6

No. No podía ser yo.

Yo nunca había besado a un chico.

Bueno prácticamente nunca. En cualquier caso, no así. Estaba ese Mortimer del curso superior al nuestro con el que había salido el verano anterior, exactamente dos semanas y medio día; no tanto porque estuviera enamorada de él como porque era el mejor amigo de Max, el novio de Leslie en esa época, y de algún modo todo encajaba bien. Pero Mortimer no estaba especialmente interesado en los besos, sino que concentraba todos sus esfuerzos en hacerme chupetones en el cuello, mientras trataba de meter distraídamente la mano debajo de mi camiseta. Con treinta grados a la sombra, tenía que ir continuamente con pañuelos en el cuello, y me pasaba todo el día ocupada exclusivamente en apartar las manos de Mortimer (sobre todo, en la oscuridad del cine, donde le crecían como a un pulpo). Después de dos semanas habíamos roto nuestra «relación» de mutuo acuerdo. Para Mortimer, yo era «demasiado inmadura», y para mí, Mortimer era demasiado… hummm… pegajoso.

Aparte de él, solo había besado a Gordon en la excursión con la clase a la isla de Wight, pero ese beso no contaba, porque a) era parte de un juego llamado Verdad o Beso (yo había dicho la verdad, pero Gordon había insistido en que era mentira), y b) no había sido en absoluto un auténtico beso. Gordon ni siquiera se había sacado el chicle de la boca.

De modo que, con excepción del «affaire de los chupetones» (como lo llamaba Leslie) y el beso de menta de Gordon, seguía totalmente «imbesada». Y posiblemente también «inmadura», como decía Mortimer. A mis dieciséis años y medio, era consciente de que iba atrasada; pero Leslie, que había salido con Max durante todo un año, opinaba que el besar, en general, estaba sobrevalorado. Decía que tal vez solo era cuestión de mala suerte, pero que los chicos a los que había besado hasta el momento definitivamente no le habían cogido el truco al asunto. Leslie decía que en realidad debería haber una asignatura llamada «Besar», preferiblemente en lugar de la religión, que de todos modos nadie necesitaba.

Hablábamos bastante a menudo de cómo tenía que ser el beso perfecto, y había un montón de películas que veíamos una y otra vez solo por sus escenas de besos fantásticas.

—Ah, miss Gwendolyn, ¿desea hablar conmigo hoy, o tal vez prefiere ignorarme de nuevo?

James me había visto salir de la clase de mistress Counter y se acercó a mí.

—¿Qué hora es?

Miré a mi alrededor buscando a Leslie.

—¿Acaso soy un reloj de pared? —James me miró ofendido—. Debería conocerme lo suficiente para saber que el tiempo no tiene ninguna importancia en mi existencia.

—Cuánta razón tiene.

Doblé la esquina para echar una ojeada al gran reloj que había al extremo del pasillo. James me siguió.

—Solo he estado fuera veinte minutos—puntualicé.

—¿Fuera de dónde?

—¡Imagínate, James, creo que he estado en tu casa! Muy bonito todo, de verdad. Mucho oro. Y la luz de las velas… Muy acogedor.

—Sí, no tan triste y falto de gusto como aquí—convino James, e hizo un gesto con la mano que abarcó todo el pasillo, en el que predominaba abrumadoramente el color gris.

De pronto James me dio mucha pena. No era mucho mayor que yo, y ya estaba muerto.

—James, ¿ya has besado alguna vez a una chica? —le pregunté.

—¿Cómo dice?

—¿Si has besado alguna vez?

—No es correcto hablar de este modo, miss Gwendolyn.

—¿De modo que no has besado nunca?

—Soy un hombre—dijo James.

—¿Qué clase de respuesta es esa? —Se me escapó la risa al ver la cara de indignación que había puesto—. ¿Sabes cuándo naciste en realidad, James?

—¿Quieres ofenderme? Naturalmente que conozco la fecha de mi propio nacimiento. Es el 31 de marzo.

—¿De qué año?

—De 1762. —James sacó pecho con aire retador—. Hace tres semanas cumplí los veintiuno. Celebré una gran fiesta con mis amigos en el White-Club y mi padre, en honor a la ocasión, pagó todas mis deudas de juego y me regaló una preciosa yegua para la caza del zorro. Y luego me dio esa estúpida fiebre y tuve que acostarme, solo para luego descubrir al despertar que todo había cambiado y encontrarme ante una chiquilla impertinente que dice que soy un fantasma.

