15

Una calesa de los Vigilantes nos llevó de Temple a Belgravia siguiendo la orilla del Támesis, y esta vez pude reconocer en el exterior muchas cosas del Londres que conocía. El sol iluminaba el Big Ben y la catedral de Westminster, y, para mi gran alegría, por las anchas avenidas paseaban personas con sombreros, sombrillas y vestidos claros como el mío, los parques brillaban con el verdor de la primavera y las calles estaban bien pavimentadas y sin pizca de lodo.

—¡Es como el escenario de un musical! —exclamé—. Yo también quiero tener una sombrilla como esas.

—Hemos ido a parar a un buen día —repuso Gideon—. Y a un buen año.

Mi compañero de viaje había dejado su sombrero de copa en el sótano, y, como yo hubiera hecho lo mismo en su lugar, no malgasté ni una palabra en comentarlo.

—¿Por qué no esperamos sencillamente a Margret en Temple, cuando venga a elapsar? —le pregunté.

—Ya lo he intentado dos veces, pero no ha sido fácil convencer a los Vigilantes de mis buenas intenciones, a pesar de la contraseña y el anillo y todo el resto. Siempre es difícil prever las reacciones de los Vigilantes del pasado. En la duda, tienden a ponerse del lado de los viajeros del tiempo que conocen y deben proteger, en lugar del de un visitante del futuro al que apenas conocen o no conocen en absoluto, tal como hicieron la noche pasada y esta mañana. Tal vez tengamos más éxito si la visitamos en su casa. En todo caso, tendremos más posibilidades de sorprenderle.

—Pero ¿no podría ser que estuviera vigilada día y noche por alguien que esté esperando a que aparezcamos? De hecho, ella cuenta con eso desde hace muchos años, ¿no?

—En los Anales de los Vigilantes no se habla para nada de una protección personal adicional. Solo del novicio de rigor que mantiene vigilada la casa de cada viajero del tiempo.

—El hombre de negro —exclamé—. En nuestra casa también hay uno.

—Y por lo que se ve, no demasiado discreto —dijo Gideon, sonriendo.

—No, en absoluto. Mi hermana pequeña dice que es un mago. —Aquello me hizo pensar en que no le había preguntado a Gideon por su familia—. ¿Tú también tienes hermanos?

—Un hermano pequeño —contestó—. Bueno, ya no es tan pequeño. Tiene diecisiete años.

—¿Y tú?

—Diecinueve —repuso Gideon—. En fin, casi.

—Si ya no vas a la escuela, ¿qué haces aparte de viajar por el pasado?

Y tocar el violín, Y toda esa clase de cosas.

—Oficialmente estoy matriculado en la Universidad de Londres —dijo—, pero creo que este trimestre voy a tener que dejarlo.

—¿En qué facultad?

—Eres bastante curiosa, ¿no?

—Me limito a dar un poco de conversación —repuse (había sacado la frase de James)—. Vamos, dime. ¿Qué estudias?

—Medicina.

Había sonado un poco cortado.

Reprimí un «¡oh!» de sorpresa y volví a mirar por la ventana. Medicina… Interesante, sí, muy interesante.

—¿Ese que estaba hoy en el instituto es tu novio?

—¿Qué? ¿De quién hablas?

Le miré perpleja.

—El tipo que tenías detrás, el que te apoyaba la mano en el hombro.

Lo había dicho como de pasada, casi con desinterés.

—¿Te refieres a Gordon Gelderman? Pero ¿qué dices?

—Si no es tu novio, ¿cómo es que te puede tocar?

—Es que no puede, para ser sincera, no me fijé en que lo hiciera.

Y no me había fijado porque estaba demasiado ocupada mirando cómo Gideon intercambiaba arrumacos con Charlotte. Al recordarlo, se me encendieron las mejillas. El la había besado. O casi.

—¿Cómo es que te has sonrojado? ¿Es por ese Gordon Gallahan?

—Gelderman —le corregí.

—Lo que sea. Tenía aspecto de idiota.

Me eché a reír.

