4

La tía Maddy estaba sentada en su silla en una postura extrañamente rígida, con una mirada perdida en el vacío. Sus manos se aferraban con fuerza al reposabrazos y su rostro había perdido el color.

—¿Tía Maddy? Mamá, ¿le ha dado un ataque? ¡Tía Maddy! ¿Me oyes? ¡Tía Maddy!

Quise cogerle la mano pero mamá me detuvo.

—¡No la toques! No hay que tocarla.

Caroline empezó a llorar.

—¿Qué le pasa? —gritó Nick—. ¿Se ha atragantado con algo?

—Tenemos que avisar al médico de urgencias —dije—. ¡Mamá, haz algo, por favor!

—No ha tenido ningún ataque. Y tampoco se ha atragantado. Tiene una visión —explicó mamá—. Enseguida se le pasará.

—¿Seguro?

La mirada fija de la tía Maddy daba miedo. Se le veían las pupilas enormes y los párpados totalmente inmóviles.

—De repente ha empezado a hacer mucho frío —susurró Nick—. ¿No lo notáis?

Caroline sollozaba en voz baja.

—Haced que pare —suplicó.

—¡Lucy! —gritó alguien.

Todos pegamos un brinco, sobresaltados, y entonces nos dimos cuenta de que había sido la tía Maddy la que había gritado. Realmente hacía mucho frío. Miré a mi alrededor, pero no había ningún fantasma en la habitación.

—Lucy, mi niña. Me lleva hasta un árbol. Un árbol con bayas rojas. Oh, ¿dónde está ahora? Ya no puedo verla. Hay algo entre las raíces. Una piedra preciosa enorme, un zafiro tallado. Un huevo. Un huevo de zafiro. Qué hermoso es. Qué valioso. Pero ahora se está agrietando; oh, se rompe, y hay algo dentro… Un pajarito sale del huevo. Un cuervo. Ahora salta al árbol.

Pese a que la tía Maddy rió, no desapareció la mirada fija de su rostro, y sus manos seguían aferradas a los brazos de la silla.

—Empieza a soplar viento. —La risa de la tía Maddy se desvaneció—. Es una tormenta. Todo gira. Vuelo. Vuelo con el cuervo hacia las estrellas. Una torre. En lo alto de la torre, un enorme reloj. Hay alguien sentado ahí arriba, sobre el reloj, balanceando las piernas. ¡Baja enseguida, niña atolondrada! —De pronto su voz traslucía miedo y empezó a gritar—. La tormenta te derribará. Es demasiado alto. ¿Qué está haciendo allí? ¡Una sombra! ¡Un gran pájaro traza círculos en el cielo! ¡Allí! Se precipita hacia ella. ¡Gwendolyn! ¡Gwendolyn!

Aquello era insoportable. Aparté a mamá y cogí a la tía Maddy por los hombros.

—¡Estoy aquí, tía Maddy! ¡Por favor! ¡Mírame! —exclamé sacudiéndola suavemente.

La tía Maddy volvió la cabeza y me miró. Poco a poco, su rostro fue recuperando el color.

—Angelito —susurró—, ¡ha sido una locura trepar tan alto!

—¿Te encuentras bien, tía? —Miré a mamá—. ¿Estás segura de que no le pasa nada malo?

—Era una visión —repuso mamá—. Está bien.

—No, no estoy bien. Era una mala visión —masculló la tía Maddy—, a pesar de que el principio era muy agradable.

Caroline había dejado de llorar. Mis dos hermanos miraban fijamente a la tía Maddy con cara de extrañeza.

—Ha sido espeluznante —confesó Nick—. ¿Os habéis fijado en como de repente ha empezado a hacer frío?

—Imaginaciones —repuse.

—¡No es verdad!

—Yo también lo he notado —convino Caroline—. Se me ha puesto la carne de gallina.

La tía abuela Maddy cogió a mamá de la mano.

—He visto a tu sobrina Lucy, Grace. Tenía el mismo aspecto de entonces. Esa sonrisa tan dulce…

Me dio la sensación de que mamá se iba a poner a llorar de un momento a otro.

—Creo que el resto no lo he entendido bien, como de costumbre —continuó la tía Maddy—. Un huevo de zafiro, un cuervo, Gwendolyn en el reloj de la torre y luego ese pájaro maligno. ¿Tú entiendes algo?

