7

Mister George nos condujo a través de una escalera y un largo corredor que formaba varios recodos de cuarenta y cinco grados, interrumpido de vez en cuando por unos pocos escalones que subían o bajaban. La vista desde las pocas ventanas que encontrábamos a nuestro paso era siempre distinta: variaba de un gran jardín a un edificio o a un patio interior. Así recorrimos un trayecto interminablemente largo, en el que se alternaban el parquet y los suelos de mosaico, que pasaba junto a un montón de puertas cerradas, sillas colocadas en filas inacabables junto a las paredes, óleos enmarcados, armarios llenos de libros encuadernados en cuero y figuras de porcelana, estatuas y armaduras. Era como si camináramos por un museo.

La tía Glenda lanzaba todo el rato miradas venenosas a su hermana, que, por su parte la ignoraba lo mejor que podía. Mamá estaba pálida y parecía terriblemente tensa. Estuve tentada de darle la mano, pero la tía Glenda se habría dado cuenta del miedo que tenía, y eso era lo último que deseaba.

Era imposible que nos encontráramos todavía en la misma casa: tenía la sensación de que habíamos cruzado por lo menos otras tres cuando finalmente mister George se detuvo y llamó a una puerta.

La sala en la que entramos estaba forrada de arriba a abajo de madera oscura, igual que nuestro comedor. También los techos eran de madera oscura, y todo estaba cubierto casi por completo de tallas artísticas, realzadas, en parte, con colores. Los muebles eran igualmente oscuros y macizos. El conjunto debería haber tenido un aspecto sombrío y lúgrube, pero no era así gracias a la luz que entraba a través de las altas ventanas de enfrente y el jardín florido que había fuera. Detrás de un muro, al fondo del jardín, incluso se veía brillar el Támesis bajo la luz resplandeciente del sol.

Pero no solo la vista y la luz animaban el lugar; también las tallas —a pesar de algunas calaveras y figuras aisladas que esbozaban muecas horripilantes— irradiaban una sensación de alegría. Era como si las paredes fueran a cobrar vida en cualquier momento. Leslie hubiera disfrutado como una loca palpando los miles de capullos de rosa que parecían reales, los diseños arcaicos y las divertidas cabezas de animales y buscando mecanismos secretos. Allí había leones alados, halcones, estrellas, soles y planetas, dragones, unicornios, elfos, hadas, árboles y barcos, representados todos con una impresionante viveza.

Y la figura más imponente de todas era el dragón que parecía flotar sobre nosotros en el techo. Desde la punta de su cola en forma de cuña hasta la gran cabeza cubierta de escamas, debía de medir al menos siete metros. No podía apartar la mirada de él. ¡Qué hermoso era! Estaba tan admirada que casi me olvidé de por qué habíamos venido.

Y de que no estábamos solos en la sala.

Todos los presentes se habían quedado petrificados cuando nos vieron entrar.

—Parece que han surgido complicaciones… —anunció mister George.

Lady Arista, que estaba plantada tiesa como un palo junto a una de las ventanas, exclamó:

—¡Grace!, ¿no deberías estar en el trabajo? ¿Y Gwendolyn en la escuela?

—Nada nos gustaría más, madre —respondió mamá.

Charlotte estaba sentada en un sofá justo debajo de una magnífica sirena con las escamas de la cola finamente talladas y pintadas en todos los tonos de azul y turquesa. Apoyado en la ancha repisa de la chimenea, junto al sofá, se encontraba un hombre vestido con un impecable traje negro que llevaba unas gafas de montura. Incluso su corbata era negra. El hombre nos dirigió una mirada particularmente hosca. Un chiquillo de unos sietes años se agarraba a su americana.

—¡Grace!

Un hombre alto se levantó detrás de un escritorio. Sus cabellos, grises y ondulados, le caían sobre las anchas espaldas como una cabellera de león. Sus ojos eran de un llamativo color marrón claro, parecidos al ámbar. Su rostro tenía un aire mucho más juvenil de lo que podría deducirse por el color de su cabello, y era uno de esos rostros que se ven una vez y no se olvidan nunca por el grado de fascinación que despiertan. El hombre sonrió dejando al descubierto dos hileras perfectas de dientes regulares.

—Grace, hacía mucho tiempo que no nos veíamos. —Rodeó el escritorio y le tendió la mano a mamá—. No has cambiado nada.