—Lo siento—murmuré—. Seguramente moriste por la fiebre.

—¡Qué tontería! Solo era un ligero malestar—señaló James, pero su mirada reflejaba inseguridad—. El doctor Barrow afirmó que era poco probable que me hubiera infectado de viruela en casa de lord Stanhope.

—Hummm… —musité. Tendría que buscar «viruela» en Google.

—¿«Hummm»? ¿Qué significa «hummm»?

James me miraba irritado.

—¡Oh, por fin estás aquí! —Leslie vino corriendo desde los lavabos de las chicas y me saltó al cuello—. Estaba muerta de angustia, ¿sabes?

—No me ha pasado nada. Al volver fui a parar a la clase de mistress Counter, pero estaba vacía.

—Se han ido a hacer una visita al observatorio de Greenwich—aclaró Leslie—. ¡Oh, Dios mío, qué contenta estoy de verte! Le dije a mister Whitman que estabas en el lavabo sacando hasta la última papilla. Y me dijo que volviera para apartarte el pelo de la cara.

—Repugnante—dijo James, tapándose la nariz con el pañuelo—. Dile a la pecosa que una dama nunca habla de esas cosas.

Dejé de prestarle atención.

—Leslie… pasó una cosa muy rara allí… Algo que no puedo explicarme.

—No me extraña nada. —Leslie me puso el móvil ante las narices—. Lo he cogido de tu taquilla y ahora llamarás inmediatamente a tu madre.

—Leslie, está en el trabajo. No puedo…

—¡Llámala! Ya has saltado tres veces en el tiempo y la última vez he podido comprobarlo con mis propios ojos. ¡De repente has desaparecido sin más! ¡Ha sido realmente alucinante! Por favor, tienes que explicárselo enseguida a tu madre para que no te pase nada.

¿Eran imaginaciones mías o realmente Leslie tenía lágrimas en los ojos?

—La pecosa está melodramática hoy—observó James.

Cogí el móvil e inspiré hondo.

—Por favor—suplicó Leslie.

Mi madre trabajaba como administrativa en el Bartholomew’s Hospital. Marqué el número directo y miré a Leslie, que asintió y esbozó una sonrisa.

—¿Gwendolyn? —Mamá debía de haber reconocido mi número de móvil en la pantalla. Su voz sonaba preocupada. Nunca antes la había llamado al trabajo desde la escuela—. ¿Te pasa algo?

—Mamá… no me encuentro bien.

—¿Estás enferma?

—No lo sé.

—Tal vez has cogido esa gripe que tiene todo el mundo. Mira, ahora te irás a casa y te meterás en la cama, y yo intentaré salir antes del trabajo. Entonces te exprimiré un zumo de naranja y te prepararé compresas calientes para el cuello.

—Mamá, no es la gripe. Es peor. Yo…

—Quizá es la viruela—propuso James.

Leslie me dirigió una mirada de ánimo.

—¡Adelante! —susurró—. ¡Díselo ya!

—¿Cariño?

Respiré hondo.

—Mamá, creo que soy como Charlotte. Acabo de estar… no tengo ni idea de cuándo. Y esta noche también…, en realidad ya empezó ayer. Quería decírtelo, pero tuve miedo de que no me creyeras.

Mi madre calló.

—¿Mamá?

Miré a Leslie.

—No me cree.

—No haces más que balbucir frases incomprensibles—susurró Leslie—. Venga, prueba otra vez.

Pero no hizo falta.

—Quédate donde estás—dijo mi madre en un tono de voz completamente distinto—. Espérame en la puerta de la escuela. Cogeré un taxi y estaré ahí tan pronto como pueda.

—Pero…

Mamá ya había colgado.

* * *

—Tendrás problemas con mister Whitman—dije.

—Tanto da—respondió Leslie—. Esperaré hasta que llegue tu madre. No te preocupes por la ardilla. Lo tengo todo controlado.

—¿Qué he hecho, Leslie?

—Has hecho lo correcto—me aseguró mi amiga.

Yo ya la había informado en detalle de mi breve viaje al pasado, y Leslie opinaba que la chica que tenía el mismo aspecto que yo podía haber sido una antepasada mía.

