11

El hombre de la levita amarilla enfundó su espada.

—Síganme.

Miré con curiosidad hacia fuera por la primera ventana ante la que pasamos. Así que estábamos en el siglo XVIII. La cabeza empezó a picarme de excitación, pero solo vi un bonito patio interior con una fuente en el centro que ya había visto antes exactamente igual que ahora.

De nuevo subimos por una escalera, y Gideon me cedió el paso.

—¿Ayer estuviste aquí? —le pregunté intrigada en un susurro para que el hombre de amarillo, que estaba dos metros por delante, no pudiera oírnos.

—Para ellos fue ayer —repuso Gideon—. Para mí hace casi dos años de eso.

—¿Y para qué viniste?

—Me presenté al conde y tuve que informarle de que el primer cronógrafo había sido robado.

—Seguro que no le alegró la noticia.

El hombre de amarillo hacía como si no nos escuchara, pero se podía ver literalmente cómo sus orejas se esforzaban en captar nuestras palabras bajo las salchichas de pelo blancas.

—Se lo tomó con más calma de lo que pensaba —explicó Gideon—. Y tras la primera impresión, tuvo una gran alegría al enterarse de que el segundo cronógrafo efectivamente podía funcionar y de que, por tanto, aún teníamos una oportunidad de llevar el asunto a buen término.

—¿Y dónde está el cronógrafo ahora? —susurré—. Quiero decir en esta época.

—Seguramente en algún lugar de este edificio. El conde no debe separarse mucho tiempo de él, porque también tiene que elapsar para evitar temporales incontrolados.

—Entonces, ¿por qué no podemos sencillamente llevarnos el cronógrafo que está aquí al futuro?

—Por múltiples razones —repuso Gideon (el tono que empleaba al hablarme había cambiado: ya no se mostraba tan arrogante como antes, sino más bien se había vuelto paternalista)—. Las más importantes son evidentes. Una de las doce reglas de oro de los vigilantes en el manejo del cronógrafo es que el continuum nunca debe interrumpirse. Si nos lleváramos el cronógrafo con nosotros al futuro, el conde y los viajeros del tiempo que nacerán después de él se verían obligados a arreglárselas sin su ayuda.

—Sí, pero nadie podría robarlo.

Gideon sacudió la cabeza.

—Ya se ve que hasta ahora no te has ocupado mucho de profundizar en la naturaleza del tiempo. Existen cadenas de acontecimientos que sería muy peligrosos interrumpir. En el peor de los casos, posiblemente no hubieras nacido.

—Comprendo —mentí.

Mientras tanto habíamos llegado al primer piso, donde pasamos junto a otros dos hombres armados con espadas con los que el de amarillo intercambió unas palabras en susurros. ¿Cuál era la contraseña? Solo me salía «Qua nesquick mosquitos». Tenía que conseguirme con urgencia otro cerebro.

Los dos hombres nos miraron, a Gideon y a mí, con manifiesta curiosidad, y, en cuanto los hubimos dejado atrás, empezaron a cuchichear entre ellos. Me hubiera encantados saber lo que decían.

El hombre de amarillo llamó a una puerta. Dentro había otro hombre sentado detrás de un escritorio, también con peluca —rubia— y ropa de colores chillones. Por encima de la superficie de la mesa sobresalían una levita color turquesa y una chaqueta floreada deslumbrante, bajo las cuales se veían asomar unos pantalones de media pierna rojos y unas medias a rayas. Pero a esas alturas ya no me sorprendía nada.

—Señor secretario —anunció el de amarillo—, aquí está de nuevo el visitante de ayer, y de nuevo conoce la contraseña…

El secretario miró a Gideon con cara de incredulidad.

—¿Cómo puede conocer la contraseña si la hemos comunicado hace solo dos horas y desde entonces nadie ha abandonado la casa? Todas las entradas están estrictamente vigiladas. ¿Y quién es ella? Aquí no se permite la entrada a las mujeres.

Ya me disponía a pronunciar cortésmente mi nombre cuando Gideon me sujetó del brazo y me interrumpió.

—Debemos hablar con el conde. Es un asunto urgente. No hay tiempo que perder.

