Cuando pude volver a ver con claridad, un coche de época doblaba la esquina y yo me encontraba arrodillada en la acera temblando del susto.
Había algo que no encajaba en la calle, algo diferente a su aspecto actual. En los últimos segundos, todo había cambiado. En lugar de llover, en esos momentos, soplaba un viento helado, y era mucho más oscuro que antes, casi de noche. El magnolio no tenía flores ni hojas. Ni siquiera estaba segura de que fuera un magnolio. Las puntas de la verja que lo rodeaba estaban pintadas de dorado. Habría jurado que el día anterior aún eran negras. De nuevo un coche de época dobló la esquina. Era un vehículo extraño, con ruedas altas y radios claros. Miré a lo largo de la acera. Los charcos habían desaparecido. Y las señales de circulación. En cambio, el pavimento estaba deformado y abombado, y las farolas tenían un aspecto distinto, su luz amarillenta alcanzaba hasta el siguiente portal.
Tenía un mal presentimiento, pero no estaba dispuesta a reconocerlo. De modo que respiré hondo y luego volví a mirar alrededor, esta vez más a fondo. Bien, en realidad, no habían cambiado tantas cosas. La mayoría de las casas tenían el mismo aspecto de siempre. Aunque, al fondo, la tienda donde mamá compraba siempre aquellas deliciosas galletas Prince of Walles había desaparecido, y en la esquina había una casa con unas macizas columnas en la parte delantera que nunca había visto.
Un hombre con sombrero y un abrigo negro me dirigió una mirada ligeramente irritada y siguió adelante sin decir nada y sin siquiera ayudarme. Me levanté y me sacudí la suciedad de las rodillas.
El mal presagio se convirtió lenta pero inexorablemente en una terrible certidumbre.
¿A quien quería engañar?
No había ido a parar casualmente a una carrera de coches antiguos, ni el magnolio había perdido sus hojas de repente. Y aunque hubiera dado cualquier cosa para que en ese momento apareciera Nicol Kidman, por desgracia, aquello tampoco era un escenario de una película de Henry James.
Sabía perfectamente lo que había ocurrido. Sencillamente, lo sabía. Y también sabía que tenía que haber algún fallo. Había aterrizado en otra época.
No Charlotte, si no yo. Alguien había cometido un grave error.
De repente empezaron a castañearme los dientes. No solo de la excitación, sino también del frio. Estaba helada.
Las palabras de Charlotte resonaron de nuevo en mis oídos.
«Cuando llegue el momento, sabré lo que tengo que hacer». Claro, Charlotte sabía lo que tenía que hacer, pero a mi nadie me había explicado nada. De modo que me quedé plantada en un rincón de la calle temblando y observando como la gente que pasaba me miraba boquiabierta, aunque, a decir verdad, no era mucha. Una mujer joven que llevaba un abrigo que le llegaba a los tobillos y una cesta al brazo se acercaba seguida por un hombre con sombrero y el cuello subido.
—Perdone —dije—, ¿le importaría decirme en qué año estamos?
La mujer hizo como si no me hubiera oído y aceleró el paso, el hombre sacudió la cabeza. —Que desvergüenza—. Lancé un suspiro. De todos modos, la información tampoco me habría servido de mucho. En el fondo importaba poco que nos encontráramos en el año 1899 o en el 1923.
Pero al menos sabia donde estaba. Vivía apenas cien metros de aquí. Lo más sencillo era ir a casa. Algo tenía que hacer, ¿no?
A la luz del crepúsculo, la calle tenía un aspecto pacífico y tranquilo mientras volvía despacio hacia casa mirando en todas direcciones. ¿Que era distinto? ¿Qué era igual?, incluso observándolos más de cerca, los edificios se parecían mucho a los de mi época, pero al mismo tiempo tenía la sensación de que había muchos detalles que veía por primera vez; aunque también podría haber sido que no me hubiera fijado mucho en ellos. Instintivamente lancé una ojeada al otro lado de la calle, al número 18; pero la entrada estaba vacía, no había ningún hombre de negro a la vista.
Me detuve.
Nuestra casa tenía el mismo aspecto que en mi época. Las ventanas de la planta baja y el primer piso estaban iluminadas, y también había luz arriba, en la habitación de mamá. Sentí una terrible añoranza de verla. De los remates de las ventanas del tejado colgaban carámbanos.
«Cuando llegue el momento sabré lo que tengo que hacer». Haber, que habría hecho Charlotte en este momento. Se estaba haciendo de noche y hacia un frió que pelaba ¿A dónde hubiera ido Charlotte para no congelarse? ¿A casa?
