La clase se arrastró hasta el final con una lentitud torturadora, la comida era repugnante como siempre (pudín de Yorkshire) y cuando por la tarde después de una clase doble de química, pudimos irnos por fin a casa, en realidad me sentía a punto para meterme de nueva en la cama.
Charlotte me había ignorado durante todo el día. Durante el receso traté de hablar con ella pero reaccionó diciendo:
—Si lo que quieres es disculparte, ¡ya puedes ir olvidándote!
—¿Por qué iba a tener que disculparme? —le pregunte indignada.
—Si ni siquiera tú lo sabes…
—¡Charlotte! Yo no tengo la culpa de que haya sido yo, y no tú, la que ha heredado ese estúpido gen.
Los ojos de Charlotte echaban chispas.
—No es ningún «estúpido gen» —me espetó furiosa—. Es un don muy especial. Y ese don, en alguien como tú, es sencillamente un desperdicio. Pero eres demasiado infantil para comprenderlo aunque sea vagamente.
Dicho lo cual, dio media vuelta dejándome con la palabra en la boca.
—Ya se tranquilizará —me animó Leslie mientras recogíamos nuestras cosas de la taquilla—. Tiene que acostumbrarse al hecho de que ella ha dejado de ser especial.
—Pero es tan injusto… —repuse—. Al fin y al cabo, yo no lo he quitado nada.
—¡En el fondo sí! —Leslie me alargó con determinación el cepillo del pelo—. ¡Toma!
—¿Qué quieres que haga con él?
—¡Pues cepillarte el pelo! ¿Qué si no? —Obedientemente, me pasé el cepillo por los cabellos—. ¿Por qué estoy cepillándome el pelo? —pregunté unos segundos después.
—Solo quiero que estés guapa cuando vuelvas a ver a Gideon. Por suerte, no necesitas rímel, tus pestañas son increíblemente largas y negras…
Me había puesto roja como un tomate al oír el nombre de Gideon.
—Tal vez no le vea hoy. Al fin y al cabo van a enviarme a un sótano de 1956 para hacer los deberes.
—Sí, pero tal vez te cruces con él en algún momento antes o después.
—¡Leslie, no soy su tipo!
—Él no ha dicho eso.
—¡Sí que lo dijo!
—¿Y qué? Puede cambiar de opinión. En cualquier caso, él sí es tu tipo.
Abrí la boca para volver a cerrarla enseguida. No tenía sentido negar que era mi tipo, aunque me hubiera encantado creer lo contrario.
—Cualquier chica lo encontraría genial —reconocí—. Al menos, físicamente. Pero todo el rato me está sacando de quicio y no para de hacerse el mandón y sencillamente es… increíblemente… increíblemente…
—… ¿genial? —Leslie me sonrió cariñosamente—. ¡Tú también lo eres, de verdad! Eres la chica más genial que conozco, exceptuándome a mí. Y, además, tú también puedes hacerte la mandona. Ahora ven, quiero ver la limusina con la que vendrán a recogerte.
James inclinó la cabeza rígidamente cuando pasamos junto a su nicho.
—Espera un momento —le dije a Leslie—. Tengo que preguntarle una cosa a James.
Cuando me detuve, la expresión ofendida del rostro de James desapareció para dar paso a una sonrisa de satisfacción.
—He vuelto a reflexionar sobre nuestra última conversación —dijo.
—¿Sobre los besos?
—¡No! Sobre la viruela. Es posible que realmente la contrajera. Cambiando de tema, sus cabellos tienen hoy un brillo muy bonito.
—Gracias. James, ¿puedes hacerme un favor?
—Espero que no tenga nada que ver con los besos.
Se me escapó la risa.
—No sería mala idea —dije—. Pero lo que me interesa ahora son los modales.
—¿Los modales?
—Siempre te estás quejando de que no tengo modales, y tienes razón. Por eso quería pedirte que me enseñaras la forma correcta de comportarse en tu época. Cómo hay que hablar, cómo hay que doblar la rodilla, cómo hay que… en fin, qué sé yo, todas esas cosas.
—¿Cómo se aguanta un abanico? ¿Cómo hay que bailar? ¿Qué normas de comportamiento hay que seguir cuando el príncipe regente se encuentra en la sala?
—¡Exacto!
—Pues sí, puedo enseñárselo —aseguró James.
—Eres un encanto —repuse yo, y antes de volverme de nuevo para marcharme—: Esto… ¿James? ¿También sabes manejar la espada?
