—Manto: terciopelo veneciano forrado con tafetán de seda; vestido: lindo estampado alemán, orlas de encaje de Devonshire y corpiño de brocado de seda recamado.
Madame Rossini extendió con cuidado las prendas sobre la mesa. Después de la comida, mistress Jenkins había vuelto a llevarme al cuarto de costura. Allí me encontraba más a gusto que en el austero comedor. En la pequeña habitación había telas maravillosas por todas partes, y madame Rossini, con su cuello de tortuga, tal vez era la única persona de la que ni siquiera mi madre podía desconfiar.
—Todo en azul uniforme con ornamentos en crema, un elegante conjunto de tarde —continuó—. Y los correspondientes zapatos de brocado de seda a juego. Mucho más cómodos de lo que parecen. Por suerte, tú y el palo de gallinero calzan el mismo número. —Apartó mi uniforme de la escuela cogiéndolo con la punta de los dedos—. Uf, qué horror, cualquier chica, por bonita que sea, tiene que parecer un espantapájaros con esta cosa. Si al menos se pudiera acortar la falda a la moda. ¡Y ese espantoso color amarillo orín! ¡Quien haya ideado semejante disfraz debe de odiar a muerte a las escolares!
—¿Puedo conservar la ropa interior?
—Solo las braguitas —respondió madame Rossini. (Ella pronunciaba una especia de braquitáss que sonaba muy simpático)—. No encaja con la época, pero no creo que nadie mire bajo la falda. Y si lo hace, le das un buen puntapié que le haga ver las estrellas. No lo parece, pero las puntas de estos zapatos están reforzadas con hierro. ¿Has ido al lavado? Es importante que vayas, porque una vez que te hayas puesto el vestido será difícil…
—Sí, ya me lo ha preguntado tres veces, madame Rossini.
—Solo quiero asegurarme de que todo vaya bien.
Yo no paraba de sorprenderme por la forma en que se preocupaban por mí allí y la atención que prestaban a los pequeños detalles. Después de comer, mistress Jenkins incluso me había dado un neceser sin estrenas para que pudiera lavarme los dientes y la cara.
De entrada me había imaginado que el corsé me cortaría la respiración y me presionaría el estómago repleto de asado de ternera, pero en realidad era sorprendente cómodo.
—Y yo que pensaba que las mujeres caían desvanecidas una tras otra cuando se embutían en estas cosas…
—Bueno, de hecho a veces pasaba. Primero porque lo ataban demasiado fuerte. Y luego porque el ambiente podía cortarse con un cuchillo, porque nadie se lavaba y solo se perfumaban —dijo madame Rossini, y sacudió la cabeza solo de imaginarlo—. En las pelucas vivían chinches y pulgas, y he leído en algún sitio que a veces incluso había ratones que construían allí sus nidos. Así eran las cosas: coexistían la moda más hermosa que imaginarse uno pueda con un sentido de la higiene nulo. Por otro lado, tú no llevas un corsé como esas pobres criaturas, tú llevas una creación especial à la madame Rossini, cómoda como una segunda piel.
—Ah, vaya.
Me sentí terriblemente excitada al meterme en la ropa interior con el miriñaque.
—Me parece como si tuviera que andar cargando con una enorme jaula para pájaros.
—No, para nada en absoluto —me aseguró madame Rossini, mientras me pasaba el vestido con cuidado por encima de la cabeza—. Este miriñaque es minúsculo en comparación con los que se llevaban en Versalles en la misma época. Cuatro metros y medio de perímetro, sin exagerar. Y, además, el tuyo no es de barbas de ballena, sino de fibra de carbono de alta tecnología súper ligera. De todas maneras, nadie lo va a notar.
En torno a mí ondeaba una tela azul claro con zarcillos floreados color crema que también hubiera podido quedar muy bonita como tapicería de un sofá. Pero tenía que admitir que el vestido, a pesar de su longitud y de su monstruoso perímetro, era muy cómodo y realmente me iba como un guante.