En mi opinión, era imposible que dos personas se parecieran tanto, a no ser que fueran gemelos univitelinos. Leslie opinaba que esa teoría también era digna de tenerse en consideración.

—¡Claro! Como en Tú a Boston y yo a California —indicó—. Cuando pueda, alquilaré el DVD.

Me entraron ganas de llorar. ¿Cuándo podríamos volver a ver Leslie y yo tranquilamente un DVD?

El taxi llegó antes de lo que había pensado. Paró ante el portal de la escuela y mi madre abrió la puerta del coche.

—Sube—dijo.

Leslie me apretó la mano.

—Mucha suerte. Llámame cuando puedas.

Yo estaba a punto de echarme a llorar.

—Leslie… ¡gracias!

—De nada—respondió Leslie, que también se esforzaba en contener las lágrimas. (Cuando veíamos películas también llorábamos siempre juntas en las mismas escenas).

Subí al taxi con mamá. Me hubiera gustado abrazarla, pero ponía una cara tan rara que renuncié a hacerlo.

—Temple—dijo al taxista.

El vidrio que separaba el asiento trasero de la cabina del conductor subió y el taxi arrancó.

—¿Estás enfadada conmigo? —pregunté.

—No. Claro que no, cariño. No es culpa tuya.

—¡Totalmente cierto! El culpable es ese estúpido de Newton… —dije tratando de bromear, pero mamá no estaba de humor para bromas.

—No, él no tiene la culpa. Si hay culpable, esa soy yo. Confiaba en que no tuviéramos que pasar por esto.

La miré con los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué quieres decir?

—Yo… pensaba… esperaba… no quería que tú… —Lo de tartamudear no era nada propio de ella. Parecía tensa y nunca la había visto tan seria desde la muerte de papá—. No quería reconocerlo. Todo el tiempo he estado esperando que fuera Charlotte.

—¡Todos lo creían! A nadie se le podía ocurrir que Newton se hubiera equivocado. Seguro que a la abuela le dará un ataque.

El taxi se unió al denso tráfico de Piccadilly.

—Olvídate de tu abuela ahora—dijo mamá—. ¿Cuándo pasó por primera vez?

—¡Ayer! De camino a Selfridges.

—¿Y a qué hora?

—Debían de ser poco después de las tres. No sabía qué debía hacer, de modo que volví a casa y llamé a la puerta. Pero antes de que pudieran abrirme volví a saltar de vuelta. La segunda vez ha sido esta noche. Me escondí en un armario, pero había alguien durmiendo dentro, un criado, que, por cierto, se puso bastante histérico. Me persiguió por toda la casa, y todos me buscaban porque pensaban que era una ladrona. Gracias a Dios, volví a saltar antes de que pudieran encontrarme. Y la tercera vez ha sido hace un momento. En la escuela. Esta vez debí saltar aún más atrás, porque la gente llevaba peluca… ¡Mamá, si esto me va pasar cada pocas horas, nunca podré llevar una vida normal! Y todo porque ese maldito Newton…

Yo misma me daba cuenta de que la broma iba perdiendo gracia de tanto utilizarla.

—¡Tendrías que habérmelo dicho antes! —me advirtió mamá acariciándome la cabeza—. ¡Habría podido pasarte cualquier cosa!

—Quería explicártelo, pero entonces me dijiste que el problema era que todos teníamos demasiada imaginación.

—Pero yo no quería decir que… No estabas en absoluto preparada para esto. Lo siento tanto…

—¡No es culpa tuya, mamá! Nadie podía saberlo.

—Yo lo sabía —aseguró mamá, y después de un incómodo silencio añadió—. Naciste el mismo día que Charlotte.

—¡No, no fue el mismo día! Mi cumpleaños es el 8 de octubre y el suyo es el 7.

—Tú también naciste el 7 de octubre, Gwendolyn.

No podía creer que estuviera diciendo aquello. Me quedé petrificada mirándola, incapaz de decir nada.

—Mentí sobre la fecha de tu nacimiento—continuó mamá—. No fue difícil. Naciste en casa, y la comadrona que tenía que redactar el certificado de nacimiento se mostró comprensiva con nosotros e hizo lo que le pedimos.