—Han venido de abajo —señaló el de amarillo.

—Pero es que el conde no está en casa —repuso el secretario, que se había levantado de un salto y se retorcía las manos nerviosamente—. Podríamos enviar a un mensajero…

—No, tenemos que hablar personalmente con él. No tenemos tiempo para enviar mensajeros de aquí para allá. ¿Dónde se encuentra el conde en este momento?

—Está invitado en casa de lord Brompton, en su nueva residencia de Wigmore Street. Se trata de una entrevista de la mayor importancia que se convocó inmediatamente después de su visita de ayer.

Gideon maldijo en voz baja.

—Necesitamos inmediatamente un carruaje que nos lleve a Wigmore Street.

—Eso tiene fácil solución —ofreció el secretario, e hizo una señal con la cabeza al de amarillo—. Encárgate personalmente, Wilbour.

—Pero ¿no vamos un poco justos de tiempo? —pregunté, pensando ya en el largo camino de vuelta por el mohoso sótano—. Para llegar en carruaje a Wigmore Street necesitaremos… —Nuestro dentista tenía su consulta en Wigmore Street. La parada de metro más próxima era Bond Street, Central Line. Pero desde aquí hubiéramos tenido que hacer al menos un transbordo. ¡Y eso viajando en metro! No quería ni imaginar lo que tardaríamos en llegar con un carruaje.

—Tal vez sería mejor que lo dejáramos para otra ocasión —dije.

—No —replicó Gideon, y acto seguido me sonrió.

Su rostro tenía una expresión que no acababa de interpretar. ¿La emoción de la aventura, tal vez?

—Aún nos quedan dos horas y media —dijo animadamente—. Iremos a Wigmore Street.

El viaje en coche de caballos por Londres se convirtió en lo más emocionante que había vivido hasta ese momento. Por algún motivo me había imaginado el Londres sin automóviles como un lugar apacible, con gente que paseaba tranquilamente por las calles con sombrillas y sombreros y algún carruaje que avanzaba parsimoniosamente entre ellos, sin olor a gases de escape, sin taxistas desconsiderados que conducían a toda velocidad y amenazaban con atropellarte incluso en un paso de peatones con el semáforo en verde.

Pero, de hecho, era cualquier cosa menos apacible. En primer lugar, llovía. Y, en segundo lugar, el tráfico, aún sin coches ni automóviles, era absolutamente caótico: carruajes y carros de todo tipo se apelotonaban en las calles, salpicando el lodo y el agua de los charcos en todas direcciones. Y aunque no olía a gases de escape, el olor que flotaba en el aire —cierto tufo a podrido mezclado con la peste a bosta de caballo y otros excrementos— no era precisamente agradable.

Nunca en mi vida había visto tantos caballos juntos. Nuestro carruaje iba tirado por cuatro preciosos caballos negros. El hombre de la levita amarilla iba sentado en el pescante y guiaba a los animales por entre el barullo a un ritmo de locos. El coche se tambaleaba salvajemente de un lado a otro, y cada vez que los caballos tomaban una curva tenía la sensación de que íbamos a volcar. Entre el miedo que tenía y lo concentrada que estaba en evitar que una sacudida me lanzara sobre Gideon, no pude distinguir gran cosa del Londres que pasaba ante la ventana del carruaje; pero, en las pocas ocasiones en que miré hacia fuera, no pude reconocer nada de lo que veía. Era como si hubiera aterrizado en una ciudad totalmente distinta.

—Esto es Kingsway —me indicó Gideon—. Irreconocible, ¿verdad?

Nuestro cochero inició una temeraria maniobra de adelantamiento de un tiro de bueyes y un carruaje parecido al nuestro, y esta vez no pude evitar que la fuerza de la gravedad me lanzara sobre Gideon.

—Este tipo debe de creerse que es Ben Hur —observé mientras me deslizaba otra vez a mi rincón.

—Conducir un coche de caballos es terriblemente divertido —comentó Gideon, como si envidiara al hombre del pescante—. Claro que en un coche abierto es todavía mejor. Los faetones son mis preferidos.