Mamá suspiró.

—Claro que no, tía Maddy. Son tus visiones —respondió, y se dejó caer a su lado en una de las sillas del comedor.

—Pero eso no me ayuda a entenderlas —replicó la tía Maddy—. ¿Lo has anotado todo para que después podamos explicárselo a tu madre?

—No, querida tía, no lo he hecho.

Maddy se inclinó hacia delante.

—Entonces tendríamos que anotarlo enseguida. Primero estaba Lucy, luego el árbol. Bayas rojas… ¿podrías ser un serbal? Y ahí estaba la piedra preciosa, pulida como un huevo… ¡Dios mío, qué hambre tengo! Espero que no nos haráis comido el postre sin mí. Hoy me he ganado al menos dos pedazos. O tres.

* * *

—Realmente ha sido horripilante —dije.

Caroline y Nick ya se habían ido a dormir y yo estaba sentada con mamá en el borde de la cama, tratando de encontrar una forma apropiada de introducir el tema. Mamá, esta tarde me ha pasado algo y tengo miedo de que me vuelva a pasar.

Mamá estaba concentrada en sus tratamientos de belleza nocturnos; en concreto, ya estaba acabando con la cara. Era evidente que todos aquellos cuidados daban sus frutos, porque nadie hubiera dicho que mi madre tenía más de cuarenta años.

—Es la primera vez que estoy presente en el momento en que la tía Maddy tiene una visión —confesé.

—También ha sido la primera vez que tiene una durante la cena —replicó mamá, mientras se ponía crema en las manos. (Siempre decía que la edad se reconocía sobre todo en las manos y en el cuello).

—¿Y crees que hay que tomarse sus visiones en serio?

Mamá se encogió de hombros.

—Bueno… Ya has oído las historias que explica. Es todo muy confuso. De algún modo, siempre se puede interpretar como mejor te convenga. Tres días antes de que muriera tu abuelo, tuvo una visión de una pantera negra que se lanzaba contra su pecho.

—Entonces encaja con la visión, porque el abuelo murió de un infarto.

—Es lo que decía: en cierto modo, siempre encaja. ¿Quieres crema para las manos?

—¿Tú crees en eso? No me refiero a la crema, sino a las visiones de la tía Maddy.

—Creo que la tía Maddy ve realmente lo que dice. Pero eso no significa, ni mucho menos, que lo que ve prediga el futuro. O que tenga ningún significado.

—¡No lo entiendo!

Alargué las manos, y mamá empezó a frotármelas con la crema.

—Pasa como con tus fantasmas, cariño. Estoy convencida de que puedes verlos, igual que creo que la tía Maddy tiene visiones.

—¿Quieres decir que, aunque crees que veo fantasmas, no crees que existan? —grité y retiré la mano, indignada.

—No sé si existen realmente —dijo mamá—. Lo que yo crea no tiene ninguna importancia.

—Pero, si no existen, entonces me los imagino, lo cual significa que estoy loca.

—No —repuso mi madre—. Eso solo significa que… ¡Ay, cariño!, no lo sé; a veces tengo la sensación de que sencillamente en esta familia todo el mundo anda un poco sobrado de imaginación. Y que viviríamos mucho más felices y tranquilos si nos limitáramos a lo que la gente normal cree.

—Entiendo —murmuré.

Tal vez no fuera tan buena idea anunciarle la noticia… Oye, mamá, esta tarde mi imaginación desbordada y yo hemos viajado al pasado.

—Ahora no te ofendas, por favor —me rogó mamá—. Sé que hay cosas entre el cielo y la tierra que no podemos explicarnos. Pero, posiblemente, cuanto más nos ocupamos de estas cosas, más exageramos su importancia. Yo no creo que estés loca. Y tampoco que lo esté la tía Maddy. Pero, hablando en serio, ¿de verdad crees que la visión de la tía Maddy tiene algo que ver con tu futuro?

—Quizá.

—Ah, ¿sí? ¿Es que tienes intención de trepar a una torre, sentarte en el reloj y ponerte a balancear las piernas?

—Claro que no. Pero tal vez sea un símbolo.

