12

—También podría haberme puesto el de la semana pasada —dije mientras madame Rossini me pasaba por la cabeza un vestido de princesa de cuento rosa pálido, cubierto con una multitud de flores bordadas de color crema y burdeos—. El azul de flores. Aún lo tengo colgado en el armario de casa, solo tenía que haberme lo dicho.

—Chist, cuellecito de cisne —replicó madame Rossini—. ¿Por qué crees que me pagan? ¿Para que tengas que llevar dos veces el mismo vestido? —Se concentró en los botoncitos de la espalda—. ¡Solo me ha hecho enfadar un poco que hayas arruinado el peinado! En el rococó una obra de arte como esta debía durar días. Las damas dormían sentadas para no estropearlo.

—Sí, claro, pero difícilmente podía ir a la escuela con el —dije. Probablemente, con esa montaña de pelo, ya me habría quedado atrapada en la puerta del autobús—. ¿Y quién viste a Gideon? ¿Giordano?

Madame Rossini chasqueó la lengua.

—¡Bah! ¡El muchacho no necesita ninguna ayuda, o eso dice él! Lo que significa que volverá a llevar esos colores tristones y que se hará un nudo imposible en el pañuelo del cuello. Pero yo ya he renunciado. En fin, ¿qué vamos a hacer ahora con tus cabellos? Traeré el rizador enseguida y luego sencillamente le pasaremos una cinta por dentro, et bien.

Mientras madame Rossini trabajaba mis cabellos con el rizador, me llegó un SMS de Leslie. «Esperaré exactamente dos minutos, y si le petite francais no ha llegado, será mejor que se olvide de la mignone». Le contesté: «¡Escucha, habían quedado dentro de un cuarto de hora! Dale al menos diez minutos más».

Ya no recibí la respuesta de Leslie, porque madame Rossini me cogió el móvil para hacer la inevitable foto del recuerdo. El rosa me quedaba mejor de lo que había pensado (en la vida real no podía decirse que fuera mi color favorito…), pero con ese peinado parecía que me hubiera pasado la noche con los dedos metidos en un enchufe. La cinta rosa colocada por dentro producía el efecto de un intento fracasado de dominar los cabellos después de la explosión. Cuando Gideon llegó para recogerme, se echó a reír entre dientes sin ningún disimulo.

—¡Ya está bien! Nosotras también podríamos reírnos de ti, ¿sabes? —Le espetó madame Rossini—. ¡Vaya aspecto tienes otra ve!

¡Dios, si! ¡Vaya aspecto tenía! Debería estar prohibido estar tan guapo; con esos insulsos pantalones oscuros de media pierna y una chaqueta verde botella bordada que hacía que sus ojos brillaran aún más que de costumbre.

—¡No tienes ni idea de moda, muchacho! Si no, te habrías puesto el broche esmeralda que va con ese conjunto. Y esa espada está fuera de lugar…

¡Debes representara un caballero, no a un soldado!

—Seguro que tiene razón —dijo Gideon, y volvió a soltar una risita—, pero al menos mi pelo no parece uno de esos estropajos de aluminio que uso para fregar los cacharros.

Me esforcé en adoptar una expresión altiva.

—¿Que tú usas para fregar los cacharros? ¿No te estarás confundiendo con Charlotte?

—¿Cómo dices?

—¡Parece que últimamente limpia para ti!

Gideon parecía un poco cortado.

—Bueno… eso no es… del todo exacto.

—Sí. Yo en tu lugar también me avergonzaría —dije—. Por favor deme el sombrero, madame Rossini.

El sombrero —un armatoste enorme con plumas de color rosa pálido— no podía ser tan malo como esos pelos. O eso fue lo que pensé. Porque una mirada al espejo me convenció de que estaba totalmente equivocada.

Gideon volvió con sus risitas.

—¿Podemos irnos ya? —resoplé irritada.

—Vigila bien a mi cuello de cisne, ¿me oyes?

—Siempre lo hago, madame Rossini.

—¿Desde cuándo? —dije yo desde el corredor, y señalé el pañuelo negro que llevaba en la mano—. ¿Hoy no hay venda?

—No, nos la ahorraremos. Por razones bien conocidas —replicó Gideon—. Y por el sombrero.

—¿Sigues creyendo que te conduciré a una esquina y te daré con un palo en la cabeza? —Me enderecé el sombrero—. La verdad es que he vuelto a pensar en eso, y creo que tiene una explicación muy sencilla.

—Ah, sí, ¿y cuál es?

Gideon arqueó las cejas.

—Te lo imaginaste después. ¡Mientras estabas inconsciente soñaste conmigo, y por eso luego me echaste a mí la culpa de todo!

—Sí, a mi también se me había ocurrido esa posibilidad —dijo para mi sorpresa. Me cogió la mano y me arrastró hacia adelante—. ¡Pero no! Yo sé muy bien lo que vi.

—Y entonces, ¿por qué no le dijiste a nadie que, supuestamente, era yo la que te había tendido una trampa?

—No quería que pensaran aún peor de ti de lo que ya lo hacen. —Sonrió con ironía—. Por cierto ¿no te duele la cabeza?

—Tampoco bebí tanto —dije.

Gideon río.

—No, claro. Ya se veía.

Me sacudí su mano de encima.

—¿No podríamos hablar de otra cosa, por favor?

—¡Vamos! Me imagino que tendré derecho a tomarte un poco el pelo con eso. Estabas tan mona ayer por la noche… Mister George creyó que de verdad te habías dormido de puro agotamiento en la limusina.

—Fueron dos minutos… como mucho… —dije avergonzada. Probablemente había babeado o había hecho alguna otra cosa horrible.

—Supongo que te irías a la cama enseguida.

—Hummm —dije Solo recordaba vagamente que mi madre me había sacado del pelo los doscientos mil alfileres y que me había dormido antes que mi cabeza tocara la almohada. Pero no pensaba decírselo; al fin y al cabo él había estado divirtiéndose con Charlotte, Raphael y los espaguetis.

Gideon se paró tan de repente que choqué contra él, e instintivamente contuvo la respiración.