—Naturalmente —dijo James—. No está bien que lo diga yo, pero entre mis amigos del club se me considera uno de los mejores espadachines. El propio Galliano dice que tengo un talento extraordinario.
—¡Fantástico! —exclamé—. Eres un amigo de verdad.
—¿Quieres que el fantasma te enseñe a manejar la espada? —Leslie había seguido nuestra conversación muy interesada, aunque naturalmente solo había podido oír mi parte—. ¿Un fantasma puede sostener una espada?
—Ya lo veremos —repuse—. En cualquier caso, conoce a la perfección el siglo XVIII, porque, al fin y al cabo, es de donde viene.
Gordon Gelderman nos alcanzó en las escaleras.
—Has vuelto a hablar con el nicho, Gwendolyn. Lo he visto perfectamente.
—Sí, es mi nicho preferido, Gordon. Se ofende si no hablo con él.
—¿Ya sabes que eres muy rara?
—Sí, querido Gordon, lo sé, pero al menos no estoy cambiando la voz como tú.
—Eso pasará —repuso Gordon.
—Lo mejor sería que fueras tú quien pasaras —dijo Leslie.
—Ay perdón, seguro que quieren volver a charlar de sus cosas —se mofó Gordon, que siempre se pegaba como una lapa—. Hoy solo han estado cuchicheando cinco horas. ¿Nos veremos después en el cine?
—No —respondió Leslie.
—De todos modos, tampoco puedo —señaló Gordon, mientras nos seguía como una sombra por el vestíbulo—. Tengo que escribir esa estúpida redacción sobre los anillos de sello. ¿He dicho ya que odio a mister Whitman?
—Solo un centenar de veces.
Antes de salir afuera, vi la limusina parada ante la puerta de la escuela. Mi corazón se puso a palpitar un poco más rápido. Aún me sentía terriblemente avergonzada cuando pensaba en la noche anterior.
—¡Uau! ¡Menuda carroza! —Gordon dejó escapar un silbido—. Tal vez los rumores que dicen que la hija de Madonna viene a nuestra escuela de incógnita y bajo un nombre falso son ciertos.
—Claro —dijo Leslie parpadeando al sol—. Y por eso vienen a recogerla con una limusina, para que pase de incógnito.
Unos cuantos alumnos contemplaban el coche, boquiabiertos. También Cynthia y su amiga Sarah se habían quedado paradas en las escaleras mirando con los ojos abiertos como platos, si bien sus miradas no apuntaban a la limusina, sino un poco más a la derecha.
—Y yo que creía que la empollona no tenía nada que ver con chicos —comentó Sarah—. Y menos con ejemplares de lujo como este.
—Tal vez sea su primo —repuso Cynthia—. O su hermano.
Mi mano se cerró con fuerza sobre el brazo de Leslie. Gideon en carne y hueso se encontraba en el patio de nuestra escuela, muy relajado, en vaqueros y camiseta, hablando con Charlotte. Leslie enseguida comprendió lo que pasaba.
—Y yo que pensaba que llevaba el pelo largo —dijo en roño de reproche.
—Y lo lleva —repuse yo.
—Medio largo —aclaró Leslie—. Hay una diferencia. Esa medida sí que es genial.
—Es marica, me apuesto cincuenta libras a que es marica —soltó Gordon, y apoyó el brazo en mi hombro para poder ver mejor entre Cynthia y yo.
—¡Oh, Dios mío, la está tocando! —exclamó Cynthia—. ¡Le está cogiendo la mano!
La sonrisa de Charlotte podía verse perfectamente desde donde estábamos. Charlotte no sonreía a menudo (si no se cuenta su forzada sonrisa de Mona Lisa), pero, cuando lo hacía, estaba encantadora, incluso le salía un hoyuelo. Gideon también debía de verlo, y seguro que en ese momento la encontraba cualquier cosa menos vulgar.
—¡Le está acariciando las mejillas!
Oh, Dios mío, ¡era cierto! La punzada que sentí al verlo era imposible de ignorar.
—¡Y ahora la está besando!
Todos contuvimos la respiración. Realmente parecía que Gideon fuera a besar a Charlotte.
—… en la mejilla —dijo Cynthia aliviada—. Debe de ser su primo. Gwenny. Por favor, dinos que es su primo.
—No —repuse—. No son parientes.
—Y tampoco es marica —señaló Leslie.
—¿Qué te apuestas a que sí? ¿Es que no has visto el anillo que lleva?
