Lo que más temía era encontrarme de nuevo frente al conde de Saint Germain. En nuestro último encuentro había oído su voz en mi cabeza y su mano me había apretado la garganta, pese a que estaba a más de cuatro metros de mí. «No sé exactamente qué papel desempeñas en esto, muchacha, o si eres realmente importante, pero no tolero que nadie infrinja las reglas». De hecho, era muy posible que en el intervalo yo hubiera infringido algunas de sus normas; aunque en mi favor había que decir que no sabía siquiera que existiera. Aquello me insufló coraje: dado que nadie se había tomado el trabajo de explicarme ninguna regla, ni siquiera de mencionármelas, no podían extrañarse de que no me atuviera a ellas.
Pero también me asustaba todo lo demás; en el fondo estaba convencida de que Giordano y Charlotte tenían razón: seguro que haría un ridículo espantoso en el papel de Penelope Gray y todo el mundo se daría cuenta de que allí había algo que no encajaba, Por un momento se me olvidó incluso el nombre del lugar de Derbyshire de donde procedía. Algo con B. O con P. O con D. O…
—¿Te has aprendido de memoria la lista de invitados?
Mister Whitman, a mi lado, tampoco contribuía a tranquilizarme.
¿Por qué demonios tenía que aprenderme la lista de invitados de memoria?
El profesor respondió a mi gesto de negación con un ligero suspiro.
—Yo tampoco me los sé de memoria —dijo Gideon, que estaba sentado frente a mí en la limusina—. Una fiesta pierde toda la gracia cuando ya sabes por adelantado con quién te vas a encontrar.
Me hubiera gustado saber si estaba tan nervioso como yo. Si le sudaban las manos y su corazón palpitaba tan rápido como el mío. ¿O había viajado tantas veces al siglo XVIII que aquello ya se había convertido en algo rutinario para él?
—Te estás haciendo sangre en el labio —me dijo.
—Es que estoy un poco… Nerviosa.
—Se nota. ¿Te ayudaría que te diera la mano?
Sacudí la cabeza con vehemencia.
«¡No, eso lo empeoraría, idiota! ¡Aparte de que cada vez entiendo menos tu forma de comportarte conmigo! ¡Por no hablar de nuestra relación en general! ¡Y, además, mister Whitman ya está mirando con cara de ardilla sabelotodo!» Estuve a punto de lanzar un gemido. ¿No me sentiría mejor si soltaba en voz alta algunas de esas exclamaciones? Reflexioné un momento, pero al final lo dejé correr.
Por fin habíamos llegado. Cuando Gideon me ayudó a bajar del coche ante la iglesia (con un vestido como el que llevaba, para ese tipo de maniobras necesitabas que te echaran una mano o incluso dos), me fijé en que esta vez no llevaba ninguna espada. ¡Vaya insensate!
Algunos transeúntes nos miraron intrigados, y mister Whitman mantuvo el portal de la iglesia para que pasáramos.
—¡Un poco más rápido, por favor! —dijo—. No nos interesa llamar demasiado la atención.
Sí, claro, no llamaba demasiado la atención que dos limusinas negras aparcaran en pleno día en North Audley Street y unos hombres trajeados sacaran el Arca de la Alianza del maletero y la llevaran por la acera hasta la iglesia. Aunque de lejos el arca también podía pasar por un féretro pequeño… Se me puso la carne de gallina.
—Espero que al menos te hayas acordado de traer la pistola —le susurré a Gideon.
—Te has hecho una curiosa idea de esta soirée —replicó él sin inmutarse, y me colocó el chal sobre los hombros—. Y ahora que lo pienso, ¿alguien ha revisado el contenido de tu bolso? Espero que no te suene el móvil en mitad de una actuación.
Se me escapó una risita al pensarlo, porque el tono de mi móvil en aquel momento era el croar de una rana.
—Aparte de ti, allí no hay nadie que pueda llamarme —dije.
—Y yo ni siquiera tengo tu número. De todos modos, ¿te importa que eche un vistazo a tu bolso?
—Se llama «ridículo» —contesté, y le pasé el bolso encogiéndome de hombros.
—Sales de olor, pañuelo, perfume, polvos… ejemplar —dijo Gideon—. Como corresponde a una dama. Ven.
Me devolvió el ridículo, me cogió de la mano y me condujo al portal de la iglesia, que mister Whitman cerró con llave en cuanto entramos.
Una vez dentro, Gideon olvidó soltarme la mano, lo que de hecho resultó muy oportuno, porque de otro modo en el último instante me habría entrado el pánico y habría salido corriendo.
En el espacio libre ante el altar, Falk de Villiers y mister Marley, bajo la mirada escéptica del párroco (ya vestido para la misa), estaban sacando el cronógrafo del Arca de la Ali… quiero decir, del arca.
