9

Mamá me abrazó como si hubiera estado ausente al menos tres años. Tuve que repetirle un millón de veces que me encontraba bien antes de que dejara de preguntar.

—¿Tú también estás bien, mamá?

—Sí, cariño, estoy bien.

—Bueno, veo que todo el mundo está bien—comentó mister De Villiers burlonamente—. Me alegra que lo hayamos aclarado. —Y se acercó tanto a nosotras que incluso pude oler su agua de colonia (una mezcla especiada y afrutada con un toque de canela que me hizo venir aún más hambre)—. ¿Y qué vamos a hacer contigo ahora, Grace? —añadió, apuntando fijamente a mamá con sus ojos de lobo.

—He dicho la verdad.

—Sí, al menos por lo que hace a las cualidades de Gwendolyn —convino De Villiers—. Pero aún queda por aclarar por qué la comadrona, que en esa época se mostró tan cooperadora como para falsificar el certificado de nacimiento, ha tenido que salir repentinamente de viaje precisamente hoy.

Mamá se encogió de hombros.

—Yo no le daría tanta importancia a algo que debe de ser solo una cualidad, Falk.

—Encuentro igualmente extraño que en un caso de posible parto prematuro, la madre se decida a dar a luz en casa. Cualquier mujer mínimamente sensata se haría llevar a un hospital al sentir los primeros dolores.

Había que reconocer que en eso tenía razón.

—Sencillamente, todo ocurrió muy rápido —replicó mamá sin parpadear—. Aún tuve suerte de que la comadrona estuviera presente.

—Bien, pero incluso así, en un parto prematuro, después del nacimiento, cualquiera hubiera ido enseguida al hospital para que examinara al bebé.

—Y lo hicimos.

—Pero al día siguiente —dijo de Villiers—. En el informe del hospital se hizo constar que, aunque el niño fue examinado a fondo, la madre rechazó someterse a una revisión. ¿Por qué, Grace?

Mamá se echó a reír.

—Creo que me entenderías mejor si tú mismo hubieras dado a luz y hubieras pasado ya por una decena de exámenes ginecológicos. Yo me encontraba perfectamente y solo quería asegurarme de que el bebé no tenía ningún problema. Lo que no entiendo es cómo has podido acceder tan rápido a un informe del hospital. Pensaba que las informaciones de ese tipo eran confidenciales.

—Por mí, puedes denunciar al hospital por violación de la ley de protección de datos —dijo mister De Villiers—. Mientras tanto, nosotros seguiremos buscando a la comadrona. Estoy intrigadísimo por saber lo que esa mujer tiene que contarnos.

La puerta se abrió y mister George y mister White entraron acompañados por mistress Jenkins, que cargaba con un montón de expedientes.

Detrás de ellos llegó Gideon arrastrando los pies. Esta vez me tomé mi tiempo para observar detenidamente el resto de su cuerpo y no solo su atractivo rostro. Busqué algo que no me gustara para no tener que sentirme tan imperfecta a su lado; pero, por desgracia, no pude encontrar nada. No era patizambo (¡de jugar al polo!) ni tenía los brazos demasiado largos ni los lóbulos de las orejas demasiado grandes (lo que, según afirmaba Leslie, podía considerarse un signo de tacañería). Y la forma en que se apoyaba con el trasero en el escritorio con los brazos cruzados sobre el pecho no podía ser más guay.

Lo único criticable era el pelo largo que casi le llegaba hasta los hombros. Pero ni ese pensamiento estúpido daba resultado, pues su cabello era tan sano y brillante que instintivamente me pregunté qué se sentiría al tocarlo.

Daba pena ver toda esa perfección desperdiciada.

—Todo está preparado —advirtió mister George guiñándome un ojo—. La máquina del tiempo ya está lista para funcionar.

Robert, el chiquillo fantasma, me saludó tímidamente con la mano y yo le devolví el saludo.

—Bien, ya estamos todos los que tenemos que estar —informó mister De Villiers—. Por desgracia, Glenda y Charlotte han tenido que irse, pero me han encargado que les envíe a todos un cordial saludo de su parte.

—Sí, seguro —dijo el doctor White.

—¡Pobre muchacha! Dos días soportando esos falsos dolores deben de haber sido una experiencia nada agradable —se lamentó mister George, y en su cara redonda se dibujó una mueca de sincera compasión.