—No es solo el aspecto —dije—. Y, además, besa horriblemente.

—Tampoco quería saber tanto. —Gideon se agachó, se ató los cordones de los zapatos, y después de incorporarse, cruzó los brazos sobre el pecho y miró por la ventana—. ¡Mira, esto ya es Belgrave Road! ¿Estás emocionada por ver a tu tatarabuela?

—Sí, muchísimo.

Enseguida me olvide de lo que habíamos hablado. Qué extraño era todo aquello. Mi tatarabuela, a la que estaba a punto de visitar, era un poco más joven que mi madre.

Por lo visto, se había casado bien, porque la casa de Eaton Place ante la que se detuvo la calesa era una imponente mansión señorial. Y el mayordomo que nos abrió la puerta también lo era. Era aún más señorial que mister Bernhard. ¡Incluso llevaba guantes blancos!

El hombre nos miró con desconfianza cuando Gideon le tendió una tarjeta y le anunció que éramos una visita sorpresa para el té y que estaba seguro de que su vieja amiga, lady Tilney, se alegraría mucho de saber que Gwendolyn Shepherd había venido a visitarla.

—Me parece que no te encuentra bastante refinado sin sombrero ni patillas —observé cuando el mayordomo se marchó con la tarjeta.

—Y sin bigote —señaló Gideon—. Lord Tilney tiene uno que le va de oreja a oreja. ¿Ves? Ahí delante hay un retrato suyo.

—Madre mía.

Mi tatarabuela tenía un gusto francamente extravagante en materia de hombres. Su marido tenía el tipo de bigote que hay que fijar con rulos por la noche.

—¿Y si sencillamente manda al mayordomo a decirnos que no está en casa? —pregunté—. Tal vez no tenga ganas de volver a verte tan pronto.

—Está bien eso de tan pronto. Para ella, hace dieciocho años de mi última visita.

—¿Tanto ya?

En la escalera había aparecido una mujer alta y delgada, con el cabello pelirrojo recogido en un peinado bastante parecido al mío. Me recordaba a lady Arista, pero treinta años más joven. Vi, sorprendida, que su forma de caminar también era calcada a la de mi abuela.

Cuando la mujer se detuvo frente a mí, las dos permanecimos calladas, totalmente concentradas en nuestra contemplación mutua. También pude reconocer algo de mi madre en mi tatarabuela. Y no sé qué o a quién vio lady Tílney en mí, pero el hecho es que asintió y sonrió como sí le complaciera mi aspecto.

Gideon esperó un momento antes de decir:

—Lady Tilney, tengo la misma petición que hacerle que hace dieciocho años. Necesitamos un poco de su sangre.

—Y yo sigo diciendo lo mismo que hace dieciocho años. No tendrás mi sangre. —Se volvió hacía mí—. Pero puedo ofrecerles un té. Aunque aún es un poco pronto para eso. Ante una taza de té se conversa mejor.

—En ese caso estaremos encantados de tomar una tacita —repuso Gideon galantemente.

Seguimos a mi tatarabuela escaleras arriba hasta una habitación que daba a la calle. Junto a la ventana había una mesita redonda servida para tres personas, con platos, tazas, cubiertos, pan, mantequilla, mermelada, y en el centro una bandeja con unos finísimos sándwiches de pepino y scones.

—Casi se diría que nos estaba esperando —dije mientras Gideon examinaba con detenimiento la habitación.

Lady Tilney sonrió de nuevo.

—Sí, ¿verdad? Realmente lo parece, pero, de hecho, espero a otros invitados, tomen asiento, por favor.

—No, gracias, dadas las circunstancias preferimos seguir de pie —repuso Gideon, que de pronto se había puesto muy tenso—. Tampoco queremos molestarla mucho rato. Solo queríamos obtener un par de respuestas.

—¿Y cuáles son las preguntas?

—¿De qué conoce mi nombre? —pregunté—. ¿Quién le ha hablado de mí?

—Tuve una visita del futuro. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Me pasa a menudo.