Miré hacia las ventanas de la fachada. Tal vez mi abuelo ya viviera en esa época. Tal vez incluso me reconociera al verme. Al fin y al cabo me había hecho saltar sobre sus rodillas cuando era pequeña…
¡Bah, tonterías! Aunque yo hubiera nacido, difícilmente iba a poder acordarse de que iba a mecerme en sus rodillas cuando fuera un anciano.
El frió que se colaba bajo mi impermeable hizo que me decidiera: sencillamente llamaría y pediría alojamiento por una noche.
La cuestión era como iba a hacerlo. «Hola, me llamo Gwendolyn y soy la nieta de lord Lucas Montrose, que posiblemente aún no haya nacido».
No podía esperar que me creyeran. Probablemente, de un momento a otro me encontraría encerrada en una institución mental y seguro que en esa época eran lugares siniestros de los que, una vez dentro, ya no se volvía a salir jamás.
Por otra parte, tenía picas alternativas. Pronto estaría todo oscuro como boca de lobo, y tenía que encontrar un sitio donde pasar la joche si no quería congelarme. Y no quería que me descubriera Jack el destripador. ¡Maldita sea! ¿Cuándo había actuado el Destripador exactamente? ¿Y dónde? ¡Esperaba que no en el respetable barrio de Mayfair!
Si conseguía hablar con uno de mis antepasados, tal vez pudiera convencerle de que sabía más cosas de la familia de las que podía conocer un extraño, ¿quién por ejemplo, aparte de mi, podía responder sin vacilar que el caballo del tatatatarabuelo Hugo se llamaba Fat Annie? Aquello solo podía saberlo alguien de dentro.
Una ráfaga de viento hizo que me estremeciera. Hacía un frío terrible. Parecía que en cualquier momento fuera a ponerse a nevar. «Hola, me llamo Gwendolyn y vengo del futuro, como demostración, puedo enseñarles esta cremallera. Apuesto a que aún ni se ha inventado ¿no es verdad? Igual que los Jumbos, la televisión, las neveras…»
Al menos podía intentarlo. Respiré hondo y me dirigí hacia la puerta. Los escalones me resultaban extrañamente familiares y diferentes al mismo tiempo. Instintivamente alargué la mano para pulsar el botón del timbre. No había ninguno. Por lo visto, los timbres eléctricos aun no se habían inventado. Por desgracia, aquello tampoco me daba ninguna pista sobre el año en que me encontraba. Ni siquiera sabía cuando habían inventado la corriente eléctrica. ¿Antes o después de los barcos de vapor? ¿Nos lo habían explicado en la escuela? Si lo habían hecho, por desgracia, no podía recordarlo.
Encontré un pomo que colgaba de una cadena, parecido al antiguo tirador del anticuado valer de casa de Leslie. Tiré enérgicamente y oí sonar una campana detrás de la puerta.
¡Ay, dios!, probablemente abriría algún miembro del servicio. ¿Qué podía decir para que me llevara ante la presencia de algún familiar? ¿Tal vez aún vivía el tatatatarabuelo Hugo?, o vivía ya. O lo que fuera. Sencillamente preguntaría por él. O por Fat Annie.
Oí unos pasos que se acercaban y me armé de valor. Pero ya no pude ver quien abría la puerta, porque en ese instante volví a sentir un tirón en los pies que me lanzó a través del tiempo y el espació y luego me escupió de nuevo. Me encontraba otra vez sobre la alfombrilla de la puerta de casa.
Me puse de pie de un salto y miré a mí alrededor. Todo se veía como antes, cuando había salido a comprar caramelos de limón para la tía Maddy. Las casas, los coches, e incluso la lluvia.
El hombre de negro en la entrada del número 18 me miraba fijamente.
—No eres tú el único asombrado —murmuré.
¿Cuanto tiempo había estado fuera? ¿Había visto el hombre de negro como desaparecía en la esquina y volvía a parecer sobre la alfombrilla? Seguro que no podía dar crédito a sus ojos. Se lo tenía bien merecido. Ahora se daría cuenta de lo que suponía convertirse en un enigma para otras personas.
Llame a la puerta frenéticamente. Mister Bernhard abrió.
—¿Tenemos prisa hoy? —preguntó.
—¡Usted probablemente no, pero yo si!
Mister Bernhard levanto, las cejas.
—Perdón, he olvidado algo importante.
Pase junto a él y corrí escaleras arriba, saltando los escalones de dos en dos.