Me quedé estupefacta al ver que mamá se sonrojaba.

—Gracias. Lo mismo puedo decir de ti, Falk.

El hombre rechazó el cumplido con un gesto.

—Mis cabellos han encanecido —replicó.

—Te sientan bien —dijo mamá.

¿De que iba todo esto? ¿Acaso mamá estaba filtreando con ese tipo?

La sonrisa del hombre se acentuó un poco, y luego su mirada ambarina pasó de mamá a mí, y de nuevo me sentí desagradablemente observada.

Sus ojos eran realmente extraños, tanto que bien podrían haber sido de un lobo a un felino. El hombre me tendió la mano.

—Soy Falk de Villiers. Y tu debes de ser la hija de Grace, Gwendolyn —su apretón de manos era firme y cordial—. La primera mujer Montrose que conozco que no tiene el pelo rojo.

—He heredado el color de pelo de mi padre —observé tímidamente.

—¿Podríamos ir al grano? —espetó el hombre de negro con gafas que estaba al lado de la chimenea.

Falk de Villiers me soltó la mano y me guiñó un ojo.

—Mi hermana nos ha soltado una historia absolutamente increíble —señaló la tía Glenda, haciendo un claro esfuerzo por no gritar—. ¡Y mister George no ha querido escucharme! Ella afirma que Gwendolyn, nada menos que Gwendolyn, ya ha saltado tres veces en el tiempo. Y como sabe muy bien que no puede demostrarlo, también se ha sacado de la manga un cuento para explicar por que no coincide la fecha de nacimiento de su hija. Me gustaría recordar lo que pasó hace diecisiete años y el papel nada glorioso que Grace desempeñó entonces. No me extraña que ahora, cuando falta tan poco para alcanzar el objetivo, aparezca aquí para sabotear nuestros planes.

Lady Arista abandonó su puesto junto a la ventana y se acercó.

—¿Es eso cierto, Grace?

Mi abuela tenía la misma expresión severa e inflexible de siempre. A veces me preguntaba si sus cabellos rígidamente peinados hacia atrás no serian el motivo de que los rasgos de su cara siempre estuvieran tan inmóviles. Tal vez el peinado hacia que los músculos se mantuvieran, sencillamente, en una posición fija. Como mucho, sus ojos se dilataban de tanto en tanto, cuando estaba excitada, como en ese momento.

Mister George afirmó:

—Mistress Shepherd afirma que ella y su marido sobornaron a la comadrona para que cambiara la fecha de nacimiento, de modo que nadie pudiera saber que también Gwendolyn podía ser portadora del gen.

—Pero ¿por qué razón iba a hacer algo así? —preguntó lady Arista.

Dice que quería proteger a la niña, y que esperaba que fuera Charlotte la portadora.

—¡Que lo esperaba! ¡Vamos, por favor! —gritó la tía Glenda.

—Pues a mí me parece todo bastante lógico —repuso mister George.

Dirigí la mirada a Charlotte, que estaba sentada, muy pálida, en el sofá, mirando alternativamente a mister George y a la tía Glenda. Cuando nuestras miradas se encontraron, rápidamente giró la cabeza.

—Por más que lo intento, no logro descubrir ninguna lógica en esto —dijo lady Arista.

—Enseguida comprobaremos la historia —señaló mister George—. Mistress Jenkins se encargará de localizar a la comadrona.

—Solo por curiosidad, ¿cuánto pagaste a la comadrona, Grace? —preguntó Falk de Villiers.

En los últimos minutos sus ojos se habían afinado cada vez más, y cuando apuntó con ellos a mamá, tenía el aspecto de un lobo.

—Yo… ya no me acuerdo —dijo mamá.

Mister de Villiers levantó las cejas.

—Bueno, en realidad, no puede haber sido mucho. Por lo que sé, los ingresos de tu marido eran más bien modestos.

—¡Desde luego! —dijo malévolamente la tía Glenda—. No tenía ni un céntimo.

—Si vosotros lo decís, supongo que efectivamente no debió de ser demasiado —replicó mamá.

La inseguridad que había mostrado al ver a mister De Villiers había desaparecido con la misma rapidez con la que había surgido, igual que el enrojecimiento de su rostro.

—¿Por qué, entonces, la comadrona hizo lo que le pedisteis? —preguntó mister De Villiers—. Al fin y al cabo, estaba cometiendo un delito de falsificación documental, lo que no es ninguna insignificancia.