—Hechizadora —dijo madame Rossini, y me empujó ante el espejo.
—¡Oh! —exclamé sorprendida.
¿Quién hubiera dicho que una funda de sofá podía tener un aspecto tan maravilloso? Y yo con ella. Qué delicada se veía mi cintura, y qué azules mis ojos. Solo el escote hacía pensar en el de una cantante de ópera a punto de reventar.
—Habrá que añadir un poco de encaje —dijo madame Rossini, que me había seguido la mirada—. Al fin y al cabo, es un vestido de tarde. Pero por la noche una debe enseñar lo que tiene. ¡Espero que tengamos el placer de hacerte también un vestido de baile! Ahora nos ocuparemos de tu pelo.
—¿Llevaré una peluca?
—No —dijo madame Rossini—. Eres una jovencita y será a pleno día. Bastará con que te crepes bien el pelo y lleves un sombrero. (Casi se atraganta al decir sombgego). No hace falta que hagamos nada con tu piel, es puro alabastro. Y esa bonita peca en forma de media luna en la sien puede pasar perfectamente por un lunar pintado. Très chic.
Madame Rossini me colocó unos rulos calientes en el pelo, y a continuación fijó hábilmente en la coronilla la parte delantera con horquillas y dejó que el resto de mi cabello cayera en amplios rizos sobre los hombros. Me miré en el espejo y me quedé maravillada de mi aspecto.
Recordé el baile de disfraces del último año que había organizado Cynthia. A falta de una idea mejor, había ido disfrazada de parada de autobús, y al final había tenido que hacer un gran esfuerzo para no empezar a repartir golpes con el cartel porque todo el mundo me preguntaba por el recorrido.
¡Ah, si entonces hubiera conocido a madame Rossini! ¡Hubiera sido la estrella de la fiesta!
Encantada, giré una vez más sobre mí misma frente al espejo, pero la alegría se acabó cuando madame Rossini volvió a colocarse a mi espalda y me puso el sombgego. Era un enorme armatoste de paja con plumas y cintas azules que, en mi opinión, estropeaba todo él conjunto. Traté de convencerla de que prescindiera de él, pero se mostró inflexible.
—¿Sin sombrero? ¡No, sería totalmente impropio! ¡Esto no es ningún concurso de belleza, ma chérie! Lo que importa aquí es la autenticidad.
Busqué mi móvil en la chaqueta del uniforme.
—¿Puedo al menos hacerme una foto sin sombrero?
Madame Rossini se echó a reír.
—¡Bien sûr, querida!
Me coloqué en pose y madame Rossini me hizo al menos treinta fotografías desde todos los ángulos, algunas con sombrero. Por fin Leslie tendría algo con lo que reír un rato.
—Muy bien. Y ahora iré arriba a informar de que ya estás lista para el viaje. ¡Espera aquí y no manosees más el sombrero! Está perfecto.
—Sí, madame Rossini —repuse muy modosa, y, apenas hubo salido de la habitación, tecleé a toda prisa el número de móvil de Leslie y le envié por SMS una de las fotos con sombrero.
Llamó catorce segundos más tarde. Gracias a Dios, en la habitación de costura de madame Rossini había muy buena cobertura.
—Estoy sentada en el autobús —me chilló en la oreja—, pero ya he sacado la libreta de apuntes. ¡Aunque tendrías que hablar bien alto, porque a mi lado tengo a dos indios duros de oído charlando, y por desgracias no en el lenguaje de los sordomudos!
Le solté de corrido todo lo que había pasado y traté de explicarle a toda prisa dónde estaba y lo que había dicho mamá. Aunque mezclaba continuamente unas cosas con otras, parecía que Leslie podía seguirme, porque de vez en cuando decía «¡Alucinante!» o «¡Sobre todo, ve con cuidado!». Cuando le hablé de Gideon (quiso que lo describiera con todo detalle), dijo:
—Tampoco es que me parezcan tan terribles los cabellos largos. En realidad, pueden quedar de lo más sexies. Recuerda Destino de caballero. Pero fíjate bien en las orejas.