La tía abuela Maddy me miró sorprendida al verme irrumpir como un ciclón en el cuarto.
—Pensaba que ya te habías ido, angelito.
Jadeando miré el reloj de la pared. Hacia exactamente veinte minutos que había salido de la habitación.
—Pero me alegra mucho de que hallas venido. Había olvidado decirte que en Selfridges tienen los mismos caramelos pero sin azúcar, ¡y el envoltorio tiene exactamente el mismo aspecto! Sobre todo, no los compres, porque los que no tienen azúcar provocan… esto… ¡diarrea!
—Tía maddy ¿porque están todos tan seguros de que Charlotte tiene el gen?
—Pues, porque, ¿no puedes preguntarme algo más sencillo? —La tía Maddy parecía un poco desconcertada.
—¿Le han analizado la sangre? ¿No podría ser que también hubiera otra persona que tuviera el gen? —Poco a poco iba recuperando la respiración.
—No cabe duda de que Charlotte es la portadora del gen.
—¿Por qué, lo han encontrado en su ADN?
—Angelito, la verdad es que estás preguntando a la persona equivocada. Siempre he sido un completo desastre en biología, ni siquiera sé que es el ADN. Creo que todo esto tiene más que ver con las matemáticas que con la biología. Por desgracia, también soy malísima en matemáticas. Cuando me hablan de números y fórmulas, me entra por un oído y me sale por el otro. Sólo puedo decirte que Charlotte vino al mundo en la fecha exacta fijada para ella y calculada desde hace siglos.
—¿De modo que la fecha de nacimiento determina si una persona tiene el gen o no? —Me mordí los labios. Charlotte había nacido el 7 de octubre y yo, el 8. Solo había un día de diferencia.
—Creo que es más bien al revés —me informó la tía abuela Maddy—. El gen determina la hora de nacimiento. Calcularon todo eso con absoluta precisión.
—¿Y si se equivocaron con los cálculos?
¡Solo por un día! Así de sencillo era, se habían confundido de persona. No era Charlotte la que tenía el gen, sino yo, o las dos. O… me deje caer en el taburete.
La tía Maddy sacudió la cabeza.
—No se equivocaron angelito. Creo que si algo sabe hacer bien esa gente, es calcular.
¿Quién era «esa gente» a la que se refería?
—Todo el mundo puede equivocarse alguna vez en sus cálculos —repuse.
—Isaac Newton, me temo que no.
—¿Newton calculó la fecha de nacimiento de Charlotee?
—Cariño, comprendo tu curiosidad. Cuando yo tenía tu edad, era exactamente igual. Pero, en primer lugar, a veces es mejor no saber, y en segundo, me gustaría, mucho, muchísimo, tener mis caramelos de limón.
—Todo esto es tan ilógico… —dije.
—Sólo aparentemente —replicó la tía Maddy, acariciándome la mano—. Y piénsalo. Aunque no te haya aclarado nada, esta conversación debe de quedar entre nosotras, si tu abuela se entera de que te he explicado todo esto, se enfadará. Y cuando se enfada, es aun más terrible de lo normal.
—No te delataré tía Maddy. Y tranquila, que enseguida voy por tus caramelos.
—Eres una buena chica.
—Solo tengo una pregunta más. ¿Cuánto tiempo pasa desde el primer viaje hasta que vuelve a ocurrir? —La tía Maddy suspiró.
—¡Por favor! —imploré.
—No creo que haya reglas para eso —explico la tía Maddy—. Supongo que cada portador del gen es distinto. Pero ninguno puede dirigir por sí mismo los viajes del tiempo. Es algo que pasa diariamente, a veces incluso varias veces al día, de forma totalmente controlada. Por eso es tan importante ese cronógrafo. Por lo que he creído entender, gracias a su ayuda, Charlotte no tendrá que vagar desamparada de aquí para allá, a través del tiempo, sino que podrá ser enviada a épocas sin peligro donde no pueda pasarle nada. De modo que no hace falta que te preocupes por ella, para ser sincera, me preocupaba mucho más por mi misma.
—¿Y cuánto tiempo desapareces en el presente mientras estás en el pasado, y crees que existe la posibilidad de que la segunda vez se salte hacía atrás, por ejemplo, hasta la época de los dinosaurios, cuando aquí todo era aun pantano? —pregunté de corrido.
Mi tía abuela me interrumpió con un gesto.
—Ya basta, Gwendolyn, ¡yo tampoco sé nada de esto!
Me levante rápidamente.
