Cuando la puerta se cerró detrás de Gideon y el conde, instintivamente di un paso atrás.
—Puedes sentarte tranquilamente —dijo el lord, señalando una de las delicadas sillas.
Rakoczy hizo una mueca. ¿Se suponía que era una sonrisa? Si lo era, le convenía volver a ensayarla ante el espejo.
—No, gracias. Prefiero seguir de pie.
Retrocedí un paso más hasta tropezar casi con un angelote desnudo que estaba colocado sobre una peana junto a la puerta. Cuanto mayor fuera la distancia entre mi persona y los ojos negros, más segura me sentiría.
—Dime, ¿realmente pretendes que creamos que procedes del siglo XXI?
Asentí.
Lord Brompton se frotó los brazos.
—Muy bien; entonces veamos: ¿qué rey gobierna Inglaterra en el siglo XXI?
—Tenemos un primer ministro que gobierna el país —dije titubeando un poco—. La reina se ocupa de tareas representativas.
—¿La reina?
—Isabel II. Es muy simpática. Incluso asistió a nuestra fiesta escolar multinacional del año pasado. Cantamos el himno nacional en siete lenguas distintas y Gordon Gelderman consiguió que le firmara un autógrafo en su libro de inglés, que luego subastó en e-Bay por ochenta libras. Hummm… Pero eso, naturalmente, no les dirá nada. En todo caso, tenemos un primer ministro y un gabinete con diputados que son elegidos por el pueblo.
Lord Brompton sonrió aprobatoriamente.
—Una idea divertida, ¿no le parece Rakoczy? El conde tiene unas ocurrencias realmente chistosas. ¿Y cómo van las cosas en Francia en el siglo XXI?
—Creo que allí también tienen un primer ministro. Ningún rey, por lo que sé, ni siquiera con funciones representativas. Con la revolución, sencillamente abolieron la nobleza y al rey al mismo tiempo. A la pobre María Antonieta le cortaron la cabeza. ¿No es terrible?
—Oh, sí —rió el lord—. La verdad es que los franceses son una gente terrible. Por eso los ingleses nos llevamos tan mal con ellos. Dime algo más: ¿con quién estamos en guerra en el siglo XXI?
—¿Con nadie? —contesté un poco insegura—. En todo caso, no realmente. Solo intervenimos un poco aquí y allá de vez en cuando, en Oriente Próximo y países vecinos. Pero, para ser sincera, no tengo ni idea de política. Será mejor que me pregunten sobre… Neveras, por ejemplo. Naturalmente, no sobre cómo funcionan, que no lo sé. Solo sé que funcionan. En todas las casa de Londres hay una nevera, y en ellas puede conservarse queso, leche y carne durante días.
No parecía que lord Brompton tuviera especial interés por las neveras. Rakoczy se desperezó como un gato en su silla. Confiaba en que no se le ocurriera levantarse.
—También pueden preguntarme por los teléfonos —dije rápidamente—, aunque tampoco puedo explicar como funcionan.
De todos modos, me daba la impresión de que lord Brompton tampoco hubiera entendido nada. Para ser sincera, no creía que valiera la pena explicarle siquiera el funcionamiento de la bombilla. Busqué alguna otra cosa que pudiera interesarle.
—Y por… hummm… también hay un túnel entre Dover y Calais, que pasa bajo el canal.
A lord Brompton aquello le pareció terriblemente cómico, y empezó a reír y a darse palmadas en sus enormes muslos.
—¡Delicioso, realmente delicioso!
Ya empezaba a relajarme un poco cuando Rakoczy intervino por primera vez en la conversación y preguntó en un inglés con un marcado acento:
—¿Y qué me decís de Transilvania?
—¿Transilvania?
¿El país del conde Drácula? ¿Lo decía en serio? Evité mirar sus ojos negros. ¡Tal vez fuera él el conde Drácula! En todo caso, el tono de la piel coincidía.
—Mi patria en los hermosos Cárpatos. El principado de Transilvania. ¿Qué pasa en Transilvania en el siglo XXI? —Tenía una voz un poco rasposa, en la que se percibía un matiz de nostalgia—. ¿Y qué hace el pueblo de los kurucz?
¿El pueblo de los qué? ¿Los Kurucz? No lo había oído en mi vida.