—Por no hablar de su madre —murmuró el doctor White, mientras hojeaba el archivador que había traído mistress Jenkins—. Todo un castigo para la pobre niña.

—Mistress Jenkins, ¿cómo lleva madame Rossini el vestuario de Gwendolyn?

—Pero si acaba de… Voy a preguntar.

Mistress Jenkins volvió a salir rápidamente por la puerta.

Mister George se frotó las manos, ansioso por entrar en acción.

—Bien, parece que ya podemos empezar.

—Pero no la pondrán en peligro, ¿verdad? —dijo mamá volviéndose hacia mister George—. La mantendrán al margen de ese asunto.

—Desde luego que la mantendremos al margen —repuso Gideon.

—Haremos todo lo necesario para proteger a Gwendolyn —aseguró mister George.

—No podemos mantenerla al margen, Grace —dijo mister De Villiers—. Ella es parte de «ese asunto». Deberías haberlo tenido claro desde el principio, antes de empezar tu estúpido juego del escondite.

—Gracias a usted, la muchacha se encuentra totalmente falta de preparación y de conocimientos —dijo el doctor White—. Lo que naturalmente dificultará en gran medida nuestra misión, aunque supongo que ese era precisamente su propósito.

—Mi propósito era no poner a Gwendolyn en peligro —aseveró mamá.

—Ya he llegado muy lejos solo —añadió Gideon—. Y también puedo seguir solo hasta el final.

—Eso es justamente lo que esperaba oír —espetó mamá.

«También puedo seguir solo hasta el final». ¡Dios santo! Tuve que hacer un esfuerzo para que no se me escapara la risa. Parecía salido de una de esas disparatadas películas de acción en las que un musculitos de expresión melancólica y aire reconcentrado salva al mundo combatiendo, más solo que el uno, contra un ejército de ninjas, una flota de barcos enemigos o un pueblo repleto de bandidos armados hasta los dientes.

—Ya veremos para qué tareas puede ser apropiada —terció mister De Villiers.

—Tenemos su sangre —dijo Gideon—. No necesitamos nada más de ella. Por mí, puede venir aquí cada día y elapsar, y todos contentos.

¿Cómo? ¿«Elapsar»? Sonaba como uno de esos conceptos con los que mister Whitman acostumbraba a desconcertarnos en las clases de inglés. «En principio no es un mal planteamiento interpretativo, Gordon, pero la próxima vez recuerda que hay casos en los que la elipsión es, si no obligada, más que recomendable». ¿O era «elisión»? Tanto daba, porque ni Gordon ni yo ni nadie en la clase habíamos entendido de qué hablaba. Con excepción de Charlotte, naturalmente.

Mister George se fijó en mi cara de desconcierto.

—Con el término «elapsar» nos referimos a una sangría controlada de tu cupo de salto temporal en la que te enviamos unas horas al pasado con el cronógrafo —explicó—. De este modo evitamos que se produzcan saltos incontrolados. —Y añadió volviéndose hacia los otros—: Estoy seguro de que, con el tiempo, Gwendolyn nos sorprenderá a todos con su potencial. Ella…

—¡Ella es una cría! —le interrumpió Gideon—. No tiene ni idea de nada.

Me puse roja de indignación. ¿Cómo era capaz de soltar semejante impertinencia, ese estúpido y engreído… jugador de polo? Y qué forma tan despectiva de mirarme…

—Eso no es verdad —repliqué.

¡Yo no era ninguna cría! Tenía dieciséis años y medio. Era tan vieja como Charlotte. A mi edad, María Antonieta hacía tiempo que se había casado. (No lo sabía por la clase de historia, sino por la película con Kirsten Dunst que Leslie y yo habíamos visto en DVD). Y Juana de Arco tenía solo quince años cuando…

—Ah, ¿no? —La voz de Gideon rezumaba sarcasmo—. ¿Qué sabes de historia, por ejemplo?

—Lo suficiente —dije (¿No acababan de ponerme un sobresaliente en el examen?)

—¿De verdad? Muy bien. Veamos, ¿quién reinó en Inglaterra después de Jorge I?

No tenía ni la más remota idea.

—¿Jorge II? —respondí al tuntún.

¡Bien! Parecía decepcionado. Debía de ser correcto.

—¿Y sabrías decirme qué casa real sustituyó a los Estuardo en 1702 y por qué?

Se acabó la suerte.