—Lady Tilney, la última vez ya traté de explicarle que esa visita le proporcionó datos totalmente falsos —aclaró Gideon—. Comete un grave error al confiar en las personas equivocadas.

—Yo también se lo digo siempre —dijo una voz de hombre. En la puerta había aparecido un joven que se acercó con paso indolente—. Margret, digo siempre, cometes un grave error al confiar en las personas equivocadas. Oh, esto tiene un aspecto delicioso. ¿Son para nosotros?

Gideon, que al verle había cogido aire bruscamente, tendió el brazo hacia mí y me sujetó por la muñeca.

—¡No des ni un paso más! —resopló.

El otro hombre levanto una ceja.

—Solo voy a coger un sándwich, si no tienes inconveniente.

—Sírvete tranquilamente.

Mientras mi tatarabuela abandonaba la habitación, el mayordomo se plantó en el umbral de la puerta, A pesar de los guantes blancos, en ese momento parecía el portero de un club de mala fama.

Gideon maldijo en voz baja.

—No deben preocuparse por Millhouse —afirmo el joven—. Aunque dicen que una vez le partió la nuca a un hombre por descuido, ¿no es cierto, Millhouse?

Le miré fijamente. No podía hacer otra cosa. Tenía los mismos ojos que Falk de Villiers, amarillos como el ámbar. Como un lobo.

—¡Gwendolyn Shepherd!

Al sonreír, aún se parecía más a Falk de Villiers, solo que era al menos veinte años más joven y sus cortos cabellos eran del color del azabache. Su mirada me daba miedo: era afable, pero en ella había algo que no podía acabar de definir. ¿Tal vez rabia o dolor?

—Es un placer para mí conocerte.

Su voz había enronquecido por un instante. Me tendió la mano, pero Gideon me sujeto con los brazos atrayéndome hacia él.

—¡No la toques!

De nuevo arqueó las cejas.

—¿De qué tienes miedo, muchacho?

—¡Sé muy bien que quieres de ella!

Podía sentir los latidos del corazón de Gideon en mi espalda.

—¿Sangre? —El hombre cogió uno de los minúsculos y finísimos sándwiches y se lo echó a la boca. Luego nos enseñó las palmas de las manos y dijo—: Ninguna jeringa, ningún escalpelo, ¿lo ves? Y ahora deja a la muchacha, la estás aplastando. —De nuevo esa curiosa mirada que me apuntaba—. Mi nombre es Paul, Paul de Villiers.

—Ya lo imaginaba —repuse—. Usted es el hombre que indujo a mi prima Lucy a robar el cronógrafo ¿Por qué lo hizo?

Paul de Villiers hizo una mueca.

—Encuentro raro que me trates de usted.

—Y yo encuentro raro que me conozca.

—Deja de hablar con él —me advirtió Gideon.

Mientras tanto su abrazo se había aflojado un poco, y ahora solo me mantenía apretada contra él con un brazo mientras con el otro abría una puerca lateral que tenía detrás para echar un vistazo a la habitación contigua. Otro hombre enguantado se había plantado ante ella.

—Este es Frank —dijo Paul—. Y como no es tan grande y fuerte como Millhouse, lleva una pistola, ¿ves?

—Sí —gruñó Gideon, y volvió a cerrar la puerta.

Gideon no se había equivocado. Efectivamente habíamos caído en una trampa. Pero ¿cómo era posible? Margret Tilney no podía haber servido la mesa para nosotros y colocado a un hombre con una pistola en la habitación contigua cada uno de los días de su vida.

—¿Cómo sabía que estaríamos aquí hoy? —pregunté a Paul.

—Bueno… Si te dijera que no lo sabía en absoluto, que solo pasaba casualmente por aquí, seguro que no me creerías, ¿o sí? —Pescó un scone de la mesa y se dejó caer en una silla—. ¿Cómo están tus queridos, padres?

—¡Cierra la boca! —susurró Gideon.

—¡Vamos, supongo que podré preguntarle cómo están sus padres, no!

—Bien —repuse—. Al menos mamá. Mi padre murió.

Paul parecía horrorizado.