Con el rostro radiante, Charlotte dirigió una última mirada a Gideon y se alejó con pasos saltarines. Estaba claro que su mal humor había desaparecido.
Gideon se volvió hacia nosotros, y en ese momento fui muy consciente de la imagen que debíamos de ofrecer: cuatro chicas y Gordon mirando con la boca abierta y riendo entre dientes en la escalera.
«Conozco a muchas chicas corno tú».
Aquí estaba la confirmación. Fabuloso.
—¡Gwendolyn! —gritó Gideon—. ¡Por fin estás aquí!
Cynthia, Sarah y Gordon contuvieron la respiración al mismo tiempo. Y para ser sinceros, yo también. Solo Leslie mantuvo la calma.
—Espabila. Tu limusina espera —dijo dándome un empujoncito.
Mientras bajaba por la escalera, podía sentir las miradas de los otros en mi espalda. Seguramente, todos tenían la boca bien abierta, o por lo menos Gordon.
—Hey —saludé cuando llegué junto a Gideon.
En ese momento no me salió nada más. A la luz del sol, el verde de sus ojos brillaba más de lo habitual.
—Hey, —me miró detenidamente—. ¿Has crecido durante la noche?
—No. —Me ajusté la chaqueta sobre el pecho—. El uniforme ha encogido.
Gideon sonrió. Luego miró por encima de mi hombro.
—¿Esas de ahí arriba son tus amigas? Creo que una está a punto de desmayarse.
Oh, Dios mío.
—Es Cynthia Dale —dije sin girarme—. Padece de un exceso de estrógenos en sangre. Si te interesa, estaré encantada de presentártela.
La sonrisa de Gideon se acentuó.
—Tal vez me lo plantee más adelante. ¡Ahora vamos! Hoy tenemos mucho que hacer.
Me cogió del brazo (en la escalera resonaron unas risitas) y me llevó hacia la limusina.
—Solo tengo que hacer los deberes. En el año 1956.
—Ha habido un cambio de planes. —Gideon me abrió la puerta del coche. (Chillidos al unísono en la escalera.)—. Iremos a visitar a tu tatarabuela. Ha pedido expresamente verte.
Me puso la mano en la espalda para empujarme dentro, (Nuevos chillidos en la escalera).
Me dejé caer en el asiento trasero, cuando vi frente a mí una familiar figura rolliza.
—Hola, mister George.
—Gwendolyn, mi valiente muchacha, ¿qué tal te encuentras hoy?
El rostro de mister George estaba resplandeciente, igual que su calva.
Gideon se sentó a su lado.
—Hummm… bien, gracias.
Me puse colorada solo de imaginarme el penoso papel que hice la noche anterior. Menos mal que Gideon no hizo ningún comentario sarcástico y se comportó como si no hubiera sucedido nada.
—¿Qué pasa con mi tatarabuela? —pregunté rápidamente—. No lo he entendido muy bien.
—Sí, nosotros tampoco hemos acabado de entenderlo —suspiró Gideon.
La limusina se puso en movimiento, y resistí la tentación de mirar a mis amigos por la ventanilla trasera.
—Margret Tilney, nacida Grand, era la abuela de tu abuela Arista y la última viajera del tiempo antes de Lucy y tú. Después de su segundo salto en 1894, los Vigilantes pudieron registrarla sin problemas en el primer cronógrafo, el original. Durante el resto de su vida (murió en 1944), elapsó regularmente con ayuda del cronógrafo, y Los Anales la describen como una persona afable y cooperativa, —Mister George se frotó nerviosamente la calva con la mano—. Durante los bombardeos de Londres en la Segunda Guerra Mundial, un grupo de Vigilantes se retiró al campo con ella y el cronógrafo. Allí murió, a los sesenta y siete años de edad, a consecuencia de una pulmonía.
—Qué… hummm… triste.
La verdad era que no veía para qué podían servirme aquellas informaciones.
—Como ya sabes, Gideon ya ha visitado a siete miembros del Círculo de los Doce en el pasado y les ha extraído sangre para el segundo cronógrafo, el nuevo. En realidad, a seis, si los gemelos se cuentan como uno solo. De modo que con tu sangre y la suya solamente nos faltan cuatro del Círculo: Ópalo, Jack, Zafiro y Turmalina negra.
—Elaine Burghley, Margret Tilney. Lucy Montrose y Paul de Villiers —completó Gideon—. Estos cuatro aún deben ser visitados en el pasado y se les debe extraer sangre.
