Aterricé con el trasero sobre una piedra fría con una galleta en la mano. O al menos daba toda la sensación de que era una galleta. A mi alrededor reinaba una oscuridad absoluta, más negra que el carbón. Extrañamente, en lugar de sentirme paralizada por el terror, no sentía ningún miedo. Tal vez fuera por las palabras tranquilizadoras de mister George, o tal vez sencillamente porque para entonces ya me había acostumbrado a los saltos. Me llevé la galleta a la boca (¡realmente deliciosa!), y luego busqué palpando la linterna que llevaba colgada del cuello y me pasé el cordón por encima de la cabeza.
Tardé unos segundos en encontrar el interruptor de la linterna. Luego vi las estanterías de libros reconocí la chimenea (por desgracia, apagada y fría). La pintura que había encima era la misma que había visto antes: el retrato del viajero del tiempo con la peluca rizada blanca, el conde de no sé qué. Solo faltaban un par de sillones y mesitas y, por desgracia, el cómodo sofá donde había estado sentada.
Mister George había dicho que me limitara a esperar hasta que volviera a saltar de vuelta. Y posiblemente lo habría hecho si el sofá aún hubiera estado allí. Pero, pensándolo bien, no hacía ningún daño si echaba una ojeada por la muerta.
Avancé tanteando con cuidado y me encontré con la puerta cerrada. Menos mal que ya no tenía que ir al baño.
A la luz de la linterna revisé la habitación en busca de algún indicio del año en que me encontraba: quizá hubiera un calendario colgado en la pared o colocado sobre el escritorio.
El escritorio estaba lleno de papeles enrollados, libros, cartas abiertas y pequeños cofres. El rayo de luz iluminó un tintero y unas plumas. Cogí una hoja de papel gruesa y áspera, cuya escritura tenía tantas florituras que costaba de descifrar.
Muy honorable señor doctor —leí—: Hoy he recibido su carta, que solo ha tardado nueve semanas en llegar. Uno no puede sino quedarse admirado por esta velocidad cuando piensa en el largo camino que ha recorrido su ameno informe sobre la situación de las colonias.
Sonreí. ¡Nueve semanas para recibir una carta! ¡Y la gente aún se quejaba de la informalidad del servicio de correos inglés! Bien, al parecer me encontraba en una época en que las cartas aún se enviaban con palomas mensajeras, o, mejor aún, con caracoles.
Me senté en la silla del escritorio y leí unas cuantas cartas más, lo cual me pareció una ocupación bastante aburrida. Además, los nombres tampoco me decían nada. A continuación registré los pequeños cofres. El primero que abrí estaba lleno de sellos con motivos artísticamente labrados. Busqué una estrella de doce puntas, pero solo había coronas, letras imbricadas unas con otras y bonitos motivos florales. También velas de cera de todos los colores, incluso de oro y plata.
El siguiente cofre estaba cerrado. Tal vez hubiera una llave en alguno de los cajones. Esta pequeña búsqueda del tesoro empezaba a ponerse francamente divertida. Si lo que encontraba en el cofre me gustaba, sencillamente me lo llevaría a modo de prueba. De hecho, con la galleta había funcionado. Le llevaría un pequeño recuerdo a Leslie; eso tenía que estar permitido.
En los cajones del escritorio encontré más cañones de pluma y tinteros, cartas guardadas en sus sobres, libros de notas encuadernados, una especie de estilete, un cuchillito en forma de hoz y… llaves.
Muchas, muchísimas llaves de todas las formas y tamaños. Leslie hubiera estado encantada. Seguramente en esa habitación había una cerradura para cada una de esas llaves y tras cada cerradura un pequeño secreto, o mejor, un tesoro.
Probé unas cuantas llaves que parecían bastante pequeñas para entrar en la cerradura del cofre, pero la que encajaba no estaba allí. Lástima. Seguramente contenía joyas valiosas. ¿Y si me llevaba el cofre entero? No; era poco manejable y demasiado grande para el bolsillo interior de mi chaqueta.
En la siguiente caja había una pipa muy bonita, artísticamente tallada, probablemente de marfil, pero aquel no era un regalo apropiado para Leslie. ¿Y si le llevaba uno de los sellos? ¿O ese bonito estilete? ¿O uno de los libros?