El carruaje saltó de nuevo y sentí que empezaba a marearme. Desde luego, aquello no estaba hecho para estómagos delicados.

—Me parece que prefiero un Jaguar —susurré con voz apagada.

De todos modos, tuve que reconocer que habíamos llegado a Wigmore Street mucho más rápido de lo que había creído posible. Bajamos ante una casa suntuosa y miré a mi alrededor, pero no pude reconocer nada de nuestra época en esa parte de la ciudad, aunque, para mi desgracia, había tenido que ir al dentista más a menudo de lo que hubiera querido. A pesar de todo, en el ambiente flotaba algo familiar. Y había dejado de llover.

El lacayo que nos abrió la puerta afirmó al principio que lord Brompton no estaba en casa, pero Gideon le dejó claro que sabía que no era así y que perdería su puesto ese mismo día si no nos llevaba inmediatamente al amedrentado lacayo que se apresurara.

—¿Tienes un anillo propio? —le pregunté mientras esperábamos en el vestíbulo.

—Sí, naturalmente —repuso Gideon—. ¿No estás un poco emocionada?

—¿Por qué? ¿Debería estarlo?

Aún me encontraba bajo los efectos del viaje en carruaje, de modo que al principio no pude imaginar nada más excitante; pero en cuanto comprendí el sentido de sus palabras, mi corazón se puso a palpitar desbocado. Recordé lo que mi madre me había dicho sobre el conde de Saint Germain. Si ese hombre realmente podía leer los pensamientos…

Me palpé el peinado: seguramente estaría todo revuelto por el viaje.

—Estás perfecta —dijo Gideon con una ligera sonrisa.

¿A qué venía ese halago? ¿Estaba decidido a ponerme nerviosa?

—¿Sabes una cosa?, nuestra cocinera también se llama Brompton —afirmé para ocultar mi turbación.

—Sí, el mundo es un pañuelo —repuso Gideon.

El lacayo bajó corriendo las escaleras haciendo volar los faldones de su levita.

—Los señores les esperan, sir.

Seguimos al hombre al primer piso.

—¿Realmente puede leer los pensamientos? —susurré.

—¿El lacayo? —replicó Gideon también en susurros—. Espero que no, pues estaba pensando que parecía una comadreja.

¿Un toque de humor? ¿Realmente el señor-de-camino-a-una-importante-misión se había permitido una broma? Sonreí rápidamente.

(Algo tan positivo merecía ser reforzado).

—El lacayo, no; el conde —repliqué.

Asintió.

—Al menos, eso es lo que dicen.

—¿Ha leído el conde tus pensamientos?

—Si lo ha hecho, no me he dado cuenta.

El lacayo nos abrió una puerta y se inclinó profundamente ante nosotros. Yo permanecí inmóvil. Tal vez lo mejor fuera no pensar en nada, pero eso era sencillamente imposible. En cuanto trataba de no pensar en nada, me veían millones de pensamientos a la cabeza.

—¡Primero las damas! —se ofreció Gideon, y me empujó suavemente al interior de la habitación.

Avancé unos pasos y luego me volví a detener, indecisa, sin saber qué se esperaba de mí en esa situación. Gideon me siguió y el lacayo cerró la puerta detrás de nosotros, no sin antes dedicarnos otra profunda reverencia.

Nos encontrábamos en un gran salón lujosamente amueblado, con ventanas muy altas y unas cortinas bordadas que probablemente también hubieran ido bien para hacer un vestido.

Tres hombres nos miraban. El primero era un tipo gordo, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para levantarse de su silla; el segundo era más joven, tenía una constitución extremadamente musculosa y era el único que no llevaba peluca, y el tercero era alto y delgado y tenía unos rasgos parecidos a los del retrato de la Sala de Documentos.

El conde de Saint Germain.

Gideon se inclinó, aunque no tan profundamente como el lacayo. Los tres hombres se inclinaron también. Yo, por mi parte, no hice absolutamente nada. Nadie me había explicado cómo se dobla la rodilla llevando un miriñaque. Además, lo de doblar la rodilla me parecía una bobada.