—Pero ¿por qué?

—Solo queríamos protegerte, cariño.

No entendía lo que quería decir.

—¿Protegerme de qué, si al final ha pasado?

—Nosotros… yo quería que tuvieras una infancia normal. Una infancia libre de preocupaciones—me explicó mirándome a los ojos—. Y existía la posibilidad de que no hubieras heredado el gen.

—¿A pesar de haber nacido en la fecha calculada por Newton?

—Como suele decirse, la esperanza es lo último que se pierde—dijo mamá—. Y deja ya de hablar de Isaac Newton, que solo es una más de las muchas personas que se ocuparon de este tema. Este asunto es mucho más importante de lo que puedas imaginar. Mucho más antiguo y trascendental, y también mucho más peligroso. Por eso quería mantenerte apartada de él.

—Pero ¿de qué querías mantenerme apartada?

Mamá suspiró.

—Tendría que haber comprendido que era estúpido por mi parte. Por favor, perdóname.

—¡Mamá! —Estaba tan excitada que casi solté un gallo—. No tengo ni idea de qué estás hablando. —Sus explicaciones solo habían servido para que mi confusión y mi desesperación aumentaran un poco más con cada frase—. Solo sé que me pasa algo que no debería pasar en absoluto. ¡Y que me ataca los nervios! Cada pocas horas siento vértigo y luego salto a otra época. ¡No tengo ni idea de qué debo hacer contra eso!

—Por eso vamos a verles ahora—explicó mamá.

Era consciente de que mi desesperación le hacía daño, porque nunca la había visto tan preocupada como en ese momento.

—¿A quién vamos a ver?

—A los Vigilantes—contestó mi madre—. Una antiquísima sociedad secreta, conocida también como la Logia del Conde de Saint Germain. —Miró por la ventana—. Enseguida llegaremos.

—¡¿Una sociedad secreta?! ¿Quieres dejarme en manos de una turbia secta? ¡Mamá!

—No es ninguna secta, aunque algo turbios sí son. —Mamá respiró hondo y cerró los ojos un momento—. Tu abuelo fue miembro de esta logia—continuó—. Como antes lo había sido su padre y antes su abuelo. También Isaac Newton era miembro, igual que Wellington, Klaproth, Von Arneth, Hahnemann, Kart von Hessen-Kassel, naturalmente todos los De Villiers, y muchísimos otros… Tu abuela afirma que también Churchill y Einstein fueron miembros de la logia.

La mayoría de esos nombres no me sonaban de nada.

—Pero ¿qué hacen exactamente?

—Bien… pues… —balbució mamá—. Se interesan por mitos antiquísimos. Y por el tiempo. Y por las personas como tú.

—¿Tantos hay como yo?

Mamá sacudió la cabeza.

—Solo doce. Y la mayoría hace tiempo que murieron.

El taxi se detuvo y el vidrio de separación bajó. Mamá tendió al conductor unas libras.

—Ya está bien—dijo.

—¿Qué venimos a hacer precisamente aquí? —dije parada en la acera, mientras el taxi volvía a ponerse en marcha.

Habíamos circulado a lo largo del Strand, hasta poco antes de la entrada de Fleet Street. A nuestro alrededor resonaba el estruendo del tráfico y la masa de gente que se movía por las aceras. Los cafés y los restaurantes de enfrente estaban llenos a reventar. Dos autobuses turísticos de dos pisos estaban parados al borde de la calzada y los turistas del piso descubierto fotografiaban el complejo monumental del Royal Court of Justice.

—Girando ahí delante, entre las casas, se entra en el barrio de Temple—indicó mamá apartándome los cabellos de la cara.

Miré hacia el estrecho pasaje peatonal que me señalaba. No recordaba haber pasado nunca por allí.

Supongo que mamá vio mi cara de desconcierto, porque me preguntó:

—¿No has estado nunca con la escuela en Temple? La iglesia y los jardines son realmente preciosos para visitar. Y Fountain’s Court. Para mí, la fuente más bonita de toda la ciudad.

La miré furiosa. ¿Ahora se había convertido de pronto en una guía turística?

—Ven, tenemos que pasar al otro lado de la calle—me indicó, y me cogió de la mano.

Seguimos a un grupo de turistas japoneses que llevaban todos unos enormes planos desplegados ante sí.