Mamá levantó la cabeza.

—Le explicamos que nuestra familia formaba parte de una secta satánica que tenía una fe enfermiza en el horóscopo. Le dijimos que un niño que hubiera nacido el 7 de octubre padecería terribles represalias y sería utilizado como objeto de rituales satánicos. Nos creyó. Y como era una mujer de buen corazón y estaba en contra de los satanistas, falsificó la fecha en el certificado de nacimiento.

—¡Rituales satánicos! ¡Qué impertinencia!

El hombre que estaba al lado de la chimenea siseó como una serpiente, y el niño se pegó aún más a él.

Mister De Villiers sonrió aprobatoriamente.

—La historia es verosímil. Veremos si la comadrona explica lo mismo.

—Me parece poco inteligente que perdamos el tiempo con estas comprobaciones —protestó lady Arista.

—Estoy de acuerdo —convino la tía Glenda—. Charlotte puede saltar en cualquier momento, y entonces quedará demostrado que Grace se ha inventado esta historia para ponernos palos en las ruedas.

—¿Y por qué no podrían haber heredado el gen las dos? —preguntó mister George—. Ya ocurrió una vez.

—Es cierto, pero Timothy y Jonathan de Villiers eran gemelos univitelinos —informó mister De Villiers—. Y también habían sido anunciados como tales profecías.

—Y en el cronógrafo están previstas dos coralinas, dos pipetas, dos compartimentos de entre los doce elementos y dos recorridos de rueda dentada —observó el hombre que estaba al lado de la chimenea—. El rubí está solo.

—También es cierto —convino mister George.

Su cara redonda tenía una expresión preocupada.

—Me parece que sería más importante analizar los motivos de la mentira de mi hermana. —La tía Glenda dirigió a mamá una mirada cargada de odio—. Si quieres que se registre la sangre de Gwendolyn en el cronógrafo para inutilizarlo, eres más ingenua de lo que creía.

—¿Cómo puede pensar siquiera esa mujer que vamos a creer ni una palabra de lo que dice? —preguntó el hombre que estaba al lado de la chimenea como si mamá y yo no estuviéramos presentes, lo que me pareció una arrogancia insufrible—. Recuerdo muy bien como Grace mintió entonces para proteger a Lucy y a Paul —continuó—. Les proporcionó una ventaja decisiva. Si no hubiera sido por ella, tal vez se podría haber evitado la catástrofe.

—¡Jake! —le reprendió mister De Villiers.

—¿Que catástrofe? —pregunté—. ¿Y quién era Paul?

—Ya solo la presencia de esta persona en esta habitación me parece increíble —prosiguió el hombre.

—¿Y usted es…?

La mirada y la voz de mamá eran extraordinariamente frías. Me impresionó ver como mantenía la calma y no se dejaba amedrentar.

—Eso no tiene que ver nada con el asunto.

El hombre no se dignó a dirigirle ni una sola mirada. El chiquillo rubio asomó la cabeza por detrás de su espalda y me miró. Por las pecas que tenía en la nariz me recordó un poco a Nick cuando era más pequeño, y por eso le sonreí. Al pobre crío le había tocado la china con ese abuelo. El niño respondió a mi sonrisa abriendo los ojos, asustado, y volvió a ponerse a cubierto detrás de la chaqueta.

—Te presento al doctor Jakob White —dijo Falk de Villiers, que parecía casi divertido por la situación—. Un genio en el campo de la medicina y la bioquímica. Normalmente es un poco más cortés.

Jakob Grey habría sido más apropiado. Incluso el tono de su tez tiraba a gris.

Mister de Villiers se volvió un momento hacia mí, y luego su mirada volvió a posarse en mi madre.

—De un modo u otro, tenemos que tomar una decisión. ¿Deberíamos creerte, Grace, o realmente tienes alguna intención oculta?

Durante unos segundos, mamá le miró furiosa, pero luego bajo los ojos y dijo en voz baja:

—No estoy aquí para impedir que desarrolléis vuestra grandiosa misión secreta. Solo estoy aquí porque quiero impedir que a mi hija le pase algo. Con la ayuda del cronógrafo, los viajes en el tiempo podrían transcurrir sin peligro y ella podría llevar una vida más o menos normal. Eso es todo lo que quiero.

—¡Si, claro! —se mofó la tía Glenda.