—Hummm… Aún no lo hemos dado—dije.

—En fin, está bien claro —añadió Gideon dirigiéndose a los demás—. No sabe nada de historia. Ni siquiera sabe expresarse adecuadamente. Dondequiera que saltemos, llamará la atención más que un perro verde. Además, no tiene ni idea de qué va esto. ¡No solo sería totalmente inútil, sino que supondría un peligro para toda la misión!

¿Qué? ¿Qué yo no podía hablar «adecuadamente»? Pues ahora mismo se me estaba ocurriendo unos cuantos insultos de lo más adecuados que me hubiera encantado gritarle.

—Creo que has expuesto tu opinión con suficiente claridad, Gideon —declaró el señor Villiers—. Ahora sería interesante saber qué tiene que decir el conde al respecto.

—No pueden hacerle eso —susurró mamá con un hilo de voz.

—Estoy seguro de que el conde se alegrará mucho de conocerte, Gwendolyn —continuó mister George sin prestar atención a sus reparos—. El rubí, el doce, el último en el Círculo. Será un momento solemne el de su encuentro.

—¡No! —gritó mamá.

Todos volvieron la vista hacia ella.

—¡Grace! —dijo mi abuela—. ¡No vuelvas a empezar!

—No —repitió mamá—. ¡Por favor! No hace falta que él la conozca. Debería bastarle con saber que completará el Círculo con su sangre.

—Que hubiera completado —dijo el doctor White, que seguía hojeando el archivador—, si después del robo no hubiéramos tenido que empezar desde el principio.

—Sea como sea, no quiero que Gwendolyn le conozca —dijo mamá—. Esta es mi condición. Gideon puede responsabilizarse solo de esto.

—Está claro que no está en tu mano decidir sobre el tema —dijo mister De Villiers.

—¡Condiciones! ¡Pone condiciones! —exclamó el doctor White.

—¡Pero tiene razón! No le hará ningún servicio a nadie que arrastremos a la chica hasta allí —aseguró Gideon—. Le explicaré al conde lo que ha pasado, y estoy seguro de que coincidirá conmigo.

—En cualquier caso, querrá verla para poder hacerse una idea por sí mismo —dijo Falk de Villiers—. No es peligroso para ella. Ni siquiera tendrá que abandonar la casa.

—Mistress Shepherd, le aseguro que a Gwendolyn no le pasará nada —la tranquilizó mister George—. Su opinión sobre el conde se basa quizá en prejuicios que nos alegraría mucho ayudarla a disipar.

—Me temo que no van a poder conseguirlo.

—Seguro que querrás comunicarnos en qué informaciones te basas para sentir tal rechazo por el conde, un hombre al que no conoces, por cierto, mi querida Grace —la instó mister De Villiers.

Mamá apretó los labios.

—¡Te escuchamos! —dijo Mister de Villiers.

Mamá calló.

—Es… Solo una sensación —susurró finalmente.

Mister De Villiers torció la boca en una sonrisa cínica.

—Siento tener que decirlo, Grace, pero todo el rato tengo la impresión de que nos estás ocultando algo. Dime, ¿de qué tienes miedo en realidad?

—¿Quién es ese conde, si puede saberse, y por qué no debo conocerle? —pregunté.

—Porque tu madre tiene «una sensación» —me respondió el doctor White arreglándose la chaqueta—. Ese hombre hace doscientos años que está muerto, mistress Shepherd.

—Y así debe seguir —murmuró mamá.

—El conde de Saint Germain es el quinto de los doce viajeros del tiempo, Gwendolyn —explicó mister George—. Hace un momento viste su retrato en la Sala de Documentos. Él fue el primero que comprendió la función del cronógrafo y descifró los Antiguos Escritos. Y no solo descubrió cómo, con el cronógrafo, podía viajar a cualquier año y cualquier día que eligiera, sino que también desveló el secreto que se esconde tras el Secreto, el Secreto de los Doce. Con ayuda del cronógrafo, consiguió localizar a los cuatro viajeros del tiempo anteriores a él y les hizo partícipes de su descubrimiento. El conde buscó y encontró apoyo en las mentes más brillantes de su época: matemáticos, alquimistas, magos, filósofos, todos se sintieron fascinados por su causa. Juntos descifraron los Antiguos Escritos y calcularon las fechas de nacimiento de los siete viajeros del tiempo que aún debían nacer para completar el Círculo. En 1745, el conde fundó aquí, en Londres, la Sociedad de los Vigilantes, la Logia secreta del Conde de Saint Germain.