Naturalmente, sé de sobra que no está bien robar, pero aquella era una situación excepcional y me parecía que tenía derecho a una compensación. Además, tenía que comprobar si funcionaba lo de llevarse objetos del pasado al presente. De hecho, yo, que me sentía moralmente indignada cuando Leslie cogía más de una de las tapas de degustación gratuitas que ofrecían en Harrods o —como hacía poco— arrancaba una flor de un macizo del parque, me sorprendí de no sentir el menor remordimiento.
El único problema era que no conseguía decidirme. El estilete parecía el objeto más valioso. Si las piedras de la empuñadura eran auténticas, seguro que valía una fortuna. Pero ¿qué iba a hacer Leslie con un estilete? Seguro que le gustaría más un sello. Pero ¿cuál?
El vértigo me liberó de la necesidad de tomar una decisión. Cuando el escritorio empezó a difuminarse ante mis ojos, cogí el primer objeto que tuve tiempo de agarrar.
Aterricé suavemente sobre mis pies. Al principio, la luz me cegó. Rápidamente me metí en el bolsillo, junto al móvil, la llave que había cogido en el último segundo y miré a mi alrededor. Todo estaba exactamente igual que antes, mientras bebía té con mister George. El ambiente de la habitación estaba agradablemente caldeado gracias a la chimenea encendida.
Pero mister George no estaba solo. Le acompañaban Falk de Villiers y el antipático y gris doctor White (junto con el pequeño fantasma rubio). Los tres hombres conversaban en voz baja en el centro de la habitación, mientras Gideon de Villiers les contemplaba con aire indolente, con la espalda poyada en uno de los armarios de la biblioteca. Él fue el primero que me vio.
—Hola, Wendy —me saludó.
—Gwendolyn —repliqué.
¡Por Dios, no era tan difícil de recordar! Yo no le llamaba «Gisbert», ¿no?
Los tres hombres se volvieron y se me quedaron mirando: el doctor White con los ojos entornados y aire receloso, y mister George visiblemente contento.
—Han sido casi quince minutos —señaló—. ¿Cómo te encuentras, Gwendolyn? ¿Te sientes bien?
Asentí.
—¿Te ha visto alguien?
—No había nadie. No me he movido del sitio, tal como me había dicho. —Alargué a mister George la linterna portátil y su anillo de sello—. ¿Dónde está mi madre?
—Está arriba con los demás —repuso escuetamente mister De Villiers.
—Quiero hablar con ella.
—No te preocupes, más tarde podrás hacerlo —observó mister George—. Pero antes… Oh, la verdad es que no sé por dónde empezar.
El hombre estaba radiante. ¿De qué demonios se alegraba tanto?
—Ya conoces a mi sobrino, Gideon —me informó mister De Villiers—. Él ya pasó hace dos años por lo que tú estás viviendo ahora. Solo que estaba mejor preparado. Será difícil ponerte al día y recuperar el tiempo perdido estos años.
—¿Difícil? Yo más bien diría que imposible —replicó el doctor White.
—Tampoco hace ninguna falta —aclaró Gideon—. Puedo hacerlo todo mucho mejor solo.
—Ya veremos —señaló mister De Villiers.
—Creo que están infravalorando a la muchacha —aseveró mister George, y, adoptando un tono solemne, casi místico, exclamó—: ¡Gwendolyn Shepherd, ahora formas parte de un secreto antiquísimo! Y ha llegado el momento de que aprendas a comprender en qué consiste dicho secreto. Primero deberías saber…
—No deberíamos precipitarnos —le interrumpió el doctor White—. Es posible que tenga el gen, pero eso no presupone ni mucho menos que podamos confiar en ella.
—O que comprenda siquiera de qué va esto —añadió Gideon.
Por lo visto, ese estúpido engreído me consideraba un poco cortita.
—Quién sabe qué instrucciones habrá recibido esta chica de su madre —dijo el doctor White—. Y quién sabe de quién habrá recibido instrucciones. Solo tenemos este cronógrafo, y no podemos permitirnos un nuevo fiasco. Sencillamente me gustaría que meditáramos más a fondo la cuestión.