—Sí, tal vez —repuso mamá—. Y tal vez no. Ahora ve a dormir, cariño. Ha sido un día muy largo. —Miró el reloj de su mesita de noche—. Esperemos que Charlotte ya lo haya pasado todo. Dios mío, me gustaría tanto que por fin lo hubiera conseguido…

—Tal vez lo que le pasa a Charlotte es que tiene demasiada imaginación —dije.

Me levanté y le di un beso. Al día siguiente volvería a intentarlo.

Tal vez.

—Buenas noches.

—Buenas noches, grandullona. Te quiero.

—Yo a ti también, mamá.

Cerré la puerta de mi habitación y me acosté. Me sentía mal por no habérselo explicado todo a mi madre. Sabía que tendría que haberlo hecho, pero lo que me había dicho me había dado que pensar. Seguro que yo tenía demasiada imaginación, pero tener imaginación era una cosa, e imaginarse que viajaba en el tiempo era otra muy distinta. Las personas que se imaginaban este tipo de cosas recibían tratamiento médico. Justificadamente, en mi opinión. Tal vez, a fin de cuentas, yo era como uno de esos tipos que aseguran que han sido secuestrados por extraterrestres y sencillamente me faltaba un tornillo.

Apagué la luz de la mesita de noche y me acurruqué bajo la manta. ¿Qué era peor? ¿Estar loca, o saltar realmente en el tiempo?

Seguramente esto último, pensé. Contra lo primero se podían tomar pastillas.

Con la oscuridad volvió también el miedo. Volví a pensar en la altura de la qué caería desde aquí arriba. De manera que encendí de nuevo la lámpara de la mesita de noche y me volví de cara a la pared. Para poder dormir, traté de pensar en algo inofensivo, pero no se me ocurría nada. Al final empecé a contar hacia atrás desde mil.

En algún momento debí de quedarme dormida, porque al despertarme e incorporarme en la cama, con el corazón palpitante, recordé que había soñado con un gran pájaro.

Entonces volví a sentir esa repulsiva sensación de vértigo en el estómago y me entró el pánico. Salté de la cama y salí corriendo, tan deprisa como me lo permitían mis temblequeantes rodillas, hacia la habitación de mamá. Tanto me daba si me tomaba por loca, sólo quería que aquello parara. ¡Y no quería caer en un pantano desde tres pisos de altura!

* * *

No llegué más allá del pasillo. Sentí el tirón en los pies y, convencida de que había llegado mi última hora, cerré los ojos muy fuerte… Y aterricé bruscamente sobre mis rodillas. El suelo parecía ser el familiar parquet de siempre. Abrí los ojos con cuidado.

Había más luz, como si de repente, en los últimos segundos, hubiera empezado a salir el sol. Por un momento alimenté la esperanza de que no hubiera pasado nada, pero entonces vi que, aunque había aterrizado en nuestro pasillo, este tenía un aspecto diferente al de casa. Las paredes estaban pintadas de un oscuro color verde oliva y no había lámparas en el techo.

Oí voces que llegaban de la habitación de Nick. Voces femeninas.

Me levanté rápidamente. Si alguien me veía… ¿Cómo iba a explicar de dónde había salido de repente? Vestida con un pijama de Hello Kitty.

—Estoy harta de tener que levantarme siempre a estas horas —se quejó una de las voces—. ¡Walter puede dormir hasta las nueve! ¿Y nosotras qué? Para eso hubiera podido quedarme en la granja ordeñando vacas.

—Walter ha estado de servicio la mitad de la noche, Clarisse. Te has puesto la cofia de lado —dijo la segunda voz—. Métete bien los cabellos por dentro, si no mistress Mason te regañará.

—De todos modos, eso es lo que hace siempre —gruñó la primera voz.

—Hay amas de llaves mucho más estrictas, mi querida Clarisse. Ahora ven, que llegamos tarde. Mary ha bajado hace un cuarto de hora.

—Sí, y también se ha hecho la cama. Siempre tan trabajadora y pulcra, como quiere mistress Mason. Sabe bien lo que se hace. ¿Has tocado alguna vez su manta? Es suavísima. ¡No hay derecho!

Tenía que irme de allí cuanto antes. Pero ¿adónde? Suerte que conocía bien la casa.

—La mía raspa terriblemente —se quejó la voz de Clarisse.

—En invierno estarás contenta de tenerla. Ahora ven.