—No esperaba volver a veros tan pronto, joven amigo —dijo el hombre al que yo había identificado como el conde de Saint Germain. Su rostro irradiaba satisfacción—. Lord Brompton, ¿puedo presentarle al tatataranieto de mi tatataranieto? Gideon de Villiers.

—¡Lord Brompton!

De nuevo una pequeña reverencia. Por lo visto, lo de estrecharse la mano no estaba de moda.

—Me parece que mi estirpe se ha desarrollado magníficamente, como mínimo, en lo que alegrar la vista se refiere —observó el conde—. Parece que acerté al elegir a la dama de mi corazón. La exagerada curva de la nariz se ha afinado hasta la perfección.

—¡Ah, estimado conde! De nuevo trata de impresionarme con sus increíbles historias —dijo Lord Brompton mientras se dejaba caer de nuevo en su silla, que se veía tan minúscula que pensé que iba a romperse bajo su peso, porque el lord Brompton no era un poco grueso como mister George, ¡era extremadamente gordo!—. Pero no tengo nada contra eso —continuó, mientras sus ojitos de cerdo brillaban de satisfacción—. Con usted uno nunca corre el peligro de aburrirse. A cada momento surge una sorpresa.

El conde rió y se volvió hacía el joven sin peluca.

—¡Lord Brompton es y será siempre un incrédulo, mi querido Miro! Tendremos que pensar en alguna otra cosa para convencerle de la seriedad de nuestra causa.

El hombre respondió en una lengua extranjera áspera y entrecortada, y el conde volvió a reír. Luego se volvió hacia Gideon y dijo:

—Este, mi querido nieto, es mi buen amigo y compañero de fatigas Miro Rakoczy, más conocido en los Anales de los Vigilantes como el «Leopardo Negro».

—Encantado —dijo Gideon.

De nuevo reverencias de una y otra parte.

Rakoczy, ¿de qué me sonaba ese nombre? ¿Y por qué me resultaba tan inquietante ese personaje?

El conde deslizó lentamente la mirada sobre mí y una sonrisa frunció sus labios. Instintivamente busqué algún parecido con Gideon o Falk de Villiers, pero no encontré ninguno. Los ojos del conde eran muy oscuros, y su mirada tenía una intensidad turbadora que me hizo pensar enseguida en las palabras de mi madre.

¡Pensar! No, sobre todo nada de pensar. Pero mi cerebro tenía que tener algo en que ocuparse, de modo que me puse a cantar mentalmente el «God save the Queen».

El conde se pasó al francés y pronunció unas palabras que no entendí a la primera (En ese instante estaba cantando para mis adentros el himno nacional, lo que no facilitaba las cosas), pero que, con cierto retraso y con algunas lagunas provocadas por mi falta de vocabulario, pude traducir así: «Y tú, linda muchacha, debes de ser una laguna de la buena laguna Jeanne d’Urfé. Me habían dicho que eras pelirroja».

En fin, supongo, que, como decía siempre nuestro profesor de francés, el aprendizaje del vocabulario es efectivamente el abecé para la comprensión de una lengua extranjera. Y, por desgracia, tampoco conocía a ninguna Jeanne d’Urfé, de manera que no conseguí desentrañar el significado exacto de sus palabras.

—No entiende el francés —repuso Gideon en francés—. Y no es la muchacha que esperaba.

—¿Cómo es posible? —El conde sacudió la cabeza—. Como mucho tendrá lagunas de vocabulario.

—Por desgracia, se preparó a la muchacha equivocada para cubrir esas lagunas.

Sí, por desgracia.

—¿Un error? La verdad es que todo esto es un grave error.

—Esta es Gwendolyn Shepherd. Gwendolyn es prima de Charlotte Montrose, de la que le hablé ayer.

—¿De modo qué también es una nieta de lord Montrose, el último laguna, y por tanto una prima de laguna?

El conde de Saint Germain me observó con sus ojos oscuros y yo empecé a cantar otra vez mentalmente.

«Send her victorius, happy and glorius…»

—Lo que sencillamente no puedo entender es laguna laguna.

—Nuestros científicos dicen que es perfectamente posible que los laguna genéticos puedan…

El conde levantó la mano para interrumpir a Gideon.