—¿Muerto? ¡Pero si Nicolás tenía una salud de hierro, estaba fuerte como un roble!

—Tenía leucemia —dije—. Murió cuando yo tenía siete años.

—Oh Dios mío. Lo siento muchísimo. —Paul me dirigió una mirada triste y seria—. Seguro que fue espantoso para ti tener que crecer sin un padre.

—Deja de hablar con él —volvió a decir Gideon—. Solo trata de retenernos hasta que llame refuerzos.

—¿Sigues creyendo que voy tras su sangre?

Los ojos amarillos tenían un brillo peligroso.

—En efecto —repuso Gideon.

—¿Y crees que Millhouse, Frank, yo y la pistola no nos bastaríamos para controlarle? —preguntó Paul sarcásticamente.

—En efecto —volvió a decir Gideon.

—Oh, claro, estoy seguro de que mi querido hermano y los otros Vigilantes se habrán encargado de convertirte en una maquina de combate —se burló Paul—. Al fin y al cabo eras tú quien tenía que sacarlos del atolladero. O, mejor dicho, al cronógrafo. Nosotros teníamos que aprender un poco de esgrima y el obligatorio violín por simple tradición, pero apuesto a que tu también has aprendido taekwondo y todo ese género de cosas. Supongo que es imprescindible cuando uno tiene que viajar al pasado para sacarle sangre a la gente.

—Hasta ahora esas personas han entregado su sangre voluntariamente.

—¡Solo porque no sabían adonde conduciría eso!

—¡No! ¡Porque no querían destruir aquello por lo que los Vigilantes han investigado, han trabajado y han velado durante siglos!

—¡Bla bla bla! También nosotros hemos tenido que soportar a lo largo de nuestras vidas esta patética cháchara, pero nosotros conocemos la verdad sobre las intenciones del conde de Saint Germain.

—¿Y cuál es la verdad? —solté instintivamente. En la escalera se oyeron pasos.

—Ya llegan los refuerzos —anunció Paul sin volverse.

—La verdad es que miente más que habla —repuso Gideon. El mayordomo se hizo a un lado para dejar entrar en la habitación a una esbelta muchacha pelirroja, un poco mayor para ser la hija de lady Tilney.

—No me lo puedo creer —exclamó la joven mirándome como si nunca hubiera visto antes nada tan raro.

—¡Puedes creerlo, princesa! —repuso Paul en un tono tierno y un poco preocupado.

La joven permanecía clavada en la puerta, como petrificada.

—Tú eres Lucy —dije. El parecido familiar era más que evidente.

—Gwendolyn —suspiró Lucy.

—Sí, esta es Gwendolyn —dijo Paul—. Y el tipo que la mantiene agarrada como si fuera su osito de peluche preferido es mi sobrino primo o como se llame eso. Por desgracia, lo único que quiere es marcharse.

—¡No, por favor! —suplicó Lucy—. Tenemos que hablar con ustedes.

—En otra ocasión —cortó Gideon secamente—. Tal vez en algún momento en que no estemos rodeados de extraños.

—¡Es importante! —exclamó Lucy.

Gideon rió.

—¡Sí, estoy seguro!

—Puedes irte sí quieres, chico —afirmó Paul—. Millhouse te acompañará hasta la puerta. Pero Gwendolyn se quedará un poco más. Tengo la sensación de que es más fácil hablar con ella. Aún no ha pasado por todo ese lavado de cerebro… ¡Oh, mierda!

La maldición iba dirigida a la pequeña pistola negra que había aparecido como por ensalmo en la mano de Gideon, que la giró muy despacio para apuntar a Lucy.

—Ahora Gwendolyn y yo abandonaremos la casa tranquilamente —anunció—, Lucy nos acompañará hasta la puerta.

—Eres un cerdo —susurró Paul, que se había levantado bruscamente. Su mirada se paseaba indecisa entre Millhouse, Lucy y nosotros dos.