El doctor White cruzó el recinto caminando a grandes zancadas y dijo:
—Desde la cuarta columna, once pasos a la izquierda así iréis sobre seguro.
—No sé si puedo garantizar que a las seis y media la iglesia esté vacía —dijo el párroco nervioso—. Al organista le gusta quedarse un rato más, y hay algunos miembros de la comunidad que a veces se quedan charlando en la puerta, y me es difícil…
—No se preocupe —le interrumpió Falk de Villiers. Ahora el cronógrafo estaba sobre el altar. La luz del sol de la tarde entraba a través de las vidrieras de colores de la iglesia y hacía que las piedras preciosas parecieran enormes—. Nosotros estaremos aquí y le ayudaremos a librarse de sus ovejas después del servicio. —Miró hacia nosotros—. ¿Estáis listos?
Por fin Gideon me soltó la mano.
—Yo saltaré primero —dijo.
El párroco se quedó con la boca abierta cuando vio cómo Gideon desaparecía sin más en un torbellino de luz resplandeciente.
—Gwendolyn —mientras me cogía la mano y me colgaba el dedo en el cronógrafo, Falk me dirigió una sonrisa de ánimo—. Volveremos a vernos exactamente dentro de cuatro horas.
—Eso espero —murmuré, y entonces la aguja penetró en mi carne, una luz roja invadió la habitación y cerré los ojos.
Cuando los volví a abrir, me tambaleé un poco y alguien me sujetó por el hombro.
—Todo va bien —susurró la voz de Gideon en mi oído.
No se podía ver gran cosa. Una única vela iluminaba el presbiterio, y el resto de la iglesia estaba sumergido en una oscuridad fantasmal.
—Bienvenue —dijo una voz ronca en mitad de la oscuridad, y, aunque había contado con ello, me estremecí instintivamente.
Una silueta se destacó de la sombra de una columna, y a la luz de la vela reconocí el rostro pálido de Rakoczy, el amigo del conde. Como en nuestro primer encuentro, me recordó a un vampiro; sus ojos oscuros no tenían ningún brillo, y con esa luz mortecina de nuevo tuve la sensación de que eran solo unos siniestros agujeros negros.
—Monsieur Rakoczy —dijo Gideon en francés, y se inclinó cortésmente—. Me alegro de veros. Creo que ya conocéis a mi acompañante.
—Cierto. Mademoiselle Gray, por esta noche. Es un placer.
Rakoczy hizo una reverencia.
—Ah, très… —murmuré—. El gusto es mío —dije luego pasándome al inglés. Nunca se sabía qué se podía soltar así de sopetón en una lengua extranjera, sobre todo cuando, como en mi caso, se estaba en pie de guerra con ella.
—Mis hombres y yo os acompañaremos a casa de lord Brompton —dijo Rakoczy.
No se veía a sus hombres por ninguna parte, lo que resultaba bastante tétrico, pero pude oírles respirar y moverse en la oscuridad mientras atravesábamos, detrás de Rakoczy, la nave de la iglesia para dirigirnos al portal. Tampoco fuera, en la calle, pude distinguir a nadie, aunque miré varias veces alrededor. Hacía frío y llovía, y si había farolas, esa noche, en esa calle, estaba todas averiadas. Estaba tan oscuro que ni siquiera podía distinguir bien la cara de Gideon, que estaba a mi lado, y en torno a nosotros las sombras parecían cobrar vida, respirar y tintinear suavemente. Me aferré con fuerza a la mano de Gideon. ¡Más valía que no se le ocurriera soltarme ahora!
—Todos son de los míos —susurró Rakoczy—. Hombres experimentados en el combate de los kurucz. También nos encargaremos de garantizar vuestra seguridad a la vuelta.
Qué tranquilizador.
La casa de lord Brompton no se encontraba muy lejos, y a medida que nos acercábamos, el entorno se iba haciendo menos sombrío. Cuando finalmente llegamos a la mansión de Wigmore Street, vimos que el edificio estaba brillantemente iluminado y tenía un aspecto realmente acogedor. Los hombres de Rakoczy se quedaron atrás, ocultos entre las sombras, y él nos acompañó hasta la casa, en cuyo gran vestíbulo de entrada, desde donde una pomposa escalera con barandillas arqueadas conducía al primer piso, nos estaba esperando lord Brompton en persona. El lord seguía estando tan gordo como lo recordaba, y a la luz de todas esas velas su cara tenía un brillo grasiento.
A expectación del lord y cuatro lacayos, que aguardaban en una ordenada fila junto a la puerta a que les dieran nuevas instrucciones, el vestíbulo estaba vacío. De la reunión anunciada no se veía ni rastro, aunque pude escuchar un vago rumor de voces y el sonido amortiguado de una melodía.