Mister George tenía el aspecto de alguien que acaba de recibir una bofetada.
—Las cosas también pueden hacerse complicadas sin necesidad —murmuró.
—De momento, me la llevo a mi Sala de Tratamiento —informó el doctor White—. No te lo tomes a mal, Thomas, pero ya tendremos tiempo para explicaciones.
Al oír aquellas palabras, un escalofrío me recorrió la espalda. Lo último que quería era ir a una «Sala de Tratamiento» con ese doctor Frankenstein.
—Quiero ir con mamá —dije, aún a riesgo de sonar como una niña pequeña.
Gideon chasqueó la lengua con desdén.
—No tienes por qué tener miedo, Gwendolyn —aseguró mister George—, solo necesitamos un poco de sangre. Por otra parte, el doctor White también se encargará de proteger tu sistema inmunitario. Por desgracia, en el pasado acechan todo tipo de peligrosos agentes patógenos que el organismo humano no conoce en la actualidad. Ya verás, irá muy rápido.
¿Realmente no era consciente de lo terrible que sonaba todo eso? «Solo necesitamos un poco de sangre», y «Ya verás, irá muy rápido». ¡Dios mío!
—Pero es que yo… no quiero estar sola con el doctor Frank… White —corregí.
De todos modos, a esas alturas, tanto daba si ese hombre me encontraba descortés o no. Además, él también era un maleducado. Y por lo que hacía a Gideon, ¡que pensara de mí lo que quisiera!
—El doctor White no es tan… insensible como pueda parecer a primera vista —aseguró mister George—. En realidad, no hace falta que…
—Sí hace falta —gruño el doctor White.
Poco a poco empezaba a ponerme furiosa. ¿Qué se había creído ese saco de huesos con cara de palo? ¡Lo primero que debería hacer era comprarse un traje como Dios manda!
—Ah, ¿sí? ¿Y qué hará si me niego? —resoplé mientras observaba que los ojos chispeantes de indignación que me miraban detrás de las gafas de montura negra estaban rojos e inflamados.
«Vaya médico —pensé—, ni siquiera puede curarse a sí mismo».
Antes de que el doctor White tuviera tiempo de reflexionar sobre lo que haría conmigo (mi imaginación representó al instante algunos detalles francamente desagradables), mister De Villiers se entrometió, para mi gran alivio, en la conversación.
—Le pediremos a mistress Jenkins que venga —afirmó en un tono que no admitía réplica—. Mister George te acompañará hasta que llegue.
Lancé una mirada triunfal al médico, una de esas que equivalen a sacar la lengua, pero el hombre me ignoró.
—Nos encontraremos dentro de media hora arriba, en la Sala del Dragón —añadió mister De Villiers.
No quería hacerlo, pero, mientras salía, volví la cabeza y dirigí una rápida mirada a Gideon, para ver si mi triunfo sobre el doctor White le había impresionado. Por lo visto, no, porque me estaba mirando las piernas. Probablemente, las estaba comparando con las de Charlotte.
Lo tenía mal, porque las suyas eran más largas y finas. Y, además, seguro que ella no tenía arañazos en las pantorrillas por haber estado arrastrándose entre trastos viejos y cocodrilos disecados la noche anterior.
* * *
La sala de Tratamiento del doctor White parecía una consulta de médico normal y corriente. Y mientras él se ponía la bata blanca sobre el traje y se lavaba las manos larga y cuidadosamente, también parecía un médico normal y corriente. Solo la figura del chiquillo fantasma rubio que tenía al lado resultaba un poco inhabitual.
—Chaqueta fuera y mangas remangadas —ordenó secamente el doctor White.
Mister George tradujo.
—Si eres tan amable, quítate la chaqueta, por favor, y súbete las mangas.
El pequeño fantasma miraba interesado. Cuando le sonreí, se refugió rápidamente detrás del doctor White, solo para sacar la cabeza de nuevo un segundo más tarde.
—¿Me estás viendo?
Asentí.
—Mira hacia otro lado —gruñó el doctor White mientras me hacía un torniquete en el brazo.