—De todos modos, no importa. Es un presumido y un creído. Además, está enamorado de Charlotte. ¿Has apuntado «piedra filosofal»?
—Sí. Lo he anotado todo. En cuanto llegue a casa, correré a conectarme a internet. El conde de Saint Germain. ¿Por qué me suena tanto ese nombre? ¿Puede ser que lo conozca de una película? No, ese era el conde de Montecristo.
—¿Y qué pasará si de verdad puede leer los pensamientos?
—Entonces no tienes nada más que pensar en algo inocente. O, sencillamente, cuentas desde mil hacía atrás. Pero de ocho en ocho. Así es imposible pensar en nada más.
—Pueden venir en cualquier momento. Si les oigo, colgaré directamente. Ah, se me olvidaba, mira si puedes encontrar algo sobre un niño llamado Robert White, que se ahogó hace dieciocho años en una piscina.
—Anotado —dijo Leslie—. De verdad que todo es alucinante. Hubiéramos tenido que conseguirte una navaja automática o un spray de pimienta… Oye, ¿por qué no te llevas al menos el móvil?
Caminé a pasitos cortos hasta la puerta embutida en mi vestido, y asomé la cabeza con cuidado.
—¿Al pasado? ¿Crees que podré llamarte desde allí?
—¡Vaya, tienes razón! Pero puedes hacer fotos que nos ayuden.
Ah, y me encantaría tener una de ese tal Gideon. Si es posible, con orejas. Es increíble lo que las orejas pueden decir de una persona. Sobre todo, los lóbulos.
Oí unos pasos y cerré la puerta sin hacer ruido.
—Tengo que cortar. Hasta luego.
—Sobre todo, ve con cuidado —tuvo tiempo de decir Leslie antes de que cerrara el teléfono y lo deslizara en mi escote. El pequeño hueco entre mis pechos tenía el tamaño justo para esconder un móvil. ¿Qué debían guardar antes las damas ahí? ¿Frasquitos de veneno, un diminuto revólver, cartas de amor?
Lo primero que me pasó por la cabeza cuando Gideon entró en la habitación fue: ¿Por qué él no tiene que llevar sombrero? Lo segundo fue: ¿cómo puede uno estar tan guapo vestido con una chaqueta de muaré roja, unos pantalones de color verde oscuro que terminan bajo las rodillas y leotardos de seda a rayas? Y si pensé algo más, debió de ser, a lo sumo, algo como: «Espero que no se me vea en la cara lo que estoy pensando».
Los ojos verdes me rozaron fugazmente.
—Elegante sombrero.
—Precioso —señaló mister George, que había entrado detrás de él en el cuarto de costura—. Madame Rossini, ha hecho con usted un trabajo magnífico.
—Sí, lo sé —repuso madame Rossini.
La modista se había quedado en el pasillo. La habitación no era bastante grande para todos porque mi falda ya ocupaba la mitad del espacio libre.
Gideon se había recogido los rizos en la nuca con una cinta, y eso me dio la oportunidad de devolverle la pelota.
—¡Qué bonita cinta de terciopelo! —dije con toda la sorna de que fui capaz—. ¡Nuestra profesora de geografía lleva una exactamente igual!
En lugar de mirarme con mala cara, Gideon sonrió irónicamente.
—Bueno, la cinta aún puede pasar. Deberías verme con peluca.
«Bien mirado, ya lo había hecho», pensé.
—Monsieur Gideon, le había preparado los pantalones de media pierna amarillo limón, no los oscuros.
La modista había pronunciado algo que había sonado como midiapigná. Cuando madame Rossini se indignaba, aún se le marcaba más el acento.
Gideon se volvió hacia la modista.
