está Bewlay ahora? ¿Ha encontrado su pista?

Ésta era la razón que pesaba en la mente de Masters. Lo hacía arder dentro de su traje de sarga azul, y mantenerse de pie aún más erguido, y hablar con poderosa dignidad hacia las cortinas iluminadas por el sol, detrás de la cabeza de su compañero.

—No, señor. No he encontrado la pista. Y permítame que le diga que tenemos cien posibilidades contra una de dar con él si usted quiere mantener el asunto en secreto, y no lanzar una alarma general.

—Yo no le reprochaba nada a usted, Inspector, solamente…

Masters ignoró esto con incontenible dignidad.

—No es —señaló— como si ese individuo hubiera estado preso y tuviéramos un completo informe acerca de él. No es como si tuviera una fotografía de él, o una descripción decente. He hablado con dos docenas de personas que conocían a ese individuo, y ninguno de ellos estaba seguro de cómo era.

—Eso no es raro, Inspector.

Aunque Masters sabía esto tan bien como el Comisionado Asistente, no estaba preparado a ceder.

—Los hombres —prosiguió Masters— no parecen haber reparado en él. Las mujeres… ¡oh, ah! Todas están de acuerdo en que era —Masters hizo un torpe ademán— terriblemente atractivo, pero no pueden decir en qué consistía esa atracción.

—¡Ahí —dijo el Comisionado Asistente, volviendo a poner la pipa en la boca.

—¿Alto o bajo? ¡Oh, estatura media! ¿Rubio o moreno? No es seguro. ¿Color de ojos? No es seguro, pero eran unos ojos muy bonitos. ¿Marcas características o facciones? No recuerdan. ¡Diablos! —suspiró Masters—. Lo único que sé con certeza de ese individuo —prosiguió— es que tiene alrededor de treinta años; parece un caballero y…

—¿Y? —interrumpió el Comisionado Asistente.

—¡Que Dios ayude a cualquier mujer a quien él haga el amor!

—Gracias, eso ya lo sabía.

—Por eso, señor, si usted me pregunta si he descubierto su pista, sólo puedo responderle que no la he descubierto. Si se hace llamar Robinson, y vive en un tranquilo hotel, y se comporta bien, ¿cómo demonios podré descubrirlo? No es como si supiéramos qué nombre usa, o dónde puede estar ahora…

Su compañero levantó una frágil mano en demanda de silencio.

—Creo que sé donde se encuentra ahora —dijo el Comisionado Asistente—. Por eso lo he mandado llamar. Temo que haya vuelto a repetir el asunto.

Silencio.

—¿Quiere usted decir… ¡hum!… que ha liquidado a otra?

—Temo que sí.

Nuevamente no hubo más ruido que la respiración de Masters.

—¡Oh, ah…, comprendo! ¿Dónde, señor?

—En las afueras de Torquay. El Oficial Jefe me ha telefoneado hace diez minutos. Se trata de Bewlay, seguramente. Nuevamente ha hecho desaparecer el cuerpo.

Y así se desarrolló el último movimiento de la danza macabra, en la cual la inquebrantable confianza en sí mismo de cierto caballero, una vez más lo sacó adelante.

Parece que, a fines de junio, un señor y una señora R. Benedict habían alquilado una casa amueblada en las rojas colinas detrás del balneario de moda de Torquay. No llevaron sirvientes, ni automóvil, y tenían muy poco equipaje. Parecían recién casados. El marido podría tener unos treinta años, y la mujer era unos seis años mayor. Su comportamiento era de «enamorados»; la mujer evitaba toda compañía, y lo único notable en ella era su afán de usar joyas.

La policía no tenía verdaderos motivos de sospecha. El nombre de R. Benedict era, probablemente, una mera coincidencia. Pero el hecho fue notado por un agente, quien se lo comunicó a su sargento, que, a su vez, lo comunicó al Inspector. El Inspector hizo discretas averiguaciones, y envió un agente nocturno a vigilar la casa.

La señora de Benedict fue vista por última vez en la tarde del 6 de julio de 1934, tomando el té con su marido en un jardincito, a la sombra de los manzanos.