—Vuelve a sentarte —ordenó Gideon. Su voz era helada, pero yo podía sentir cómo se le había acelerado el pulso. Mientras con la mano libre seguía manteniéndome firmemente apretada contra él, añadió dirigiéndose a Millhouse—: Y usted, siéntese, por favor. Aún quedan un montón de sándwiches.

Paul volvió a sentarse y miró hacia la puerta lateral.

—Una palabra a Frank y disparo —advirtió Gideon. Aunque Lucy le miraba con los ojos abiertos de par en par, no parecía tener ningún miedo. Al contrario que Paul, que realmente parecía creer que Gideon hablaba en serio.

—Haz lo que dice —le dijo a Millhouse, y el mayordomo abandonó su puesto en el umbral y se sentó a la mesa lanzándonos miradas furiosas.

—Ya le has visto, ¿verdad? —Lucy miró a Gideon directamente a los ojos—. Ya te has encontrado con el conde de Saint Germain.

—Tres veces —repuso Gideon—. Y él sabe muy bien lo que se proponen. Media vuelta, —colocó el cañón de la pistola directamente contra la nuca de Lucy—. ¡Adelante!

—Princesa…

—No pasa nada, Paul.

—Le han dado una maldita automática Smith and Wesson. Pensaba que eso iba contra las doce reglas de oro.

—En la calle la dejaremos ir —afirmó Gideon—. Pero si antes se mueve alguien aquí arriba, dispararé. Ven, Gwendolyn. Tendrán que intentarlo otra vez sí quieren conseguir tu sangre.

Dudé un momento.

—Tal vez es verdad que solo quieren hablar —murmuré. Me interesaba terriblemente saber lo que Lucy y Paul tenían que decir. Pero, por otro lado, si realmente eran tan inofensivos, ¿por qué habían apostado a estos guardias de corps en la habitación? Y con armas. De nuevo me vinieron a la memoria los hombres del parque.

—Puedes estar segura de que no solo quieren hablar —repuso Gideon.

—Es inútil —señaló Paul—. Le han lavado el cerebro.

—Es el conde —dijo Lucy—. Puede ser muy convincente, como sabes.

—¡Volveremos a vernos! —saludó Gideon. Entretanto ya habíamos llegado al rellano.

—¿Debo tomarlo como una amenaza? —exclamó Paul—. ¡Nos veremos, sí, puedes contar con ello!

Gideon mantuvo la pistola apuntada contra la nuca de Lucy hasta que llegamos a la puerta de la casa.

Yo esperaba que en cualquier momento el hombre al que llamaban Frank saliera disparado de la otra habitación, pero no apareció nadie. Y tampoco mi tatarabuela se veía por ningún sitio.

—No deben permitir que el Círculo se cierre —balbució Lucy nerviosamente—. Y no deben volver a visitar nunca al conde en el pasado, ¡sobre todo, Gwendolyn no debe encontrarse con él!

—¡No les escuches!

Gideon se vio obligado a soltarme mientras apuntaba a Lucy con la pistola con una mano y con la otra abría la puerta para mirar a la calle. Desde arriba llegaba un murmullo de voces. Miré angustiada hacia la escalera. Allí arriba había tres hombres y una pistola, y allí arriba debían quedarse.

—Ya lo he visto —respondí a Lucy—. Ayer.

—¡Oh, no! —La cara de Lucy se puso un poco más pálida aún—. ¿Él conoce tu magia?

—¿Qué magia?

—La magia del cuervo —respondió Lucy.

—La magia del cuervo es solo un mito.

Gideon me cogió del brazo y me arrastró escalones abajo hacia la calle. No había ni rastro de nuestro coche.

—¡Eso no es cierto! Y el conde también lo sabe.

Aunque Gideon seguía apuntando a la cabeza de Lucy, ahora su mirada se dirigía a las ventanas del primer piso. Seguramente allí estaba el tal Frank con su pistola. Pero de momento aún nos encontrábamos bajo la protección del saledizo.

—Espera —le dije a Gideon.

Miré a Lucy, En sus grandes ojos azules había lágrimas, y por alguna razón me resultó difícil no creerla.