Por detrás de la hilera de casas se entraba en un mundo completamente distinto. La frenética agitación del Strand y Fleet Street había quedado atrás. Allí, entre los majestuosos edificios de una belleza atemporal que se alineaban ininterrumpidamente, todo era paz y tranquilidad.

Señalé a los turistas.

—¿Qué buscan aquí? ¿La fuente más bonita de toda la ciudad?

—Van a ver la Temple Church—respondió mi madre sin inmutarse ante mi tono irritado—. Una iglesia muy antigua, plagada de leyendas y mitos. A los japoneses les encantan estas cosas. Además, en Middle Temple May se estrenó Como gustéis, de Shakespeare.

Seguimos un rato a los japoneses y luego doblamos a la izquierda y avanzamos por un camino empedrado entre las casas a lo largo de varias manzanas. La atmósfera era casi bucólica: los pájaros cantaban, las abejas zumbaban en los exuberantes macizos de flores e incluso el aire sabía a fresco y a limpio.

En los portales había placas de latón que llevaban grabadas largas hileras de nombres.

—Son todos abogados. Profesores del Instituto de Jurisprudencia—afirmó mamá—. No quiero ni pensar lo que debe de costar alquilar un despacho aquí.

—Yo tampoco—convine ofendida.

¡Como si no hubiera cosas más importantes de que hablar!

Se detuvo en el siguiente portal.

—Ya hemos llegado —dijo.

Era una casa sencilla, que, a pesar de su impecable fachada y de los marcos recién pintados de las ventanas, parecía muy vieja. Mis ojos buscaron los nombres en la placa de latón, pero mamá me empujó enseguida a través de la puerta abierta y me guió escaleras arriba hasta el primer piso. Dos mujeres jóvenes se cruzaron con nosotras y nos saludaron amablemente al pasar.

—¿Dónde estamos?

Mamá no respondió. Pulsó un timbre, se arregló la chaqueta y se apartó el pelo de la cara.

—No tengas miedo, cariño—susurró, pero no supe si estaba hablando conmigo o consigo misma.

La puerta se abrió con un chirrido y entramos en una habitación clara que parecía un despacho normal y corriente. Archivadores, escritorio, teléfono, aparato de fax, ordenador…, ni siquiera la mujer rubia de mediana edad que estaba sentada detrás del escritorio tenía un aspecto extraño. Solo sus gafas, negras como el carbón y tan anchas que le tapaban media cara, eran un poco inquietantes.

—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó—. Oh, usted es… ¿Miss… mistress Montrose?

—Shepherd—la corrigió mamá—. Ya no llevo mi nombre de soltera. Me casé.

—Oh, sí, claro. —La mujer sonrió—. Pero no ha cambiado nada. La reconocería en cualquier sitio por sus cabellos. —Su mirada se deslizó sobre mí—. ¿Esta es su hija? Pero ella ha salido a su padre, ¿no es verdad? ¿Cómo está…?

Mamá la cortó.

—Mistress Jenkins, debo hablar urgentemente con mi madre y con mister De Villiers.

—Oh, me temo que su madre y mister De Villiers están reunidos—dijo mistress Jenkins esbozando una sonrisa de disculpa—. Tendrá que…

De nuevo mamá la interrumpió.

—Me gustaría asistir a esa reunión.

—Bien… es que… Ya sabe que eso no es posible.

—Entonces hágalo posible. Dígales que les traigo a Rubí.

—¿Cómo dice? Pero si…

Mistress Jenkins primero miró a mamá y luego a mí con los ojos abiertos de par en par.

—Haga sencillamente lo que le he dicho.

La voz de mi madre nunca había sonado tan firme.

Mistress Jenkins se levantó, salió de detrás del escritorio y me miró de arriba abajo. Me sentía francamente incómoda con mi espantoso uniforme escolar. No me había lavado el pelo, sino que me lo había recogido simplemente con una goma en una coleta. Y tampoco iba maquillada. (Realmente era un bicho raro).

—¿Está segura de eso?

—Claro que estoy segura. ¿Cree que me permitiría bromear con este asunto? Dese prisa, por favor, tal vez no dispongamos de mucho tiempo.

—Por favor, esperen aquí.

Mistress Jenkins dio media vuelta y desapareció por una puerta ancha entre dos estanterías llenas de archivadores.