En el alba de la mañana del 7 de julio, se abrió la puerta de la casa. Roger Bewlay, alias R. Benedict, salió. Aunque el día era hermoso, el señor Bewlay llevaba sombrero e impermeable. Caminó directamente hacia el agente de policía Harris, que dormitaba contra el cerco después de una noche de vigilia, y le dio los buenos días.

—¡Pero la descripción, hombre! —gritó el Inspector Masters, cuando interrogó al agente Harris en Torquay—. ¡Queremos un retrato del rostro en primer plano, y ésa era su oportunidad!

—Dios sabe —dijo el desdichado agente— que me aturdí tanto al verlo acercarse de ese modo, que… bueno… no lo retraté.

—Usted estaba aturdido —dijo Masters con dureza—. Claro, por eso se acercó. ¿Nadie posee una cámara en este lugar?

—Se nos dijo, señor, que no nos acercáramos demasiado, para no alarmarlo. Peterson tomó una o dos instantáneas, pero desde muy lejos, y él llevaba lentes negros.

—¡Muy bien, muy bien! Prosiga.

Amablemente, el agente Harris informó que, según su costumbre, el señor Bewlay se dirigió al camino que llevaba al estanco más próximo, para comprar cigarrillos y el periódico matutino. Pero, esta vez no fue al estanco. En lugar de hacer eso tomó el tren de las nueve y quince para Londres, y se perdió entre la multitud.

En la silenciosa casa, dos horas más tarde, la policía encontró algunas cosillas y ropa —tanto del marido como de la mujer— que el señor Bewlay se vio forzado a dejar. Encontraron también algunos objetos de tocador, que, como otras cosas, estaban cuidadosamente limpiados de impresiones digitales.

No encontraron ninguna joya. Y no encontraron a la mujer. Esto ocurrió varios días antes de que el Inspector Masters, en busca de pruebas, desenterrara un testigo que, por primera vez, podría llevar a Roger Bewlay a la sombra del patíbulo.

—¡Lo tenemos! —gritó Masters—. ¡Lo tenemos!

En la calle de Menzies, en Torquay, estaba la pequeña oficina de Miss Mildred Lyons, mecanógrafa y copista pública. En la mañana del 6 de julio, el señor Bewlay había llamado desde una cabina pública, porque no tenía teléfono en la casa, pidiendo a Miss Lyons que fuera a hacer algunas cartas.

Miss Lyons, una muchacha pecosa, aterrorizada entre un círculo de policías, contó su historia en la polvorienta oficina de la calle de Menzies.

—Yo… fui en mi bicicleta a principios de la tarde —dijo la testigo—. Me dictó seis cartas, y las pasé directamente a la máquina. Eran cartas comerciales. No, no tomé nota de ninguna dirección.

—¿No recuerda el contenido de las cartas?

—No…, eran cartas de negocios.

—¡Prosiga!

—Estábamos en la sala. Las cortinas de la ventana estaban casi cerradas, y él se sentaba en la sombra. La señora de Benedict entraba y salía del cuarto, para besarlo. Era terriblemente embarazoso. Cuando terminé me dijo que dejara las cartas abiertas, para que él las llevara al correo.

Después Roger Bewlay pagó a la mecanógrafa con un falso billete de diez chelines.

Él no hizo esto deliberadamente, pensó Masters. Se trataba, sencillamente, de la inesperada casualidad que, por fuerza, si la policía espera lo bastante, juega una mala pasada a cualquier asesino. Pero el efecto de esto había sido tremendo para la pecosa pelirroja, que temblaba ahora detrás de la máquina de escribir, mientras jugaba con las teclas como si éstas pudieran darle coraje.

—Me puse furiosa —declaró Miss Lyons, sacudiendo la cabeza—. No lo descubrí hasta… bueno, hasta que fui al bar de la Explanada a las nueve y media de la noche. Y entonces me puse… furiosa. Sin pensar si era decente o digno, subí a mi bicicleta para volver a la casa y hablar con él.

—¿Y entonces?