—Bien, pues… en Transilvania, en realidad, todo está bastante tranquilo en nuestra época —dije prudentemente.
La verdad es que ni siquiera sabía dónde estaba. Solo conocía los Cárpatos por una frase hecha. Cuando Leslie hablaba de su tío Leo de Yorkshire, acostumbrada a decir «Vive en algún lugar perdido en los Cárpatos», y para Lady Arista, cualquier cosa que estuviera más allá de Chelsea era «Los Cárpatos», aunque, por lo visto, los Cárpatos estaban habitados en realidad por los Kurucz.
—¿Quién gobierna Transilvania en el siglo XXI? —preguntó Rakoczy, que se había puesto en tensión, como si fuera a saltar como un resorte de la silla en caso de que mi respuesta no le complaciera.
Hummm… Buena pregunta. ¿Formaba parte de Bulgaria? ¿De Rumanía? ¿O de Hungría?
—No lo sé —dije con franqueza—. Está tan lejos… Le preguntaré a mistress Counter. Es nuestra profesora de geografía.
Rakoczy parecía decepcionado. Tal vez hubiera hecho mejor mintiéndole. «Transilvania está gobernada por el príncipe Drácula desde hace ya doscientos años. Es una reserva natural para algunas especies de murciélagos en peligro de extinción. Los kurucz son las personas más felices de Europa». Quizá aquello le habría gustado más.
—¿Y cómo están las cosas en las colonia en el siglo XXI? —preguntó lord Brompton.
Para mi gran alivio, observé que Rakoczy se había inclinado de nuevo hacia atrás en su silla y que no se convertía en polvo cuando el sol asomó entre las nubes e inundó de luz la habitación.
Durante un rato charlamos casi relajadamente sobre América y Jamaica y sobre algunas islas de las que, para mi vergüenza, nunca había oído hablar. Lord Brompton se mostró consternado al saber que ahora todas se gobernaban por sí mismas. (Aunque yo tampoco tenía del todo claro de dónde había sacado eso). Naturalmente, lord Brompton no creía ni una palabra de lo que le decía, y de vez en cuando estallaba a carcajadas. Rakoczy, por su parte, había dejado de participar en la conversación y se limitaba a contemplar alternativamente sus largas uñas, que parecían garras, y el tapizado de las paredes, aunque de vez en cuando también me lanzaba alguna mirada.
—Francamente, me parece deprimente que seas solo una actriz —suspiró lord Brompton—. Es una lástima, porque me encantaría creerte.
—Claro —dije yo comprensivamente—, es natural. En su lugar, yo tampoco creería nada. Por desgracia, no hay pruebas… ¡Oh, espere un momento!
Me metí la mano en el escote y saqué el móvil.
—¿Qué es? ¿Una cigarrera?
—¡No! —Abrí el móvil, que lanzó un pitido porque lógicamente no encontraba ninguna red—. Esto es un… bueno, es igual. Con este objeto puedo grabar imágenes.
—¿Puedes hacer grabado con ella?
Sacudí la cabeza y sostuve el móvil en alto, de modo que lord Brompton y Rakoczy aparecieran en la pantalla.
—Sonrían, por favor. Muy bien, ya está.
Como había mucha luz, no se encendió el flash. Lástima, porque seguro que aquello hubiera causado una gran impresión.
—¿Qué ha sido eso?
Lord Brompton había levantado con sorprendente rapidez sus kilos de grasa de la silla para acercarse. Le enseñé la imagen en la pantalla. Él y Rakoczy habían salido perfectos.
—Pero… ¿Qué es esto? ¿Cómo es posible?
—Lo llamamos fotografiar —dije.
Los gruesos dedos de lord Brompton acariciaron entusiasmados el móvil.
—¡Fantástico! Rakoczy, tienes que ver esto.
—No, gracias —respondió Rakoczy con desgana.
—No sé cómo lo haces, pero es el mejor truco que he visto nunca. ¡Oh! ¿Y ahora qué ha pasado?
En la pantalla había aparecido Leslie. Lord Brompton había apretado una tecla.
—Esta es mi amiga Leslie —dije con nostalgia—. La fotografía es de la semana pasada. ¿Ve esto, detrás de ella?, es la Marylebone High Street, el bocadillo es de Pret a Manger y ahí está Aveda, ¿ve? Mi madre siempre compra la laca para el pelo en esta tienda. —De pronto sentí una terrible añoranza—. Y esto es un trozo de taxi. Una especie de carruaje que funciona sin caballos…
—¿Qué pides por esta cajita de trucos? ¡Te pagaré el precio que pongas!