Después de que Rakoczy se retirara con una reverencia, comprendí por qué lord Brompton nos había recibido personalmente en la entrada antes de que nadie nos viera. El hombre nos aseguró que nuestra visita le complacía extraordinariamente y que había disfrutado muchísimo con nuestro primer encuentro, pero también nos dijo que—ejem, ejem—tal vez sería conveniente que no mencionáramos el referido encuentro ante su mujer.
—Solo para evitar malentendidos —dijo, y al hacerlo no dejó de parpadear como si se le hubiera metido algo en el ojo y me besó la mano al menos tres veces—. El conde me ha asegurado que procedéis de una de las mejores familias de Inglaterra; espero que perdonéis mi descaro en nuestra divertida conversación sobre el siglo XXI y mi absurda idea de que podíais ser actores.
Volvió a parpadear nerviosamente.
—Seguro que también fue culpa nuestra —respondió Gideon quitándole importancia—. De hecho, el conde lo hizo todo para confundiros y guiaros por ese camino. Y ahora, entre nosotros, ¿no os parece que el anciano caballero es un hombre realmente singular? Mi hermana adoptiva y yo ya estamos acostumbrados a sus bromas, pero cuando no se le conoce tan bien, su conversación a menudo resulta un poco chocante. —Me cogió el chal y se lo tendió a un lacayo—. En fin, dejemos eso. Hemos oído que vuestro salón dispone de un magnífico pianoforte y una maravillosa acústica. En cualquier caso, nos ha alegrado mucho la invitación de lady Brompton.
Lord Brompton se perdió unos segundos en la contemplación de mi escote y luego dijo:
—Oh, para ella también será un gran placer conoceros. Venid, el resto de los invitados ya han llegado. —Me tendió el brazo—. ¿Miss Gray?
—Mylord.
Lancé una mirada a Gideon, que me dirigió una sonrisa de ánimo y nos siguió hacia el salón, al que se accedía directamente desde el vestíbulo por una puerta arqueada de doble batiente.
La palabra «salón» me había sugerido la idea de una especia de sala de estar, pero el recinto en el que entramos casi podía compararse con nuestra sala de baile. En una gran chimenea en una de las paredes más largas ardía un fuego, y ante las ventanas con pesados cortinajes vi que habían colocado una espineta. Mi mirada se deslizó luego por las elegantes mesitas con patas salientes, los sofás tapizados de colores vivos y las sillas con brazos dorados. Todo el espacio estaba iluminado con cientos de velas, distribuidas por toda la habitación, que proporcionaban al recinto un brillo mágico, y el efecto era tan magnífico que por un momento me quedé muda de admiración. Por desgracia, las velas iluminaban además a un montón de personas desconocidas, y eso hizo que sintiera que, en medio del asombro (recordando las recomendaciones de Gideon habría apretado firmemente los labios para que no se me quedara la boca abierta por descuido), volvía a surgir el miedo. ¿Se suponía que eso era una pequeña reunión íntima?
¿Cómo sería el baile entonces?
No tuve tiempo de hacerme una idea más precisa del lugar donde me encontraba porque Gideon ya me arrastraba implacablemente hacia la multitud. Un montón de pares de ojos nos examinaron con curiosidad, y un instante después una mujer pequeña y gordita, que resultó ser lady Brompton, se dirigió apresuradamente hacia nosotros.
La señora de la casa llevaba un vestido con ornamentos de terciopelo marrón claro, y su cabello estaba oculto por una voluminosa peluca que, en medio de todas esas velas, parecía peligrosamente inflamable. Nuestra anfitriona tenía una sonrisa simpática y nos saludó con cordialidad.
Automáticamente yo me incliné haciendo una reverencia, mientras Gideon aprovechaba la oportunidad para dejarme sola —o se dejaba arrastrar por lord Brompton, lo que viene a ser lo mismo—. Y antes de que tuviera tiempo para decidir si tenía que enfadarme por aquello, lady Brompton ya me había enzarzado en una conversación sobre mi persona. Afortunadamente, volví a recordar el momento oportuno el nombre del lugar en donde yo —o Penelope Gray— vivía, y animada por su entusiasmada señal de asentimiento, aseguré a lady Brompton que, si bien era un sitio muy pacífico y tranquilo muy pocas distracciones, y en ese sentido estaba convencida de que iba a disfrutar enormemente de mi estancia en Londres.
—Seguro que dejaréis de pensar eso cuando Genoveva Fairfax vuelva a ofrecernos su repertorio completo al pianoforte. —Una mujer con un vestido amarillo prímula se acercó a nosotras—. Al contrario, estoy bastante segura de que entonces echaréis de menos las distracciones de la vida del campo.