—¿Por qué estás tan seguro de que no dicen la verdad, Gideon? —pregunté en voz baja.

Me miró un momento irritado antes de pestañear de incredulidad.

—Estoy totalmente seguro de que mienten —dijo en un susurro.

—Pues no suena como si lo estuvieras —replicó Lucy con un tono de dulzura en su voz—. Puedes confiar en nosotros.

¿Realmente podíamos hacerlo? ¿Cómo habían podido entonces realizar lo imposible y esperar allí nuestra llegada? Vi la sombra por el rabillo del ojo.

—¡Cuidado! —grité al distinguir a Millhouse, que ya estaba muy cerca.

Gideon giró sobre sí mismo en el último momento, cuando el mayordomo ya se disponía a dar el golpe de gracia.

—¡Millhouse, no!

Era la voz de Paul desde la escalera.

—¡Corre! —gritó Gideon, y en una fracción de segundo tomé mi propia decisión.

Salí corriendo tan rápido como me lo permitieron los botines. A cada paso que daba temía oír el sonido de un disparo.

—Habla con tu abuelo —gritó Lucy a mi espalda—. ¡Pregúntale por el Caballero Verde!

* * *

Gideon no me alcanzó hasta la siguiente esquina.

—Gracias —susurró jadeando, y volvió a guardarse la pistola—. Si la hubiera perdido, nos hubiéramos visto en un apuro. Sigamos por aquí.

Miré a mi alrededor.

—¿Nos persiguen?

—No lo creo—repuso Gideon—. Pero, por si acaso, será mejor que corramos.

—¿De dónde ha salido el tal Millhouse tan de repente? Todo, el rato he estado vigilando la escalera.

—Seguramente hay otra escalera en la casa. No había pensado en esa posibilidad.

—¿Y dónde se ha metido el Vigilante con la calesa? Se suponía que tenía que esperarnos.

—¡Qué sé yo!

Gideon estaba sin aliento. La gente que caminaba por la acera y nos miraba extrañada al vernos pasar corriendo, pero ya me había acostumbrado.

—¿Quién es el Caballero Verde?

—No tengo ni idea —contestó Gideon.

Empezaba a tener flato. No podría aguantar este ritmo mucho tiempo más. Gideon dobló por una estrecha calle lateral y finalmente se detuvo ante el portal de una iglesia.

«Holy Trinity», leí en un cartel.

—¿A qué hemos venido aquí? —dije jadeando.

—A confesarnos —respondió Gideon.

Miró a su alrededor antes de abrir la pesada puerta, y luego me empujó al interior en penumbra y volvió a cerrar detrás de nosotros.

A nuestro alrededor todo era paz, olor a incienso y la solemne sensación de recogimiento que te envuelve en cuanto cruzas el umbral de una iglesia.

Era una bonita iglesia, con ventanas con vidrieras de colores, paredes de arenisca claras y soportes en los que titilaban las llamas de las velitas que representaban una oración o un buen deseo.

Gideon me guió por la nave lateral hasta un viejo confesionario, corrió la cortina a un lado y señaló el interior de la pequeña cabina.

—¿No lo dirás en serio? —susurré.

—Pues sí. Yo me sentaré en el otro lado y esperaremos hasta que volvamos a saltar.

Perpleja, me dejé caer en el asiento, y Gideon cerró la cortina ante mis narices. Un instante después se abrió la ventanilla enrejada que daba al asiento vecino.

—¿Estas cómoda?

Poco a poco había ido recuperando la respiración y mis ojos se habían habituado a la penumbra. Gideon me miraba desde el otro lado con seriedad afectada.

—Y ahora, hermana, agradezcamos al Señor la protección que nos ofrece en su casa.

Le miré fijamente. ¿Cómo podía estar tan relajado, casi eufórico, cuando hacía solo un instante había estado sometido a una gran tensión? ¡Por Dios, había apuntado a la cabeza de mi prima con una pistola! Era imposible que aquello le hubiera dejado impasible.

—¿Cómo puedes bromear después de lo que ha pasado?