El picaporte bajó. Salí corriendo hacia el armario empotrado, abrí la puerta de un tirón y la volví a cerrar justo en el momento en que la puerta de la habitación de Nick se abría.

—Sencillamente, no entiendo por qué mi manta raspa tanto mientras que la de Mary es tan suave —masculló la voz de Clarisse—. Aquí todo es tan injusto… Bianca puede viajar al campo con lady Montrose, mientras que nosotras tenemos que quedarnos todo el verano en esta ciudad asfixiante.

—Tendrías que tratar de quejarte un poco menos, Clarisse.

No podía sino dar la razón a la otra mujer. Esta Clarisse era realmente una quejica insoportable.

Oí cómo las dos bajaban la escalera y respiré aliviada. Me había salvado por los pelos. Tenía suerte de conocer bien el lugar. Pero ¿qué debía hacer ahora? ¿Esperar sencillamente en el armario hasta que volviera a saltar de vuelta? Probablemente sería lo más seguro. Suspiré y crucé los brazos sobre el pecho.

Detrás de mí, en la oscuridad, alguien gimió.

Me quedé paralizada del susto. ¿Qué demonios era aquello?

—Clarisse, ¿eres tú? —preguntaron desde el estante de ropa. Era una voz de hombre—. ¿Me he dormido?

¡Dios mío! Realmente, alguien dormía en el armario. Pero ¿qué clase de costumbres tenía esa gente?

—¿Clarisse? ¿Mary? ¿Quién está ahí? —preguntó la voz, bastante despabilada.

Se oyeron ruidos en la oscuridad y una mano me palpó la espalda. Antes de que pudiera sujetarme, abrí la puerta del armario y huí.

—¡Alto! ¡No se mueva!

Eché una ojeada y vi que un hombre joven vestido con una larga camisa blanca había saltado desde dentro del armario e iba tras de mí.

Corrí escaleras abajo. ¿Dónde demonios iba a esconderme ahora? Los pasos del dormilón del armario resonaban en mi espalda, y, mientras me perseguía, el hombre no paraba de bramar:

—¡Detened al ladrón!

¿Ladrón? ¡No debí haber oído bien! ¿Qué se suponía que le había robado? ¿Su gorro de dormir, tal vez?

Por suerte, podía bajar la escalera incluso con los ojos cerrados. Conocía de memoria cada uno de los escalones. Bajé dos pisos a la velocidad de la luz, pasando junto al retrato del tatarabuelo Hugh, que dejé a la izquierda con cierto pesar porque la puerta secreta me hubiera ido de maravilla para salir de esta condenada situación; pero el mecanismo siempre se encallaba un poco, y en el tiempo que hubiera tardado en abrir la puerta, el hombre del camisón me habría atrapado. No, necesitaba un escondite mejor.

En el primer piso casi atropellé a una chica tocada con una cofia que cargaba con una gran jarra. La mujer lanzó un chillido cuando pasé corriendo a toda velocidad a su lado y —como en las películas— dejó caer la jarra. Un líquido mezclado con fragmentos de cerámica restalló contra el suelo. Estaba que mi perseguidor —también como en el cine— resbalara en él, aunque eso solo le retrasaría un poco.

Aproveché la ventaja para correr escalera abajo hacia la tribuna de la orquesta, abrí de un tirón la puerta del trastero que había bajo la escalera y me acurruqué allí dentro. Como en mi época, estaba lleno de polvo y desordenado, y había un montón de telarañas. A través de las rendijas entre los peldaños penetraba un poco de luz, la suficiente para ver, al menos, que nadie dormía en el cuarto. Igual que en nuestra casa, el espacio estaba repleto de trastos hasta el último rincón.

Sobre mí, oí voces que discutían. El hombre del camisón hablaba con la pobre chica que había dejado caer la jarra.

—¡Seguramente es una ladrona! Nunca la había visto antes en la casa.

Otras voces se añadieron a las de ellos dos.

—Ha corrido hacia abajo. Tal vez haya más gente de la banda dentro.

—No he podido hacer nada, mistress Mason. Esa ladrona se me ha echado encima de repente. Seguramente estaban buscando las joyas de milady.