—El conde tiene que agradecer el descifrado de los Antiguos Escritos a personajes tan famosos como Raimundus Lullus, Agrippa von Nettesheim, John Colet, Henry Draper, Simon Forman, Samuel Hartlib, Kenelm Digby y John Wallis —informó mister De Villiers.

Ninguno de esos nombres me sonaba de nada.

—Ninguno de esos nombres le suena de nada —dijo Gideon burlonamente.

¡Demonios! ¿Es qué podía leer el pensamiento? Por si acaso podía hacerlo, le dirigí una mirada asesina y pensé con todas mis fuerzas: «¡Estúpido fanfarrón!».

Apartó la mirada.

—Pero Isaac Newton murió en 1727. ¿Cómo podía ser miembro de los Vigilantes?

Yo misma me quedé maravillada de que se me hubiera ocurrido aquello. Leslie me lo había dicho el día anterior por teléfono, y por alguna misteriosa razón se me había quedado grabado en el cerebro. Al fin y al cabo, resulta que no era tan estúpida como afirmaba el tal Gideon ese.

—Exacto —repuso mister George sonriendo—. Esa es una de las ventajas que tiene un viajero del tiempo. Puede buscarse amigos también en el pasado.

—¿Y qué es eso del secreto que se esconde tras el secreto?

—El Secreto de los Doce se revelará cuando se haya registrado la sangre de los doce viajeros del tiempo en el cronógrafo —anunció solemnemente mister George—. Por eso debe cerrarse el Círculo.

Esta es la gran misión que debemos llevar a cabo.

—¡Pero si yo soy la última de los Doce! ¡Conmigo el Círculo debería estar completo!

—Sí, y lo estaría —repuso el doctor White—, si hace diecisiete años a tu prima Lucy no se le hubiera ocurrido la idea de robar el cronógrafo.

—Paul fue quien robó el cronógrafo —puntualizó lady Arista—. Lucy solo…

Mister De Villiers levantó una mano.

—Muy bien, muy bien, digamos sencillamente que lo robaron juntos. Dos chiquillos descarriados… De este modo se destruyeron cinco siglos de trabajo. La misión estuvo a punto de fracasar y el legado del conde de Saint Germain estuvo a punto de perderse definitivamente.

—¿El legado es el Secreto?

—Afortunadamente, entre estos muros se encontraba otro cronógrafo —dijo mister George—. No estaba previsto que entrara nunca en funcionamiento. Llegó a manos de los vigilantes en 1757, y era defectuoso. Había permanecido abandonado durante siglos y sus valiosas piedras preciosas habían sido robadas. En un esforzado trabajo de reconstrucción que se prolongó a lo largo de dos siglos, los Vigilantes consiguieron que el aparato…

El doctor White le interrumpió impaciente:

—Para abreviar un poco la historia: fue reparado y se vio que efectivamente podía funcionar, aunque solo pudimos verificarlo en la práctica cuando el undécimo viajero del tiempo, es decir, Gideon, llegó a la edad de iniciación. Habíamos perdido un cronógrafo y con él la sangre de diez viajeros del tiempo. Teníamos que empezar desde el principio con el segundo.

—Para… hummm… descubrir el Secreto de los Doce —dije.

Había estado a punto de decir «para que se revelara». Empezaba a sentirme como si me hubieran hecho un lavado de cerebro.

La respuesta fue una solemne inclinación de cabeza del doctor White y de mister George.

—¿Y qué clase de secreto es ese?

Mamá empezó a reír. Aquello estaba totalmente fuera de lugar, pero el hecho es que cacareaba como hacía siempre Caroline cuando veía a mister Bean por la tele.

—¡Grace! —susurró lady Arista—. ¡Contrólate!

Pero solo consiguió que mamá riera aún con más ganas.

—El Secreto es el Secreto es el Secreto —consiguió soltar entre dos estallidos de risa—, y así siempre.

—Lo que decía: ¡son todas unas histéricas! —gruñó el doctor White.

—Me alegra que aún consigas encontrarle el lado cómico al asunto —puntualizó mister De Villiers.

Mamá se secó las lágrimas de los ojos.

—Lo siento. Me ha dado así sin más. En realidad, preferiría llorar, de verdad.