—¡Chissst! ¡Eso es muy poco educado, Georgina! —exclamó lady Brompton, pero al hacerlo rió entre dientes.
Mientras me miraba radiante, con aire conspirativo, de pronto me di cuenta de que en realidad era bastante joven. ¿Cómo podía haberse casado con ese viejo saco de grasa?
—¡Tal vez sea poco educado, pero es cierto!
La mujer de amarillo (¡Incluso a la luz de la velas, un color tan poco favorecedor!) me comunicó, bajando la voz, que su marido se había dormido en la última soirée y hacía empezado a roncar ruidosamente.
—Eso no pasará hoy —me aseguró lady Brompton—. Esta noche tenemos aquí al fascinante y misterioso conde de Saint Germain, que luego nos solazará con su violín. Y Lavinia espera con ansia a que llegue el momento de cantar para nosotros a dúo con nuestro mister Merchant.
—Pero para eso tendrás que suministrarle ante una buena ración de vino —dijo la dama de amarillo dirigiéndome una gran sonrisa y enseñando los dientes sin ningún problema al hacerlo.
Automáticamente le devolví la sonrisa del mismo modo. ¡Ajá, lo sabía!
¡Giordano no era más que un lamentable fanfarrón! La verdad es que esa gente era mucho más relajada de lo que había imaginado.
—Es pura cuestión de equilibrio —suspiró lady Brompton, y su peluca tembló un poco—. Demasiado poco vino y no cantará, demasiado vino y se pondrá a cantar canciones indecentes de taberna. ¿Conocéis al conde de Saint Germain, querida?
Inmediatamente volví a ponerme seria y miré instintivamente alrededor.
—Hace unos días nos presentaron, sí —dije, y traté de dominar el castañeo de mis dientes—. Mi hermano adoptivo… le conoce.
Mi mirada se detuvo en Gideon, que estaba cerca de la chimenea y en ese momento hablaba con una esbelta joven que llevaba un fabuloso vestido verde. Daba la sensación de que se conocían desde hacía tiempo. También ella reía de modo que se le podían ver los dientes. Y eran unos dientes bonitos, y no unos raigones medio podridos, como Giordano había querido hacerme creer.
—¿No os parece que el conde es sencillamente increíble? Podría escuchar sus relatos durante horas —dijo la dama de amarillo, después de haberme explicado que era la prima de lady Brompton—. ¡Sobre todo me encantan sus historias de Francia!
—Sí, las picantes —respondió lady Brompton—. Pero, naturalmente, esas historias no están hechas para los inocentes oídos de una debutante.
Paseé la mirada por la habitación buscando al conde de Saint Germain y lo descubrí sentado en un rincón, hablando con otros dos hombres. Desde lejos, tenía un aspecto elegante e intemporal. Y entonces, como si hubiera percibido mi mirada, el conde apuntó hacía mí sus ojos oscuros. Aunque iba vestido de una forma parecida a los demás hombres que había en la sala —llevaba peluca y una levita, unos pantalones de media pierna bastantes sosos y unos curiosos zapatos con hebillas—, al contrario que los otros, no producía la sensación de haber salido directamente de una película de época, y en ese momento por primera vez fui consciente de dónde había aterrizado en realidad.
Sus labios se fruncieron en una sonrisa, y yo incliné cortésmente la cabeza mientras sentía cómo se me ponía la carne de gallina. Tuve que hacer un esfuerzo para reprimir el acto reflejo de llevarme la mano a la garganta.
Sería mejor que no le diera ideas.
—Por cierto, querida, vuestro hermano adoptivo es un joven muy bien parecido —dijo lady Brompton.
Aparté la mirada del conde de Saint Germain y volví a mirar a Gideon.
—Es cierto. Es muy… bien parecido. —La dama de verde parecía coincidir conmigo. En ese momento se estaba arreglando el pañuelo del cuello con una sonrisa coqueta. Seguramente Giordano me habría matado si yo habría hecho algo parecido—. ¿Quién es la dama con la que está tonte… hum… con la que habla?
—Lavinia Rutland. La viuda más hermosa de Londres.
—Pero no la compadezcáis, por favor —soltó la prima—. Ya hace mucho que se deja consolar por el duque de Lancashire, para desagrado de la duquesa, y paralelamente ha desarrollado una especial afición por los políticos ambiciosos. ¿Le interesa la política a vuestro hermano?
—Creo que eso carece de importancia ahora —dijo lady Brompton—. Lavinia se comporta como si acabara de recibir un regalo y se dispusiera a desenvolverlo. —De nuevo examinó a Gideon de arriba abajo—. Vaya, los rumores hablaban de una constitución débil y carnes fofas. Me alegro enormemente de que sean falsos. —De pronto una expresión horrorizada apareció en su cara—. ¡Oh, pero si no tenéis nada de beber!