—¿”Rubí”? —repetí yo.

—Sí —dijo mamá—. Cada uno de los doce viajeros del tiempo está relacionado con una piedra preciosa. Y tú eres rubí.

—¿De dónde has sacado eso?

—«Ópalo y Ámbar forman el primer par, Ágata canta en si, del loba el avatar, dueto —¡Solutio!— con Aguamarina. Siguen poderosas la Esmeralda y la Citrina, los gemelos Cornalina en Escorpión, y Jade, el número ocho, digestión. En mi mayor: negra Turmalina, Zafiro en fa se ilumina. Y casi al mismo tiempo el Diamante, once y siete, del León rampante. ¡Projectio llega! Fluye el tiempo, y Rubí constituye el final y el comienzo». —Mamá me miró con una sonrisa más bien triste—. Aún me lo sé de memoria.

Por alguna razón, durante su recitado, se me había puesto la carne de gallina. Sus palabras no me habían parecido tanto una poesía como un conjuro, algo que las brujas malvadas murmuraban en las películas mientras dan vueltas con una cuchara a una olla llena de vapores verdosos.

—¿Qué se supone que significa?

—No son más que unos pareados compuestos por viejos aficionados a los misterios para hacer aún más complicadas cosas que ya son complicadas de por sí—explicó mamá—. Doce cifras, doce viajeros del tiempo, doce piedras preciosas, doce notas, doce ascendentes, doce pasos para la fabricación de la piedra filosofal…

—¿Qué es la piedra filosofal…?

Me detuve y lancé un profundo suspiro, cansada de hacer preguntas que solo me hacían sentir un poco más ignorante y confundida con cada respuesta que recibía.

De todos modos, mamá tampoco parecía tener muchas ganas de responder, visto que miraba por la ventana.

—Aquí no ha cambiado nada—señaló—. Es como si el tiempo se hubiera detenido.

—¿Venías a menudo a este sitio?

—Mi padre me traía a veces —dijo mamá—. En este aspecto era un poco más generoso que mi madre, así como también en lo tocante a los misterios. De niña me gustaba mucho venir aquí. Y luego, cuando Lucy…

Suspiró. Me debatí un rato, pensando en si debía seguir preguntando o no, pero al final la curiosidad pudo conmigo:

—La tía abuela Maddy me ha dicho que Lucy también es una viajera del tiempo; ¿por eso se fue de casa?

—Sí—contestó mamá.

—¿Y adónde se marchó?

—Nadie lo sabe.

Mamá volvió a pasarse la mano por el pelo. Era evidente que estaba muy excitada. Nunca antes la había visto tan nerviosa, y si yo misma no me hubiera sentido tan furiosa, me habría dado pena.

Callamos durante un rato, y mamá volvió a mirar por la ventana.

—De modo que soy un rubí—dije finalmente—. Son rojos, ¿verdad?

Mamá asintió.

—Y Charlotte, ¿qué clase de piedra es?

—Ninguna—respondió mamá.

—Oye, mamá, ¿no tendré una hermana gemela de la que hayas olvidado hablarme?

Mamá se volvió hacia mí y sonrió.

—No, no tienes ninguna hermana gemela, cariño.

—¿Estás segura?

—Sí, estoy completamente segura. Yo estaba presente en tu nacimiento, ¿sabes?

Oímos un ruido de pasos que se acercaban rápidamente. Mamá se puso rígida y respiró hondo. Acompañada por la recepcionista de las gafas, la tía Glenda entró por la puerta seguida de un anciano pequeño y calvo.

Mi tía parecía furiosa.

—¡Grace! Mistress Jenkins afirma que has dicho…

—Es cierto—repuso mamá—. Y no tengo ningunas ganas de malgastar el tiempo de Gwendolyn convenciéndote precisamente a ti de la verdad. Quiero ver enseguida a mister De Villiers. Gwendolyn debe ser registrada en el cronógrafo.

—¡Pero esto es totalmente… ridículo! —casi gritó la tía Glenda—. Charlotte va a…

—Aún no ha saltado, ¿no es verdad? —Mamá se volvió hacia el gordito de la calva—. Lo lamento, sé que le conozco, pero en este momento no recuerdo su nombre…

—George—señaló el hombrecillo—. Thomas George. Y usted es la hija menor de lady Arista, Grace. La recuerdo bien.