Ya lo había entendido, tampoco era tan estúpida.
—Exacto. No creíamos que en el caso de Margret pudiera producirse ninguna complicación. —Mister George se inclinó hacia atrás en el asiento y prosiguió—: Con los otros sí, pero no había nada que nos hiciera pensar que pudieran surgir dificultades con Margret Tilney. Su vida ha sido protocolizada hasta el más mínimo detalle por los Vigilantes. Sabemos dónde estuvo cada uno de los días de su vida. Y por eso también fue muy sencillo arreglar una cita entre ella y Gideon. Así, la noche pasada, Gideon viajó al año 1937 para encontrarse con Margret Tilney en nuestra casa de Temple.
—¿De verdad? ¿Esta noche? ¿Y cuándo demonios has dormido?
—Tenía que hacerse muy rápido —repuso Gideon cruzándose de brazos—. Habíamos calculado que la acción duraría solo una hora.
—Pero, en contra de lo esperado —observó mister George—, Margret se ha negado a ceder su sangre después de que Gideon hubiera expuesto la situación.
Mister George me miró expectante. ¿Se suponía que ahora debía decir algo sobre el tema?
—Tal vez… hummm… tal vez no entendió lo que le explicaba —repuse.
Al fin y al cabo era una historia francamente embrollada.
—Me entendió perfectamente —replico Gideon sacudiendo la cabeza—. Porque ella ya sabía que el primer cronógrafo había sido robado y que yo iba a tratar de conseguir su sangre para el segundo.
—Pero ¿Cómo podía prever algo que no iba a pasar hasta muchos años más tarde? ¿Es que tiene el don de la adivinación?
Apenas había acabado de pronunciar la pregunta, comprendí lo que había ocurrido. Por lo visto, poco a poco iba interiorizando ese follón de los viajes del tiempo.
—Alguien estuvo allí antes que tú y se lo explicó, ¿no?
Gideon inclinó la cabeza aprobatoriamente.
—Y la convenció de que no debía dejarse sacar sangre en ningún caso. Aún fue más extraño que se negara a hablar conmigo. Llamó a los Vigilantes para que la ayudaran y exigió que me mantuvieran alejado de ella.
—Pero ¿quién puede haber sido? —reflexioné—. En realidad, los únicos candidatos son Lucy y Paul. Los dos pueden viajar en el tiempo y quieren impedir que se cierre el Círculo.
Mister George y Gideon intercambiaron una mirada.
—A la vuelta de Gideon, nos encontramos frente a un auténtico enigma —explicó mister George—. Aunque teníamos una vaga idea de lo que podía haber pasado, nos faltaban las pruebas. Por esto Gideon volvió a viajar al pasado esta mañana y visitó de nuevo a Margret Tilney.
—Has tenido un día muy agitado, ¿no? —Busqué signos de cansancio en el rostro de Gideon, pero no encontré ninguno; de hecho, parecía encontrarse en plena forma—. ¿Qué tal está tu brazo? —le pregunté.
—Bien. Escucha lo que dice mister George. Es importante.
—Esta vez Gideon buscó a Margret inmediatamente después de su primer salto en el tiempo, en 1894 —prosiguió mister George—. Debes saber que el factor X o el gen del viaje en el tiempo, como lo llamamos nosotros, parece manifestarse en la sangre solo después del salto de iniciación. Se ha podido constatar que la sangre que se extrae de los viajeros del tiempo antes del primer salto no puede ser reconocida por el cronógrafo. El conde de Saint Germain realizó algunos experimentos en esta dirección que, en su época, casi condujeron a la destrucción del cronógrafo. Así pues, no tiene sentido ir a buscar a un viajero del tiempo en su niñez para sacarle sangre. Aunque eso facilitaría bastante las cosas. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Sí —me limité a responder.
—Gideon se encontró esta mañana con Margret al final de su primera elapsación oficial. Después de su primer salto en el tiempo, la joven había ido enseguida a Temple. Durante los preparativos para la lectura en el cronógrafo, saltó de nuevo por segunda vez. El que es, de hecho, el salto incontrolado más largo medido hasta la fecha. Estuvo fuera más de dos horas.
—Mister George, ¿por qué no deja sencillamente de lado los detalles sin importancia? —propuso Gideon con un punto de impaciencia.
—Sí, sí. ¿Por dónde iba? Decía que Gideon visitó a Margret en su primera cita de elapsación. Y de nuevo le explicó la historia del cronógrafo robado y le habló de la oportunidad que se ofrecía de remediarlo todo con el segundo cronógrafo.