La prima de lady Brompton miró alrededor y dio un empujoncito a un joven que estaba cerca.
—¿Mister Merchant? ¿Por qué no hacéis algo de provecho y nos traéis unos vasos del ponche especial de lady Brompton? Y traed también uno para vos. Nos gustaría oíros cantar esta noche.
—Por cierto, mister Merchant, esta es la encantadora miss Penelope Gray, la pupila del vizconde de Batten —dijo lady Brompton—. Os haría una presentación más completa, pero ella carece de patrimonio y vos sois un cazador de fortunas de modo que en esta ocasión no vale la pena que ceda a mi pasión por el alcahueteo.
Mister Merchant, que era un palmo más bajo que yo —de hecho, podía decirse lo mismo de muchas de las personas que se encontraban en la sala—, no pareció particularmente ofendido. Se inclinó en una elegante reverencia y dijo, dirigiendo una mirada intensa a mi escote:
—Eso significa que éste ciego a los atractivos de una joven dama tan encantadora como miss Gray.
—Me alegro por vos —dije un poco desconcertada, lo que hizo que lady Brompton y su prima estallaran en una sonora carcajada.
—¡Oh, no, lord Brompton y miss Fairfax se acercan al pianoforme! —exclamó mister Merchant, y puso los ojos en blanco—. Me temo lo peor.
—¡Rápido! ¡Nuestras bebidas! —ordenó lady Brompton—. Nadie puede soportar algo así estando sobrio.
El ponche, al que primero solo di unos sorbitos tímidos, estaba delicioso.
Sabía mucho a fruta, con un poco de canela y alguna cosa más. Al probarlo noté un agradable calorcito en el estómago, y por un momento me sentí totalmente relajada y empecé a disfrutar de es a habitación soberbiamente iluminada con todas esas personas bien vestidas. Pero entonces mister Merchant me puso la mano en el escote desde atrás y estuve a punto de tirar el ponche.
—Una de las encantadoras rositas se había salido de su sitio —afirmó mientras me dirigía una sonrisa bastante atrevida.
Le miré indecisa. Giordano no me había preparado para ese tipo de situaciones, de modo que tampoco sabía qué preveía la etiqueta para el caso de sobones del rococó. Miré hacía Gideon en busca de ayuda, pero estaba tan concentrado en la conversación con la joven viuda que no se enteró de nada. Si hubiéramos estado en mi siglo, le habría dicho a mister Merchant que hiciera el favor de mantener sus sucias patas alejadas de mí, o sería otra cosa la que se saldría de su sitio en lugar de la rosita; pero en las actuales circunstancias esa reacción me parecía un poco… descortés. De modo que le sonreí y dije:
—Oh, muchas gracias, muy amable. No me había dado cuenta.
Mister Merchant se inclinó.
—Siempre a vuestro servicio, madame.
Increíble lo descarado que era ese tipo, pero en una época en que las mujeres no tenían derecho a voto no había que extrañarse de que no fueran demasiado respetuosos con ellas.
El rumor de conversaciones y risas se fue apagando poco a poco mientras miss Fairfax, un personaje de nariz fina con un vestido verde junco, se acercaba al pianoforte, se sentaba, se arreglaba la falda y colocaba las manos sobre las teclas. No podía decirse que la mujer tocara mal. Lo único que molestaba un poco era su forma de cantar. Tenía una voz increíblemente… alta. Si hubiera sido solo un poquito más alta, se habría podido tomar un silbato para perros.
—Refrescante, ¿no es verdad?
Mister Merchant se encargó de rellenarme el vaso, y para mi sorpresa (y de algún modo también para mi alivio) toqueteó igualmente con todo descaro los pechos de lady Brompton con la excusa de que tenía un cabello enganchado. Lady Brompton no pareció preocuparse demasiado por eso; simplemente dijo que era un libertino y le dio un golpecito en los dedos con el abanico. (¡Ajá, para eso estaban en realidad los abanicos!) Luego ella y su prima se sentaron en un sofá azul con un motivo floral que se hallaba cerca de la ventana y me instalaron a mí en medio.
—Aquí estaréis protegida de los dedos pegajosos —dijo lady Brompton, y me palmeó maternalmente la rodilla—. Ahora solo están en peligro vuestros oídos.
—¡Bebed! —me aconsejó su prima en voz baja—. ¡Lo necesitaréis! Miss Fairfax no ha hecho más que empezar.
El sofá me pareció desacostumbradamente duro, y el respaldo estaba tan inclinado hacia atrás que no podía apoyarme si no quería hundirme en sus profundidades con todas mis faldas. Estaba claro que en el siglo XVIII los sofás no se construían para que uno pudiera apoltronarse en ellos.