Ella explicó que era una noche cálida, con una brillante luna sobre los caminos llenos de hojas. Cuando llegó a la casa, Miss Lyons perdió coraje y se sintió un poco intranquila.

¿Tenía motivo para ello? No, ningún motivo definido. Pero eran ya las diez de la noche. La casa estaba en silencio y, aparentemente, sin iluminar. El viaje empezó a parecerle absurdo. Además, estaba la impresión que le producía la noche, y los resplandecientes manzanos, y la completa soledad. Si ella hubiera sabido entonces que dos agentes de policía —Harris y Peterson— vigilaban la casa, las cosas hubieran sido de otro modo.

Como una especie de transacción, apoyó suavemente la bicicleta contra la pared, recorrió sigilosamente el sendero, y, con el corazón en suspenso, tocó el timbre. No hubo respuesta. Esto no era extraño, porque el timbre nunca había funcionado. Pero una chispa de ira volvió a brotar en Miss Lyons cuando vio una luz, a través de las cortinas, no del todo cerradas, en una ventana inmediatamente a la derecha de la puerta.

Esa luz ardía en la sala. Movida por la rabia y por la humana curiosidad que todos sentimos, Mildred Lyons se puso en puntas de pie y espió.

Entonces se detuvo paralizada. Su descripción, más tarde, fue tan mala como esto:

La habitación estaba iluminada sólo por una lámpara de aceite, envuelta en una pantalla de seda amarilla, pendiente del techo. La llama de la lámpara estaba baja. Toda la maldad humana parecía habitar aquel cuarto.

En un diván contra la pared yacía el cuerpo de la señora de Benedict, con las ropas en desorden, las medias rotas y un zapato caído. La señora de Benedict estaba muerta. Indudablemente había sido estrangulada, pues su hinchado rostro estaba descolorido, y había una especie de horribles marcas alrededor del cuello. Roger Bewlay, con la respiración agitada, encendía un cigarrillo en el centro de la habitación.

¡Oh, si Mildred Lyons hubiera gritado en aquel momento! Mas no pudo hacerlo. Pero no podía olvidar la confusa, mezquina luz; el confuso, mezquino estrangulamiento; el asesino solazándose con tabaco en cuanto la violenta agitación hubo pasado.

Mildred Lyons se volvió como una sonámbula. Silenciosamente caminó hasta la puerta, montó en la bicicleta y partió, sin pedalear mucho. Sólo cuando estuvo bien lejos de la casa empezó a correr como loca. No iba a decir nada. No quería ser arrastrada en aquel asunto. Ella no habría dicho nada —ni habría sido molestada— si los agentes que vigilaban no hubieran preguntado por qué había ido hasta la casa.

Después de esta confesión, Mildred Lyons tuvo un ataque histérico. El Inspector Masters, mientras le palmeaba el hombro tranquilizándola, tomó con la otra mano el teléfono e hizo un llamado a Londres.

—¡Lo tenernos! —dijo Masters al Comisionado Asistente del otro lado de la línea—. ¡Esta es una buena prueba! ¡Con esta muchacha en el banquillo de los testigos, lo hemos atrapado!

—¿Está seguro? —preguntó el Comisionado.

Masters miró sorprendido el teléfono.

—Porque falta una cosa —dijo el Comisionado Asistente—. Primero tendremos que atraparlo. ¿No encuentra eso difícil?

—¡No, señor! Hasta ahora lo único que hemos hecho en los diarios es decir que estamos ansiosos por entrevistar a ese hombre. Pero deje que lance una alarma general, una verdadera cacería…

—Eh… ¿No querría hablar sobre el asunto con su amigo, Sir Henry Merrivale?

—¡Oh, señor, no hay que molestar al pobre viejo por esto!… ¡Déme la orden de proceder… gracias, señor… y donde quiera que esté, si Dios quiere, en quince días prendo a ese canalla!

Masters se equivocó.

Estos acontecimientos ocurrieron hace once años, con el humear de la muerte y el naufragio de continentes en el medio, pero no atraparon a Roger Bewlay. El hombre tuvo suerte. Su inquebrantable seguridad en sí mismo no lo abandonó. Nunca lo atraparían ahora. Estaba a salvo.