—¡Ah, claro! —le interrumpí—. Por eso la anciana Margret conocía toda la historia. ¡Se la había explicado el propio Gideon!
—Sí, sería una posibilidad —repuso mister George—. Pero tampoco en esa ocasión la joven Margret escuchaba la historia por primera vez.
—De modo que alguien había estado allí antes que Gideon. Lucy y Paul. Viajaron al pasado con el cronógrafo robado para explicarle a Margret Tilney que con toda probabilidad tarde o temprano aparecería alguien que querría sacarle sangre.
Mister George no dijo nada.
—¿Y esta vez se la dejó sacar?
—No —respondió mister George—. También esta vez, se negó a que le extrajeran sangre.
—De todos modos, con dieciséis años no se mostró tan testaruda como de mayor —explicó Gideon—. Esta vez pudimos conversar un poco. Y al final me dijo que en todo caso solo trataría el tema de su sangre contigo.
—¿Conmigo?
—Pronunció tu nombre, Gwendolyn Shepherd.
—Pero… —Me mordí el labio mientras mister George y Gideon me observaban atentamente—. Pensaba que Paul y Lucy habían desaparecido antes de mi nacimiento. ¿Cómo se explica entonces que conocieran mi nombre y se lo mencionaran a Margret?
—Sí, esa es la cuestión —dijo mister George—. Mira: Lucy y Paul robaron el cronógrafo en el mes de mayo del año de tu nacimiento. Al principio se ocultaron con él en el presente. Durante unos meses lograron eludir repetidamente con gran habilidad a los detectives de los Vigilantes, dejando pistas falsas, entre otros trucos. Cambiaban con frecuencia de ciudad y viajaron con el cronógrafo por media Europa. Más adelante, sin embargo, fuimos estrechando el cerco, y comprendieron que a la larga solo podrían escapar de nosotros si huían con el cronógrafo al pasado. Por desgracia, no se planteaban la opción de rendirse. Estaban absolutamente comprometidos con la defensa de sus falsos ideales. —Suspiró—. Eran tan jóvenes y tan apasionados… —Su mirada se volvió un poco soñadora.
Gideon carraspeó y mister George dejó de mirar al vacio para proseguir:
—Hasta ahora creíamos que habían dado ese paso en septiembre aquí en Londres, unas semanas antes de tu nacimiento.
—¡Pero entonces es imposible que conocieran mi nombre!
—Exacto —repuso mister George—. Por eso, después de lo ocurrido esta mañana, consideramos la posibilidad de que no saltaran al pasado con el cronógrafo hasta después de tu nacimiento.
—Fuera por el motivo que fuese —añadió Gideon.
—Y aún nos quedaría por explicar cómo conocían Lucy y Paul tu nombre y tu destino. Sea como sea, Margret Tilney se niega en redondo a cooperar.
Reflexioné.
—¿Y cómo podremos conseguir su sangre ahora? —¡Dios, realmente era yo la que acababa de decir eso!—. ¿Supongo que no pensarán utilizar ningún tipo de violencia?
En mi mente ya veía a Gideon manipulando una botella de éter, correas y una enorme jeringa, lo cual enturbió notablemente la imagen que tenía de él.
Mister George sacudió la cabeza.
—Una de las doce reglas de oro de los Vigilantes dice que solo se debe emplear la violencia cuando negociación y acuerdo no funcionan. De modo que primero intentaremos lo que Margret ha propuesto: te enviaremos para que la visites.
—¿Para que trate de convencerla?
—Para saber más sobre sus motivos y sobre los que la han informado. Contigo hablará, ella misma lo ha dicho. Queremos saber qué es lo que tiene que decirte.
Gideon suspiró.
—No creo que saquemos nada en claro de esto, pero ya llevo toda la mañana hablando con las paredes.
—Sí. Y por eso ahora mismo madame Rossini te está cosiendo un bonito traje de verano para el año 1912 —informó mister George—. Tienes que conocer a tu tatarabuela.
—¿Por qué precisamente 1912?
—Hemos elegido el año totalmente al azar. Aunque Gideon cree que de todos modos podrías caer en una trampa.
—¿En una trampa?
Gideon no dijo nada, se limitó a mirar preocupado.
—Según las leyes de la lógica, esto queda prácticamente descartado —observó mister George.
—¿Por qué iba nadie a tendernos una trampa?
Gideon se inclinó hacia mí.