—¡Lo sé, lo sé! Según las leyes de la ciencia es posible que efectivamente sea así. Pero, de todas maneras, tengo un mal presentimiento.

En eso coincidíamos.

—¿De modo que nada de francés? —me preguntó esta vez en alemán.

El alemán me iba un poco mejor (un notable constante desde hacía ya cuatro años), pero también aquí se pusieron de manifiesto algunas lagunas.

—¿Por qué está tan mal preparada?

—No está preparada en absoluto, marquis. No habla ninguna lengua extranjera. —Ahora Gideon hablaba en alemán—. Y, además, está totalmente laguna en todos los aspectos. Charlotte y Gwendolyn nacieron el mismo día; pero, por equivocación, se partió de la base de que Gwendolyn cumplía años un día más tarde.

—Pero ¿cómo se pudo pasar por alto algo así? —Vaya, por fin entendía todo lo que decían. Habían vuelto a pasarse al inglés, lengua que el conde hablaba sin ningún acento—. ¿Por qué tengo la sensación de que los vigilantes en tu época ya no se toman realmente en serio su trabajo?

—Creo que la respuesta se encuentra en esta carta.

Gideon sacó un sobre lacrado del bolsillo interior de su levita y se lo tendió al conde.

Me perforó con una mirada fulminante.

«… frustrate their knavish tricks, on thee our hopes we fix, God sabe us all…»

Me apresuré a desviar la mirada de sus ojos oscuros y me dediqué a observar a los otros dos hombres. Lord Brompton daba la impresión de tener aún más lagunas que yo (con la boca ligeramente entreabierta sobre sus numerosas papadas, el lord tenía un aspecto bobalicón), y el otro hombre, Rakoczy, estaba muy ocupado mirándose las uñas.

Aún era joven, rondaría los treinta, y tenía los cabellos oscuros y una cara larga y afilada. Hubiera podido ser francamente atractivo de no haber sido por sus labios, que se deformaban en un rictus de desagrado como si acabara de probar algo extremadamente repugnante, y de no haber sido también por su piel, que lucía una palidez enfermiza.

Estaba pensando en si no se habría aplicado polvos gris claro cuando de pronto levantó la vista y miró directamente hacia mí. Sus ojos eran negros como la pez —no podía distinguir dónde acababa el iris y empezaba la pupila— y parecían extrañamente muertos, pero no sabía decir por qué.

Automáticamente empecé a recitar de nuevo el «God save the Queen». Entretanto, el conde había roto el sello y había abierto la carta. Después de lanzar un suspiro, empezó a leer. De vez en cuando levantaba la cabeza y me miraba. Yo seguía inmóvil en el mismo sitio de antes.

«Not in this land alone, but be God’s mercies known…»

¿Qué ponía en la carta? ¿Quién la había escrito? Lord Brompton y Rakoczy también parecía interesados en ella. Lord Brompton estiraba su grueso cuello para tratar de echar un vistazo a lo escrito, mientras que Rakoczy se concentraba más en la cara del conde. Al parecer, la mueca de asco era de nacimiento.

Cuando volvió de nuevo al rostro hacia mí, todos los pelos del brazo se me pusieron de punta. Los ojos parecía agujeros negros, y en ese momento supe por qué parecían tan muertos: Les faltaba el pequeño reflejo luminoso, la chispa que normalmente da viveza a la mirada. Aquello no solo era extraño, sino francamente siniestro. Estaba contenta de que entre esos ojos y yo hubiera al menos cinco metros de distancia.

—Tu madre parece ser una persona especialmente testaruda, ¿no es cierto, querida? —El conde había acabado la lectura y doblaba de nuevo la carta—. En cuanto a los motivos que hacen que actúe así es algo sobre lo que solo podemos especular —dijo acercándose a unos pasos.

Bajo aquella mirada penetrante no se me ocurrió ni una palabra más del texto del himno nacional. Pero entonces caí en la cuenta de que el conde era viejo, algo que no había podido notar debido a la distancia y al miedo que sentía. A pesar de que se mantenía bien erguido, de que sus ojos centelleaban literalmente de energía y su voz tenía un tono vivaz y juvenil, las huellas de la edad eran claramente perceptibles. La piel de la cara y de las manos estaba acartonada como si fuera de pergamino, las venas azules se transparentaban bajo ella y, a través de la capa de maquillaje, también podían distinguirse claramente las arrugas. La edad le daba un aire de fragilidad que casi me inspiraba lástima.