Comprendí que no conseguiría llegar a ninguna parte con mi pregunta sobre la naturaleza del secreto.

—¿Qué tiene de peligroso el conde para que no deba conocerle? —pregunté en su lugar.

Mamá, que de pronto se había puesto seria como un funeral, se limitó a sacudir la cabeza. La verdad es que empezaban a preocuparme sus cambios bruscos de humor, tan impropios de ella.

—Nada —respondió el doctor White en su lugar—. Tu madre solo teme que puedas entrar en contacto con un cuerpo ideológico que contradiga sus propios puntos de vista, si bien ella no tiene capacidad de decisión entre estos muros.

—Cuerpo ideológico —repitió mi madre sarcásticamente—. Un poco traído por los pelos, ¿no?

—En cualquier caso, ¿por qué no dejamos sencillamente que sea Gwendolyn quien decida si quiere ver al conde o no?

—¿Solo para tener una conversación con él? ¿En el pasado? —Mi mirada pasó de mister De Villiers a mister George y otra vez a Mister De Villiers—. ¿Y él podrá responder a mi pregunta sobre el Secreto?

—Si quiere hacerlo —repuso mister George—. Le verás en el año 1782. Por entonces, el conde ya era un hombre muy anciano, y prácticamente había venido de visita a Londres en cumplimiento de una misión estrictamente confidencial de la que los historiadores y sus biógrafos no saben nada. Pasó la noche en esta casa, razón por lo cual será muy sencillo arreglar una conversación entre ustedes. Por descontado. Gideon te acompañará.

Gideon masculló algo que incluía las palabras «idiotas» y «canguro». ¿«Canguro de idiotas»? Cómo detestaba a ese tipo.

—¿Mamá?

—Di que no, cariño.

—Pero ¿por qué?

—Aún no estás preparada.

—¿Por qué no estoy preparada? ¿Por qué no puedo ver a ese conde? ¿Qué tiene de peligroso? Dímelo, mamá.

—Sí, díselo, Grace —instó mister De Villiers—. Gwendolyn está harta de tanto secretismo, lo cual es aún más mortificante si procede de su propia madre, pienso yo.

Mamá calló.

—Ya vez lo difícil que es arrancarnos informaciones realmente útiles —dijo mister De Villiers, mirándome muy serio con sus ojos ambarinos.

Mi madre seguía callada.

Me vinieron ganas de sacudirla por los hombros. Falk de Villiers tenía razón: sus insinuaciones no me ayudaban en nada.

—Entonces tendré que descubrirlo por mí misma —afirmé—. Quiero conocerle.

No sé qué me había pasado de repente, pero de pronto dejé de sentirme como una niña de cinco años que solo quiere correr a casa para esconderse debajo de la cama.

Gideon lanzó un gemido.

—Grace, ya lo has oído —advirtió mister De Villiers—. Creo que deberías dejar que te acompañaran de vuelta a Mayfair y tomarte un tranquilizante. Llevaremos a Gwendolyn a casa cuando… hayamos acabado.

—No la dejaré sola —susurró mamá.

—Caroline y Nick pronto volverán de la escuela, mamá. No te preocupes, puedes marcharte. Yo puedo cuidar de mí misma.

—No, no puedes —volvió a susurrar mamá.

—Te acompañaré, Grace —dijo lady Arista en un tono sorprendentemente afable—. Me he pasado dos días seguidos aquí y tengo dolor de cabeza. Las cosas han dado un giro inesperado. Pero ahora… ya no está en nuestras manos.

—Muy juicioso —repuso el doctor White.

Mamá parecía a punto de romper a llorar.

—Muy bien —convino—, me iré. Confío en que se haga todo lo necesario para que Gwendolyn no corra ningún peligro.

—Y mañana pueda acudir puntualmente a la escuela —observó lady Arista—. No debería perderse muchas clases. Ella no es Charlotte.

La miré atónita. La verdad es que me había olvidado por completo de la escuela.

—¿Dónde están mi sombrero y mi abrigo? —preguntó lady Arista.

Entre los hombres que estaban en la habitación se produjo una especie de suspiro de alivio que no podía oírse pero sí palparse.

—Mistress Jenkins se ocupará de todo, lady Arista —repuso mister De Villiers.

—Vamos, hija —dijo lady Arista a mamá.

Mamá vaciló.