Mi tía se acercó al sofá y se sentó junto a Charlotte. A mí también me hubiera gustado sentarme, porque se me empezaban a cansar las piernas; pero, como nadie me ofreció una silla, no tuve más remedio que seguir de pie.

—Lo que hice en otro tiempo no tenía nada que ver con… «vuestro asunto» —continuó mamá—. Para ser sincera, apenas sé nada de eso, y lo que sé solo lo entiendo a medias.

—Entonces puedo imaginar por qué motivo se atrevió a inmiscuirse de ese modo en cosas que no le competían en absoluto —dijo el oscuro doctor White.

—Solo quise ayudar a Lucy —afirmó mamá—. Era mi sobrina preferida, cuidé de ella desde que era un bebé, y me pidió ayuda. ¿Que hubiera hecho usted en mi lugar? Dios mío, los dos eran tan jóvenes y estaban tan enamorados… Sencillamente, no quería que les ocurriera nada.

—¡Pues estará satisfecha de su éxito!

—Quería a Lucy como a una hermana. —Mamá miro un instante a la tía Glenda antes de añadir—. Mucho más que a una hermana.

La tía Glenda cogió de la mano a Charlotte, que tenía la mirada clavada en el suelo, y le dio unas palmaditas.

—¡Todos queríamos a Lucy! —exclamó lady Arista—. ¡Por eso era más importante mantenerla alejada de ese joven y de sus inadecuados puntos de vista que apoyarla en su idea!

—¿Inadecuados puntos de vista? ¡Venga ya! ¡Fue esa intrigante pelirroja la que le puso a Paul en la cabeza esas estúpidas teorías conspirativas! —dijo el doctor White—. ¡Ella lo convenció para que realizara el robo!

—¡Eso no es cierto! —replicó lady Arista—. Lucy nunca hubiera hecho algo así. Fue Paul, que se aprovechó de su ingenuidad juvenil y la sedujo.

—¡Ingenuidad! ¡Permítame que me ría! —soltó el Doctor White.

Falk de Villiers levantó la mano.

—Ya hemos mantenido antes esta discusión. Creo que las distintas posturas son suficientemente conocidas. —Echó una ojeada al reloj—. Gideon estará de vuelta en cualquier momento y, para cuando llegue, deberíamos haber tomado una decisión sobre lo que vamos a hacer. Charlotte, ¿cómo te sientes?

—Sigo teniendo dolor de cabeza —sostuvo Charlotte sin apartar la mirada del suelo.

—Ya lo ve—recriminó la tía Glenda con una sonrisa malévola.

—Yo también tengo dolor de cabeza—replicó mamá—. Pero eso no quiere decir que vaya a saltar en el tiempo de un momento a otro.

—¡Eres… eres una víbora! —espetó la tía Glenda.

—Creo que deberíamos partir sencillamente de la idea de que mistress Shepherd y Gwendolyn dicen la verdad —anunció mister George mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo—. Si no, no haremos más que perder un tiempo precioso.

—¡No puedes decirlo enserio, Thomas!

El doctor White golpeó la repisa de la chimenea con tanta fuerza que volcó una copa de estaño.

Mister George se sobresaltó, pero enseguida continúo con voz serena:

—Si nos atenemos a los hechos que nos cuentan, el último salto en el tiempo se ha producido hace una hora y media o dos horas. Podríamos preparar a la chica y documentar el siguiente salto temporal de la forma más precisa posible.

—Yo también secundo su idea —dijo mister De Villiers—. ¿Alguna objeción?

—De todos modos, sería como hablar a una pared —dijo el doctor White.

—Tiene razón —le apoyó la tía Glenda.

—Propongo la Sala de Documentos —señaló mister George—. Allí, Gwendolyn estaría segura, y a su vuelta podríamos registrarla enseguida en el cronógrafo.

—¡Pues yo no permitiría que se acercara al cronógrafo! —dijo el doctor White.

—Por Dios, Jake, creo que ya es suficiente —dijo mister De Villiers—. ¡Es solo una muchacha! ¿Crees que lleva oculta una bomba debajo del uniforme escolar?

—La otra también era solo una muchacha —repuso el doctor White con desdén.

Mister De Villiers se volvió hacia Mister George en señal de aprobación.

—Lo haremos como has propuesto. Encargarte de ello.

—Ven, Gwendolyn —me indicó mister George.

Pero no me moví de donde estaba.