—Yo no me he cruzado con nadie en la escalera, de modo que tiene que estar en algún sitio por aquí. Cerrad la puerta de la casa y registradlo todo —ordenó una enérgica voz de mujer—. Y usted, Walter, vaya ahora mismo arriba y échese algo encima. Sus pantorrillas peludas no son precisamente un espectáculo agradable de contemplar a estas horas de la mañana.

¡Ay, Dios! De niña me había escondido allí un montón de veces, pero nunca había tenido tanto miedo como ahora de que pudieran encontrarme.

Procurando no hacer ningún ruido, me deslicé con mucho cuidado hacia el fondo del cuartucho. Mientras me arrastraba hacia atrás, una araña enorme me corrió por el brazo y estuve a punto de lanzar un chillido.

—Lester, mister Jenkins y Tott, vosotros registraréis la planta baja y las habitaciones del sótano. Mary y yo nos encargaremos del primer piso. Clarisse vigilará la puerta posterior, y Helen, la entrada principal.

—¿Y si trata de escapar por la cocina?

—Para eso tendría que pasar junto a mistress Crane y sus sartenes de hierro. Mirad en los trasteros bajo la escalera y detrás de todas las cortinas.

Estaba perdida.

¡Maldita sea! ¡Todo esto era absolutamente… surrealista! Ahí estaba yo acurrucada sobre un trastero, en pijamas, entre arañas, muebles polvorientos y yo que sé qué más —ayyy… ¿esa sombra podía ser realmente un cocodrilo disecado?—, esperando a que me detuvieran por intento de robo. Y todo solo porque algo había funcionado mal e Isaac Newton se había equivocado en sus cálculos.

Empecé a llorar de pura rabia e impotencia. Tal vez esa gente tuviera compasión de mí si me encontraban así. En la penumbra, los relucientes ojos de vidrio me miraban burlonamente. Ahora se oían pasos por todas partes. Me cayó polvo de los escalones en los ojos.

Y entonces volví a sentir el tirón en el estómago. Nunca me había alegrado tanto de notarlo como en ese instante. El cocodrilo se difuminó ante mis ojos, y luego todo dio vueltas a mi alrededor y volvió el silencio. Y la oscuridad.

Respiré hondo. No había motivo para que me entrara el pánico. Seguramente había vuelto a saltar en el tiempo y me encontraba en el trastero de la escalera en mi época, donde también había arañas enormes, por cierto.

Algo me acarició la cara con mucha suavidad. ¡Muy bien, adelante con el pánico! Empecé a mover violentamente los brazos en todas direcciones y a dar tirones con las piernas, que me habían quedado atrapadas bajo una cómoda. Se oyó un traqueteo, las planchas del suelo crujieron y una vieja lámpara se estrelló contra el suelo. Supuse que era la lámpara, porque no podía ver nada. Pero pude liberarme. Aliviada, me acerqué a tientas a la puerta y salí arrastrándome de mi escondite. Fuera del trastero también estaba oscuro, pero pude reconocer los contornos de la barandilla, las altas ventanas y el brillo de las arañas del techo.

Y a una figura que venía hacia mí. El rayo de luz de una linterna de bolsillo me cegó.

Abrí la boca para gritar, pero no conseguí emitir ningún sonido.

—¿Buscaba algo concreto en el trastero, miss Gwendolyn? —me preguntó la figura. Era mister Bernhard—. La ayudaré encantado a encontrar lo que necesite.

—Hummm… yo… —Se me había hecho un nudo en la garganta y apenas podía respirar—. ¿Qué hace usted aquí abajo? —contraataqué.

—Oí ruido —repuso mister Bernhard digno—. La veo un poco… polvorienta.

—Sí.

Polvorienta, rasguñada y llorosa. Me sequé furtivamente las lágrimas de las mejillas.

Mister Bernhard me observó a la luz de la linterna con sus ojos de lechuza y le sostuve la mirada sin pestañear. Al fin y al cabo, no estaba prohibido meterse en un trastero de noche, ¿no? Y el motivo que había tenido para hacerlo no era de su incumbencia.

¿Es que aquel hombre dormía con las gafas puestas?

—Aún quedan dos horas para que suene el despertador —señaló finalmente—. Propongo que las pase en su cama. Yo también me iré a descansar un poco. Buenas noches.

—Buenas noches, mister Bernhard —dije.