—No sé. No estoy acostumbrada a beber —dije vacilando.
Mi única experiencia con el alcohol se remontaba a dos años atrás. Había sido en una fiesta del pijama en casa de Cynthia. Una fiesta de lo más inocente. Sin chicos, pero con patatas fritas y DVD de High School Musical.
Y con una ensaladera llena de helado de vainilla, zumo de naranja y vodka… Lo malo del vodka era que, con todo ese helado de vainilla, no se notaba nada, y como pudimos comprobar, aquel brebaje producía efectos diferentes dependiendo de la persona. Mientras que Cynthia, después de tres vasos, había abierto la ventana de par en par y había empezado a bramar «¡Zac Efron, te amo!» a todo Chelsea, Leslie se había inclinado sobre la taza del váter y se había puesto a vomitar, Peggy se había declarado a Sara («Edes tan uapa, gásate gonmigo»), y a Sara, sin saber por qué, le había dado un ataque de llorera. En mi caso aún había sido peor: me había puesto a saltar sobre la cama de Cynthia mientras cantaba a pleno pulmón como un disco rayado «Breaking Free», y cuando el padre de Cynthia entró en la habitación, le coloqué el cepillo del pelo de su hija ante la boca como si fuera un micro y grité: «¡Canta conmigo, calvete! Venga, mueve las caderas»; aunque al día siguiente no podía explicarme de ninguna manera cómo había sido capaz de algo así.
Después de esta historia más bien penosa, Leslie y yo habíamos decidido mantenernos alejadas del alcohol (y durante unos meses también del padre de Cynthia), y desde entonces habíamos cumplido nuestra promesa. A pesar de que a veces era un poco raro verse como la única persona sobria entre un montón de borrachines. Como, por ejemplo ahora.
Desde el otro extremo de la habitación percibí la mirada del conde de Saint Germain posada en mí y sentí un desagradable cosquilleo en la nuca.
—Se dice que conoce el arte de leer el pensamiento —susurró lady Brompton a mi lado, y en ese momento decidí olvidarme de mi promesa provisionalmente. Solo por esa noche. Y solo un par de tragos. Para olvidar mi miedo al conde de Saint Germain. Y a todos los demás.
El ponche especial de lady Brompton producía efecto con una rapidez pasmosa, y no solo en mi caso. Después del segundo vaso, todos empezaron a encontrar el canto mucho menos espantoso que al principio, y después del tercero empezaron a acompañar el ritmo con el pie y yo llegué a la conclusión de que nunca había asistido a una fiesta tan simpática. La gente era mucho más agradable y animada de lo que había esperado. Y la iluminación era realmente grandiosa. ¿Por qué no me había fijado hasta ese momento en que esos cientos de velas hacían que la tez de todo el mundo en la habitación pareciera recubierta de una pátina de oro? Incluido el conde, que me dirigía una sonrisa de vez en cuando desde el otro extremo de la habitación.
El cuarto vaso hizo callar definitivamente la voz interior que me prevenía: «¡Mantente alerta! ¡No te fíes de nadie!». Solo el hecho de que en apariencia Gideon no tuviera ojos más que para la mujer del vestido verde enturbiaba mi sensación de bienestar.
—Creo que nuestros oídos ya están bastante entrenados —soltó finalmente lady Brompton, y a continuación se levantó aplaudiendo y se dirigió hacia la espineta—. Mi querida, queridísima miss Fairfax. Una ejecución absolutamente exquisita, como siempre—dijo mientras besaba en las dos mejillas a miss Fairfax y la empujaba a la silla más próxima—. Pero ahora invito a todos los presentes a que dediquen un cordial aplauso a mister Merchant y a lady Lavinia; no, no, nada de peros, sabemos muy bien que habéis practicado juntos en secreto.
A mi lado, la prima de lady Brompton chilló como una fan enloquecida de un grupo para adolescentes cuando el sobón se sentó ante la espineta y arrancó con un brioso arpegio. La hermosa lady Lavinia obsequió a Gideon con una sonrisa radiante y se adelantó hacia el instrumento haciendo crujir su falda verde. Entonces pude darme cuenta de que no era tan joven como había supuesto. ¡Pero cantaba genial! Como Anna Netrebko, a la que habíamos oído hacia dos años en la Royal Opera Hause, en Covent Garden. Bueno, vale, tal vez no fuera tan genial como la Netrebko, pero en todo caso era una delicia oírla, Siempre que una fuera aficionada a la arias de ópera italianas pomposas, gracias al ponche, sí. Y por lo que se veía, las arias de ópera italianas eran el no va más en el siglo XVIII. La gente en la sala parecía realmente eufórica. Solo la pobre voz de pito, quiero decir miss Fairfax, ponía cara de disgusto.