—¿Mamá?

—Todo irá bien cariño, te esperare aquí —me dijo esforzándose en sonreír.

Miré a Charlotte. Seguía con la mirada fija en el suelo. La tía Glenda había cerrado los ojos y se había inclinado hacia atrás en el sofá con aire resignado. Parecía como si también a ella le hubiera dado un fuerte dolor en la cabeza. Mi abuela, en cambio, me miraba fijamente, como si me viera por primera vez. Y es muy posible que en efecto fuera así.

El chiquillo volvió a asomar la cabeza por detrás de la chaqueta del doctor White. Pobre criatura. El viejo cascarrabias no había hablado con él ni una sola vez, y lo trataba como si no estuviera presente.

—Hasta luego, cariño —dijo mamá.

Mister George me cogió del brazo y me dirigió una sonrisa alentadora. De algún modo, aquel hombre me gustaba. Tímidamente, se la devolví. En todo caso, era la persona más amable de todas las que se encontraban allí. Y la única que parecía creernos.

De todas maneras, no me hacía ninguna gracia dejar a mi madre sola. Cuando se cerró la puerta detrás de nosotros y nos encontramos en el corredor, me entraron ganas de ponerme a gritar: «¡Quiero quedarme con mi madre!», pero me contuve.

Mister George me soltó el brazo y me precedió, primero recorriendo en sentido inverso el camino por donde había llegado, y luego, después de cruzar una puerta, a través de un corredor más amplio, bajando unas escaleras y cruzando una nueva puerta que daba a un nuevo corredor. Aquello era un auténtico laberinto. Aunque seguramente unas teas de pez hubieran encajado mejor con el estilo de la edificación, los corredores estaban iluminados con lámparas modernas que daban casi tanta luz como si fuera de día.

—Al principio resulta desconcertante, pero al cabo de un tiempo acabas familiarizándote con el lugar —observó mister George.

Bajamos de nuevo, esta vez por una escalera de caracol de piedra de muchos peldaños que se enroscaba interminablemente en el suelo y parecía no tener final.

—Los caballeros del Temple erigieron este edificio en el siglo XII. Antes habían estado aquí romanos, y antes de ellos, los celtas. Para todos fue un lugar sagrado, y eso no ha cambiado hasta el día de hoy. Uno puede sentir en cada centímetro cuadrado de este sitio que tiene algo especial, ¿no te parece? Como si de este pedazo de tierra surgiera una fuerza extraordinaria.

Yo no sentía nada parecido. Al contrario, me sentía más bien apática y cansada: echaba en falta las horas de sueño que había perdido las últimas noches.

Al girar bruscamente a la derecha al final de las escaleras, nos tropezamos con un joven con el que estuvimos a punto de chocar.

—¡Cuidado! —gritó mister George.

—Mister George.

El joven tenía unos cabellos oscuros y rizados que le llegaban casi hasta los hombros y unos ojos verdes tan luminosos que pensé que debía de llevar lentes de contacto. Aunque no lo había visto antes, ni su cabello ni sus ojos, enseguida lo reconocí. También el timbre de su voz era inconfundible. Era el hombre que había visto en mi último viaje en el tiempo.

Para ser precisos, el joven al que había besado mi doble mientras yo, detrás de la cortina, no podía dar crédito a lo que veían mis ojos.

No podía hacer otra cosa que mirarle fijamente boquiabierta. Visto de frente y sin peluca, era mil veces más guapo. Olvidé por completo que a Leslie y a mí no nos gustaban los chicos con el pelo largo. (Leslie opinaba que los chicos se dejaban crecer el pelo para poder ocultar mejor sus orejas de soplillo).

El joven me miró a su vez, bastante desconcertado, me examinó brevemente y luego dirigió una mirada interrogativa a mister George.

—Gideon, esta es Gwendolyn Shepherd —dijo mister George con un ligero suspiro—. Gwendolyn, este es Gideon de Villiers.

Gideon de Villiers. El jugador de polo. El otro viajero del tiempo.

—Hola—dijo cortésmente.

—Hola.

¿Por que de pronto mi voz había enronquecido?

—Creo que ustedes dos ya tendrán tiempo de conocerse mejor. —Mister George rió nerviosamente—. Es posible que Gwendolyn sea nuestra nueva Charlotte.

—¿Cómo?