—De todas maneras, gracias por tus respuestas —dije—. Me has ayudado mucho.
—No creo que te haya ayudado precisamente. Y, además, me están entrando remordimientos, ¿sabes?, solo pensando en tu propio interés, no debería apoyarte, y aun menos teniendo en cuenta que yo misma no debería saber nada de todo este asunto, cuando en otro tiempo le preguntaba a mi hermano, tu querido abuelo, sobre todos estos secretos, él siempre me daba la misma respuesta: Cuanto menos supiera, mejor para mí. ¿Quieres ir a buscar mis caramelos de una vez?, y por favor no lo olvides: ¡con azúcar!
La tía abuela Maddy agitó la mano para despedirme.
¿Cómo podían ser los secretos malos para la salud? ¿Y hasta qué punto había estado mi abuelo informado sobre todo esto?
* * *
—¿Isaac newton? —repitió Leslie estupefacta—. ¿No era ese el de la fuerza de la gravedad?
—Sí, exacto. Pero, por lo visto, también calculó la fecha de nacimiento de Charlotte. —Me encontraba en la sección de alimentos Selfridges, ante los yogures, aguantando el móvil contra la oreja con la mano derecha mientras me tapaba la otra con la izquierda—. Y estúpidamente nadie cree que pudiera haberse equivocado en el cálculo. ¡Claro que quien iba a creerlo tratándose de Newton!, pero tiene que haberse equivocado, Leslie. Yo nací un día después de Charlotte y fui yo quien ha saltado en el tiempo, no ella.
—Realmente, entonces es más que misterioso —insinuó Leslie—. Jo, este trasto necesita horas para arrancar. ¡Ponte en marcha de una vez, cretino! —empezó a insultar al ordenador.
—¡Oh, Leslie, era tan… extraño! —exclamé—. ¡Falto poco para que hablara con un antepasado mío! Quizás ese tipo gordo de la pintura ante la puerta secreta, el tatatatatrabuelo Hugo. Si es que era su época, y no otra. Claro que también hubieran podido enviarme a un manicomio.
—¡Hubiera podido pasarte cualquier cosa! —Me reprendió Leslie—. ¡Aún no puedo creérmelo! ¡Todos estos años montando ese teatro con Charlotte, y ahora va, y pasa esto! Tienes que explicárselo enseguida a tu madre. ¡De hecho tendrías que ir inmediatamente a casa! ¡Puede volver a ocurrir en cualquier momento! —es terrorífico, ¿no?
—Desde luego. Por fin ya me he conectado. Primero teclearé Newton. ¡Y tú vete a casa ahora mismo! ¿Tienes idea desde hace cuanto tiempo existe el Seldfridges? ¡Tal vez hubiera allí un foso y acabes cayendo desde doce metros de altura!
—A la abuela le dará algo cuando se entere —dije.
—Sí, y a la pobre Charlotte… imagínate. Todos estos años teniendo que renunciar a todo, y ahora resulta que no va a servirle para nada. Ah, aquí lo tengo. Newton. Nacido en 1643 en Woolsthorpe… ¿Dónde está eso?… muerto en 1727 en Londres, bla, bla, bla, aquí no dice nada de viajes en el tiempo, sólo algo del cálculo infinitesimal; no me suena de nada, ¿y a ti? Transcendido de los espirales es lo que más suena a viajes en el tiempo, ¿no te parece?
—Para serte sincera, no —repuse. A mi lado una pareja discutía en voz alta sobre el tipo de yogurt que querían comprar.
—¿Aún estás en Seldfridges? —gritó Leslie—. ¡Vete a casa ya!
—Estoy en camino —dije mientras me dirigía hacia la salida, balanceando la bolsa de papel amarilla con los caramelos de la tía Maddy—. Pero Leslie, no puedo explicar esto en casa. Me tomarían por loca.
Leslie lanzo un resoplido por el teléfono.
—Gwen, es muy posible que cualquier otra familia te hiciera encerrar en un manicomio, pero no la tuya, que se pasa todo el día hablando de genes de viajes en el tiempo y cronómetros y toda clase de misterios.
—Cronógrafo —la corregí—. ¡Ese trasto funciona con sangre! ¿Repugnante, no?
—¡Cro—no—gra—fo! Vale ya lo he tecleado en Google.
Me deslicé entre la altitud que llenaba las aceras en Oxford Street hasta llegar al próximo semáforo.
—La tía Glenda dirá que me lo he inventado todo para darme importancia y robarle protagonismo a Charlotte.