—Piensa un momento: Lucy y Paul tienen en su poder el cronógrafo, en el que ya se encuentra registrada la sangre de diez de los doce viajeros del tiempo. Para cerrar el Círculo y poder utilizar el secreto en su beneficio, ahora solo necesitan tu sangre y la mía.
—Pero… Lucy y Paul querían impedir precisamente que se cerrara el Círculo y se revelara el Secreto —repuse.
De nuevo mister George y Gideon intercambiaron una mirada.
—Eso es lo que tu madre cree —dijo mister George.
Y eso era también lo que yo había creído hasta ese momento.
—¿Y ustedes no lo creen?
—Míralo de otro modo. ¿Y si en realidad Lucy y Paul quieren tener el Secreto para ellos solos? —preguntó Gideon—. ¿Y si robaron el cronógrafo por eso? Entonces lo único que les faltaría para ganar la partida al conde de Saint Germain sería nuestra sangre.
Tardé un momento en asimilar lo que representaba aquello antes de decir:
—Y como solo pueden encontrarse con nosotros en el pasado, ¿tienen que atraernos a algún sitio para hacerse con nuestra sangre?
—Es posible que piensen que solo la conseguirán utilizando la violencia —explicó Gideon—. Igual que nosotros sabemos, por nuestra parte, que no nos darán la suya voluntariamente.
Pensé en los hombres que nos habían atacado el día anterior Hyde Park.
—Exacto —dijo Gideon, como sí me hubiera leído el pensamiento—. Si nos hubieran matado, habrían podido coger tanta sangre como hubieran querido, si bien aún está por aclarar cómo pudieron saber que estaríamos allí.
—Conozco a Lucy y a Paul, y sencillamente esa no es su forma de actuar —señaló mister George—. Crecieron con las doce reglas de oro de los Vigilantes, y estoy totalmente seguro de que no hubieran hecho asesinar a sus propios parientes. También ellos están a favor de la negociación y el acuerdo.
—Como muy bien ha dicho, usted conocía a Lucy y a Paul, mister George —puntualizó Gideon—. Pero ¿realmente puede saber en qué se han convertido desde entonces?
Miré a Gideon y a mister George, y finalmente dije:
—En cualquier caso, creo que sería interesante saber qué quiere de mí mi tatarabuela. Y, además, ¿cómo puede ser una trampa si somos nosotros mismos los que elegimos el momento de nuestra visita?
—Así lo veo yo también —repuso mister George.
Gideon suspiro resignado.
—De todos modos hace tiempo que está decidido.
Madame Rossini me pasó por encima de la cabeza un vestido blanco largo hasta los tobillos, con un delicado motivo a cuadros y una especie de cuello de marinero, y me lo ciñó a la cintura con una faja de satén azul cielo de la misma tela que el lazo que adornaba la transición del cuello a la orla de la botonadura.
Cuando me miré en el espejo, me sentí un poco decepcionada. Tenía un aspecto de lo más formal. Aquella vestimenta me recordaba un poco a la de los monaguillos de Saint Lukc, adonde íbamos veces los domingos para asistir al oficio religioso.
—Naturalmente, la moda de 1912 no puede compararse con la extravagancia del rococó —comentó madame Rossini mientras me alcanzaba unas bolitas de cuero con botones—. Casi diría que en esa época se tendía a ocultar los encantos femeninos más que a resaltarlos.
—Sí, yo también lo diría.
—Y ahora falta el peinado.
Madame Rossini me empujó con suavidad a una silla, trazó una raya muy profunda en mi cabello, y luego lo fue recogiendo todo en mechones sueltos sobre el cogote.
—¿No queda un poco… humnimm… abultado sobre las orejas?
—Es lo que corresponde —dijo madame Rossini.
—Pero es que no me parece que me siente bien ¿y usted?
—A ti todo te sienta bien, mi pequeño cuello de cisne. Además esto no es un concurso de belleza. Lo que importa es…
—… la autenticidad, lo sé.
Madame Rossini rió.
—Entonces no hay más que hablar.
Esta vez fue el doctor White quien vino a buscarme para acompañarme al escondite subterráneo del cronógrafo. El hombre tenía la misma expresión malhumorada de siempre, pero, para compensar, Robert, el chiquillo fantasma, me dirigió una sonrisa radiante.
Le devolví la sonrisa. Estaba realmente encantador con sus rizos rubios y el hoyuelo.
—¡Hola!
—Hola, Gwendolyn —saludó Robert.