Los ojos verdes me sometieron a una inspección, esta vez limitada al rostro. Por desgracia, solo fui capaz de mirarle a mi vez con cara de boba, con los ojos abiertos de par en par.

—Es una historia muy complicada—dijo mister George—. Lo mejor será que vayas a la Sala Del Dragón y le pidas a tu tío que te lo explique todo.

Gideon asintió.

—De todos modos, ya iba hacia allí. Hasta ahora, mister George. Adiós, Wendy.

¿Quien era Wendy?

—Gwendolyn —le corrigió mister George, pero Gideon ya había doblado la esquina.

Sus pasos resonaron en la escalera.

—Seguro que tienes un montón de preguntas que hacer —conjeturó mister George—. Intentare responderlas lo mejor que pueda.

Estire las piernas, contenta de poder sentarme al fin. La Sala De Documentos resultó ser un lugar muy agradable, a pesar de que estaba profundamente enterrada en un sótano abovedado y no tenía ventanas. En una chimenea ardía un fuego, y había estanterías y muebles con libros en todas las paredes, así como unos sillones de orejas que parecían muy confortables y el ancho sofá en que estaba sentada en ese momento. Cuando entramos, un hombre joven se levantó de su silla detrás de un escritorio, inclinó la cabeza y abandonó la habitación sin decir palabra.

—¿Es mudo ese hombre? —Fue lo primero que me vino a la cabeza preguntar.

—No —contestó Mister George—, pero ha hecho un voto de silencio. No hablara en las próximas cuatro semanas.

—¿Y de que servirá eso?

—Es un ritual. Los adeptos deben superar toda una serie de ejercicios antes de ser admitidos en nuestros círculos exteriores. Uno de los objetivos fundamentales de estas pruebas es demostrar que saben callar. —Mister George sonrió—. Debes de encontrarnos realmente extraños, ¿no? Ten, coge la linterna y cuélgatela del cuello.

—¿Que me pasará ahora?

—Esperaremos a tu próximo salto en el tiempo.

—¿Y cuándo será?

—Oh, nadie puede decirlo exactamente. Es distinto para cada viajero del tiempo. Se dice que tu antepasada Elaine Burghley, la segunda nacida en el Circulo de los Doce, no salto más de cinco veces en toda su vida. Aunque es cierto que murió a los dieciocho años de fiebre puerperal. El conde, en cambio, en su juventud saltaba cada pocas horas, de dos a siete veces al día. Ya podrás imaginar lo peligrosa que debió de ser su vida hasta que comprendió por fin la utilidad del cronógrafo. —Mister George señaló el oleo que había sobre la chimenea, que representaba a un hombre con una peluca rizada blanca—. Es él, por cierto, el conde de Saint Germain.

—¿Siete veces al día?

Aquello era espantoso. No podría ir a la escuela ni dormir en paz.

—No te preocupes. Cuando quiera que pase, aterrizarás en esta habitación, donde estarás completamente segura. Solo tendrás que esperar a saltar de vuelta sin moverte de donde estás. Y si por casualidad te encuentras a alguien, enséñale este anillo.

Mister George se sacó su anillo de sello del dedo y me lo tendió. Le di la vuelta en la mano y observé el grabado. Era una estrella de doce puntas que llevaba en el centro unas letras afiligranas que se intrincaban las unas con las otras. La inteligente Leslie había acertado de nuevo.

—Mister Whitman, mi profesor de inglés y de historia, tiene uno igual.

—¿Eso es una pregunta?

El fuego de la chimenea que se reflejaba en la calva de mister George daba calidez a la escena.

—No.

No hacía falta que me contestara. Como Leslie ya había intuido, no cabía duda de que mister Whitman también era uno de ellos.

—¿No hay nada más que quieras saber?

—¿Quien es Paul y que paso con Lucy? ¿Y de que robo hablaban? ¿Y que hizo mi madre en aquella época para que todos estén tan enfadados con ella? —solté de corrido.

—Oh… —Mister George se rascó la cabeza ligeramente azorado—. Bien, por desgracia, a estas preguntas de momento no puedo responderte.

—Lo sabía.

—Gwendolyn, cuando realmente seas nuestro número doce, te lo explicaremos todo, hasta el último detalle. Pero de momento tenemos que ser precavidos. De todos modos responderé encantado a otras preguntas.

Callé.

Mister George suspiró.