—Mister George—convino mamá—. Claro. Nos visitó en Dirham después del nacimiento de Gwendolyn, yo también le recuerdo. Esta es Gwendolyn. Es el rubí que les falta.

—¡Eso es imposible! —chilló la tía Glenda—. ¡Es totalmente imposible! La fecha de nacimiento de Gwendolyn no encaja. Y, de todos modos, vino al mundo dos meses antes de lo previsto. Una sietemesina poco desarrollada. No tiene más que mirarla.

Eso hizo mister George, que me observó con sus afables ojos de color azul claro. Yo le devolví la mirada, tratando de mostrarme lo más relajada posible y procurando ocultar mi malestar. ¡Una sietemesina poco desarrollada! ¡La tía Glenda estaba mal de la cabeza! Yo medía casi un metro setenta y tenía una talla de sujetador B con tendencia a pasar a la C.

—Ayer saltó por primera vez—informó mamá—. Lo único que quiero es que no le pase nada. Con cada salto incontrolado aumenta el riesgo.

La tía Glenda rió burlonamente.

—Eso no hay quien se lo crea. Es uno más de sus patéticos intentos por convertirse en el centro de atención.

—¡Cierra el pico, Glenda! ¡Nada me haría más feliz que mantenerme alejada de todo esto y dejar que tu Charlotte desempeñara el desagradecido papel de objeto de investigación de pseudocientíficos obsesionados con el esoterismo y fanáticos manipuladores de secretos! ¡Pero no es Charlotte la que ha heredado el maldito gen, sino Gwendolyn!

La mirada de mamá estaba cargada de ira y desprecio, una faceta suya totalmente nueva para mí.

Mister George rió en voz baja.

—No puede decirse que tenga muy buena opinión de nosotros, mistress Shepherd.

Mamá se encogió de hombros.

—¡No, no y no! —La tía Glenda se dejó caer en una silla de oficina—. No estoy dispuesta a seguir oyendo tonterías. Ni siquiera nació el día señalado. ¡Y, además, fue un nacimiento prematuro!

Lo del nacimiento prematuro parecía ser muy importante para ella.

Mistress Jenkins susurró:

—¿Quiere que le traiga una taza de té, mistress Montrose?

—Déjeme en paz con sus tazas de té, por Dios—resopló la tía Glenda.

—¿No hay nadie que quiera un té?

—No, gracias—respondí.

Mientras tanto, mister George había vuelto a fijar la mirada en mí y me observaba con atención.

—De modo, Gwendolyn, que ya has experimentado el salto en el tiempo, ¿no es así?

Asentí.

—¿Y adónde, si puedo preguntarlo?

—Al sitio donde estaba en ese momento—repuse.

Mister George sonrió.

—Quiero decir que a qué época saltaste.

—No tengo ni la más remota idea—solté con descaro—. No había ningún calendario colgado en la pared. Y tampoco quiso decírmelo nadie. ¡Oiga, yo no quiero que pase! Quiero que pare de una vez. ¿No puede usted hacer que pare?

Mister George no me contestó.

—Gwendolyn vino al mundo dos meses antes de la fecha prevista—anunció sin dirigirse a nadie en particular—. El 8 de octubre. Verifiqué personalmente la partida de nacimiento y la entrada en el registro. Y también revisé al bebé.

Pensé qué podría revisarse en un bebé. ¿Si era auténtico?

—En realidad, nació la noche del 7 de octubre—rectificó mamá, y ahora su voz temblaba un poco—. Sobornamos a la comadrona para que pospusiera unas horas el momento del parto en el certificado de nacimiento.

—Pero ¿por qué?

Mister George parecía comprenderlo tan poco como yo.

—Porque… después de lo que pasó con Lucy, quería ahorrarle todo esto a mi hija. Quería protegerla—repuso mamá—. Y confiaba en que tal vez no hubiera heredado el gen y solo hubiera nacido por casualidad el mismo día que la auténtica portadora. Al fin y al cabo, Glenda había tenido a Charlotte, y desde el primer momento todas las esperanzas se habían centrado en ella…

—¡Vamos, no mientas! —gritó la tía Glenda—. ¡Todo fue intencionado! Tu bebé no tendría que haber nacido hasta diciembre, pero manipulaste el embarazo y te arriesgaste a un parto prematuro solo para poder dar a luz el mismo día que yo. ¡Pero no funcionó! Tu hija nació un día más tarde. No sabes cómo me reí al saberlo.