—No veo ningún motivo para un saludo tan efusivo —repuso el doctor White, blandiendo la venda negra.
—Oh, no, ¿por qué tengo que ponérmela otra vez?
—No hay razón para que confiemos en ti —replicó el doctor White.
—¡Alto ahí! Traiga eso, patán. —Madame Rossini le arrancó el paño negro de la mano—. Esta vez nadie me arruinará el peinado.
Hubiera sido terrible, sí. Madame Rossini me vendó personalmente los ojos con tanto cuidado que ni un cabello se salió de su sitio.
—Mucha suerte, niña —dijo cuando el doctor White me sacó de la habitación.
Agité la mano a ciegas para despedirme.
Otra vez esa desagradable sensación de ir avanzando a trompicones en el vacío; aunque esa vez el recorrido me resultaba más familiar, y Robert me prevenía por adelantado.
—Dos escalones más y luego se gira a la izquierda por la puerta secreta. Cuidado con el dintel. Diez pasos más y empieza la gran escalera.
—Muchas gracias por la ayuda. Me viene muy bien.
—Ahórrate las ironías —repuso el doctor White.
—¿Por qué tú puedes oírme y él no? —pregunto Robert apenado.
—Por desgracia, yo tampoco lo sé —respondí con un nudo en la garganta—. ¿Te gustaría decirle algo?
Robert calló.
El doctor White dijo:
—Glenda Montrose tenía razón. Realmente hablas sola.
Avancé palpando la pared con la mano.
—Ajá, conozco este entrante. Ahora viene otra vez un escalón, ahí está, después de veinticuatro pasos, y giro a la derecha.
—¡Has contado los pasos!
—Solo por aburrimiento. ¿Por qué es tan desconfiado, doctor White?
—Oh, no lo soy en absoluto. Confío totalmente en ti de momento, porque por ahora aún no estás influenciada; como mucho, algo revolucionada por las equivocadas ideas de tu madre. Pero nadie sabe qué será de ti en el futuro, y por eso no me parece apropiado que conozcas el lugar donde se guarda el cronógrafo.
—Este sótano tampoco puede ser tan grande —advertí.
—No tienes idea de lo grande que es —repuso el doctor White—. Ya hemos perdido a gente aquí.
—¿De veras?
—Sí. —Pude notar que se esforzaba en mantenerse serio, y comprendí que solo estaba bromeando—. Y hubo otros que caminaron por estos pasadizos durante días antes de encontrar por fin una salida.
—Me gustaría decirle que lo siento —dijo Robert.
Era evidente que el pobre chiquillo había estado pensando mucho en aquello. Me vinieron ganas de pararme y abrazarle.
—¡Oh…! Pero eso no es culpa de nadie.
—¿Estás segura de que no?
Probablemente, el doctor White se seguía refiriendo a las personas que se habían perdido en el sótano.
Robert contuvo un sollozo.
—Por la mañana nos habíamos peleado. Le dije que le odiaba y que me hubiera gustado tener otro padre.
—Pero estoy segura de que no se lo tomó en serio. Segurísimo.
—Sí, lo hizo. Y ahora piensa que yo no lo quería y no puedo decirle lo contrario.
Aquella vocecita aguda, que ahora me rompía el corazón.
—¿Por eso sigues aquí?
—No quiero dejarle solo. Aunque no pueda verme ni oírme tal vez sienta que estoy aquí.
—Oh, cariño… —Ya no pude soportarlo mas y me detuve—. Seguro que sabe que le quieres. Todos los padres saben que a veces los niños dicen cosas que no piensan de verdad.
—De todos modos —dijo el doctor White, y su voz sonó de pronto extrañamente velada—, cuando un padre prohíbe a su hijo ver la televisión durante dos días solo porque ha dejado su bicicleta fuera bajo la lluvia, no puede extrañarse de que le levante la voz y le diga cosas que no piensa de verdad.
Me empujó hacia delante.
—Me alegra que diga eso, doctor White.
—¡Y a mí también! —repuso Robert.
Aquello nos puso de buen humor para el resto del camino.
Por fin llegamos a una puerta pesada que se abrió y volvió a cerrarse detrás de nosotros. Cuando me quité la venda, lo primero que vi fue a Gideon con un sombrero de copa en la cabeza, y no pude contener una carcajada. ¡Perfecto! ¡Esta vez le tocaría a él hacer el ridículo!
—Hoy está de un humor excelente —informó el doctor White—, gracias a sus prolijas conversaciones consigo misma.