—¿Pantalones amarillos con una chaqueta roja, leotardos de Pipip Calzas largas y un manto marrón con botones dorados? Me pareció demasiado chillón, la verdad.
—¡El vestuario del hombre del rococó es chillón! —Madame Rossini le miró severamente—. Y aquí la experta soy yo, no usted.
—Sí, madame Rossini —dijo Gideon cortésmente—. La próxima vez le haré caso.
Miré sus orejas. No se abrían ni un poquito y no llamaban la atención en ningún sentido. Me sentí casi aliviada al comprobarlo, aunque, naturalmente, tanto daba.
—¿Dónde están los guantes amarillos de gamuza?
—Oh, pensé que si no me ponía los pantalones, también sería mejor que dejara los guantes.
—¡Oh, si, claro! —Madame Rossini chasqueó la lengua—. Con todo mis respetos, joven, aquí no se trata del gusto por la moda sino de mantener la autenticidad. Aparte de eso, me he preocupado de que todos los colores elegidos armonicen bien con su cara, muchacho desagradecido.
Refunfuñando, nos dejó pasar.
—Muchísimas gracias, madame Rossini —dije.
—¡No hay por qué darlas, mi pequeño cuello de cisne! ¡Ha sido un placer! Tú al menos sabes apreciar mi trabajo.
Sonreí. Me gustaba eso de ser un pequeño cuello de cisne.
Mister George me guiñó un ojo.
—Si quiere hacer el favor de seguirme, miss Gwendolyn.
—Primero te vendaremos los ojos —dijo Gideon, y alargó el brazo para sacarme el sombrero.
Mister George me dirigió una sonrisa a modo de disculpa.
—El doctor White ha insistido.
—¡Pero eso le destrozará el peinado! —Madame Rossini apartó los dedos de Gideon—. ¡Tiens! ¿Quieres arrancarle los cabellos al mismo tiempo? ¿No ha oído hablar de los alfileres de sombrero? ¡Así! —Le alargó el sombrero y el alfiler a mister George—. ¡Cójalo con cuidado, hágame el favor!
Gideon me vendó los ojos con un paño negro. Cuando su mano me rozó la mejilla, instintivamente contuve el aliento, pero por desgracia no pude evitar sonrojarme, aunque por suerte él no pudo verlo porque estaba detrás de mí.
—¡Au! —grité; me había cogido unos cuantos cabellos en el nudo.
—Perdón. ¿Ves algo?
—No. —Ante mis ojos todo era oscuridad—. ¿Por qué no puedo ver adónde vamos?
—No debes conocer la localización exacta del cronógrafo —me informó Gideon.
Me puso la mano en la espalda y me empujó hacia delante. Era una sensación extraña eso de avanzar a ciegas en el vacío, y la mano de Gideon en mi espalda me desconcertaba más todavía.
—Me parece una precaución totalmente superflua —continuó diciendo—. Esta casa es un laberinto. Jamás podrías volver a encontrar esta habitación. Además, mister George opina que estás por encima de toda sospecha en lo que hace a una posible traición.
Era un detalle por parte de mister George, aunque yo no sabía exactamente qué sentido tenía aquello. ¿Quién podía estar interesado en conocer el lugar donde se encontraba el cronógrafo, y por qué?
Choqué con el hombro contra algo duro.
—¡Au!
—Cógela de la mano, Gideon, no seas bruto —le reprendió mister George un poco enojado—. No es ningún carrito de la compra, ¿sabes?
Sentí cómo una mano cálida y seca se cerraba en torno a la mía y me estremecí.
—Todo va bien —indicó Gideon—. Soy yo. Ahora hay unos peldaños que bajan. Cuidado.
Durante un rato caminamos el uno junto al otro en silencio, a veces recto adelante y otras bajando una escalera o doblando una esquina, mientras yo me concentraba principalmente en evitar que me temblara o me sudara la mano. Gideon no debía notar que su proximidad me hacía sentir cohibida. ¿Se habría dado cuenta de cómo se me había acelerado el pulso?