—Escucha… —murmuró volviéndose hacia mí—. No quise decírtelo ayer porque pensé que estabas borracha, pero ahora que vuelves a estar sobria y arisca como siempre… Me acarició delicadamente la frente y estuve a punto de hiperventilar al sentir el contacto de sus dedos. En lugar de seguir hablando, me besó. Yo ya había cerrado los ojos antes de que sus labios rozaran mi boca. El beso me embriagó mucho más de lo que lo había hecho el ponche e hizo que se me aflojaran las rodillas y que mil mariposas aletearan en mi vientre.

Cuando Gideon me soltó de nuevo, parecía que se hubiera olvidado de lo que quería decirme. Apoyó un brazo en la pared junto a mi cabeza y me miró muy serio.

—Esto no puede seguir así.

Traté de controlar mi respiración.

—Gwen… Detrás de nosotros, en el pasillo, resonaron unos pasos. Instantáneamente, Gideon retiró el brazo y se volvió. Una fracción de segundo después, mister George apareció entre nosotros.

—Ah, aquí están. Los estábamos esperando. ¿Por qué no lleva los ojos vendados Gwendolyn?

—Lo he olvidado completamente. Por favor, hágalo usted mismo —dijo Gideon, y le alargo el pañuelo negro—. Yo… hum… me adelantaré.

Mister George le siguió con la mirada mientras se marchaba y soltó un suspiro. Luego me miró a mí y volvió a suspirar.

—Pensaba que te había prevenido, Gwendolyn —dijo mientras me vendaba los ojos—. ¡Deberías ser más prudente en lo que se refiere a tus sentimientos!

—Psé —contesté yo, tocándome las mejillas, reveladoramente encendidas—. Pero entonces no deberían dejarme pasar tanto tiempo con él… Porque aquel era un ejemplo más de la típica lógica de los Vigilantes: si hubieran querido impedir que me enamorara de Gideon, también deberían haberse preocupado de que fuera un estúpido sin ningún atractivo. Con cara de bobo, las uñas negras y un defecto de pronunciación. Y lo del violín también habrían podido ahorrárselo.

Mister George me condujo a través de la oscuridad.

—Tal vez sencillamente hace demasiado tiempo que tuve dieciséis años. Ya tan solo recuerdo lo impresionable que es uno a esa edad.

—Mister George, no le ha dicho a nadie que puedo ver espíritus, ¿verdad?

—No —contestó él—. Quiero decir que lo intenté, pero nadie quiso escucharme. ¿Sabes?, los Vigilantes son científicos y místicos, pero la parapsicología no les dice gran cosa. Cuidado, escalón.

—Leslie es mi amiga, aunque probablemente usted ya hace tiempo que lo sabe… bueno, pues Leslie cree que esa… capacidad es la magia del cuervo.

Mister George calló un momento.

—Si. Yo también lo creo —dijo luego.

—¿Y en que puede ayudarme exactamente la magia del cuervo?

—Mi querida niña, si pudiera responderte a eso… Me gustaría que contaras más con tu sentido común pero…

—… pero ¿lo he perdido definitivamente, quería decir? —Me eché a reír—. Probablemente tenga razón.

Gideon nos esperaba en la sala del cronógrafo con Falk de Villiers, que me dirigió un cumplido algo distraído sobre mi vestido mientras ponía en movimiento los engranajes del cronógrafo.

—Bien, Gwendolyn. Es por la tarde, un día antes de la soirée.

—Lo sé —dije, mirando de reojo a Gideon.

—No es una misión especialmente difícil —dijo Falk—, Gideon te llevará arriba, a sus aposentos y luego volverá para recogerte.

Al pensar que tendría que quedarme sola con el conde, me dominó la angustia.

—No tengas miedo —me tranquilizó Gideon—. Ayer se entendieron muy bien ¿no? ¿Ya no te acuerdas? —Colocó su dedo en el cronógrafo y me sonrió—. ¿Preparada?

—Preparada si tú lo estás —dije en voz baja, mientras la sala se llenaba de una luz blanca y Gideon desaparecía ante mis ojos.

Me adelanté un paso y le tendí la mano a Falk.

—La contraseña del día es «Qui nescit dissimulare nescit regnare» —dijo Falk mientras apretaba mi dedo contra la aguja.

El rubí brillo y ante mis ojos todo se arremolinó en una corriente roja.

Cuando aterricé, ya había olvidado la contraseña.

—Todo en orden —dijo la voz de Gideon directamente junto a mí.

—¿Por qué está todo tan oscuro aquí? El conde nos esta esperando, ¿no?

Podría haber tenido el detalle de encender una vela.

—Es que no sabe exactamente donde aterrizamos —contestó Gideon.

—¿Por qué no?

No pude verlo y me dio la sensación de que se encogía de hombros.

—Aún no ha preguntado nunca por eso, y tengo la vaga impresión de que no le gustaría demasiado saber que usamos su querido laboratorio de alquimia como pista de despegue y de aterrizaje. Ve con cuidado, está todo lleno de cosas frágiles…

Avanzamos a tientas hasta la puerta. Fuera, en el pasillo, Gideon encendió una antorcha y la arrancó de su soporte. La luz proyectó siniestras sombras temblorosas en la pared, e instintivamente me acerqué un poco más a él.

—¿Cómo demonios era esa maldita contraseña? Solo para el caso de que alguien te dé con un palo en la cabeza…

—«Qui nescil dissimulare nescit regnare».

—¿Nunca te cansas de saberlo todo?

Se rió y volvió a colocar la antorcha en su soporte.

—¿Qué estás haciendo?

—Es solo un momento… Es que antes… Mister George nos ha interrumpido cuando quería decirte algo importante.

—¿Es por lo que te expliqué ayer en la iglesia? Bueno, puedo entender que me tomes por loca después de eso, pero tampoco va a ayudarme un psiquiatra.

Gideon arrugó la frente.

—¿No podrías mantener la boca cerrada unos segundos, por favor? Tengo que armarme de valor para hacerte una declaración de amor. No tengo ninguna práctica con estas cosas.

—¿Cómo dices?

—Me he enamorado de ti, Gwendolyn —dijo con seriedad. Se me encogió el estómago. Pero esta vez no era de miedo, sino de alegría.

—¿De verdad?