—¿Y qué? Como muy tarde, la próxima vez que vuelvas a saltar se dará cuanta de que estaba equivocada.
—¿Y si no vuelvo a saltar? ¿Y si solo ha sido una cosa excepcional, como una especie de resfriado?
—Ni tú te lo crees. Bien, un cronógrafo parece un reloj de pulsera de lo más normal. Puedes encontrarlos en ebay, en cantidades industriales a partir de diez libras. Vaya… espera un momento; teclearé Isaac Newton, más cronógrafo, más viajes en el tiempo, más sangre.
—¿Qué?
—Nada. —Leslie suspiró—. Ahora siento que no hubiéramos investigado esto antes. Lo primero que haré es conseguir literatura sobre el tema. Todo lo que pueda encontrar sobre viajes en el tiempo. ¿Dónde he metido ese estúpido carné de biblioteca? ¿Dónde estás ahora?
—Estoy cruzando Oxford Street y luego giraré en Duke Street. —Se me escapó una risita—. ¿Lo preguntas porque quieres venir y dibujar un circulo con tiza en el suelo por si la comunicación se interrumpe de repente? Me pregunto para qué demonios hubiera servido ese estúpido círculo de tiza en el caso de Charlotte.
—Bueno, tal vez hubieran enviado tras ella a ese otro tipo viajero ¿Como se llama?
—Gideon De Villiers.
—Un nombre fantástico, voy a teclearlo. Gideon De Villiers. ¿Cómo se escribe?
—Como quieres que lo sepa. Volviendo al círculo de tiza, ¿y dónde iban a enviar a ese Gideon? Quiero decir, ¿a qué época? Charlotte hubiera podido estar en cualquier parte. En cualquier minuto, cualquier segundo. Cualquier año, cualquier siglo. No, eso del círculo de tiza no tiene ningún sentido.
Leslie me chilló tan fuerte en la oreja que casi hizo que se me cayera el móvil.
—Gideon De Villiers —dijo—. Tengo a uno.
—¿De verdad?
—Pues sí, aquí sale «el equipo de polo del internado Vicent de Greenwich ha ganado también este año la competición de polo escolar All england. En la fotografía vemos, celebrando la obtención de la copa, de izquierda a derecha, al director William Henderson, el entrenador John Carpenter, el capitán del equipo Gideon De Villiers…, etc…» Uauu, además es capitán. Por desgracia, la foto es minúscula, no sé. Puedo distinguir los caballos de los chicos. ¿Dónde estás en este momento Gwen?
—Sigo en Buke Street. Esto encaja, internado en Greenwich, polo,… seguro que es él. ¿No pone también que desaparece de vez en cuando? ¿Directamente desde el caballo, tal vez?
—Oh, ahora que veo el artículo, es de hace tres años. Tal vez ya no vaya a la escuela. ¿Vuelves a tener vértigos?
—De momento, no.
—¿Dónde estás ahora?
—¡Leslie!, sigo en Duke Street. Voy tan rápido como puedo.
—Muy bien, seguiremos al teléfono hasta que llegues a la puerta de tu casa, y en cuanto llegues, habla con tu madre.
Miré el reloj.
—Aún falta para que vuelva del trabajo.
—Entonces espera a que llegue, pero habla con ella, ¿me has entendido? Tu madre sabrá que hay que hacer para que no pueda pasarte nada, ¿Gwen? ¿Estás ahí? ¿Me has oído?
—Sí, te he oído, ¿Leslie?
—¿Si?
—Estoy muy contenta de tenerte, eres la mejor amiga que existe en el mundo.
—Tú tampoco estás mal como amiga —dijo Leslie—. Y más teniendo en cuenta de que pronto podrás traerme cosas guays del pasado. ¿Qué amiga podría hacer algo así?, y la próxima vez que tengamos que estudiar para un estúpido examen de historia, podrás buscar todos los datos sobre el terreno.
—Si no te tuviera, no tendría ni idea de que hacer.
Me daba cuenta de que toda esta palabrería sonaba patética, pero es como me sentía en realidad en este momento.
—¿Realmente se pueden traer objetos del pasado? —preguntó Leslie.
—No tengo ni idea. La próxima vez lo probaré. Por cierto, ahora estoy en Grosvenor Square.
—Bueno, ya casi has llegado —suspiró Leslie aliviada—. Aparte de lo del polo, Google no ha encontrado nada más sobre Gideon de Villiers y un bufete de abogados De Villiers en Temple.
—Sí, deben ser ellos.
—¿Tienes sensación de vértigo?