En cualquier caso, de pronto dejé de sentir miedo. El conde no era más que un hombre viejo, mucho mayor que mi abuela.

—Gwendolyn no está informada sobre los motivos de su madre ni sobre los acontecimientos que han llevado a esta situación —informó Gideon—. Ella no está al corriente de nada.

—Extraño, muy extraño —dijo el conde mientras me rodeaba lentamente—. Efectivamente, no nos hemos visto nunca.

Claro que no nos habíamos visto: ¿de qué otro modo hubiéramos podido hacerlo?

—Pero no estarías aquí si no fueras el rubí. «Rojo rubí con la magia del cuervo dotado, sol mayor cierra el círculo que los doce han formado». —Acabada su ronda, el conde se plantó frente a mí y me miró a los ojos—. ¿Cuál es tu magia, muchacha?

«… from shore to shore. Lord make the nations see…»

¡Bah! ¿Qué estaba haciendo? Era solo un anciano. Debía tratarle con cortesía y respeto, y no quedarme mirándole paralizada como un conejo ante una serpiente.

—No lo sé, sir.

—¿Qué hay de especial en ti? Revélamelo.

¿Qué había especial en mí? ¿Aparte del hecho de que desde hacía dos días podía viajar al pasado? De repente volví a oír la voz de la tía Glenda que decía: «Ya de bebé podía verse que Charlotte había nacido para hacer grandes cosas. Ella no puede compararse con unos niños normales como vosotros».

—Creo que en mí no hay nada especial, sir.

El conde charqueó la lengua.

—Posiblemente tengas razón. Al fin y al cabo, solo es una poesía. Una poesía de origen dudoso. —Súbitamente pareció perder todo interés en mí y se volvió hacia Gideon—. Querido hijo, he leído lleno de admiración la relación de tus logros. ¡Lancelot de Villiers localizado en Bélgica! William de Villiers, Cecilia Woodville, la hechizadora aguamarina, y los gemelos, a los que nunca llegué a conocer, también han sido cortados. E imagínese, lord Brompton, que este joven ha visitado incluso en París a madame Jeanne d’Urfé, nacida Pontcarré, y la ha convencido para que efectuara una pequeña donación de sangre.

—¿Habla de la madame d’Urfé a quien mi padre debe agradecer su amistad con la Pompadour y, en última instancia, también con usted?

—No conozco a otra —dijo el conde.

—Pero madame d’Urfé murió hace diez años.

—Siete para ser exactos —repuso el conde—. En esa época yo me encontraba en la corte del margrave Karl Alexander von Ansbach. Debo decir que me siento muy unido a Alemania, donde el interés por la masonería y la alquimia es gratamente alto. Además, según me anunciaron ya hace muchos años, moriré también en Alemania.

—Solo está tratando de desviar mi atención —dijo lord Brompton—. ¿Cómo puede haber visitado este joven a madame d’Urfé en París cuando hace siete años era solo un niño?

—Mi querido lord, sigue pensando de un modo equivocado. Pregunte a Gideon cuándo tuvo el placer de extraer la sangre de madame d’Urfé.

El lord dirigió una mirada interrogativa a Gideon.

—En mayo de 1759.

Lord Brompton soltó una risotada.

—Pero eso es imposible. Por entonces usted mismo apenas tenía veinte años.

También el conde rió. Parecía divertido.

—1759… La vieja traficante de secretos nunca me habló de esto —dijo.

—En esa época también usted se encontraba en París, pero tenía orden estricta de no cruzarme en su camino.

—A causa del continuum, lo sé. —El conde suspiró—. A veces mis propias leyes me resultan un poco irritantes… Pero volvamos a la querida Jeanne. ¿Tuviste que utilizar la fuerza? En mi caso no se mostró excesivamente cooperativa.