Pero su voz no sonaba tan sarcástica como de costumbre.
Mister De Villiers se unió a mis risas.
—Yo también lo encuentro cómico. Parece un director de circo.
—Me alegra que se diviertan tanto —dijo Gideon.
En realidad, prescindiendo del sombrero de copa, estaba perfecto: pantalones largos oscuros, levita oscura, camisa blanca, parecía como si se hubiera vestido para una boda.
Gideon me miró de arriba abajo, mientras yo esperaba en tensión la revancha. En su lugar, se me hubieran ocurrido a la primera al menos diez comentarios ofensivos sobre mi vestimenta.
Pero no dijo nada y se limitó a sonreír.
Mister George estaba ocupado con el cronógrafo.
—¿Ha recibido Gwendolyn todas las indicaciones necesarias?
—Creo que sí —respondió mister De Villiers, que me había estado hablando durante media hora sobre la Operación Jade mientras madame Rossini preparaba el vestuario.
¡Operación Jade! Me sentía como si fuera la agente secreta Emma Peel. A Leslie y a mí nos encantaban Los vengadores, con Urna Thurman.
La teoría de la trampa en la que tanto insistía Gideon seguía pareciéndome inverosímil. Aunque Margret Tilney había manifestado abiertamente su deseo de mantener una conversación conmigo, no había fijado el momento de la cita; de modo que suponiendo que su intención fuera atraernos a una trampa, no podía saber en que día y a qué hora apareceríamos en su vida.
Y era muy improbable que Lucy y Paul pudieran esperarnos justo en el período de tiempo elegido. Arbitrariamente se había optado por el mes de junio del año 1912. En esa época, Margret Tilney tenía treinta y cinco años y vivía con su marido y sus tres hijos en una casa de Belgravia. Y precisamente allí la visitaríamos nosotros.
Levanté la cabeza y vi que Gideon me miraba fijamente, o, para ser más precisos, miraba mi escote. ¡Aquello ya era el colmo!
—¿Oye, es que tengo algo en el pecho? —murmuré indignada.
Sonrió.
—No estoy del todo seguro —replicó susurrando. De pronto supe lo que quería decir. En el rococó era mucho más sencillo ocultar objetos tras las puntas de encaje, pensé.
Por desgracia, habíamos atraído la atención de misiter George que se inclinó hacia mí.
—¿Esto es un móvil? —preguntó—. ¡No puedes llevarte ningún objeto de nuestra época al pasado!
—¿Por qué no? ¡Podría resultar útil! —¡Y la foto de Rakoczy y lord Brompton había quedado fantástica!—. Si la última vez Gideon hubiera llevado una pistola como Dios manda, todo hubiera sido mucho más fácil.
Gideon puso los ojos en blanco.
—Imagina que pierdes tu móvil en el pasado —dijo el señor de Villiers—. Probablemente el que lo encuentre no sabrá que hacer con él, pero también es posible que sí. Y entonces tu móvil cambiaría el pasado. ¡O una pistola! Prefiero no pensar en lo que podría pasar si a la humanidad se le ocurriera utilizar armas sofisticadas antes aún de lo que lo ha hecho.
—Además, estos objetos serían una prueba de su existencia y también de la nuestra —aseguró el doctor White—. Al menor descuido todo podría cambiar, y el continuum estaría en peligro.
Me mordí el labio mientras reflexionaba sobre hasta qué punto un espray de pimienta que se perdiera, pongamos por caso, en el siglo XVIII podría cambiar el futuro de la humanidad. Tal vez lo hiciera solo para bien, si iba a dar con la persona adecuada…
Míster George alargó la mano.
—Yo me encargo de guardarlo mientras tanto.
Suspirando me llevé la mano al escote y le entregué el móvil.
—¡Pero luego quiero que me lo devuelva enseguida!
—¿Estamos listos de una vez? —preguntó el doctor White—. El cronógrafo está preparado.
Sí, estaba lista. Sentí un ligero cosquilleo en el estómago y tuve que admitir que eso me gustaba mucho más que tener que meterme en un sótano en un año aburrido para hacer los deberes.
Gideon me dirigió una mirada escrutadora. Tal vez estaba pensando en qué más podía haber escondido. Le miré con cara de inocencia. Hasta la vez siguiente no podría llevarme el espray. Realmente, era una lástima.
—¿Preparada, Gwendolyn? —preguntó finalmente.
Le sonreí.
—Estoy lista si tú lo estás.