—No, pero gracias por recordármelo.
Leslie carraspeó.
—Sé que tienes miedo, Gwen, pero, según como se mire, todo esto resulta muy emocionante. Se trata de una autentica aventura. ¡Y tú estás metida de lleno en ella!
Si. Estaba metida de lleno.
Menudo asco.
Leslie tenía razón: no tenía ningún motivo para pensar que mamá no me creería. Ella siempre había escuchado con debida seriedad mis «historias de fantasmas», y siempre había podido acudir a ella cuando algo me asustaba.
Cuando aún vivíamos en Durham, durante tres meses me había perseguido el fantasma de un diablo que en realidad tendría que haberse limitado a hacer de gárgola en el tejado de la catedral. Se llamaba Asrael, y era una mezcla de hombre, gato y águila. Cuando Asrael se dio cuenta de que podía verlo, se quedó tan encantado de poder hablar por fin con alguien que empezó a seguirme, corriendo o volando, a todas partes, charlando sin parar, y por las noches incluso quería dormir en mi cama. Después de que hubiera superado mi miedo inicial —como todas las gárgolas, Asrael tenía un aspecto bastante horripilante—, nos habíamos ido haciendo amigos poco a poco. Por desgracia, Asrael no pudo trasladarse de Durham a Londres, y yo lo seguía echando en falta. Los pocos demonios gárgola que había visto aquí en Londres eran seres más bien antipáticos; hasta el momento, no había podido encontrar a ninguno que le llegara a la suela del zapato.
Si mamá se había creído lo de Asrael, seguramente también se creería lo del viaje en el tiempo. Esperé a un momento oportuno para hablar con ella. Pero, por una u otra cosa, el momento oportuno no acababa de presentarse. En cuanto llegó del trabajo, mamá se puso a discutir con Caroline, porque mi hermana se había ofrecido voluntaria para cuidar del terrario de la clase durante las vacaciones de verano, incluida la mascota de la clase, un camaleón llamado Mister Bean. Aunque aún faltaban varios meses para las vacaciones, por lo visto, aquella discusión no podía aplazarse.
—¡No puedes quedarte con mister Bean, Caroline! Sabes muy bien que tu abuela no quiere animales en casa —le advirtió mamá—. Y la tía Glenda es alérgica.
—Pero mister Bean no tiene pelo —repuso Caroline—. Y se queda todo el tiempo en su terrario. No molesta a nadie.
—¡Molesta a tu abuela!
—Entonces es que mi abuela es tonta.
—¡Caroline, no puede ser!, aquí nadie tiene idea de cómo cuidar a un camaleón. ¡Imagínate que hiciéramos algo mal y mister Bean se pusiera enfermo y se muriera!
—No se moriría. Yo sé como hay que cuidarlo. ¡Por favor, mami! ¡Deja que lo traiga! Si no lo cojo yo, se lo volverá a llevar Tess, y luego siempre hace como si ella fuera la preferida de mister Bean.
—¡Caroline, he dicho que no!
Un cuarto de hora más tarde aún discutían, y la discusión continuó incluso después de que mamá fuera al cuarto de baño y cerrara la puerta. Caroline se plantó delante y gritó:
—Lady arista no tendría por qué enterarse. Podríamos entrar el terrario a escondidas cuando no esté. Además, ella no entra prácticamente nunca en mi habitación.
—¿Es que en esta casa una no se puede estar tranquila ni en el váter? —replicó mamá.
—No —contestó Caroline.
Mi hermana podía ponerse realmente inaguantable cuando quería. De hecho, no paró de dar la lata hasta que mamá prometió que intercedería, personalmente, ante Lady Arista para que mister Bean pudiera quedarse en casa durante las vacaciones.
Aproveché el tiempo en que Caroline y mamá discutían para quitarle a mi hermano tozos de chicle del pelo en la habitación de costura. Nick tenía un buen pegote enganchado a los cabellos, y sin embargo no recordaba como había ido a parar hasta allí.
—¡Como es posible que no te hayas fijado! —exclamé—. Lo siento pero tendré que cortarte unos cuantos mechones.
—No importa —repuso Nick—. También puedes cortar los otros. Lady Arista ha dicho que parezco una niña.
—Para lady Arista cualquiera que lleve el cabello más largo que una cerilla parece una niña. Sería una pena cortar unos rizos tan bonitos.
—Volverán a crecer. Córtalos todos, ¿vale?
—No puedo con unas tijeras de las uñas. Para eso tendrías que ir al peluquero.
—Tú puedes hacerlo —dijo Nick, confiando en mis habilidades.