—Sí, ¡de verdad! —A la luz de la antorcha vi que Gideon sonreía—. Ya sé que no hace ni una semana que nos conocemos, y que al principio te encontré bastante… infantil, y supongo que también me comporté como un imbécil contigo. Pero es que eres terriblemente complicada, uno nunca sabe que será lo próximo que harás y en algunas cosas eres espantosamente… ejem… torpe. A veces sencillamente me vienen ganas de sacudirte.

—Vale, la verdad es que se nota que no tienes ninguna práctica en declararte —dije.

—Pero luego vuelves a ser tan divertida e inteligente y tan indescriptiblemente dulce —continuó Gideon, como si no me hubiera oído—. Y lo peor es que basta con que estés conmigo en la misma habitación para que enseguida tenga necesidad de tocarte y de besarte…

—Si, eso es realmente terrible —susurré, y me dio un vuelco el corazón cuando Gideon me sacó la aguja del sombrero, lanzó lejos al monstruo emplumado, me atrajo hacia sí y me besó.

Aproximadamente tres minutos después, me apoyé con la espalda contra el muro, sin aliento, e intenté mantenerme erguida.

—Eh, Gwendolyn, no tienes más que respirar normalmente, aspira y espira —dijo Gideon divertido.

Le di un empujoncito en el pecho.

—¡Para ya! Es insoportable lo creído que eres.

—Lo siento. Solo es que… es una sensación tan fantástica saber que por mí te olvidas de respirar… —Volvió a coger la antorcha del soporte—. Vamos, ven conmigo. Seguro que el conde ya está esperando.

Cuando giramos para entrar en el siguiente corredor, me acordé del sombrero, pero no tenía ningunas ganas de regresar para recogerlo.

—Es curioso, pero ahora mismo estoy pensando que volveré a disfrutar de verdad de estas aburridas veladas para elapsar al año 1953 —dijo Gideon—. Solo tú, la prima Sofá y yo… Nuestros pasos resonaban en los largos corredores, y poco a poco fui emergiendo de mi nube de algodón rosa para recordar donde estábamos.

O en qué época estábamos.

—Si yo cogiera la antorcha, tú podrías desenvainar la espada —propuse—. Solo por precaución. De hecho, ¿en qué año exactamente recibiste el golpe en la cabeza? —Esa era una de las muchas preguntas que Leslie me había escrito en la hoja y que debía hacer cuando lo permitieran mis hormonas.

—Acabo de darme cuenta de que yo te hecho una declaración de amor, pero tú a mí no —dijo Gideon.

—¿No lo he hecho?

—En todo caso, no con palabras. Y no estoy muy seguro de que eso cuente.

¡Chisssst!

Lancé un chillido, porque una gorda rata de color marrón oscuro había cruzado directamente delante de nosotros con toda tranquilidad, como si no le inspiráramos ningún miedo. A la luz de la antorcha, sus ojos relucían con un brillo rojizo.

—¿Estamos vacunados contra la peste? —pregunté, y me agarré con más fuerza a la mano de Gideon.

* * *

La habitación del primer piso que el conde de Saint Germain había elegido como despacho en Temple era pequeña y, para el gran maestre de la logia de los Vigilantes, aunque rara vez visitara Londres, parecía extremadamente modesta. Había una pared totalmente cubierta por una estantería llena de libros que llegaba hasta el techo, y delante un escritorio y dos sillones tapizados con la misma tela, que también era la de las cortinas. Aparte de eso no había ningún mueble. Fuera brillaba el sol de septiembre, y la chimenea no estaba encendida; de todos modos, hacía bastante calor en el cuarto. La ventana daba a un pequeño patio interior con una fuente, que todavía existía en nuestra época. Tanto la repisa de la ventana como el escritorio se hallaban cubiertos de papeles, plumas, velas para sellar y libros, muchos de ellos amontonados en pilas inestables que amenazaban con derrumbarse y volcar los tinteros abandonados por todas partes entre el desorden de objetos. Era una habitacioncita agradable, y además no había nadie dentro; sin embargo, al entrar en ella se me erizaron los pelos de la nuca.

Un malcarado secretario con una peluca blanca a lo Mozart me había conducido hasta aquí y, tras decir: «Seguro que el conde no la hará esperar mucho rato», había cerrado la puerta a mi espalda. No me había hecho ninguna gracia separarme de Gideon, pero él, después de dejarme en manos del Vigilante malcarado, parecía de muy buen humor y, como alguien que conoce bien el lugar que pisa, había desaparecido por la puerta más próxima.

Me acerqué a la ventana y miré hacia fuera, al silencioso patío interior.

Todo se hallaba muy tranquilo, pero, aún así, no podía deshacerme de la desagradable sensación de que no estaba sola. «Tal vez —pensé—, alguien me está mirando a través de la pared, detrás de los libros. O del espejo colgado sobre la repisa de la chimenea, como en las salas de interrogatorio de la policía criminal».

Durante un rato, me quedé ahí plantada, sintiéndome incómoda; pero luego pensé que el observador oculto se daría cuenta de que me sentía observada si seguía quieta sin hacer nada, rígida como un palo, de modo que cogí el libro de encima de una pila que había. Marcellus, De medicamentis. Muy bien. Por lo visto, el tal Marcellus, fuera quien fuese, había descubierto algunos métodos médicos poco corrientes y los había recogido en ese librito. Encontré un bonito apartado que trataba de la curación de las enfermedades de hígado. Solo había que coger un lagarto verde, sacarle el hígado, envolver el hígado extraído en un paño rojo o en un trapo negro por naturaleza («¿negro por naturaleza?») y colgarle el trapo o el paño al enfermo en el costado derecho. Si entonces, además, se soltaba al lagarto y se le decía: «Ecce dimitto te vivam…», y algunas otras cosas también en latín, el problema estaba solucionado. Faltaba saber si el lagarto aún podría salir corriendo después de que le hubieran sacado el hígado. Volví a cerrar el libro. Estaba claro que ese Marcellus estaba como una cabra. El último libro de la pila de al lado estaba encuadernado en cuero marrón oscuro y era muy grueso y pesado; por eso lo dejé sobre la pila para hojearlo. «De todas las especies de demonios y la forma de obtener su concurso para provecho del mago y el hombre vulgar» aparecía en la portada en letras doradas, y aunque yo no era mago ni hombre vulgar, intrigada, lo abrí al azar por el medio. La imagen de un perro feísimo me observaba desde la página, y debajo ponía que era Jestan, un demonio del Hindú Kush que traía enfermedades, muerte y guerra. Jestan me cayó antipático desde el principio, y seguí hojeando el libro. Un personaje grotesco con unas protuberancias córneas en el cráneo (parecido a los klingon de las películas de Star Trek) me miró fijamente desde la página siguiente, y mientras yo le devolvía la mirada con cara de asco, el klingon bajó los parpados, se elevó del papel como el humo de una chimenea y rápidamente fue cobrando consistencia hasta materializarse a mi lado en la forma de una figura vestida de rojo que me miró desde arriba con unos ojos como brasas.