—Está bien. Paul es el hermano pequeño de Falk de Villiers. Era, antes de Gideon, el último viajero del tiempo en la línea De Villiers, el número nueve en el Circulo de los Doce. Para empezar, tendrás que contentarte con eso. Si tienes otras preguntas mejor comprometidas…

—¿Hay un lavabo aquí?

—Oh, sí, naturalmente. Ahí mismo, al doblar la esquina. Te acompañaré.

—Puedo ir sola.

—Naturalmente —repitió mister George, pero de todos modos me siguió como una sombra hasta la puerta.

Allí estaba plantado, como un soldado de la guardia de palacio, el hombre de antes, el que había hecho un voto de silencio.

—Es la puerta siguiente. —Mister George señaló a la izquierda—. Te esperaré aquí.

En el servicio —una habitación pequeña que olía a desinfectante con un váter y un lavabo— me saqué el móvil del bolsillo. Naturalmente no había cobertura. Lástima, porque me moría de ganas de informar a Leslie de todo. De todas maneras, el reloj funcionaba, y me quedé atónita al ver que solo era mediodía. Tenía la sensación de que ya hacía días que estaba aquí. Y, De hecho, tenía que ir de verdad al lavabo.

Cuando volví a salir, mister George me sonrió con cara de alivio. Por lo visto, tenía miedo de que hubiera desaparecido. En la Sala de Documentos volví a sentarme en el sofá y mister George se sentó en un sillón frente a mí.

—Bien, sigamos con el juego de las preguntas —prosiguió—. Pero esta vez alternaremos una pregunta tú y una pregunta yo.

—Muy bien —dije—. Usted primero.

—¿Tiene sed?

—Si. Un vaso de agua me vendría bien. O un té, si tiene…

De hecho, allí abajo había agua, sumos y vino, además de un hervidor de té. Mister George preparó una tetera de Earl Grey.

—Ahora tú —dijo cuando volvió a sentarse.

—Si la capacidad de viajar en el tiempo está determinada por un gen, ¿cómo es que la fecha de nacimiento desempeña un papel en esto? ¿Cómo es que no le han sacado sangre a Charlotte hace tiempo para buscar el gen? ¿Y cómo es que no la han podido enviar con el cronógrafo a un pasado sin riesgos, antes de que salte por sí sola en el tiempo y pueda ponerse en peligro?

—Bien, para empezar, nosotros creemos que se trata de un gen, pero no lo sabemos a ciencia cierta. Lo único que sabemos con certeza es que hay algo en la sangre que los diferencia de la gente normal, pero aún no hemos descubierto el factor X, a pesar de que hace muchos años que lo investigamos y de que encontrarás entre nosotros a los mejores científicos del mundo. El descubrimiento de este gen o lo que quiera que sea en la sangre haría las cosas mucho más fáciles, créeme. Pero, tal como estamos, dependemos de los cálculos y observaciones realizados por generaciones anteriores.

—Si se hubiera cargado el cronógrafo con la sangre de Charlotte, ¿qué hubiera pasado?

—En el peor de los casos, lo hubiéramos inutilizado —contestó mister George—. ¡Y por favor, Gwendolyn, estamos hablando de una minúscula gotita de sangre, no rellenar un depósito! Ahora me toca el turno a mí. Si pudieras elegir, ¿a qué época te gustaría más viajar?

Reflexioné.

—No me gustaría ir muy lejos en el pasado. Solo diez años atrás. Entonces podría volver a mi padre y hablar con él.

—Si, es un deseo comprensible —convino mister George con aire apesadumbrado—. Pero no puede ser. Nadie puede viajar dentro de la época en que ha vivido. Como muy pronto, puedes viajar al período anterior a tu nacimiento.

—Oh…

Era un lástima, porque ya me estaba imaginado viajando de nuevo a la época de la escuela primaria, justo al día en que un chico llamado Gregory Forbes me había llamado «rana asquerosa» en el patio y me había dado cuatro patadas seguidas en la espinilla. Hubiera aparecido allí como una superwoman, y seguro que Gregory Forbes no hubiera vuelto a pegar nunca más a las niñas.

—Te toca a ti otra vez —dijo mister George.

—Se suponía que yo tenía que trazar un círculo de tiza en el lugar donde Charlotte hubiera desaparecido. ¿Para qué hubiera servido eso?

Mister George sacudió la cabeza.