—Grace. —Falk de Villiers le cogió la mano y se la llevó a los labios—. Ha sido un gran placer volver a verte después de tantos años.

—Tampoco han sido tantos —repuso mamá.

—Diecisiete.

—Dieciséis —replicó mamá, como si estuviera un poco ofendida—. También nos vimos en el entierro de mi padre. Pero seguramente lo habrás olvidado.

Volvió la cabeza para dirigirse a mister George.

—¿Cuidará de ella?

—Mistress Shepherd, le prometo que Gwendolyn estará segura con nosotros —repuso mister George—. Confíe en mí.

—No me queda otro remedio. —Mamá retiró la mano a mister De Villiers y se colgó el bolso al hombro—. ¿Puedo hablar un momento a solas con mi hija?

—Naturalmente —repuso Falk de Villiers—. Si quieres, aquí al lado no te molestará nadie.

—Me gustaría salir afuera con ella —objetó mamá.

Mister De Villiers enarcó una ceja.

—¿Tienes miedo de que te espiemos a través de una mirilla oculta en un retrato? —preguntó entre risas.

—No, simplemente necesito un poco de aire fresco —respondió mamá.

* * *

A esa hora del día, el jardín estaba cerrado al público. Unos cuantos turistas—reconocibles por las voluminosas cámaras fotográficas que llevaban colgadas al cuello—contemplaron con envidia cómo mamá abría una de las puertas, un afiligranado portal de hierro de dos metros de altura, y volvía a cerrarla tras de nosotras.

Me quedé fascinada por la exuberancia de los macizos de flores, el verde intenso del césped y la fragancia del aire.

—Ha sido una buena idea venir aquí —dije—. Empezaba a sentirme como un topo ahí dentro.

Con gran anhelo dirigí la cara hacia el sol, que para encontrarnos a principios de abril era sorprendentemente cálido.

Mamá se sentó en un banco de teca y se frotó la frente con la mano, en un gesto muy parecido al que antes había hecho lady Arista, solo que mamá no parecía viejísima.

—Esto es una auténtica pesadilla —me espetó.

Me dejé caer junto a ella en el banco.

—Sí. Realmente cuesta hacerse a la idea de cómo han cambiado las cosas. Ayer por la mañana todo era como siempre, hasta que de repente… Tengo que asimilar tantas cosas de golpe, miles de pequeñas informaciones que no acaban de encajar una con otras, que tengo la sensación de que me va a estallar la cabeza.

—Lo siento muchísimo —dijo mamá. Me hubiera gustado tanto poder ahorrarte todo esto…

—¿Qué hiciste para que todos estén tan enfadados contigo?

—Ayudé a huir a Lucy y a Paul —respondió mamá, no sin antes echar una ojeada a su alrededor para asegurarse de que nadie nos espiaba—. Durante un tiempo se escondieron en nuestra casa de Durham. Pero, naturalmente, ellos acabaron por descubrirlos y Lucy y Paul tuvieron que irse.

Pensé en todo lo que me había explicado a lo largo del día, y de pronto comprendí dónde estaba mi prima.

La oveja negra de la familia no vivía en el Amazonas con alguna tribu indígena ni se había escondido en un convento de monjas en Irlanda, como siempre habíamos imaginado Leslie y yo de niñas.

No, Lucy y Paul estaban en un sitio muy distinto.

—Desaparecieron con el cronógrafo en el pasado, ¿verdad?

Mi madre asintió.

—No fue una decisión fácil para ellos, pero al final no tuvieron otra elección.

—¿Por qué no fue fácil?

—No se puede alejar el cronógrafo de su época. Quien se lleva el cronógrafo al pasado, no puede viajar de vuelta y debe permanecer allí para siempre.

Tragué saliva.

—¿Qué motivo puede haber para hacer algo así? —pregunté en voz baja.

—Lucy y Paul comprendieron que en el presente no había ningún escondite seguro para ellos y el cronógrafo. Los Vigilantes les hubieran localizado tarde o temprano dondequiera que hubieran tratado de huir.

—¿Y por qué lo robaron, mamá?

—Querían evitar que… el Círculo de Sangre se cerrara.

—¿Y qué pasa si el Círculo de Sangre se cierra?

Madre mía, ya empezaba a parecer uno de ellos. «Círculo de Sangre». A ese paso, pronto empezaría a hablar en verso.