—¿Quién osa invocar al poderoso gran Berith? —exclamó.

Naturalmente, me sentí algo intranquila, pera la experiencia me había enseñado que, si bien los espíritus podían tener un aspecto peligroso y lanzar amenazas malignas, por regla general eran incapaces de mover una hoja. Y había que confiar en que ese tal Berith fuera solo un espíritu, una representación, condenada a permanecer en las páginas de ese libro, del auténtico demonio, que esperaba que hubiera abandonado hacía tiempo este mundo.

—Nadie te ha invocado —dije cortésmente pero con cierta indolencia.

—¡Berith, Demonio de la Mentira, Gran Duque de los Infiernos! —se presentó Berith con voz resonante—. Llamado también Bolfri.

—Si, lo pone aquí —dije, y volví a mirar el libro—. Además, mejoras las voces de los cantantes.

Un don muy seductor. De todos modos, para eso había que ofrecerle además, después de la invocación —que ya de por sí parecía extremadamente complicada (debía de estar redactada en lengua babilónica)—, diversos sacrificios, de preferencia criaturas deformes aún vivas. Aunque eso no era nada en comparación con lo que había que hacer para que transformara metales en oro (otra habilidad suya). Los siquemitas, fuera quien fuese esa gente, lo habían idolatrado por ello, hasta que llegaron Jacob y sus hijos y todos los hombres de Siquem, y «entre horribles tormentos lo mataron con sus espadas». Muy bien, hasta aquí perfecto.

—¡Berith está al mando de veintiséis legiones! —exclamó Berith con su voz resonante.

Como hasta ese momento aún no me había hecho nada, hice acopio de valor.

—Encuentro rara a la gente que habla de sí misma en tercera persona —respondí, y pasé la página.

Como espiraba, Berith volvió a desaparecer en el libro como humo arrastrado por el viento. Respiré aliviada.

—Interesante lectura —dijo una voz suave detrás de mí. Giré en redondo. El conde de Saint Germain había entrado en la habitación sin que me enterara. Su figura alta y delgada resultaba tan impresionante como siempre. El conde se apoyaba en un bastón con un pomo artísticamente tallado, y sus ojos oscuros brillaban alerta.

—Sí, muy interesante —murmuré algo vacilante.

Pero enseguida me rehíce, cerré el libro de golpe y me incliné en una profunda reverencia. Cuando volví a emerger de mis faldas, el conde sonreía.

—Me alegra que hayas venido —dijo, y me cogió la mano y se la llevó a los labios. El contacto fue casi imperceptible—. Me parece necesario que profundicemos en nuestra relación, porque nuestro primer encuentro no fue… muy afortunado, ¿no es cierto?

No dije nada. En nuestro primer encuentro yo me había dedicado sobre todo a cantar mentalmente el himno nacional, el conde había hecho un par de comentarios ofensivos sobre la falta de inteligencia de las mujeres en general y en mi caso en particular, y al final me había apretado la garganta y me había amenazado de una forma nada convencional. Tenía razón: nuestro encuentro no había sido muy afortunado.

—Qué fría esta tu mano —dijo—. Ven, siéntate soy un hombre anciano y ya no puedo permanecer mucho rato de pie.

Rió, me soltó la mano y se sentó en el sillón detrás del escritorio.

Ante ese fondo de libros, parecía su propio retrato: un hombre sin edad de rasgos nobles, con ojos vivos, y una peluca blanca, envuelto en un aura de misterio y peligro a la que era imposible sustraerse. A regañadientes, me senté en el otro sillón.

—¿Te interesa la magia? —preguntó haciendo un gesto hacia las pilas de libros.

Sacudí la cabeza.

—Para ser sincera, no hasta el lunes pasado.

—Es un poco absurdo todo esto, ¿no crees? Tu madre te deja creer durante todos estos años que eres una niña perfectamente normal, y ahora, de repente, tienes que hacerte a la idea de que eres parte importante de uno de los mayores secretos de la humanidad. ¿Puedes imaginar por qué lo hizo?

—Porque me quiere.

Quise decirlo como si fuera una pregunta, pero sonó muy tajante.

El conde rió.

—¡Si, así piensan las mujeres! ¡Amor! Su sexo hace un uso realmente abusivo de este término. El amor es la repuesta. Siempre me conmueve cuando lo oigo. O me divierte, según el caso. Lo que las mujeres nunca entenderán es que los hombres, tienen una idea del amor completamente distinta a la suya.

Callé.

El conde ladeó un poco la cabeza.

—Sin esa concepción abnegada del amor, a las mujeres les resultaría mucho más difícil subordinarse al hombre en todos los terrenos.

Me esforcé en mantener una expresión neutra.

—En nuestra época, esto. —¡Gracias a Dios!— ha cambiado. En nuestros tiempos hombres y mujeres tienen los mismos derechos. Nadie tiene que subordinarse a nadie.

El conde rió de nuevo, y esta vez su risa se alargó más, como si le acabara de contar un chiste realmente divertido.

—Sí —contestó luego—. Ya me he informado sobre el tema. Pero créeme, no importa qué derechos se le concedan a la mujer, eso no cambia la naturaleza de las personas.

Bueno, ¿qué se podía replicar a algo así? Seguramente lo mejor era callarse. Como el conde acababa de reconocer, es difícil cambiar la naturaleza de las personas, algo que sin duda podía aplicarse a la suya.