—Olvídate de esa tontería. Tu tía Glenda insistió en que debíamos hacer vigilar el lugar. Entonces hubiéramos enviado a Gideon con la descripción de la posición al pasado y los Vigilantes hubieran esperado a Charlotte y la hubieran protegido hasta que hubiera vuelto a saltar.

—Sí, pero era imposible saber a qué época saltaría. ¡Los Vigilantes hubieran podido tener que hacer guardia allí las veinticuatro horas del día durante décadas!

—Sí. —Mister George suspiro—. ¡Exacto! Pero ahora me toca a mí. ¿Aún te acuerdas de tu abuelo?

—Claro. Tenía diez años cuando murió. Era muy distinto a lady Arista, divertido y nada severo. Siempre nos explicaba historias de miedo a mi hermano y a mí. ¿Usted lo conocía?

—¡Oh, sí! Era mi mentor y mi mejor amigo.

Mister George miró un rato el fuego con aire pensativo.

—¿Quién era ese chiquillo? —pregunté.

—¿Qué chiquillo?

—El que estaba agarrado a la chaqueta del doctor White.

—¿Cómo dices?

Mister George apartó la mirada del fuego y me miró sorprendido.

¡Por Dios! Tampoco era tan difícil de entender.

—Un chiquillo rubio de unos siete años. Estaba junto al doctor White —pronuncié marcando cada una de las silabas.

—Pero allí no había ningún chiquillo —repuso mister George—. ¿Te estás burlando de mí?

—No —contesté.

De repente comprendí lo que había visto, y me irritó no haberme dado cuenta enseguida.

—¿Un chiquillo rubio, dices? ¿De siete años?

—Olvídelo.

Hice como si de pronto sintiera un gran interés por los libros de la estantería que tenía detrás.

Mister George calló, pero podía sentir su mirada clavada en mi espalda.

—Ahora me vuelve a tocar a mí —dijo finalmente.

—Es un juego tonto. ¿No podríamos jugar al ajedrez?

Sobre la mesa había un juego de ajedrez, pero mister George no se dejó despistar.

—¿A veces ves cosas que las otras personas no ven?

—Los niños no son cosas —repuse—. Pero sí, a veces veo cosas que los otros no ven.

Yo misma no sabía porque le había confiado aquello.

Por alguna razón, mis palabras parecieron alegrar a mister George.

—Sorprendente, realmente sorprendente. ¿Desde cuándo tienes ese don?

—Siempre lo he tenido.

—¡Fascinante! —Mister George miró a su alrededor—. Por favor, dime quien está aquí ahora escuchando a parte de nosotros.

—Estamos solos.

Se me escapo una risita al ver la expresión decepcionada de mister George.

—Oh, y yo que pensaba que este viejo caserón estaba plagado de fantasmas. Especialmente, esta habitación. —Tomó un trago de té de su taza—. ¿Quieres unas galletas rellenas de naranja?

—Sí, gracias.

No sé si fue porque había mencionado las galletas, pero de pronto aquella desagradable sensación en el estómago volvió a aparecer. Contuve la respiración.

Mister George se levantó y empezó a revolver en un anaquel. La sensación de vértigo se hizo más intensa. Mister George se daría un buen susto si se volvía y yo, sencillamente, había desaparecido. Tal vez sería mejor que lo previniera. Podía tener el corazón débil.

—¿Mister George?

—Ahora vuelve a tocarte a ti, Gwendolyn —dijo mientras ordenaba amorosamente las galletas en un plato, como hacía siempre mister Bernhard—. Y creo que conozco la repuesta a tú pregunta.

Me concentré en mis sensaciones. El vértigo parecía haber cedido un poco.

Muy bien. Falsa alarma.

—Suponiendo que viajara a una época en la que este edificio aún no existiera, ¿aterrizaría bajo tierra y me ahogaría?

—¡Oh! Y yo que pensaba que me preguntarías por el niño rubio. En fin. Por lo que sabemos, nadie ha viajado nunca más de quinientos años atrás. Y en el cronógrafo la fecha para el rubí, o sea, para ti, solo puede ajustarse hasta 1560 después de Cristo, Lancelot de Villiers. Es una limitación de la que nos hemos lamentado muchas veces. Uno se pierde tantos años interesantísimos… Ten, coge una. Son mis galletas preferidas.

Alargué la mano, a pesar de que de repente el plato había empezado a difuminarse ante mis ojos y tenía la sensación de que alguien me iba a retirar el sofá bajo el trasero.