—Me lo explicó —observó Gideon—. Y también me habló de cómo la había engatusado para conseguir el cronógrafo.

—¿Engatusarla? No tenía ni idea del tesoro que había heredado de su abuela. El pobre y maltratado aparato yacía abandonado en una caja polvorienta en un desván. Tarde o temprano hubiera caído en el olvido para siempre. Yo lo salvé y le devolví su valor original. Y gracias a los genios que aún han de entrar en mi logia en el futuro, hoy puede funcionar de nuevo. Es casi un milagro.

—Madame dijo, además, que había estado a punto de estrangularla solo porque no conocía la fecha de nacimientos y el apellido de soltera de su bisabuela.

¿Estrangularla? Pero ¡Eso era espantoso!

—Sí, es cierto. Ese tipo de lagunas me han llevado una enorme cantidad de tiempo en hojear antiguos registros parroquiales en lugar de dedicarlo a tareas más importantes. Jeanne es una persona extremadamente rencorosa. Por eso me parece aún más extraordinario que hayas conseguido que quiera cooperar.

Gideon Sonrió.

—No fue fácil. Pero, por lo visto, le inspiré confianza. Además, bailé la gavota con ella. Y escuché pacientemente cómo se quejaba de usted.

—Qué injusticia. De hecho, le facilité una excitante aventura con Casanova, y aunque él solo pensaba en su dinero, muchas mujeres la envidiarían solo por eso. Y compartí fraternalmente mi cronógrafo con ella. Si no me hubiera tenido… —El conde volvió de nuevo hacia mí, visiblemente divertido—. Una mujer desagradecida, tu antepasada. Por desgracia, no fue bendecida con una gran inteligencia. Creo que la pobre mujer nunca llegó a comprender del todo qué ocurría con ella. Además, estaba ofendida porque el círculo de los Doce solo le había correspondido la citrina «¿Por qué usted puede ser una esmeralda y yo solo una triste citrina?», decía. «Nadie que se respete un poco lleva citrinas hoy día». —El conde rió entre dientes—. Era realmente de una simpleza extraordinaria. Me gustaría saber con cuánta frecuencia saltaba en el tiempo en sus últimos años. Tal vez no lo hiciera en absoluto. De todos modos, nunca fue una gran saltadora. A veces pasaba todo un mes sin que desapareciera. Diría que la sangre femenina es considerablemente más flemática que la nuestra. Igual que la mente femenina es inferior en rapidez a la masculina. ¿No estás de acuerdo conmigo, muchacha?

Viejo machista, pensé mientras entornaba los ojos, estúpido charlatán engreído. ¡Dios mío! ¿Es que estaba loca? ¡No debía pensar en nada!

Pero, por lo visto, las capacidades adivinatorias del conde no eran tan notables, porque se limitó a reír de nuevo entre dientes, complacido.

—No es muy habladora, ¿verdad?

—Solo un poco tímida —repuso Gideon.

«Intimidada» hubiera sido más correcto.

—No hay mujeres tímidas —le contradijo el conde—. Detrás de un parpadeo aparentemente tímido solo se oculta su simpleza.

Cada vez estaba más convencida de que no tenía motivos para temer a ese hombre. Solo era un abuelete enamorado de sí mismo al que le encantaba escucharse.

—Parece que no tiene una gran opinión del género femenino —dijo lord Brompton.

—¡De ningún modo! Amo a las mujeres. ¡De verdad! Solo que no creo que posean el tipo de entendimiento que hace avanzar a la humanidad. Por eso en mi logia no hay lugar para ellas. —El conde obsequió a lord Brompton con una sonrisa radiantes antes de añadir—: Por otra parte, no es raro que para muchos hombres este sea el argumento definitivo para solicitar la entrada, mi querido lord.

—¡Y, a pesar de todo, las mujeres los adoran! Mi padre no se cansaba de hablar de sus éxitos con las damas. Según decía, tanto aquí en Londres como en París, siempre las tuvieron rendidas a sus pies.

El conde se sumergió en los recuerdos de su época de gran seductor.

—No es particularmente difícil engatusar a las mujeres y someterlas a nuestra voluntad, mi querido lord. Todas son iguales. Si no tuviera asuntos más importantes de que ocuparme, hace tiempo que habría escrito un manual para hombres con consejos sobre el trato correcto con las féminas.