Entonces, de pronto, mi pie derecho se hundió en el vació y di un traspié, y seguro que me hubiera caído si Gideon no me hubiera sujetado y me hubiera tirado había atrás. Sus manos me rodeaban la cintura.
—Cuidado, escalones —me advirtió.
—Ah, gracias por nada, ya me he dado cuenta al torcerme el tobillo —repuse indignada.
—Por Dios, Gideon, presta más atención —le regañó mister George—. ¡Ven aquí! Coge el sombrero. Yo ayudaré a Gwendolyn.
Me resultó más fácil caminar de la mano de mister George. Tal vez porque podía concentrarme más en mis pasos y no tanto en procurar que no me temblara la mano. Nuestro paseo duró una eternidad. De nuevo me dio la sensación de que nos hundíamos profundamente bajo tierra, y, cuando por fin nos detuvimos, tuve la sospecha de que me habían hecho dar unos cuantos rodeos innecesarios para confundirme.
Abrieron la puerta, luego la cerraron, y por fin mister George me quitó la venda de los ojos.
—Ya hemos llegado.
—Resplandeciente como una mañana de primavera —dijo el doctor White, dirigiéndose a Gideon y no a mí.
—¡Muchas gracias! —Gideon hizo una pequeña reverencia—. Es el último grito de París. En realidad tendría que haber llevado, además, pantalones y guantes amarillos, pero no me he sentido con fuerzas.
—Madame Rossini está furiosa —repuso mister George.
—¡Gideon! —exclamó mister De Villiers, que había aparecido detrás de mister White, en tono de reproche.
—¡Pantalones amarillos, tío Falk!
—No vas a encontrarte con unos antiguos compañeros de colegio que se rían de tu aspecto, ¿sabes? —le recriminó mister De Villiers.
—No —replicó Gideon al tiempo que lanzaba mi sombrero sobre la mesa—. Más bien con tipos que llevan levitas de color rosa bordadas que consideran el no va más de la elegancia —dijo estremeciéndose.
Mis ojos se habían acostumbrado a la luz, y miré a mi alrededor intrigada. La habitación no tenía ventanas, como era de esperar, y tampoco había ninguna chimenea. Busqué en vano una máquina del tiempo, pero solo vi una mesa y unas cuantas sillas, un arcón, un armario y, en la pared, una sentencia en latín grabada en la piedra.
Mister De Villiers me sonrió afablemente.
—El azul te sienta de maravilla, Gwendolyn. Y madame Rossini ha hecho una verdadera obra de arte con tus cabellos.
—Hummm… Gracias.
—Deberíamos darnos prisa, me estoy muriendo de calor con toda esta ropa.
Gideon apartó el manto a un lado, dejando al descubierto la espada que colgaba de su cinturón.
—Ponte aquí.
El doctor White se acercó a la mesa y desenvolvió un objeto cubierto con un paño de terciopelo rojo que, a primera vista, parecía un gran reloj de chimenea.
—Ya he realizado todos los ajustes. Podréis disponer de una ventana temporal de tres horas.
Después de mirarlo mejor, vi que el objeto no era un reloj, sino un curioso aparato de madera pulida y metal con innumerables botones, registros y ruedecitas. Todas las superficies estaban pintadas con miniaturas del Sol, la Luna y las estrellas y marcadas con signos y motivos misteriosos. El aparato tenía forma de alabeada, como una caja de violín, y estaba adornado con resplandecientes piedras preciosas, unos pedruscos tan gruesos que era imposible que fueran auténticos.
—¿Ese chisme tan pequeño es el cronógrafo?
—Pesa cuatro kilos y medio —repuso el doctor White, y su voz estaba tan llena de orgullo como la de un padre hablando del peso de su hijo recién nacido—. Y, antes de que lo preguntes, sí, las piedras son todas auténticas. Solo este rubí de aquí es de seis quilates.