—No me importa ver sangre —repuse—. Aunque sea la mía.
—Los otros no pueden verme —afirmó el pequeño fantasma.
—Lo sé —repliqué—. Me llamo Gwendolyn. ¿Y tú?
—Para ti sigo siendo el doctor White —repuso el doctor White.
—Yo me llamo Robert —dijo el fantasma.
—Es un nombre muy bonito —dije yo.
—Muchas gracias —respondió el doctor White—. Tú también tienes unas venas muy bonitas.
Apenas había notado el pinchazo. Cuidadosamente, el doctor White llenó un tubito con mi sangre. Luego cambió el tubito lleno por uno vacío y también dejó que se llenara.
—No habla contigo, Jake —aseguró mister George.
—Ah, ¿no? ¿Y con quien habla, pues?
—Con Robert —repuse yo.
El doctor White levantó la cabeza bruscamente. Por primera vez me miró directamente a los ojos.
—¿Cómo dices?
—Nada, es igual.
El doctor White masculló unas palabras ininteligibles y mister George me dirigió una sonrisa de complicidad.
Llamaron a la puerta. Era mistress Jenkins, la secretaria de las gafas gruesas, que entró en la habitación.
—Vaya, por fin ha llegado —gruñó el doctor White—. Ya puedes ahuecar el ala, Thomas. Mistress Jenkins se encargará de vigilar. Puede sentarse en la silla, ahí detrás. Pero haga el favor de mantener la boca cerrada.
—Tan encantador como siempre —observó mistress Jenkins, pero obedeció y se sentó en la silla que le habían indicado.
—Nos vemos enseguida —se despidió mister George, no sin antes levantar uno de los tubitos con mi sangre—. Voy a llenar el depósito —añadió sonriendo.
—¿Dónde está ese cronógrafo? ¿Y qué aspecto tiene? —pregunté cuando la puerta se hubo cerrado detrás de mister George—. ¿Se puede sentar uno dentro?
—La última persona que me preguntó por el cronógrafo lo robó apenas dos años más tarde. —El doctor White apartó la cánula de mi brazo y apretó un pedazo de gasa contra el pinchazo—. De modo que estoy seguro de que comprenderás que me abstenga de contestar a tus preguntas.
—¿Robaron el cronógrafo?
El chiquillo fantasma llamado Robert afirmó enérgicamente con la cabeza.
—Tu encantadora prima Lucy en persona —informó el doctor White—. Recuerdo perfectamente la primera vez que la vi aquí sentada. Tenía un aspecto tan inocente e ingenuo como el que tú tienes ahora.
—Lucy es simpática —dijo Robert—. Me gusta.
Como era un fantasma, probablemente tenía la sensación de que había visto a Lucy por última vez justo el día anterior.
—¿Lucy robó el cronógrafo? ¿Y por qué lo hizo?
—¿Qué sé yo? Trastorno esquizoide de la personalidad, probablemente —gruño el doctor White—. Por lo visto, es cosa de familia. Todas las Montrose son unas histéricas. Y Lucy disponía, además, de una buena reserva de energía criminal.
—¡Doctor White! —le recriminó mistress Jenkins—. ¡Eso no es verdad!
—¿No habíamos quedado en que mantendría la boca cerrada? —preguntó el doctor White.
—Pero si Lucy robó el cronógrafo, ¿cómo puede ser que yo ahora esté aquí? —pregunté.
—Oh, sí, ¿cómo es posible? —El doctor White soltó la correa de mi brazo—. Pues porque existe un segundo cronógrafo, listilla. ¿Cuándo te pusieron la última vacuna contra el tétanos?
—No lo sé. ¿De modo que hay varios cronógrafos?
—No, solo esos dos —repuso el doctor White mientras percutía mi antebrazo—. Veo que no te has vacunado contra el tétanos ni la difteria. ¿Alguna enfermedad crónica? ¿Alergias?
—No. Tampoco estoy vacunada contra la peste, el cólera ni la viruela —dije recordando a James—. De hecho, ¿existe una vacuna contra la viruela? Creo que un amigo mío murió de eso.
—Me resulta difícil creerlo —repuso el doctor White—. Hace mucho tiempo que la viruela está erradicada.