Durante un rato el conde siguió mirándome con expresión divertida, y luego dijo de improviso:

—La magia en todo caso… según la profecía tú deberías estar versada en este tema. «Con la magia del cuervo dotado, sol mayor cierra el Círculo que los doce han formado».

—Sí, yo también lo he oído varias veces antes de ahora —dije—. Pero nadie ha podido explicarme qué es en realidad esa magia del cuervo.

—«En su cimbreo rojo rubí oye el cuervo cantar a los muertos, apenas conoce el precio, apenas la fuerza, el poder se alza y el Círculo se cierra…» Me encogí de hombros. No se podía sacar nada de esa cantinela.

Es solo una profecía de dudoso origen —dijo el conde—. No tiene por que acertar. —Se inclinó hacia atrás y se perdió de nuevo en la contemplación de mi persona—. Cuéntame algo de tus padres y de tu casa.

—¿Mis padres? —Estaba un poco sorprendida—. La verdad es que no hay mucho que contar. Mi padre murió de leucemia cuando yo tenía siete años.

Hasta que cayó enfermo, era profesor en la universidad de Durham.

Vivimos allí hasta su muerte. Luego mi madre se trasladó a Londres conmigo y mis hermanos pequeños a casa de mis abuelos. Ahora vivimos allí con mi tía y mi prima y mi tía abuela Maddy. Mi madre trabaja de administrativa en un hospital.

—Y tiene el pelo rojo como todas las Montrose, ¿no es cierto? Igual que tus hermanos, ¿no?

—Sí, todos excepto yo son pelirrojos. —¿Por que le parecía aquello tan interesante?—. Mi padre, en cambio, era moreno.

—Todas las mujeres del Círculo de los Doce son pelirrojas, ¿lo sabías? Hasta no hace tanto tiempo en muchos países el hecho de que una mujer tuviera ese color de pelo bastaba para quemarla por bruja. En todas las épocas y en todas las culturas, los hombres han encontrado la magia fascinante y amenazadora en la misma medida. Esa es también la razón de que me haya dedicado tan a fondo a este tema. No se teme lo que se conoce. —Se inclinó hacia delante y juntó los dedos—. A mí personalmente me interesa todo sobre la forma en que lo afrontan las culturas del Lejano Oriente. En mis viajes a la India y a China tuve la suerte de encontrar a muchos eruditos que estuvieron dispuestos a compartir su sabiduría conmigo. Me inicié en los secretos de la Crónica de Akasha y aprendí muchas cosas que sencillamente harían saltar por los aires la estructura mental de la mayoría de las culturas occidentales. No hay nada que la Iglesia tema tanto como que el hombre adquiera consciencia de que Dios no se encuentra en un lejano Cielo dirigiendo nuestro destino, sino en nuestro interior. —Me dirigió una mirada escrutadora y luego sonrió—. Siempre es refrescante exponer temas blasfemos ante ustedes, hijos del siglo XXI. No mueven ni una ceja ante la herejía.

«Bueno… tal vez lo haríamos si supiéramos qué es la herejía».

—Los maestros asiáticos están muy por delante de nosotros en la senda del desarrollo espiritual —prosiguió el conde—. Algunas pequeñas… habilidades, como la que pude mostrarte en nuestro último encuentro, las adquirí también allí. Mi maestro era un monje de una orden secreta de las profundidades del Himalaya. Él y sus compañeros pueden comunicarse sin utilizar sus cuerdas vocales, y el poder de su espíritu y de su mente es tan fuerte que pueden vencer a sus enemigos sin mover un dedo.

—Sí, seguro que es muy útil —dije prudentemente. Sobre todo no quería que se le ocurriera la idea de hacerme una nueva demostración—. Creo que: ayer por la noche, en la soirée probó esa habilidad con lord Alastair.

—Oh la soirée… —Volvió a sonreír—. Desde mi punto de vista, no tendrá lugar hasta mañana. Me aleará mucho saber que nos encontraremos realmente con lord Alastair allí. ¿Y sabrá apreciar mi demostración?

—En cualquier caso parecía impresionado —repliqué—. Pero no del todo amedrentado. Dice que se encargará de que no lleguemos a nacer. Y algo de engendros del infierno.

—Sí, tiene una deplorable tendencia a utilizar formulas descorteses —dijo el conde—. De todos modos, no puede compararse con su antepasado, el conde di Madrone. Debería haberle matado entonces, cuando aún tenía la oportunidad; pero era joven, y mi visión de la vida era amablemente ingenua… En cualquier caso, no cometeré el mismo error. Aunque no pueda acabar con él personalmente, los días del lord están contados, sin importar cuántos hombres pueda reunir a su lado ni su virtuosismo en el manejo de la espada. Si todavía fuera joven le retaría yo mismo, pero ahora tendrán que asumir esta tarea mis sucesores. Gideon ha hecho grandes progresos en el arte de la esgrima.

Al oír mencionar el nombre de Gideon, sentí una vez más que se me encendían las mejillas, y luego recordé lo que me había dicho hacía un momento y el calor aumentó un poco más.

Instintivamente miré hacia la puerta.

—Por cierto, ¿adónde ha ido Gideon?

—Va a dar un paseo —dijo el conde como de pasada—. Tiene el tiempo justo para hacer una visita a una querida joven amiga esta tarde. Vive cerca de aquí, y si coge el carruaje, en unos minutos se encontrará en su casa.

¡¿Cómo?!

—¿Lo hace a menudo?

El conde volvió a sonreír; era una sonrisa cálida, amistosa, pero tuve la sensación de que tras ella se ocultaba algo más. Algo diferente que yo no alcanzaba a interpretar.

—No hace tanto tiempo que la conoce. Los presenté hace poco. Es una viuda inteligente, joven y muy atractiva, y yo mantengo que a un joven nunca le viene mal… hum… disfrutar de la compañía de una mujer experimentada.

Me sentía incapaz de replicar, aunque estaba claro que se esperaba que lo hiciera.

—Lavinia Rutland es de esas benditas mujeres para las que supone una satisfacción poder transmitir sus experiencias —añadió el conde.