—Hummm… no, lo siento, no está en venta. Aún la necesito —dije Encogiéndome de hombros en un gesto de disculpa.
Cerré la cajita de trucos, quiero decir el móvil, y lo volví a deslizar en su escondite del escote justo a tiempo, porque un instante después la puerta se abrió y el conde y Gideon volvieron a entrar en la habitación; el conde sonriendo complacido, y Gideon más bien serio. Ahora también Rakoczy se levantó de su silla.
Gideon me dirigió una mirada inquisidora, que le devolví con aire retador. ¿Acaso había creído que aprovecharía el intervalo para poner pies en polvorosa? Aunque en realidad le hubiera estado bien. Al fin y al cabo, tanto insistir en que no nos separáramos en ningún caso, para luego dejarme sola a la primera de cambio.
—¿Y bien? ¿Le gustaría vivir en el siglo XXI, lord Brompton? —preguntó el conde.
—¡Desde luego! Qué deliciosas ocurrencias tienes —repuso lord Brompton al tiempo que daba palmadas satisfecho—. Ha sido realmente divertido.
—Sabía que lo apreciaría. Pero hubiera podido ofrecer una silla a la pobre muchacha.
—Oh, ya lo he hecho, pero ha preferido seguir de pie. —Lord Brompton se inclinó hacia delante y murmuró en tono confidencial—: Realmente, me gustaría mucho adquirir ese cofrecillo plateado, querido conde.
—¿Un cofrecillo plateado?
—Por desgracia, ahora tenemos que despedirnos —observó Gideon mientras cruzaba la habitación en dos zancadas y se colocaba a mi lado.
—¡Comprendo, comprendo! Naturalmente, el siglo XXI les está aguardando —dijo lord Brompton—. Muchas gracias por la visita. Ha sido maravillosamente divertido.
—No puedo sino darle la razón en eso —convino el conde.
—Espero que volvamos a tener el placer de verles —dijo lord Brompton.
Rakoczy no dijo nada. Solo me miraba. Y de pronto sentí como si una mano helada me sujetara la garganta. Asustada, traté de coger aire y miré hacia abajo. No se veía nada. Y, sin embargo, sentía claramente los dedos que se cerraban en torno a mi cuello.
«Puedo apretar cuando quiera».
No era Rakoczy quien lo decía, sino el conde, si bien sus labios no se habían movido.
Desconcertada, dirigí la mirada hacia su mano. Estaba a más de cuatro metro. ¿Cómo podía estar colada al mismo tiempo en torno a mi cuello? ¿Y por qué oía su voz en mi cabeza cuando no estaba hablando?
»No sé qué papel representas en esto, muchacha, o si realmente eres importante, pero no tolero que nadie infrinja mis reglas. Esto es solo una advertencia. ¿Lo has comprendido?» La presión de los dedos se intensificó.
Yo estaba como paralizada por el miedo. Solo podía mirarle fijamente y tratar de coger aire. ¿Es que nadie se daba cuenta de lo que me estaba ocurriendo?
«Digo que si lo has comprendido».
—Sí —susurré.
Enseguida la presión cedió y la mano se apartó de mi cuello, dejando que el aire entrara de nuevo libremente en mis pulmones.
El conde frunció los labios y agitó la muñeca.
—Volveremos a vernos —saludó.
Gideon se inclinó, y los tres hombres le devolvieron la reverencia. Solo yo me quedé tiesa como un palo, incapaz de mover ni un músculo, hasta que Gideon me cogió de la mano y me sacó de la habitación.
* * *
Incluso después de que hubiéramos salido y hubiéramos subido al carruaje, seguía en tensión. Me sentía débil y abatida, y, de algún modo, también sucia. ¿Cómo se las había arreglado el conde para hablar conmigo sin que los otros pudieran oírlo? ¿Y cómo había conseguido tocarme, cuando estaba a cuatro metros de distancia? Mi madre tenía razón, lo que decían de él era cierto: ese hombre era capaz de penetrar en la mente de otras personas y controlar sus sensaciones. Me había dejado engañar por su parloteo arrogante y voluble y por su aparente fragilidad, y le había subestimado.