—¿Puedo secuestrarte un momento? —Gideon se había acercado por detrás al sofá y me miraba sonriendo desde arriba. Claro, ahora la dama de verde estaba ocupada con otra cosa, se acordaba de mí—. Al conde le gustaría que le acompañaras un rato.
Oh, vaya. La cosa se ponía seria. Inspiré profundamente, cogí mi vaso y con un gesto decidido vacié el contenido en mi garganta. Cuando me levanté, sentí una agradable sensación de vértigo. Gideon me cogió el vaso vació de la mano y lo dejó en una de esas mesas pequeñas que tenían unas patitas tan monas.
—¿Llevaba alcohol eso? —susurró.
—No, solo era ponche —repliqué susurrando también. Ups, el suelo parecía un poco irregular—. Por principio nunca bebo alcohol, ¿sabes? Es una de mis reglas de oro. Uno también puede divertirse sin alcohol.
Gideon levantó una ceja y me ofreció el brazo.
—Me alegro de que te diviertas tanto.
—Sí, el sentimiento es recíproco, ¿sabes? —le aseguré. Uf, antes no me había fijado, pero realmente esos suelos del siglo XVIII no eran muy firmes—. Quiero decir que es un poco mayor para ti, pero no tiene por qué ser un obstáculo. Ni tampoco que tenga algo con el duque de Dondesea. No, hablando en serio, es una fiesta fantástica. La gente aquí es mucho más simpática de lo que había pensado. Son tan sociables y directos… —Miré hacia el músico sobón y la copia de la Netrebko—. Y… es evidente que les gusta mucho cantar. Muy simpáticos. A una le vienen ganas de levantarse de un salto y ponerse a cantar también.
—Ni se te ocurra —susurró Gideon mientras me guiaba hacia el sofá donde estaba sentado el conde de Saint Germain.
Cuando nos vio acercarnos, el conde se levantó con una agilidad que parecía propia de un hombre mucho más joven, y sus labios se fruncieron en una sonrisa expectante.
«Muy bien —pensé, y levanté el mentón—. Hagamos como si no supiera, gracias a Google, que no es en absoluto un conde de verdad. Hagamos como si realmente tuvieras un condado y no fueras un impostor de dudoso origen. Hagamos como si no hubieras tratado de estrangular la última vez. Y hagamos como si no hubiera bebido ni una sola gota de alcohol». Solté a Gideon, sujeté la pesada seda roja, extendí mis faldas y me incliné en una profunda reverencia de la que no emergí hasta que el conde me tendió su mano cargada de anillos y joyas.
—Mi querida niña —dijo, y un brillo divertido asomó a sus ojos color chocolate mientras me daba unas palmaditas en la mano—. Admiro tu elegancia. Después de cuatro vasos del ponche especial de lady Brompton otros ni siquiera pueden balbucear su nombre.
Oh, los había contado. Bajé la mirada, consciente de mi culpa. En realidad habían sido cinco. ¡Pero habían valido mucho la pena! En todo caso, no añoraba en absoluto mis paralizadores miedos de antes. Y tampoco echaba en falta mis complejos de inferioridad. No, me gustaba mi yo borracho.
Aunque me sentía un poco insegura sobre mis piernas.
—Merci pour le compliment —murmuré.
—¡Delicioso! —dijo el conde—. Lo siento. Debería haber estado más atento —dijo Gideon.
El conde rió suavemente.
—Mi querido muchacho, tú estabas ocupado con otras cosas. Y antes que nada estamos aquí para divertirnos, ¿no es cierto? Sobre todo teniendo en cuenta que lord Alastair, a quien quería presentar sin falta a esta encantadora joven dama, aún no ha aparecido. Aunque me han informado de que ya está en camino.
—¿Solo? —preguntó Gideon.
El conde sonrió.
—Eso no tiene ninguna importancia.
La Anna Netrebko de segunda y el sobón acabaron su aria con un furioso último acorde, y el conde me soltó la mano para aplaudir.
—¿No es fabulosa? Tiene verdadero talento, y es muy hermosa además.
—Sí —dije yo en voz baja, y también aplaudí, procurando que no quedara como «bravo, bravo, hoy hay pastel de chocolate»—. Tiene su mérito hacer vibrar así a las arañas.
El acto de aplaudir afectó a mi delicado estado de equilibrio y me tambaleé ligeramente.
Gideon me sujetó.
—Esto es alucinante —dijo enfadado, con los labios pegados a mi oreja—¡No hace ni dos horas que estamos aquí y ya estás como una coba! ¿Qué demonios crees que estás haciendo?