Sí, desde luego. A mí también me había dado esa impresión. Indignada, bajé la vista y vi que instintivamente había apretado los puños. Lavinia Rutland, la dama del vestido verde. De ahí venía esa familiaridad de ayer por la noche…

—Tengo la impresión de que ese encuentro no te complace —dijo el conde en tono suave.

En eso tenía razón. No me complacía en lo más mínimo. Tuve que hacer un gran esfuerzo para volver a mirarle a los ojos.

El conde seguía observándome con esa sonrisa cálida y amistosa.

—Pequeña, es importante aprender pronto que ninguna mujer puede aspirar a tener ninguna clase de derecho de posesión sobre un hombre. Las mujeres que lo hacen acaban rechazadas y solas. Cuanto más inteligente sea una mujer menos tardará en establecer un compromiso con la naturaleza del hombre.

¡Dios, qué estúpida verborrea!

—Oh, pero naturalmente tú todavía eres muy joven, ¿no? Diría que mucho más joven que otras muchachas de tu edad. Probablemente es la primera vez que te enamoras.

—No —murmuré yo.

¡Pero sí! En todo caso era la primera vez que experimentaba esa sensación.

Tan embriagadora. Tan intima. Tan única. Tan dolorosa. Tan dulce.

El conde rió bajito.

—No hay motivo para avergonzarse por ello. Me habría decepcionado mucho que no fuera así.

Había dicho lo mismo en la soirée cuando se me habían saltado las lágrimas al oír tocar a Gideon.

—En el fondo es muy simple: una mujer que ama estaría dispuesta a dar la vida por su amado sin vacilar —explicó el conde—. ¿Darías tú la vida por Gideon?

No era lo que más estaba deseando, la verdad.

—Aún no he pensado nunca en eso —dije confundida.

El conde suspiró.

—Lamentablemente, y gracias a la cuestionable protección de tu madre, Gideon y tú no han tenido mucho tiempo de estar juntos, pero estoy impresionado por lo bien que ha llevado el asunto. El amor brilla literalmente en tus ojos. El amor, ¡y los celos!

¿Qué asunto?

—No hay nada más fácil de predecir que la reacción de una mujer enamorada. No hay nadie más fácil de controlar que una mujer que se guía por sus sentimientos hacia un hombre —continuó el conde—. Ya se lo expliqué a Gideon en nuestro primer encuentro. Naturalmente, me duele un poco que malgastara tantas energías con tu prima… ¿Cómo se llamaba?

¿Charlotte?

Ahora le miré fijamente a los ojos. Por algún motivo pensé en la visión de la tía Maddy y en el corazón de rubí que caía al abismo desde las rocas. Me vinieron ganas de taparme los oídos solo para no tener que seguir oyendo la voz suave del conde.

—En ese aspecto, en todo caso, es mucho más sutil que yo a su edad —prosiguió—. Y hay que admitir que la naturaleza le ha proporcionado numerosas ventajas en ese terreno. ¡Que cuerpo de Adonis! ¡Qué rostro más bello, qué gracia, que dotes! Probablemente tampoco debe de tener que hacer gran cosa para que los corazones de las muchachas vuelen hacia él «El león ruge en fa, con sus crines de puro diamante, multiplicatio, el súbito hechizo…» La verdad me golpeó como un mazazo. Todo lo que Gideon había dicho, sus caricias, sus gestos, sus besos, sus palabras, todo había tenido el único objetivo de manipularme. Para que me enamorara de él, igual que Charlotte antes. Para que fuéramos más fáciles de controlar.

Y el conde teñía razón: Gideon no había tenido que hacer gran cosa para conseguirlo. Mi ingenuo y estúpido corazoncito había volado hacia él por sí solo y había caído a sus pies.

En mi interior vi al león aproximándose al corazón de rubí junto al abismo y barriéndolo de un zarpazo. Cayó a cámara lenta, golpeó contra el suelo y se partió en mil minúsculas gotitas de sangre.

—¿Ya le has oído tocar el violín alguna vez? Si no es así, me encargaré de ello; no hay nada mejor que la música para conquistar un corazón de mujer. —El conde miró soñadoramente al techo—. También era un truco de Casanova. Música y poesía.

Me estaba muriendo. Podía sentirlo claramente. Ahí donde había estado mi corazón, se extendía ahora un frío helado. Un frió que se propagaba deprisa por mi estómago, mis piernas, mis pies, mis brazos y mis manos hasta llegar a mi cabeza. Como en el tráiler de una película, los acontecimientos de los últimos días se desarrollaron ante mi ojo interno, acompañados por las notas de «The Winner Takes it All»: desde el primer beso en ese confesionario hasta su declaración de amor poco antes en el sótano. Todo había sido una burda manipulación perfectamente ejecutada —excepto unos pocos intervalos en los que probablemente había sido de verdad el mismo—. Y ese condenado violín me había dado el golpe de gracia.

Aunque más adelante traté de rememorar ese momento, no conseguí recordar exactamente de qué habíamos hablado el conde y yo después; porque desde que aquel frío había invadido mi cuerpo, todo me importaba un bledo. Lo bueno fue que el conde llevó todo el peso de la conversación.

Con su suave y agradable voz, me habló de su niñez en la Toscana, de la mancha de su origen plebeyo, de sus dificultades para encontrar a su auténtico padre y de cómo se había interesado, ya desde muy joven, por los secretos del cronógrafo y de las profecías. Yo traté realmente de escucharle, aunque solo fuera porque sabía que Leslie querría que le repitiera luego cada palabra, pero mis esfuerzos fueron inútiles; mis pensamientos giraban solo en torno a mi propia estupidez. Y deseé estar sola para poder llorar por fin.

—¿Marquis? —El secretario malcarado había llamado y había abierto la puerta—. La delegación del arzobispo está aquí.

—Oh, magnífico —exclamó el conde, y enseguida se levantó y dijo, guiñándome un ojo—: ¡Política! En estos tiempos sigue estando, en parte, determinada por la Iglesia.

Yo también me incorporé apresuradamente y me incliné en una reverencia.

—Ha sido un placer hablar contigo —dijo el conde—. Ya espero con ansia el momento de nuestro próximo encuentro.

Asentí confusa.