—Supongo que debe de ser relativamente fácil comprobarlo—repuso mister George.

—He olvidado el apellido de la comadrona—dijo mamá rápidamente—. Solo sé que se llamaba Dawn, pero eso no tiene la menor importancia ahora.

—Claro—espetó tía Glenda—. En tu lugar, yo hubiera dicho lo mismo.

—Seguro que tenemos el nombre y la dirección de la comadrona en nuestros archivos. —Mister George se volvió hacia mistress Jenkins—. Es importante que los localicemos.

—No es necesario—replicó mamá—. Puede dejar en paz a esa pobre mujer. Se limitó a aceptar un poco de dinero de nuestra parte.

—Solo queremos hacerle un par de preguntas—aclaró mister George—. Por favor, mistress Jenkins, trate de averiguar dónde vive en la actualidad.

—Enseguida me ocupo—dijo mistress Jenkins, y volvió a desaparecer por la puerta lateral.

—¿Quién más está informado de esto? —preguntó mister George.

—Solo mi marido lo sabía—replicó mamá en un tono desafiante y triunfal al mismo tiempo—. Y a él ya no pueden someterle a ningún interrogatorio, porque, por desgracia, hace tiempo que falleció.

—Lo sé. Fue leucemia, ¿verdad? Una tragedia—observó mister George, y empezó a pasear de un lado a otro de la habitación—. ¿Cuándo empezó, me ha dicho?

—Ayer—respondí yo.

—Tres veces en las últimas veinte horas—repuso mamá—. Temo por ella.

—¡Tres veces ya! —mister George se detuvo en seco—. ¿Y cuándo fue la última vez?

—Creo que hace más o menos una hora—dije.

Desde que los acontecimientos habían empezado a precipitarse, había perdido la noción del tiempo.

—Entonces supongo que tenemos un poco de margen para prepararnos.

—¡No comprendo cómo puede creer algo así! —espetó la tía Glenda—. ¡Mister George! Usted conoce a mi hija. Y ahora mire a esta niña y compárela con mi Charlotte. ¿En serio cree que ante usted se encuentra el número doce? «Rojo Rubí con la magia del cuervo dotado, sol mayor cierra el círculo que los doce han formado». ¿Lo cree de verdad?

—Es una posibilidad que no hay por qué descartar de entrada—repuso mister George—. Por más que sus motivos me parezcan más que cuestionables, mistress Shepherd.

—Ese es su problema—contestó mamá fríamente.

—Si hubiera querido proteger realmente a su hija, no la habría dejado en la ignorancia durante todos estos años. Saltar en el tiempo sin ninguna preparación es muy peligroso.

Mamá se mordió los labios.

—Confiaba en que fuera Charlotte la que…

—¡Pero si es ella! —gritó la tía Glenda—. Desde hace dos días tiene síntomas clarísimos. Puede pasar en cualquier momento, tal vez esté pasando ahora, mientras perdemos el tiempo aquí escuchando las historias sin pies ni cabeza de mi celosa hermana menor.

—Para variar, podrías usar el cerebro, Glenda, aunque solo sea por una vez—replicó mamá, que de pronto parecía cansada—. ¿Para qué íbamos a inventarnos todo esto? ¿Quién iba a hacer algo así a su hija voluntariamente, aparte de ti?

—Insisto en que… —La tía Glenda dejó la frase en el aire, dejándonos sin saber sobre qué insistía—. Todo esto acabará por revelarse como un vil engaño—continuó sin inmutarse—. Ya se produjo un sabotaje en el pasado, y usted, mister George, sabe muy bien adónde nos condujo. Y ahora que falta tan poco para alcanzar el objetivo, no podemos permitirnos ningún fiasco.

—Creo que no somos nosotros quienes debemos decidir sobre eso—repuso mister George—. Sígame, por favor, mistress Shepherd. Y tú también, Gwendolyn. —Y añadió con una sonrisita socarrona—: No tengan miedo, los pseudocientíficos obsesionados con el esoterismo y los fanáticos manipuladores de secretos no muerden.