—Es que mi amigo hace mucho tiempo que murió.
—Pues yo siempre había creído que la viruela es como se llamaba antes al sarampión —terció mistress Jenkins.
—Y yo había creído que nos habíamos puesto de acuerdo en que callaría, mistress Jenkins.
Mistress Jenkins calló.
—¿Por qué es tan desagradable con todo el mundo? —pregunté—. ¡Ay!
—Solo ha sido un pinchacito de nada —me tranquilizó el doctor White.
—¿Para qué era?
—No te gustaría saberlo, créeme.
Dejé escapar un suspiro. El pequeño fantasma llamado Robert también suspiró.
—¿Siempre se comporta así? —le pregunté.
—La mayoría de las veces —respondió Robert.
—No lo hace con mala intención —intervino mistress Jenkins.
—¡Mistress Jenkins!
—Está bien.
—De momento, hemos acabado. La próxima vez ya tendré tus valores sanguíneos y tal vez tu encantadora mamá pueda encontrar tu carnet de vacunación y tu historia clínica.
—Nunca he estado enferma. ¿Ahora ya estoy vacunada contra la peste?
—No. La verdad es que tampoco serviría de gran cosa. Solo protege durante medio año y los efectos secundarios son considerables. De todos modos, si por mí fuera, nunca viajarías a un año con peste. Puedes vestirte. Mistress Jenkins te acompañará con los demás arriba. Yo vendré dentro de un minuto.
Mistress Jenkins se levantó.
—Ven, Gwendolyn. Seguro que tienes hambre. Enseguida estará la comida. Hoy mistress Mallory ha preparado una exquisitez: asado de ternera con espárragos.
De hecho, sí que tenía hambre, tanta que incluso me habría comido un plato asado de ternera con espárragos entero, un plato que por lo general no me entusiasmaba.
—¿Sabes?, en realidad el doctor es un hombre de buen corazón —me dijo mistress Jenkins mientras subíamos—. Solo que le resulta un poco difícil ser amable.
—Sí, ya se ve.
—Antes era completamente distinto, siempre estaba alegre y de buen humor. Entonces ya llevaba esos horribles trajes negros, pero al menos se ponía corbatas de colores. Eso fue antes de que su hijo muriera… una terrible tragedia. Desde entonces está como cambiado.
—Robert.
—Exacto, el niño se llamaba Robert —confirmó mistress Jenkins—. ¿Mister George ya te ha hablado de él?
—No.
—Un chiquillo encantador. Se ahogó en la piscina de unos conocidos el día de su cumpleaños, imagínate. —Mientras andaba, mistress Jenkins contó los años con los dedos—. Ya hace dieciocho años de eso. Pobre doctor.
Pobre Robert. Pero al menos no tenía el aspecto de un ahogado. Algunos fantasmas parecían divertirse yendo por ahí como habían muerto. Afortunadamente, aún no me había topado con ninguno con un hacha clavada en la cabeza, o sin cabeza.
Mistress Jenkins llamó a una puerta.
—Haremos una paradita para ver a madame Rossini. Tiene que medirte.
—¿Medirme? ¿Para qué? —pregunté, pero la habitación en que me introdujo mistress Jenkins ya me había dado la respuesta: era un cuarto de costura. En medio de las telas, los vestidos, las máquinas de coser, los maniquíes, las tijeras y los carretes de hilo me sonreía una mujer rolliza con una exuberante cabellera de un color rubio rojizo.
—Bienvenida —me saludó con acento francés—. Tú debes de ser Gwendolyn. Yo soy madame Rossini y me ocuparé de tu vestuario. —La mujer sostuvo en alto una cintra métrica—. Al fin y al cabo, no podemos dejar que te pasees por ahí en el de Maricastaña con este espantoso uniforme escolar, n’ est-ce pas?
Asentí. Los unifogmes escolares, como decía madame, eran realmente espantosós, fuera en el siglo que fuera.
—Seguramente se producirían tumultos si anduvieras así por la calle —dijo retorciéndose las manos con la cinta.
—Lo siento, pero tenemos que darnos prisa, nos esperan arriba —se excusó mistress Jenkins.