—Escucha, cariño, no tenemos mucho tiempo. Aunque ahora afirmen lo contrario, sé que ellos tratarán de hacerte participar en lo que llaman su misión. Te necesitan para cerrar el Círculo y hacer que se revele el Secreto.

—¿Qué es el secreto, mamá?

Tenía la impresión de que ya había hecho esta pregunta mil veces, e interiormente casi la grité.

—Sé tan poco como los demás. Solo puedo hacer suposiciones. Sé que es muy potente y que otorga un gran poder al que sabe utilizarlo, pero también sé que el poder en manos de las personas equivocadas es muy peligroso. Por esa razón, Lucy y Paul opinaban que era mejor que el Secreto permaneciera oculto y, para conseguirlo, hicieron grandes sacrificios.

—Eso ya lo he entendido. Lo que no he entendido es por qué.

—Aunque a algunos de los hombres de ahí dentro posiblemente solo les impulse la curiosidad científica, las intenciones de muchos otros no son en absoluto nobles. Sé que no se detienen ante nada para conseguir sus objetivos. No puedes fiarte de ninguno de ellos. De ninguno, Gwendolyn.

Suspiré al comprender que nada de lo que me había dicho tenía ninguna utilidad.

Desde el jardín oímos un ruido de motor y un coche se detuvo ante el portal, aunque en realidad allí estaba prohibida la circulación.

—¡Ya es hora de irnos, Grace! —gritó lady Arista desde fuera.

Mamá se levantó.

—¡Creo que hoy nos espera una noche de lo más divertida! Seguro que la mirada helada de la tía Glenda congelará la comida.

—¿Por qué la comadrona se ha ido de viaje precisamente hoy? ¿Y por qué no me tuviste en un hospital?

—Deberían dejar en paz a esa pobre mujer —repuso mamá.

—¡Grace! ¡Vámonos de una vez!

Lady Arista golpeó la reja de hierro con la punta de su paraguas.

—Me parece que te estás ganando una buena regañina —dijo.

—Me rompe el corazón tener que dejarte aquí sola.

—Podría irme contigo a casa y ya está —repuse, a sabiendas de que no me apetecía nada hacerlo. Falk de Villiers tenía razón: ahora formaba parte de «ese asunto», y extrañamente eso me gustaba.

—No, no puedes —explicó mamá—. En los saltos incontrolados en el tiempo podrías resultar herida o incluso muerta. Aquí, al menos en este sentido, estás segura. —Me abrazó—. No olvides lo que te he dicho. No te fíes de nadie. Ni siquiera de tus sensaciones. Y ve con cuidado con el conde Saint Germain. Se dice que tiene la facultad de penetrar en la mente de sus interlocutores. Puede leer tus pensamientos, y, lo que es peor todavía, controlar tu voluntad si se lo permites.

Me apreté tan fuerte como pude contra ella.

—Te quiero, mamá.

Por encima de su hombro pude ver que en ese momento mister De Villiers se encontraba ante la puerta.

Cuando mamá se dio la vuelta, también le vio.

—¡Sobre todo, debes ir con mucho cuidado con ese! —susurró en voz baja—. Se ha convertido en un hombre peligroso.

Me pareció notar un matiz de admiración en su voz y, siguiendo un impulso repentino, le pregunté:

—¿Tuviste algo con él alguna vez, mamá?

No hizo falta que me contestara; por la cara que puso, supe que había dado en el blanco.

—Yo tenía diecisiete años y era fácil de impresionar —dijo.

—Lo comprendo —repliqué sonriendo maliciosamente—. Tiene unos ojos realmente increíbles.

Mamá me devolvió la sonrisa mientras volvíamos con deliberada lentitud hacia la puerta.

—Oh, sí. Paul tenía exactamente los mismos ojos. Pero, al contrario que su hermano mayor, no había en él ni sombra de arrogancia. No me extraña que Lucy se enamorara…

—Me encantaría saber qué se ha hecho de ellos.

—Me temo que tarde o temprano lo sabrás.

—Dame la llave —dijo Falk de Villiers con impaciencia, y mamá le tendió el manojo de llaves a través de la reja de la puerta—. He llamado a un coche para que las lleve.

—Nos veremos mañana en el desayuno, Gwendolyn —dijo lady Arista, y me sujetó la barbilla con la mano—. ¡Ánimo, niña! Eres una Montrose, y las Montrose mantienen la compostura siempre bajo cualquier circunstancia.