Qué estúpida había sido.
De hecho, había dado poca importancia a toda esta historia desde un principio.
El carruaje se había puesto en movimiento y se tambaleaba tan violentamente como a la ida. Gideon le había indicado al guarda de la levita amarilla que se apresurara. Como si hiciera falta. A la ida ya había llevado el coche como si no sintiera ningún aprecio por su vida.
—¿Te encuentras bien? Parece como si hubieras visto un fantasma. —Gideon se quitó el abrigo y lo dejó a su lado—. Hace calor para ser septiembre.
—No ha sido ningún fantasma —dije (la voz me temblaba un poco y me sentía incapaz de mirarle a los ojos)—. Solo ha sido una de las «demostraciones» del conde de Saint Germain.
—No ha estado precisamente amable contigo —comentó Gideon—. Pero era de esperar. Por lo visto, se había hecho una idea distinta de cómo tenías que ser.
Al ver que no respondía nada, continuó:
—En las profecías, el duodécimo viajero del tiempo siempre se describe como alguien especial. «Con la magia del cuervo dotado». Lo que quiera que signifique eso… En cualquier caso, el conde no parecía muy dispuesto a creerme cuando le dije que solo eras una vulgar colegiala.
Extrañamente, ese comentario hizo que se esfumara al instante la penosa sensación de impotencia que el contacto fantasmal había despertado en mí. En lugar de sentir debilidad y miedo, ahora me sentía ofendida hasta lo más hondo. Y furiosa. Me mordí con fuerza el labio inferior.
—¿Gwendolyn?
—¿Qué?
—No pretendía ofenderte. No lo he dicho en el sentido de «ordinaria», sino en el de «corriente», ¿entiendes?
La cosa iba mejorando.
—Muy bien —dije fulminándole con la mirada—. No me importa nada lo que pienses de mí.
Me devolvió la mirada sin inmutarse.
—Tampoco puedes hacer nada por evitarlo.
—¡Tú no me conoces en absoluto! —resoplé indignada.
—Es posible —repuso Gideon—, pero conozco a un montón de chicas como tú. Todas son iguales.
—¿A un montón de chicas? ¡Ja!
—Las chicas como tú solo se interesan por los peinados, la ropa, las películas y las estrellas del pop. Y todo el rato están soltando risitas y van siempre en grupo al lavabo. Y se burlan de Lisa porque se ha comprado una camiseta de cinco libras en Mark & Spencer.
Aunque estaba furiosa, no pude evitar soltar una carcajada.
—¿Quieres decir que todas las chicas que conoces se burlan de Lisa porque se ha comprado una camiseta en Marks & Spencer?
—Ya entiendes lo que quiero decir.
—Sí, lo entiendo. —En realidad, no quería seguir hablando, pero sencillamente me salió así—: Tú piensas que todas las chicas que no son como Charlotte son superficiales y estúpidas, solo porque nosotras hemos tenido una infancia normal y no estábamos yendo continuamente a clases de esgrima y misterios. En realidad, nunca has tenido tiempo de conocer a una chica normal; por eso te has creado todo estos prejuicios.
—¡Escucha, yo he estudiado en el instituto, exactamente igual que tú!
—¡Sí, claro! —Las palabras sencillamente brotaban de mi interior como una catarata—. Aunque solo te hayas preparado la mitad de a fondo que Charlotte para tu vida de viajero del tiempo, no habrás tenido amigos ni del género masculino ni del femenino, y tu opinión sobre esa llamada «chica corriente» estará basada en observaciones que habrás hecho mientras rumiabas solo en el patio. ¿O vas a decirme que tus compañeros de internado encontraban súper divertidos tus hobbies como el latín, el baile de la gavota y la conducción de carruajes?
En lugar de ofenderse, Gideon me miró divertido.
—Te has olvidado de lo tocar el violín —puntualizó echándose hacia atrás y cruzando los brazos sobre el pecho.
—¿El violín? ¿De verdad?
Mi rabia se desvaneció tan deprisa como había surgido. El violín, ¡lo que faltaba!
—Al menos ahora tu cara tiene un poco más de color. Hace un momento estabas tan pálida como Miro Rakoczy.
Exacto, Rakoczy.