Sí, claro. De hecho, ya había encontrado un título adecuado para su obra. Al éxito por el estrangulamiento, o Cómo ablandar a las mujeres parloteando durante horas. Casi se me escapó la risa al pensarlo; pero entonces me di cuenta de que Rakoczy me observaba con mucha atención, e inmediatamente se me pasaron las ganas de pensar bobadas.

¡Debía de estar loca! Los ojos negros se clavaron en los míos durante un segundo, y enseguida bajé la vista hacia el suelo de mosaico tratando de luchar contra el pánico que amenazaba con dominarme. En todo caso, estaba claro que el conde no era la persona de la que debía precaverme, aunque eso no significaba en absoluto que pudiera sentirme segura.

—Todo esto es muy entretenido —convino lord Brompton mientras sus pliegues se sacudían de satisfacción—. Con usted y sus acompañantes, el teatro ha perdido a unos grandes actores. Como decía mi padre, con usted uno siempre puede confiar en ser testigo de historias sorprendentes y casi inverosímiles, mi querido conde. Pero, por desgracia, no puede probar ninguna de ellas. Hasta el momento, no me ha presentado ni una sola demostración que sostenga lo que dice.

—¡Una demostración! —exclamó el conde—. Mi querido lord, realmente es un alma desconfiada. Haría tiempo que habría pendido la paciencia con usted si no me sintiera en deuda con su padre, a quien Dios tenga en su gloria. Y si mi interés por su dinero y su influencia no fuera tan grande.

Lord Brompton sonrió un poco incómodo.

—Al menos es sincero.

—La alquimia necesita del mecenazgo. —El conde se volvió bruscamente hacia Rakoczy—. Creo que deberemos presentar al buen lord algunas de nuestras «demostraciones>», Miro. Es de esos hombres que solo creen lo que ven. Pero primero tengo que tener unas palabras a solas con mi nieto y redactar una carta al gran maestre de mi logia en el futuro.

—Puede utilizar el gabinete de escritura de aquí al lado —dijo el lord, señalando una puerta que tenía a su espalda—. Espero con ansia su demostración.

—Ven hijo mío. —El conde cogió a Gideon del brazo—. Hay algunas cosas que aún debo preguntarte y otras que debería saber.

—No nos queda mucho tiempo —observó Gideon echando una ojeada al reloj del bolsillo que llevaba sujeto a la chaqueta con una cadena de oro—. Dentro de media hora, como mucho, tenemos que volver a Temple.

—Será suficiente —repuso el conde—. Escribo rápido y puedo hacer las dos cosas al mismo tiempo: hablar y escribir.

Gideon rió brevemente. Al parecer, encontraba al conde realmente divertido y, por lo visto, se había olvidado de que yo seguía allí.

Carraspeé. Cuando ya iba a cruzar la puerta, se volvió hacía mí y enarcó una ceja.

Respondí a sus señas también sin abrir los labios, porque difícilmente hubiera podido decir en voz alta «Por favor, no me dejes sola con esos bichos raros».

Gideon dudó un momento.

—Solo sería un estorbo —observó el conde.

—Espérame aquí —dijo Gideon con inusitada delicadeza.

—Lord Brompton y Miro le harán compañía mientras tanto —aseguró el conde—. Pueden aprovechar para interrogarla un poco sobre el pasado. Es una oportunidad única. La muchacha viene del siglo XXI; pregúntenle por los carruajes automáticos que corren a toda velocidad bajo el suelo de Londres. O por los aparatos voladores plateados que se elevan en el aire rugiendo como mil leones y pueden cruzar el mar a muchos kilómetros de altura.

Lord Brompton se rió tanto que ahora temí en serio por su silla. Todos y cada uno de sus imponentes pliegues de grasa se agitaban convulsivamente.

—¿Y nada más?

De ninguna manera quería quedarme aquí sola con él y con Rakoczy, pero Gideon se limitó a sonreír a pesar de la miradas suplicantes que le lanzaba.

—Volveré enseguida —dijo.