Por lo visto había olvidado por completo que ya le había cortado el pelo con unas tijeras de las uñas y que él había acabado pareciéndose a una cría de buitre recién nacida. Entonces yo tenía siete años y el cuatro, y necesitaba sus rizos porque necesitaba hacerme una peluca con ellos, pero no salió bien. Aquella intentona me costó un día sin salir de casa.
—Ni se te ocurra —me advirtió mamá, entrando en la habitación, y cogiéndome las tijeras de la mano para mayor seguridad—. En todo caso, se lo cortará el peluquero mañana. Ahora tenemos que bajar a cenar.
Nick lanzó un gemido.
—¡No te preocupes, hoy lady Arista no está! —le dije sonriendo—. Nadie te criticará por el chicle. O por la mancha en el jersey.
—¿Qué mancha? —Nick miró hacia abajo—. Jo, debe de ser zumo de granada. No me he dado cuenta.
El pobre niño había salido clavado a mí.
—Ya te he dicho que nadie te reñirá.
—¡Pero si hoy no es miércoles! —replicó Nick.
—De todos modos, se han ido.
—Guay.
Cuando estaban lady Arista, Charlotte y la tía Glenda, la cena se convertía siempre en un acontecimiento más viene estresante. Lady Arista se dedicaba sobre todo a criticar los modales en la mesa de Caroline y Nick (a veces también los de la tía Maddy), la tía Glenda preguntaba todo el rato por mis notas en la escuela para luego compararlas con las de Charlotte, y Charlotte sonreía como la Mona Lisa y decía «Eso no es de tu incumbencia» cuando alguien le preguntaba algo.
Bien mirado, hubiéramos podido renunciar perfectamente a esas reuniones vespertinas, pero la abuela insistía en que todo el mundo participara en ellas. Solo si tenías una enfermedad infecciosa estabas disculpado.
Mistress Brompton, que venía a casa de lunes a viernes, preparaba la comida y también se encargaba de limpiar los plastos. (Los fines de semana cocinaba la tía Glenda o bien mamá. Para desgracia mía y de Nick, nunca se encargaban pizzas o comida china).
Los miércoles —el día en que lady Arista, la tía Glenda y Charlotte estaban más ocupadas con sus misterios— la cena era mucho más relajada, por lo que a todos nos pareció fantástico que, aunque fuera lunes, reinaran las condiciones de los miércoles. No es que aprovecháramos la ocasión para sorber, masticar ruidosamente o eructar, pero nos atrevíamos a interrumpirnos, a poner los codos sobre la mesa y a tocar temas que lady Arista consideraba inapropiados.
Los camaleones, por ejemplo.
—¿Te gustan los camaleones, tía Maddy? ¿No te gustaría tener uno? ¿Uno muy manso?
—Bueno, hummm… En fin ahora que lo dices, me doy cuenta de que en realidad siempre he querido tener un camaleón —balbució la tía abuela Maddy mientras se servía un montón de patatas al romero—. Decididamente, sí.
Caroline estaba radiante.
—Pues quizá pronto tu deseo se haga realidad.
—¿Han dicho algo lady Arista y Glenda? —preguntó mamá.
—Tu madre ha llamado por la tarde para decir que no estarían para cenar —respondió la tía Maddy—. En nombre de todos le he expresado nuestro gran pesar por la noticia; espero que os parezca bien.
—Oh, claro —convino Nick soltando una risita.
—¿Ya Charlotte? ¿Ya ha…? —preguntó mamá.
—Hasta ahora no, supongo. —La tía Maddy se encogió de hombros—. Pero esperan que pase en cualquier momento. La pobre chica tiene vértigos constantemente y ahora, además, padece migrañas.
—Realmente, es digna de lástima —dijo mamá, y después de dejar su tenedor a un lado se quedó embobada mirando el artesonado oscuro de nuestro comedor, el cual a veces me hacía pensar que alguien había confundido las paredes con el suelo y las había forrado con parquet.
—¿Y qué pasa si al final Charlotte no da el salto en el tiempo? —pregunté.
—¡Tarde o temprano llegará! —afirmó Nick, imitando la voz solemne de la abuela.
Todos, excepto mamá y yo, rieron.
—Pero ¿y si no pasa? ¿Y si se han equivocado y en realidad Charlotte no tiene el gen? —pregunté.
Esta vez Nick imitó a la tía Glenda:
—Ya de bebé podía verse que Charlotte había nacido para hacer grandes cosas. Ella no puede compararse con unos chicos normales como vosotros.