—Por favor dale recuerdos a Gideon de mi parte y hazle llegar mis disculpas por no haber podido recibirle hoy. —El conde cogió su bastón y se dirigió a la puerta—. Y si quieres que te dé un consejo: una mujer inteligente sabe ocultar sus celos. Si no, los hombres nos sentimos tan seguros…

Una vez más oí aquella risa suave y apagada, y luego me quedé sola.

Aunque no por mucho tiempo, porque unos minutos después llegó otra vez el secretario malcarado y dijo:

—Si quiere hacer el favor de seguirme… —Yo me había vuelto a dejar caer en el sillón y esperaba con los ojos cerrados a que llegaran las lágrimas, pero no querían aparecer. En realidad, tal vez fuera mejor así. En silencio volví a seguir al secretario hasta el pie de la escalera, y durante un rato nos quedamos allí plantados (yo pensando todavía en que me desplomaría y me moriría), hasta que el hombre dirigió una mirada preocupada al reloj de pared y dijo—: Llega con retraso.

En ese instante se abrió la puerta, y Gideon entró en el recibidor. Mi corazón olvidó por un momento que en realidad yacía destrozado en el fondo de un precipicio y palpitó unas cuantas veces muy deprisa en mi pecho. El frío que sentía en todo el cuerpo se vio desplazado por una terrible preocupación. Posiblemente podría haber achacado a lady Lavinia el desaliño de sus ropas, sus cabellos alborotados y sudados, sus mejillas encendidas y sus ojos enfebrecidos, pero es que además tenía un profundo corte en la manga, y las puntillas del pecho y de las muñecas estaban empapadas de sangre.

—¡Está herido, sir! —exclamó espantado el secretario malcarado, quitándome las palabras de la boca. (Sin el «sir», claro)—. ¡Ordenaré que traigan a un médico!

—No —dijo Gideon con un aire tan seguro de sí mismo que le habría abofeteado—. No es mi sangre. Al menos no toda. Ven, Gwen, tenemos que damos prisa. Me han retenido un poco.

Gideon me cogió de la mano y me arrastró hacia delante y el secretario nos acompañó escaleras abajo balbuceando unas cuantas veces por el camino: «¡Por Dios, sir! ¿Qué ha ocurrido? ¿No debería, el marquis…?», Pero Gideon replicó que no había tiempo para eso y que ya volvería a visitar al conde lo antes posible para prestarle un informe.

—A partir de aquí seguiremos solos —dijo cuando llegamos al pie de la escalera, donde estaban plantados los dos guardias con las espadas desenvainadas—. ¡Por favor, salude al marquis de mi parte! «Qui nescit dissimulare nescit regnare». Los dos guardias nos dejaron pasar y el secretario se despidió con una inclinación. Gideon cogió una antorcha de su soporte y me arrastró de nuevo hacia delante.

—¡Ven, tenemos como máximo dos minutos! —Su humor no parecía haber cambiado un ápice desde que nos habíamos separado—. ¿Ya sabes lo que significa la contraseña? —me preguntó alegremente.

—No —dije, y me sorprendió que el corazón que me había vuelto a crecer de repente en mi pecho se negara a caer de nuevo al abismo. Hacia como si todo estuviera en orden y la esperanza de que al final pudiera tener razón casi me mata—. Pero he descubierto otra cosa ¿De quien es esa sangre de tu ropa?

—«Quien no sabe disimular, tampoco sabe gobernar». —Gideon iluminó la última esquina con la linterna—. Luis XI.

—Que adecuado —dije.

—La verdad es que no tengo ni idea de como se llamaba el tipo cuya sangre mancha mis ropas. Seguro que madame Rossini se pondrá furiosa.

Gideon abrió la puerta del laboratorio y colocó la antorcha en el soporte de la pared. La luz vacilante de la tea iluminó una gran mesa repleta de extraños aparatos, botellas de vidrio, botellitas y vasos, llenos de líquidos y polvos de distintos colores. Las paredes estaban en sombra, pero pude ver que había grandes espacios cubiertos con pinturas y símbolos de escritura, y justo sobre la antorcha, una calavera toscamente dibujada que en el lugar de los ojos tenía pentáculos.

—Ven hacia aquí —dijo Gideon, y me arrastró al otro lado de la mesa. Por fin me soltó la mano, pero solo para colocar la suya en torno a mi cintura y atraerme hacia sí—. ¿Cómo ha ido tu conversación con el conde?

—Ha sido muy… instructiva —dije. El corazón fantasma aleteaba en mi pecho como un pajarito, y tuve que tragar saliva para seguir hablando—. El conde me ha explicado que tú y él comparten el extravagante punto de vista de que una mujer enamorada es más fácil de controlar. Debe de haber sido fastidioso hacer todo este trabajo previo con Charlotte y luego tener que volver a empezar otra vez desde el principio conmigo, ¿no?

—¿Qué estás diciendo?

Gideon me miró torciendo el gesto.

—Pero la verdad es que lo has hecho realmente bien —continué—. El conde también opina lo mismo, por cierto. Claro que yo no era un caso especialmente difícil… Dios mío, me siento tan avergonzada cuando pienso en lo fácil que te lo he puesto…

No pude seguir mirándole.

—Gwendolyn… —Se detuvo—. Pronto empezará. Tal vez sería mejor que continuáramos esta conversación más tarde. Con calma. Aunque no tengo ni idea de adonde quieres ir a parar…

—Solo quiero saber si es verdad —dije. Claro que era verdad, pero, como es bien sabido, la esperanza es lo último que se pierde. En mi estómago ya se anunciaba el inminente salto en el tiempo—. Que realmente planeaste que me enamorara de ti, igual que antes lo habías hecho con Charlotte.

Gideon me soltó.

—Este es un mal momento —dijo—. Gwendolyn. Enseguida hablaremos de esto. Te lo prometo.

—¡No! ¡Ahora! —El nudo que tenía en la garganta estalló y las lágrimas empezaron acorrer—. ¡Basta con que me digas sí o no! ¿Lo planeaste todo?

Gideon se rascó la frente.

—Gwen…

—¿Sí o no? —sollocé.

—Sí —dijo Gideon—. Pero, por favor, deja de llorar.