—Haré lo que pueda, abuela.

—Así me gusta. ¡Bueno, ya está bien! —exclamó moviendo los brazos como si quisiera espantar a una mosca—. ¿Qué se ha creído esta gente, que soy la reina de Inglaterra?

A los turistas, sin embargo, debía parecerles tan británica, con su elegante sombrero, el paraguas y el abrigo a juego, que la fotografiaron desde todos los ángulos.

Mamá volvió a abrazarme.

—El Secreto ya ha costado unas cuantas vidas —me susurró al oído—. No lo olvides.

Con sentimientos encontrados, seguí con la mirada a mi madre y mi abuela hasta que doblaron la esquina y desaparecieron de mi vista.

Mister George me cogió la mano y me la estrechó con fuerza.

—No tengas miedo, Gwendolyn. No estás sola.

Exacto, no estaba sola. Estaba con gente en la que no podía confiar. «En ninguno de ellos», había dicho mamá. Miré los amistosos ojos azules de mister George y busqué en ellos algo peligroso, insincero, pero no descubrí nada.

«No confíes en nadie. Ni siquiera en tus propias sensaciones».

—Ven, vamos adentro. Tienes que comer algo.

—Espero que la conversación con tu madre haya sido esclarecedora para ti —dijo mister De Villiers de camino hacia arriba—. Déjame adivinar: te habrá prevenido contra nosotros, diciendo que carecemos de escrúpulos y no somos de gente de fiar, ¿me equivoco?

—Eso lo sabrá usted mejor que yo —repuse—. Pero en realidad hemos hablado de que en una época mi madre y usted tuvieron algo.

Mister De Villiers enarcó las cejar sorprendido.

—¿Eso te ha dicho? —exclamó ligeramente arrobado—. Hace mucho de eso. Yo era joven y…

—… y fácil de impresionar —acabé yo—. Eso mismo ha dicho mi madre.

Mister George soltó una carcajada.

—¡Pues sí, es verdad! Lo había olvidado por completo. Tú y Grace Montrose hacían buena pareja, Falk. Aunque solo durara tres semanas. Hasta que te aplastó en la camisa un pedazo de pastel de queso en aquel baile de beneficencia en Holland House y dijo que nunca volvería a dirigirte la palabra.

—Era tarta de frambuesa —repuso mister De Villiers guiñándome un ojo—. En realidad, quería tirármela a la cara, pero por suerte solo me dio en la camisa. La mancha no salió nunca. Y todo porque estaba celosa de una chica cuyo nombre no puedo recordar siquiera.

—Larisa Crofts, hija del ministro de Finanzas —apuntó mister George.

—¿De verdad? —Mister De Villiers parecía sinceramente sorprendido—. ¿Del actual o del de entonces?

—Del de entonces.

—¿Era guapa?

—Por desgracia.

—De todos modos, Grace me partió el corazón porque empezó a salir con un chico de la escuela cuyo nombre no recuerdo muy bien.

—Claro. Porque le partiste la nariz y sus padres estuvieron a punto de denunciarte —repuso mister George.

—¿Es eso verdad?

Yo estaba absolutamente fascinada.

—Fue un accidente —aclaró mister De Villiers—. Jugábamos juntos en un equipo de rugby.

—Cuántos abismos insondables se abren ante nuestros ojos, ¿no es cierto, Gwendolyn?

Mister George aún reía divertido al abrir la puerta de la Sala del Dragón.

—Desde luego.

Me detuve al ver a Gideon, que nos miraba con el gesto torcido, sentado a la mesa del centro de la habitación.

Mister De Villiers me empujó hacia delante.

—No fue nada serio —dijo—. Las relaciones amorosas entre los De Villiers y los Montrose no parecen contar con el favor de los hados. Podría decirse que están condenadas de antemano al fracaso.

—Creo que esta advertencia es totalmente innecesaria, tío —dijo Gideon cruzándose de brazos—. Definitivamente, ella no es mi tipo.

Con «ella» se refería a mí, pero tardé varios segundos en similar la ofensa. Mi primer impulso fue replicarse algo del estilo «A mí tampoco me van los tipos creídos» o «Vaya, qué alivio. De hecho, ya tengo novio. Uno con buenos modales». Pero al final me limité a cerrar la boca.

Muy bien. Yo no era su tipo. ¿Y qué? Pues nada.

La verdad es que me importaba un pimiento.