De nuevo volvieron a reír todos, excepto mamá.
—¿Se puede saber cómo se te ha ocurrido eso, Gwendolyn? —me preguntó.
—Bueno, solo era una idea… —conjeturé.
—Ya te he explicado que es imposible que haya ningún error —contó la tía abuela Maddy.
—Sí, porque Isaac Newton era un genio que nunca podría haberse equivocado, lo sé —dije—. De hecho, ¿por qué calculó Newton la fecha de nacimiento de Charlotte?
—¡Tía Maddy!
Mamá dirigió una mirada cargada de reproche a mi tía abuela que chaqueó la lengua y replicó:
—No paraba de hacer preguntas. ¿Qué querías que hiciera? Es exactamente como cuando tú eras pequeña, Grace. Además, me prometió que no diría ni una palabra de nuestra conversación.
—Sólo a la abuela —puntualicé—. ¿Y también fue Isaac Newton el que inventó ese cronógrafo?
—Chivata —masculló la tea abuela Maddy—. No pienso explicarte nada más.
—¿Qué es eso del cronógrafo? —preguntó Nick.
—Es una máquina del tiempo con la que enviarán a Charlotte al pasado —le expliqué—. Y la sangre de Charlotte es, por así decirlo, el carburante para la máquina.
—Bestial —exclamó Nick.
—¡Ay, sangre! —chilló Caroline.
—¿También se puede viajar al futuro con ese cronógrafo? —preguntó Nick.
Mamá lanzó un gemido.
—Mira la que has montado, tía Maddy.
—Son tus hijos, Grace —dijo la tía abuela Maddy sonriendo—. Es normal que quieran estar al corriente.
—Si, supongo que si. —Mamá nos miró uno a uno—. Pero no tenéis que hacerle nunca estas preguntas a vuestra abuela, ¿me oís? —nos advirtió.
—Probablemente es la única que conoce las respuestas —repliqué yo.
—Pero tampoco os las daría.
—Y tu, mamá, ¿cuánto sabes de todo esto?
—Más de lo que quisiera. —Mama sonrió al decirlo, pero era una sonrisa triste—. Por otra parte, no se puede viajar al futuro, Nick, justamente porque el futuro aún no ha tenido lugar.
—¿Cómo? —Soltó Nick—. ¿Qué clase de lógica es esa?
Llamaron a la puerta y mister Bernhard entró con el teléfono. Seguro que Leslie se hubiera quedado alucinada si hubiera visto como traía el aparato sobre una bandeja de plata. Realmente, a veces mister Bernhard exageraba un poco.
—Una llamada para miss Grace —anunció.
Mamá cogió el teléfono de la bandeja y mister Bernhard dio media vuelta y abandonó el comedor. Mister Bernhard sólo cenaba con nosotros cuando lady Arista se lo pedía expresamente, lo que sólo sucedía un par de veces al año. Nick y yo sospechábamos que se hacía traer la comida en secreto de algún restaurante italiano o chino y se la comía tranquilamente a solas.
—¿Si? ¡Ah, madre eres tú!
La tía abuela Maddy nos guiñó un ojo.
—¡Vuestra abuela puede leer el pensamiento! —susurró—. Intuye que estamos conversando sobre temas prohibidos. ¿Quién va a recoger la mesa? Necesitamos espacio para el pastel de manzana de mistress Brompton.
—¡Y para la crema de vainilla!
Aunque me había comido una montaña de patatas al romero con zanahorias caramelizadas y medallones de lomo, aún no estaba llena.
Tanta excitación me había dado hambre. Me levanté y empecé a colocar los platos sucios en el montaplatos.
—Si Charlotte viaja a la época de los dinosaurios, ¿me podría traer una cría pequeñita? —preguntó Caroline.
La tía abuela Maddy sacudió la cabeza.
—Los animales y personas que no tienen el gen no pueden ser transportados en el tiempo. Y, además, tampoco se puede viajar tan atrás.
—Lástima —se quejó Caroline.
—Pues yo encuentro que está muy bien así —señalé—. Imagínate la que se armaría si los viajeros en el tiempo estuvieran trayendo continuamente dinosaurios y tigres de diente de sable, o, peor todavía, a Atila el rey de los hunos o a Adolfo Hitler.
Mamá colgó el teléfono.
—Pasarán la noche allí —dijo—. Por razones de seguridad.
—¿Dónde es allí? —preguntó Nick.
Mamá no respondió.
—¿Tía Maddy? ¿Te encuentras bien?