—Acabaré enseguida. ¿Quieres quitarte la chaqueta, por favor? —Madame Rossini me rodeó la cintura con la cinta—. Magnífico. Y ahora las caderas. Oh, como una joven potrilla. Creo que podremos aprovechas muchas cosas de las que preparé para la otra, con algún pequeño cambio aquí y allá.
Sin duda, con «la otra» se refería a Charlotte. Me qué mirando un vestido de un delicado color amarillo con orlas de puntilla blancas y translúcidas que colgaba de una percha y parecía sacado del fondo de vestuario de Orgullo y prejuicio. Seguro que Charlotte hubiera estado encantadora vestida con él.
—Charlotte es más alta y delgada que yo —dije.
—Sí, un poco —dijo madame Rossini—. Un palo de gallinero. —(Se me escapó una risita porque había dicho callinegó)—. Pero no es ningún problema. —Me pasó la cinta métrica en torno al cuello y la cabeza—. Para los sombreros y las pelucas —explicó sonriéndome—. Qué agradable coser para una morenita, para variar. Con las pelirrojas hay que ir siempre con tanto cuidado… Conservo esta magnífica pieza de tafetán desde hace años, un color como de sol poniente. Podrías ser la primera a la que le sienta bien este color…
—¡Madame Rossini, por favor!
Mistress Jenkins señaló su reloj de pulsera.
—Sí, sí, enseguida estoy —dijo madame Rossini mientras daba vueltas a mi alrededor y me medía incluso el empeine—. ¡Estos hombres, siempre corriendo! Pero la moda y la belleza están reñidas con las prisas. —Finalmente me dio una palmadita amistosa y dijo—: Hasta luego, cuello de cisne.
Me fijé en que ella apenas tenía cuello. Su cabeza parecía apoyarse directamente sobre los hombros. Pero era realmente simpática.
—Hasta luego, madame Rossini.
En cuanto dejamos a la modista, mistress Jenkins salió a paso raudo y tuve que esforzarme para no quedarme atrás, a pesar de que ella llevaba tacones altos y yo, en cambio, mis cómodos y un poco toscos zapatos azul oscuro de la escuela.
—Enseguida llegamos.
De nuevo nos encontramos ante un interminable corredor. No podía entender cómo eran capaces de orientarse en aquel laberinto.
—¿Vive usted aquí?
—No, vivo en Islington —repuso mistress Jenkins—. A las cinco salgo del trabajo y me voy a casa con mi marido.
—¿Qué dice su marido de que trabaje para una logia secreta que tiene un máquina del tiempo en el sótano?
Mistress Jenkins rió.
—Oh, él no lo sabe. Firmé una cláusula de confidencialidad en mi contrato. No puedo revelar nada de lo que suceda aquí ni a mi marido ni a nadie.
—¿Y si no?
Probablemente entre esos muros se pudrían los restos de un montón de secretarias parlanchinas.
—Si no, perdería mi trabajo —repuso mistress Jenkins, y parecía como si la idea de dejar su puesto le resultara realmente penosa—. De todos modos, nadie me creería —añadió alegremente—. Y el que menos mi marido. El pobre carece por completo de imaginación. Piensa que estoy todo el día revolviendo aburridos expedientes en un bufete de abogados perfectamente normal… ¡Oh, no! ¡Los expedientes! —Se detuvo en seco—. ¡Me he olvidado de ellos! El doctor White me matará. —Me miró indecisa—. ¿Podrás seguir los últimos metros sin mí? En la esquina a la izquierda, y luego la segunda puerta a la derecha.
—Girar a la izquierda en la esquina y la segunda puerta a la derecha, no hay problema.
—¡Eres un encanto!
Mistress Jenkins ya había salido corriendo, lo que constituía para mí todo un enigma con esos tacones tan altos. Mientras tanto podía tomarme mi tiempo para recorrer los «últimos metros» yo sola y mirar con calma las pinturas murales (descoloridas), golpear una de las armaduras (oxidada) y pasar el dedo por el marco de uno de los cuadros (polvoriento). Al doblar la esquina, oí voces.
—Espera, Charlotte.