—¿Cómo se escribe?
—R-a-k-o-c-z-y —deletreó Gideon—. ¿Por qué lo preguntas?
—Me gustaría buscarlo en Google.
—Vaya, ¿tanto te ha gustado?
—¿Gustarme? Es un vampiro —dije—. Procede de Transilvania.
—Procede de Transilvania, pero no es ningún vampiro.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque los vampiros no existen, Gwendolyn.
—Ah, ¿no? Si hay máquinas del tiempo («y gente que es capaz de estrangularte sin necesidad de tocarte»), ¿por qué no puede haber vampiros también? ¿Le has mirado alguna vez a los ojos? Son como dos agujeros negros.
—Eso es por los brebajes con belladona con los que experimenta —explicó Gideon—. Un veneno vegetal que supuestamente ayuda a ampliar la conciencia.
—¿De dónde has sacado eso?
—Está en los Anales de los Vigilantes. Allí Rakoczy lleva el nombre de «Leopardo Negro». Salvó dos veces al conde de un atentado mortal. Es muy fuerte e increíblemente hábil en el manejo de las armas.
—¿Quién quería matar al conde?
Gideon se encogió de hombros.
—Un hombre como él tiene muchos enemigos.
—Sí, eso puedo imaginármelo muy bien —dije—. Pero me dio la sensación de que puede cuidar perfectamente de sí mismo.
—Desde luego —reconoció Gideon.
Pensé en si debía contarle lo que había hecho el conde, pero finalmente decidí no hacerlo. Gideon no solo se había mostrado cortés con aquel hombre, sino que me había parecido que los dos estaban muy unidos.
«No confíes en nadie».
—¿Realmente has viajado al pasado para ver a todas esas personas y extraerle sangre? —pregunté en lugar de eso.
Gideon asintió.
—Con nosotros dos, de nuevo están registrados en el cronógrafo ocho de los doce viajeros del tiempo. Y también encontraré a los otros cuatro.
Recordé las palabras del conde y pregunté:
—¿Cómo puedes haber viajado de Londres a París y Bruselas? Creía que el tiempo que se puede permanecer en el pasado se reduce a unas pocas horas.
—A cuatros, para ser exactos —repuso Gideon.
—Pero en cuatro horas es imposible llegar de Londres a París, y aún menos si uno se toma tiempo para bailar una gavota y sacarle sangre a alguien.
—Es verdad. Y por eso tuvimos la genial idea de viajar antes a París con el cronógrafo —aclaró Gideon—. Y lo mismo hicimos en Bruselas, Milán y Bath. A los otros los pude visitar en Londres.
—Comprendo.
—¿De verdad?
De nuevo la sonrisa de Gideon estaba llena de sarcasmo. Pero esta vez decidí ignorarlo.
—Sí. Poco a poco voy entendiendo algunas cosas. —Miré por la ventanilla—. A la ida no hemos pasado junto a este prado, ¿no?
—Es Hyde Park —informó Gideon, que de repente se había puesto en tensión, y se inclinó hacia fuera para hablar con el cochero—. Eh, Wilbour, o como te llames: ¿por qué pasamos por aquí? ¡Tenemos que ir a Temple por el camino más rápido!
No pude entender la respuesta del hombre del pescante.
—Para inmediatamente —ordenó Gideon.
Cuando se volvió hacia mí, vi que se había puesto pálido.
—No lo sé —respondió—. Afirma que tiene orden de llevarnos a una cita en el extremo sur del parque.
Aprovechando que los caballos se habían detenido, Gideon abrió la portezuela del coche.
—Aquí pasa algo raro. No nos queda mucho tiempo hasta el salto. Yo mismo guiaré a los caballos hasta Temple. —Bajó y volvió a cerrar la puerta—. Y tú quédate en el carruaje pase lo que pase.
En ese momento se oyó un estampido. Instintivamente me agaché. Aunque solo conocía aquel ruido por las películas, enseguida supe que había sido un disparo. Oí un grito apagado, los caballos relinchaban, y el carruaje dio un salto adelante para enseguida volver a pararse en seco.
—¡Baja la cabeza! —gritó Gideon, y yo me lancé sobre el blanco.
Se oyó otro disparo, al que siguió un silencio insoportable.
—¿Gideon?
Me incorporé y miré hacia fuera.