De pronto adoptó un aire cohibido, y se encogió de hombros.

—¿Se te ocurre algo mejor?

—¡Sí! ¡Por ejemplo podríamos tratar de analizar lo que acaba de pasar! ¿Por qué dicen Lucy y Paul que alguien te ha lavado el cerebro?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —Se pasó la mano por los cabellos, y vi que le temblaba un poco. No estaba tan tranquilo como aparentaba—. Quieren hacerte dudar. Y a mí también.

—Lucy ha dicho que debo preguntarle a mi abuelo. Seguramente no sabe que ha muerto. —Pensé en los ojos llenos de lágrimas de Lucy—. Pobre. Para ella debe de ser terrible no poder volver a ver nunca a su familia en el futuro.

Gideon no dijo nada. Durante un rato permanecimos en silencio. A través de una rendija de la cortina mire hacia el presbiterio. Una gárgola pequeña —tal vez me llegara a la rodilla—, con orejas puntiagudas y una cómica cola de lagartija, salió dando un brinco de la sombra de una columna y miró hacia nosotros.

Rápidamente apañé la mirada. Si se daba cuenta de que podía verla, seguro que vendría a darme la lata. Sabía por propia experiencia que los fantasmas gárgola pueden ponerse muy pesados.

—¿Estás seguro de que te puedes fiar del conde de Saint Germain? —pregunté mientras la gárgola se acercaba dando saltitos.

Gideon cogió aire.

—Es un genio. Ha descubierto cosas que ningún hombre antes que él… Sí, confío en el conde. Piensen lo que piensen Lucy y Paul, están equivocados. —Suspiró—. En todo caso, hasta hace poco estaba totalmente seguro, cuando todo parecía tan lógico…

Por lo visto, la pequeña gárgola nos encontraba aburridos, porque trepó por una columna y desapareció en la tribuna del órgano.

—¿Y ahora ya no te lo parece?

—¡Solo sé que antes de que aparecieras tú lo tenía todo controlado! —repuso Gideon.

—¿No estarás haciéndome responsable de que por primera vez en tu vida no todos bailen al son que tú tocas?

Levanté las cejas exactamente como había visto que él lo hacía. ¡Era una sensación fantástica! Estuve a punto de sonreír, tan orgullosa me sentía de mí misma.

—¡No! —Sacudió la cabeza y lanzó un gemido—. ¡Gwendolyn! ¿Por qué las cosas son tan complicadas contigo en comparación con Charlotte?

Se inclinó hacia delante, y vi en su mirada algo que nunca había visto antes.

—¡Ah! ¿De eso hablaban hoy en el patio de la escuela? —pregunté ofendida.

Acababa de ofrecerle la oportunidad perfecta para contraatacar. ¡Un error de principiante!

—¿Celosa? —preguntó rápidamente con una amplia sonrisa.

—¡En absoluto!

—Charlotte siempre hacía lo que yo le decía. Tú no lo haces. Lo que resulta bastante estresante. Pero, de algún modo, también muy divertido y tierno.

Esta vez no fue solo su mirada lo que me desconcertó. Con vergüenza, me aparté un mechón de cabellos de la cara. Con la carrera, mi estúpido peinado se había deshecho del todo; seguramente las horquillas habían dejado una pista desde Eaton Place hasta la puerta de la iglesia.

—¿Por qué no volvemos a Temple?

—A mí me parece que aquí se está muy bien. Si volvemos, se iniciará otra vez una de esas interminables discusiones. Y la verdad, de vez en cuando no me viene mal dejar de recibir órdenes del tío Falk durante un rato.

¡Bien, había vuelto a recuperar la iniciativa!

—No es una sensación muy agradable, ¿verdad? —le pregunté.

Sacudió la cabeza.

—No. Realmente, no.

Fuera, en la nave de la iglesia, se oyó un ruido que me hizo pegar un brinco. Volví a echar un vistazo a través de la cortina: era una anciana que encendía una vela ante un cepillo.