Retrocedí apresuradamente y me aplasté contra la pared. Charlotte había salido de la Sala del Dragón, seguida por Gideon, que la llevaba sujeta del brazo. Confiaba en que no me hubieras descubierto.
—Todo lo que está pasando es tan terriblemente penoso y humillante… —dijo Charlotte.
—No, de ninguna manera; todo esto no es culpa tuya.
Qué suave y cariñosa podía sonar su voz.
«Está enamorado como un loco de ella», pensé, y por alguna estúpida razón sentí una punzada en el corazón. Me pegué aún más contra la pared, aunque me hubiera encantado ver qué pasaba. ¿Estarían haciendo manitas?
Charlotte parecía inconsolable.
—¡Falsos síntomas! Quería que se me tragara la tierra. Realmente estaba convencida de que podía pasar en cualquier momento…
—Yo hubiera pensado exactamente lo mismo en tu caso —la tranquilizó Gideon—. Tu tía debe de estar loca para haber mantenido esto en secreto durante tantos años. La verdad es que tu prima me da lástima.
—¿Tú crees?
—¡Piénsalo un poco! ¿Cómo va a poder arreglárselas? No tiene ni la menor idea… ¿Cómo va a ponerse al día de todo lo que hemos aprendido en los últimos diez años?
—Es verdad, pobre Gwendolyn —dijo Charlotte, aunque de algún modo no sonaba realmente compasiva—. Pero también tiene sus puntos fuertes.
Eso sí que era un detalle.
—Soltar risitas con su amiga, escribir SMS y recitar de memoria el reparto de un montón de películas. Eso sí puede hacerlo muy bien.
Pues no, no era un detalle.
Asomé con cuidado la cabeza.
—Sí —convino Gideon—. Es justo lo que he pensado hace un rato de verla por primera vez. Oye, realmente te echaré de menos; sin ir más lejos, en las clases de esgrima.
Charlotte suspiró.
—Nos lo pasábamos bien, ¿verdad?
—Sí. ¡Pero piensa en las posibilidades que se te abren a partir de ahora, Charlotte! ¡Te envidio por eso! Ahora eres libre y puedes hacer lo que quieras.
—¡Nuca he querido nada aparte de esto!
—Sí, porque no tenías opción —le aseguró Gideon—. Pero ahora el mundo entero se abre ante ti. Mientras yo no puedo mantenerme alejado más de un día de este conde… cronógrafo y me paso las noches en el año 1953, tú podrás estudiar en el extranjero y hacer largos viajes. ¡Créeme, me encantaría cambiarme por ti!
La puerta de la Sala del Dragón volvió a abrirse y lady Arista y la tía Glenda salieron al pasillo. Rápidamente escondí la cabeza.
—Ya verás como al final se arrepentirán —dijo la tía Glenda.
—¡Glenda, por favor! Somos una familia —espetó lady Arista—. Tenemos que mantenernos unidos.
—Díselo a Grace —dijo la tía Glenda—. Ha sido ella la que nos ha colocado a todos en esta situación imposible. ¡Protegerla! ¡Ja! ¡Nadie en su sano juicio creería ni una palabra de lo que dice! No después de todo lo que pasó. Pero este ya no es nuestro problema. Ven, Charlotte.
—Las acompaño al coche —se ofreció Gideon.
¡Pelota!
Esperé hasta que sus pasos dejaron de oírse, y luego me arriesgué a salir de mi puesto de escucha. Lady Arista seguía allí, frotándose cansadamente la frente con un dedo. De pronto tenía un aspecto totalmente diferente al habitual: se veía viejísima. Toda su disciplina de profesora de ballet parecía haberla abandonado e incluso los rasgos de su rostro estaban un poco desencajados. Me daba pena verla así.
—Hola —susurré en voz baja—. ¿Te encuentras bien?
Inmediatamente mi abuela recuperó la compostura. Todos los bastones que se había tragado parecieron recolocarse y encajar en sus posiciones.
—Vaya, ya estás aquí —dijo, y su mirada inquisitiva se detuvo en mi blusa—. ¿No es una mancha eso? Niña, realmente deberías aprender a prestar un poco más de atención a tu aspecto.