—Gideon viajará primero —anunció mister De Villiers—. ¿La contraseña?
—Qua redit nescitis —repuso Gideon.
—¿Gwendolyn?
—¡La contraseña!
—¿Qué contraseña?
—Qua redit nescitis —repitió mister De Villiers—. La contraseña de los Vigilantes para este 24 de septiembre.
—Estamos a 6 de abril.
Gideon puso los ojos en blanco.
—Aterrizaremos en el 24 de septiembre, y dentro de estos muros. Para que los Vigilantes no nos corten la cabeza, debemos conocer la contraseña. Qua redit nescitis. ¡Repítela!
—Qua redit nescitis —dije.
Imposible, nunca conseguiría recordarla durante más de un segundo. Ya está, ya la había olvidado. ¿Me dejaría escribirla en una hoja de papel?
—¿Qué significa?
—¿Es que no te enseñan latín en la escuela?
—No —respondí.
Tenía francés y alemán, y ya era bastante duro.
—«No conocen la hora de su retorno» —tradujo el doctor White.
—Una traducción muy florida —convino mister George—. También podría decirse «No saben cuándo…».
—¡Señores, por favor! —Mister De Villiers dio unos expresivos golpecitos a su reloj de pulsera—. ¿Estás listo, Gideon?
Gideon tendió su mano al doctor White, que abrió un registro del cronógrafo y colocó el índice en la abertura. Se oyó un ligero zumbido cuando en el interior del aparato las ruedas dentadas se pusieron en movimiento. Sonaba casi como una melodía. Como en un reloj de música. Una de las piedras preciosas. Un enorme diamante, se puso a brillar de pronto desde dentro y la cara de Gideon quedó bañada en una luz blanca y clara. En el mismo instante desapareció.
—Alucinante —susurré impresionada.
—Ahora es tu turno —me señalo mister George—. Colócate exactamente aquí.
El doctor White continuó:
—Y piensa en lo que ya hemos recalcado: atenderás a lo que te diga Gideon. Quédate siempre a su lado, pase lo que pase.
El doctor me cogió de la mano y colocó mi dedo índice en el registro abierto. Algo puntiagudo me pinchó en la yema del dedo e instintivamente traté de retirarlo.
—¡Au!
El doctor White mantuvo mi mano apretada contra el registro.
—¡No te muevas!
Esta vez en el cronógrafo empezó a brillar una gran piedra azul. La luz azul se extendió cegándome. Lo último que vi fue mi enorme sombrero, que se había quedado olvidado en la mesa. Luego todo se oscureció a mi alrededor.
Una mano me sujetó el hombro.
¿Cómo demonios era aquella estúpida contraseña? Qua disitas disitis.
—¿Eres tú, Gideon? —susurré.
—¿Y quién si no? —me respondió susurrando también, y apartó la mano—. ¡Bravo, no te has caído!
Encendió una cerilla y un instante después la luz de una antorcha iluminó la habitación.
—Qué bien. ¿También te la has traído?
—No, ya estaba aquí. Aguántala.
Mientras cogía la antorcha, me alegré de no llevar puesto mi estúpido sombrero. Seguro que aquellas enormes plumas bamboleantes se hubieran encendido en un visto y no visto y yo misma me hubiera convertido en una bonita antorcha llameante.
—Silencio —susurró Gideon, aunque yo no había dicho ni mu.
Mi compañero había abierto la puerta (¿se había traído la llave, o ya estaba puesta en la cerradura?; no me había fijado) y ahora miraba con cuidado hacia el corredor. Todo estaba oscuro como boca de lobo.
—Aquí huele a podrido —dije.
—Tonterías. ¡Ven!
Gideon cerró la puerta detrás de nosotros, volvió a cogerme la antorcha de la mano y entró en el tenebroso corredor. Le seguí.