—¿Y qué pasará si saltamos ahora mismo? No quiero aterrizar en el regazo de… un niño que va a hacer la primera comunión, por ejemplo… Además, no creo que el cura se mostrara muy entusiasmado al verme.

—No te preocupes. —Gideon rió bajito—. En nuestra época este confesionario nunca está ocupado. Podría decirse que está reservado para nosotros. El padre Jakobs lo llama «el ascensor al submundo». Naturalmente, es miembro de los Vigilantes.

—¿Cuánto falta aún para nuestro salto?

Gideon miró el reloj.

—Todavía nos queda tiempo.

—Entonces deberíamos emplearlo en algo útil. —Solté una risita—. ¿No querrías confesar tus pecados, hijo mío?

Sencillamente me había salido así, sin pensarlo, y en ese instante comprendí finalmente qué estaba pasando allí.

¡Estaba sentada con mister Gideon-antes-conocido-como-el-creído-insufrible en un confesionario en el penúltimo cambio de siglo flirteando descaradamente! ¡Dios mío! ¿Por qué Leslie no me había preparado un expediente lleno de indicaciones para el caso?

—Solo si tú también me confiesas tus pecados.

—Ya te gustaría, —me apresuré a cambiar de tema. Definitivamente me encontraba en terreno resbaladizo—. La verdad es que tenías razón con lo de la trampa. Pero ¿cómo podían saber Lucy y Paul que estañamos allí precisamente hoy?

—No tengo ni la más remota idea —repuso Gideon, y de pronto se inclinó tanto hacia mí que nuestras narices quedaron a unos centímetros. En la penumbra sus ojos se veían muy oscuros—. Pero tal vez tú sí lo sepas.

Parpadeé irritada (doblemente irritada: primero por la pregunta, pero más aún por nuestra repentina proximidad).

—¿Yo?

—Podrías ser la persona que reveló a Lucy y a Paul nuestra cita.

—¿Qué? —Prefiero no imaginar la cara de boba que debía de poner en ese momento—. ¡Que tontería! ¿Y cuándo se supone que lo habría hecho? Ni siquiera sé dónde se encuentra el cronógrafo. Y, de todos modos, nunca permitiría que… —Me detuve antes de que se me volviera a ir la lengua.

—Gwendolyn, no tienes ni idea de todo lo que harás en el futuro.

Tardé un poco en asimilar sus palabras antes de decir:

—Igualmente podrías haber sido tú por la misma razón.

—También es cierto. —Gideon se retiró otra vez a su lado del confesionario y en la penumbra vi brillar sus dientes al sonreír—. Creo que las cosas se pondrán emocionantes para nosotros dos próximamente.

La frase provocó un cálido cosquilleo en mi estómago. Supongo que la perspectiva de vivir nuevas aventuras tendría que haberme angustiado, pero en realidad en ese instante me embargó una incontenible sensación de felicidad.

Sí, aquello prometía ponerse emocionante.

Callamos durante un momento, y luego Gideon dijo:

—Hace poco, en el coche, hablábamos sobre la magia del cuervo, ¿lo recuerdas?

Recordaba cada palabra.

—Has dicho que no podía tener esa magia porque no era más que una chica vulgar y corriente, una chica como tantas otras que has conocido, de esas que siempre tienen que ir juntas al lavabo y se burlan de Lisa, y que…

Una mano se posó sobre mis labios.

—Sé lo que he dicho. —Gideon se había inclinado hacía mi desde su lado de la cabina—. Y lo siento.

¿Qué? Me sentí como fulminada por un rayo, incapaz de moverme y ni siquiera de respirar. Sus dedos palparon delicadamente mis labios me acariciaron la barbilla y subieron por mis mejillas hasta las sienes.

—Tú no eres una chica vulgar, Gwendolyn —susurró mientras empezaba a acariciarme el cabello—. Eres una chica totalmente fuera de lo corriente. No necesitas la magia del cuervo para ser especial para mí.

Su cara se acercó aún más. Cuando sus labios rozaron mi boca, tuve que cerrar los ojos.

«Muy bien. Ahora voy a desmayarme», pensé.