Ante la ventana que daba al prado, vi a Gideon con la espada desenvainada.
—¡Te he dicho que te agaches!
Gracias a dios, aún vivía, aunque posiblemente no por mucho tiempo. Dos hombres vestidos de negro habían aparecido de repente surgidos de la nada, y un tercero se acercaba al caballo saliendo de la sombra de un árbol. En su mano distinguí el brillo plateado de una pistola.
Gideon empezó luchar contra los dos hombres al mismo tiempo. Los tres combatientes permanecían en silencio: solo se oían sus jadeos y el tintineo de las espadas al chocar. Durante unos segundos contemplé fascinada la habilidad con que se movía Gideon. Era como una escena de película: cada ataque, cada golpe, cada salto parecía formar parte de una coreografía que unos especialistas hubieran estado ensayando durante días. Pero cuando uno de los hombres gritó y cayó de rodillas mientras la sangre manaba como una fuerte de su cuello, volví a la realidad. Aquello no era ninguna película, aquello era verdad. Y por más que las espadas pudieran ser un arma mortal (el hombre herido estaba tendido en el suelo estremeciéndose y lanzando terribles gritos de dolor), no creía que pudieran hacer gran cosa frente a una pistola. ¿Por qué, entonces, Gideon no llevaba una? Hubiera sido muy fácil traer de casa un arma tan práctica. ¿Y dónde se había metido el cochero? ¿Por qué no estaba combatiendo junto a Gideon?
Entretanto, el jinete se había acercado y había saltado de su caballo. Observé, estupefacta, que también él había desenvainado una espada, con la que se abalanzó contra Gideon. ¿Por qué no utilizaba la pistola? La había lanzado a la hierba, donde no podía servirle a nadie.
—¿Quiénes son? ¿Qué quieren? —preguntó Gideon.
—Su vida y nada más —dijo el último hombre que había llegado.
—¡Pues no conseguirán arrebatármela!
—¡Lo haremos! ¡Puedes estar seguro!
De nuevo el combate ante la ventana se desarrolló como una coreografía, en la que el tercer asaltante, el hombre herido, permanecía inerte en el suelo mientras los otros luchaban en torno a su cuerpo.
Gideon paraba todos los ataques como si adivinara por adelantado qué se proponían hacer sus oponentes, pero era evidente que los otros también habían recibido clases de esgrima desde la más tierna infancia. En un momento dado vi cómo la espada de uno de ellos silbaba en el aire apuntando al hombro de Gideon, que estaba ocupado parando el golpe del otro.
Una ágil finta lateral impidió en el último momento que le alcanzara un golpe que seguramente le hubiera arrancado medio brazo. Oí la madera astillarse cuando la espada golpeó contra el carruaje.
¡Aquello no podía estar sucediendo! ¿Quiénes eran esos tipos y qué querían de nosotros?
Rápidamente me deslicé hacia atrás sobre el banco y espié por la otra ventana. ¿Es que nadie veía lo que estaba pasando? ¿Realmente podían atacarle a uno en plena tarde en Hyde Park? Tenía la sensación de que hacía una eternidad que había empezado la pelea.
Aunque Gideon se defendía bien pese a encontrarse en inferioridad numérica, no daba la sensación de que pudiera llegar a colocarse nunca en una posición de ventaja. Los dos hombres lo irían acorralando y al final serían ellos los vencedores.
No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde el disparo o de cuánto faltaba aún para nuestro salto en el tiempo. Seguramente demasiado para confiar en que desapareciéramos ante los ojos de los asaltantes. Ya no podía soportar seguir sentada en el carruaje mirando cómo aquellos dos tipos se preparaban para matar a Gideon.
¿Y si saltaba por la ventana e iba a pedir ayuda?
Por un momento temí que la enorme falda no pasara por la abertura, pero un segundo más tarde me encontraba de pie sobre la arena, en el camino, tratando de orientarme.
Al otro lado del carruaje solo se oían jadeos, maldiciones y el despiadado tintineo del metal contra el metal.
—Entrégate, estás perdido —resopló uno de los desconocidos.
—¡Nunca! —respondió Gideon.