—¿No quieres volver a vendarme los ojos? —dije bromeando a media.
—Está todo oscuro, de todas maneras, tampoco podrías recordar nada —respondió Gideon—. Razón de más para que no te apartes de mi lado. Porque, como máximo en tres horas, tenemos que volver a estar aquí abajo.
Una razón más por la que debería conocer el camino. ¿Cómo iba a arreglármelas si a Gideon le pasaba algo o si nos separábamos? No me parecía una buena idea dejarme así de colgada. Pero me mordí la lengua. No tenía ganas de ponerme a discutir con el señor sabelotodo precisamente en ese momento.
Aquello olía a moho, mucho más que en nuestra época. ¿A qué año debíamos haber viajado esta vez?
Era un olor muy peculiar, como si allí abajo hubiera algo que se estuviera descomponiendo. Por algún motivo, de pronto pensé en las ratas. ¡En las películas, los pasadizos largos y oscuros y una antorcha siempre iban unidos a las ratas! Asquerosas ratas negras con ojos que brillaban en la oscuridad. O ratas muertas. Ah, sí, y arañas. Las arañas también salían siempre. Me esforcé en no tocar las paredes y en no imaginarme cómo las gruesas arañas se agarraban a la orla de mi vestido y reptaban lentamente por debajo para trepar por mis piernas desnudas.
En lugar de eso, me puse a contar los pasos que daba hasta cada giro. Después de cuarenta y cuatro pasos, a la derecha; cincuenta y cinco, y a la izquierda; luego otra vez a las izquierda y llegamos a una escalera de caracol que subía. Me remangué la falda tanto como pude para poder mantenerme a la altura de Gideon. En algún lugar ahí arriba había luz, y la claridad fue aumentando a medida que subíamos hasta que finalmente nos encontramos en un corredor ancho iluminado por un gran número de antorchas fijadas en las paredes.
En el extremo del corredor había una puerta ancha, con una armadura a la derecha y otra a la izquierda tan oxidadas como en nuestra época.
Aunque, afortunadamente, no se veía ninguna rata, tenía la impresión de que me observaban, y, cuanto más me acercaba a la puerta, más intensa se hacía esa sensación. Miré a mi alrededor, pero el corredor estaba vacío.
Cuando una de las armaduras movió de pronto un brazo y nos apuntó amenazadoramente con una lanza (o lo que fuera aquello), me quedé petrificada del susto. Ahora ya sabía quién nos había estado observando.
De una forma totalmente superflua, la armadura dijo con voz de lata:
—¡Alto!
Quise gritar, pero, una vez más, ningún sonido salió de mi boca. De todos modos, comprendí bastante rápido que no era la armadura la que se había movido y había hablado, sino el hombre que se escondía dentro. También la otra armadura parecía habitada.
—Tenemos que hablar con el maestre —anunció Gideon—. Es un asunto urgente.
—Contraseña —repuso la segunda armadura.
—Qua redit nescitis —respondió Gideon.
Exacto, eso era. Por un momento me sentí francamente impresionada al ver que Gideon había conseguido recordarla.
—Pueden pasar —dijo la primera armadura, e incluso nos sostuvo la puerta.
Detrás se extendía un corredor aún más amplio, también iluminado por antorchas. Gideon encajó la nuestra en su soporte de la pared y siguió adelante a buen paso. Yo le seguí tan rápido como me lo permitía el miriñaque. De hecho, a esas alturas, ya empezaba a faltarme el aliento.
—Esto es como una película de terror. Casi se me para el corazón. ¡Pensaba que esas cosas eran decorativas! Quiero decir que las armaduras no son precisamente modernas en el siglo XVIII, ¿no? Y tampoco realmente útiles, me parece.
—Los guardias las llevan por tradición —repuso Gideon—. En nuestra época ocurre lo mismo.
—Pues yo no he visto ningún caballero con armadura en nuestra época.