Y por segunda vez en el mismo día mi corazón —en esta ocasión solo la segunda versión, el corazón fantasma que había crecido con mi esperanza— cayó por el acantilado y se estrelló contra el fondo del precipicio roto en mil fragmentos minúsculos.

—Muy bien, en realidad es todo lo que quería saber —susurré—. Gracias por tu franqueza.

—Gwen, me gustaría explicarte…

Gideon se disolvió en el aire frente a mí. Durante unos segundos, mientras el frío volvía a reptar por mi cuerpo, miré fijamente la luz vacilante de la antorcha y la calavera que había encima y traté de reprimir las lágrimas; luego todo se difuminó ante mis ojos.

Necesité unos segundos para habituarme a la luz de la sala del cronógrafo en mi época, pero oí la voz excitada del doctor White y un ruido de tela rasgada.

—No es nada —dijo Gideon—. Solo un corte minúsculo, apenas ha sangrado.

No necesito una tirita ni siquiera. ¡Doctor White, puede guardar sus pinzas arteriales! ¡No ha pasado nada!

—¡Hola, chica del pajar! —me saludó Xemerius—. ¡El hermano cabeza de serrín y tu amiga Leslie tienen que comunicarte algo importantísimo! ¡No te puedes imaginar lo que acabamos de descubrir! ¡Oh, no! ¿No me digas que has vuelto a llorar?

Mister George me sujetó con las dos manos y me hizo girar sobre mí misma.

—¡Está ilesa! —exclamó aliviado.

Sí. Si pasaba por alto mi corazón.

—¿Por qué no nos largamos de aquí? —dijo Xemerius—. ¡El hermano cabeza de serrín y tu amiga Leslie, tienen que comunicarte algo importantísimo!

Imagínate, han descubierto qué lugar señalan las coordenadas del código del Caballero Verde. ¡No te lo vas a creer!

—¿Gwendolyn?

Gideon me miró como si tuviera miedo de que por su culpa fuera a arrojarme debajo del próximo autobús.

—Estoy bien —dije sin mirarle a los ojos—. Mister George, ¿puede llevarme arriba, por favor? Tengo que irme a casa enseguida.

Mista George asintió con la cabeza.

—Naturalmente.

Gideon hizo un movimiento, pero el doctor White le sujetó con firmeza.

—¿Quieres estarte quieto?

El doctor había desgarrado de arriba abajo la manga de la chaqueta de Gideon y la camisa que llevaba debajo. El brazo tenía costras de sangre, y por encima de ellas, ya casi en el hombro, se veía una pequeña herida. El joven fantasma Robert se quedó mirando horrorizado toda aquella sangre.

—¿Quién te ha hecho esto? Hay que desinfectar y coser esta herida —dijo el doctor White muy serio.

—De ninguna manera. —Gideon se había puesto pálido, y de su buen humor de hacía un momento no quedaba ni rastro—. Podemos hacerlo más tarde.

Primero tengo que hablar con Gwendolyn.

—De verdad, no hace falta —respondí—. Sé todo lo que necesito saber. Y ahora tengo que irme a casa.

—¡Así se habla! —exclamó Xemerius.

—También pueden hablar mañana —le dijo mister George a Gideon mientras cogía el pañuelo negro—. Y Gwendolyn parece cansada. Tiene que levantarse temprano para ir a la escuela.

—¡Exacto! Y esta noche aún tiene que ir a la caza del tesoro —dijo Xemerius—. O lo que sea que haya en esas coordenadas…

Mister George me colocó la venda. Lo último que vi fueron los ojos de Gideon. En su cara pálida, el verde de su iris tenía un brillo extraño.

—Buenas noches a todos —dije, y luego mister George me condujo fuera de la habitación sin que nadie se hubiera dignado responderme, aparte del pequeño Robert.

—Muy bien, no quiero tenerte sobre ascuas —dijo Xemerius—. Leslie y Raphael han pasado una tarde divertida hoy, al contrario que tú, por lo que parece. En fin, el caso es que los dos han conseguido identificar el lugar que marcan las coordenadas con toda exactitud. Y a ver si adivinas dónde se encuentra.

—¿Aquí en Londres? —pregunté.

—¡Bingo! —gritó Xemerius.

—¿Cómo has dicho? —preguntó mister George.

—Nada —dije yo—. Perdone, mister George Mister George suspiró.

—Espero que tu conversación con el conde de Saint Germain haya ido bien.

—Oh, sí —repliqué con amargura—. Ha sido muy instructiva en todos los sentidos.

—¡Hola! Aún sigo aquí —exclamó Xemerius, y sentí su aura húmeda cuando se colgó como un monito de mi cuello. Y tengo novedades muy, muy interesantes. Vamos allá: el escondite que buscamos está aquí, en Londres.

Y aún hay algo mejor: está en Mayfair. Para ser más precisos: en Bourdon Place. Y precisando aún más ¡en el 81 de Bourdon Place! ¿Qué? ¿Qué me dices?

¿En mi casa? ¿Las coordenadas describían un lugar en mi propia casa?

¿Qué demonios podía haber escondido mi abuelo allí? ¿Tal vez otro libro?

¿Uno con notas que por fin contuviera información que pudieran ayudarnos?

—Hasta aquí la chica perro y el francés han hecho un buen trabajo —dijo Xemerius—. Admito que no tenía ni idea de que existiera ese trasto de coordenadas. Pero ahora… ¡ahora entro yo en acción! Porque solo el único, maravilloso y extremadamente inteligente Xemerius puede meter su cabeza por los muros y ver lo que se oculta detrás o en medio. ¡Por eso esta noche nosotros dos iremos a la caza del tesoro!

—¿Te gustaría hablar de ello? —preguntó mister George.

Sacudí la cabeza.

—No, podemos esperar a mañana —dije, y me dirigí a tanto a mister George como a Xemerius.

Hoy me pasaría la noche en vela, tendida en la cama, llorando por mi corazón roto. Quería hundirme en la autocompasión y en metáforas grandilocuentes. Y tal vez además escuchara a Bon Jovi y el «Hallelujah».

Al fin y al cabo, todo el mundo necesita su propia banda sonora para estos casos.