Sigilosamente me moví hacia delante en dirección a los caballos. Estuve a punto de tropezar con algo amarillo y tuve que hacer un gran esfuerzo para no soltar un grito. Era el hombre de la levita amarilla. Se había deslizado del pescante y yacía de espalda sobre la arena. Horrorizada, vi que le faltaba parte de la cara y que sus ropas estaban empapadas en sangre. El ojo de la mitad intacta del rostro estaba muy abierto y miraba al vacío.
El disparo de antes iba destinado a él. Era una visión espantosa, y sentí cómo se me revolvía el estómago. Nunca antes hacía visto un cadáver. ¡Lo que hubiera dado por estar sentada ahora en el cine y poder sencillamente mirar a otro lado!
Pero esto era real. Este hombre estaba muerto, y solo a unos pasos Gideon se encontraba también en peligro de muerte.
Un tintineo me arrancó de mi parálisis. Gideon lanzó un gemido que me devolvió a la realidad.
Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, ya había cogido la espada del muerto y la había desenvainado.
Pesaba más de lo que había imaginado, pero enseguida hizo que me sintiera mejor. Aunque no tenía ni idea de cómo debía manejarla, era lo bastante puntiaguda y afilada para tranquilizarme un poco.
Los gritos de combate no cesaban. Me arriesgué a asomar la cabeza y vi que los dos hombres habían conseguido acorralar a Gideon contra el carruaje. Unos mechones de pelo se habían soltado de su coleta y le caían en desorden sobre la frente. En una de las mangas tenía una profunda desgarradura, pero, para mi alivio, no pude ver sangre por ninguna parte. Aún seguía indemne.
Eché una última ojeada a mi alrededor en busca de alguien que pudiera ayudarnos antes de balancear la espada en la mano y avanzar con decisión. Al menos mi aparición distraería a los dos hombres y tal vez Gideon pudiera obtener ventaja en la pelea.
Sin embargo, ocurrió justo lo contrario. Como los dos hombres luchaban de espaldas a mí, no me vieron, mientras que los ojos de Gideon se dilataron de espanto al descubrirme.
Durante una fracción de segundo dudó, y eso fue suficiente para que uno de los hombres de negro tocara de nuevo casi en el mismo sitio en que la manga ya estaba desgarrada. Esta vez fluyó la sangre, pero Gideon siguió peleando como si no hubiera ocurrido nada.
—No aguantarás mucho más —gritó el hombre en tono triunfal, y se lanzó con fuerzas renovadas contra su adversario—. Reza ahora que puedes, porque pronto te encontrarás frente al Creador.
Sujeté la empuñadura de la espada con las dos manos y salí corriendo, ignorando la mirada horrorizada de Gideon. Los hombres no me oyeron llegar y solo percibieron mi presencia cuando la espada ya había penetrado a través del vestido negro en la espalda de uno de ellos, sin la menos resistencia y casi sin ruido. Durante un espantoso instante pensé que había fallado y que tal vez la espada había entrado justo por la rendija entre el cuerpo y el brazo; pero entonces el hombre dejó escapar un estertor, soltó el arma y se desplomó como un tronco partido. No solté la espada hasta que lo vi tendido en el suelo.
Oh, Dios mío.
Gideon aprovechó la reacción de espanto del otro hombre para alcanzarle con un golpe que también le hizo caer de rodillas.
—¿Te has vuelto loca? —me gritó mientras alejaba de una patada la espada de su adversario y le colocaba la punta de su hoja contra el cuello.
El cuerpo del hombre se desvaneció.
—Por favor… Déjame con vida —dijo.
Mis dientes empezaron a castañear.
«No puede ser verdad que acabe de hundir una espada en el cuerpo de un hombre».
El hombre dejó escapar un último estertor. En cuanto al otro, daba la sensación de que iba a ponerse a llorar de un momento a otro.
—¿Quiénes son y qué quieren de nosotros? —preguntó Gideon fríamente.
—Solo he cumplido órdenes. ¡Por favor!
—¿Quién los ha mandado?
Una gota de sangre se formó en el cuello del hombre bajo la punta de la espada. Gideon había apretado los labios como si le costara dominarse y tuviera que hacer un gran esfuerzo para mantenerla inmóvil.
—No conozco ningún nombre. Lo juro.
La cara deformada por el miedo empezó a difuminarse ante mi vista, el verde del prado empezó a dar vueltas y, casi aliviada, me dejé caer en el remolino y cerré los ojos.