Pero entonces se me ocurrió que tal vez sí los había visto, solo que había creído que se trataba de armaduras sin caballeros.
—Date un poco de prisa —me urgió Gideon.
Para él era muy fácil decirlo, cuando no tenía que arrastras ninguna falda de la medida de una tienda de campaña.
—¿Quién es «el maestre?»
—La orden tiene un gran maestre que la preside. En esta época, naturalmente, es propio del conde. La orden aún es joven, hace solo treinta y siete años que el conde la fundó. También más tarde a menudo asumieron la presidencia miembros de la familia De Villiers.
¿Significaba eso que el conde de Saint Germain era un miembro de la familia De Villiers? Entonces, ¿por qué se llamaba Saint Germain?
—¿Y hoy? Hummm… quiero decir, en nuestra época. ¿Quién es el gran maestre?
—Actualmente es mi tío Falk —repuso Gideon—. Sustituyó a tu abuelo, lord Montrose.
—Vaya.
¡Mi querido y siempre jovial abuelo, gran maestre de la Logia secreta del Conde de Saint Germain! Y yo que siempre había creído que quien llevaba los pantalones era la abuela.
—Entonces, ¿qué puesto ocupa lady Arista en la orden?
—Ninguno. Las mujeres no pueden ser miembros de la logia. Los parientes más próximos de los miembros del Círculo de rango superior pasan automáticamente a formar parte del grupo de iniciados del Círculo Exterior, pero no tienen nada que decir.
Estaba claro, sí.
¿Tal vez su forma de tratarme era innata entre los De Villiers? ¿Una especie de defecto genético que hacía que las mujeres solo merecieran una sonrisa desdeñosa de su parte? Por otro lado, había estado muy atento con Charlotte. Y tenía que reconocer que conmigo, al menos por el momento, se comportaba hasta cierto punto.
—¿Por qué llamas siempre a tu abuela lady Arista? —preguntó—. ¿Por qué no dices abuelita o yaya como hacen otros niños?
—Sencillamente es así —repuse—. ¿Por qué las mujeres no pueden ser miembros?
Gideon alargó el brazo y me empujo detrás de él.
—Ahora cierra la boca durante un rato.
—¿Cómo dices?
En el extremo del corredor distinguí otra escalera. La luz del sol caía sobre ella desde lo alto. Pero, antes de que llegáramos a alcanzarla, dos hombres con las espadas desenvainadas salieron de entre las sombras como si nos hubieran estado esperando.
—Buenos días —dijo Gideon, que, al contrario que yo, no se había sobresaltado, aunque se había llevado la mano a la espalda.
—¡Contraseña! —gritó el primer hombre.
—Ayer ya estuviste aquí —informó el otro hombre, y dio un paso adelante para observar a Gideon—. O tu hermano menor. El parecido es asombroso.
—¿Es ese el joven que puede surgir de la nada? —preguntó el otro hombre.
Los dos se quedaron mirando a Gideon con la boca abierta. Llevaban ropas parecidas a las suyas, y no cabía duda de que madame Rossini tenía razón: al hombre del rococó le gustaba el colorido. Estos de aquí habían combinado el turquesa con flores lila con el rojo y el marrón, y uno de ellos llevaba, de hecho, una levita amarillo limón. La combinación hubiera podido resultar horrible, pero en cierto modo tenía su gracia, solo que era un pelín chillona.
Ambos llevaban sendas pelucas que formaban, sobre las orejas, rizos parecidos a salchichas, y en la nuca una pequeña coleta atada con una cinta de terciopelo.
—Digamos que conozco caminos en esta casa que son desconocidos para ustedes —repuso Gideon con una sonrisa arrogante—. Yo y mi acompañante debemos hablar con el maestre. Es un asunto urgente.
—El burro delante para que no se espante —murmuré.
—¿La contraseña?
«Qua edit bisquitis» o algo así.
—Qua redit nescitis —respondió Gideon.
Bueno, casi.