—Has dicho «alucinante», me chivaré a Giordano —reí entre dientes; de todos modos, en medio de aquel alboroto nadie podía oírnos—. Además, ahora ya no es momento para sermones. Te has despertado tarde —me interrumpió un hipido—. Hip. Perdón —miré alrededor—. Y los otros aún están más borrachos que yo, de manera que no me vengas con remilgos, por favor. Lo tengo todo bajo control. Puedes soltarme tranquilamente, me mantendré firme como una roca en medio de la tempestad.
—Gwendolyn, te lo advierto… —susurró Gideon, pero luego me soltó.
Para mayor seguridad, abrí un poco las piernas. Bajo la ancha falda nadie podía verlo.
El conde nos había observado con aire divertido. Su cara solo reflejaba una especia de orgullo paternal. Le dirigí una mirada furtiva y me obsequió con una cálida sonrisa que me llegó al alma. ¿Por qué demonios me había inspirado tanto miedo antes? Tuve que hacer un gran esfuerzo para recordar lo que Lucas me había explicado: que ese hombre le había cortado la garganta a uno de sus propios antepasados… Lady Brompton había vuelto a adelantarse corriendo y felicitaba a mister Merchant y a lady Lavinia por su actuación. Luego —antes de que miss Fairfax pudiera levantarse de nuevo—, pidió un fuerte aplauso para el invitado de honor de la soireé, un hombre cuya figura estaba envuelta en el misterio, el famoso y mue viajado conde de Saint Germain.
—Me ha prometido que hoy nos tocaría algo con su violín —dijo lord Brompton se acercó tan rápido como se lo permitía su voluminosa panza con un estuche de violín.
El público, cargado de ponche, bramó de entusiasmo. Era una fiesta superguay.
El conde sonrió mientras sacaba el violín del estuche y empezaba a afinarlo.
—Nunca me atrevería a defraudarlos, lady Brompton —dijo con tono amable—, pero mis viejos dedos ya no son tan hábiles como en otro tiempo, cuando interpretaba dúos en la corte francesa con el tristemente famoso Giacomo Casanova… y la gota me atormenta un poco estos días.
Un rumor de suspiros se elevó de entre el público.
—… y por eso esta noche quisiera ceder el violín a mi joven amigo —continuó el conde señalando a Gideon.
Gideon parecía un poco asustado por la invitación, y al principio sacudió la cabeza; pero cuando el conde levantó sus cejas y dijo «¡Por favor!», cogió el instrumento y el arco que le tendían esbozando una reverencia y se dirigió hacia la espineta.
El conde me cogió la mano.
—Y ahora nosotros dos nos sentaremos en el sofá y disfrutaremos del concierto, ¿de acuerdo? Oh, no hay motivo para temblar. Siéntate, querida.
Tú no lo sabes, pero desde ayer por la tarde tú y yo somos grandes amigos.
Tuvimos una conversación muy, muy íntima y pudimos aparcar todas nuestras diferencias.
¿¡Qué!?
—¿Ayer por la tarde? —repetí.
—Desde mi punto de vista —dijo el conde—. Para ti, este encuentro aún se sitúa en el futuro —rió—. Como puedes ver, lo tengo bastante complicado.
Le miré perpleja. Pero en ese momento Gideon empezó a tocar y olvidé completamente lo que quería preguntar. ¡Oh, Dios mío! Tal vez tuviera que ver con el ponche, pero ¡uau!, eso del violín era realmente sexy. Ya solo el modo en que lo sujetaba y se lo colocaba bajo la barbilla… No hacía falta que hiciera nada más para dejarme totalmente embobada. Sus largas pestañas proyectaron sombras sobre sus mejillas, y el cabello le cayó sobre la cara cuando colocó el arco en posición y rozó las cuerdas con él. Las primeras notas que llenaron el espacio fueron tan dulces y delicadas que casi quedé sin aliento, y de pronto me vinieron ganas de llorar. Hasta ese momento los violines habían estado bastante abajo en mi lista de instrumentos favoritos —de hecho, solo me gustaban en las películas, para subrayar momentos especiales—; pero eso era sencilla e increíblemente bello, y no me refiero solo a la agridulce melodía, sino también al joven que la arrancaba del instrumento. Todos en la sala escuchaban conteniendo la respiración, y Gideon tocaba con una concentración absoluta, como si no hubiera nadie más allí.
No me di cuenta de que estaba llorando hasta que el conde me tocó delicadamente en la mejilla con el dedo para atrapar una lágrima. Me estremecí sobresaltada.
El me sonrió desde arriba y sus ojos castaño oscuro brillaron cálidamente.
—No tienes que avergonzarte por eso —dijo en voz baja—. Me habrías decepcionado mucho si hubieras reaccionado de otra manera.
Me quedé estupefacta al darme cuenta de que le había devuelto la sonrisa.
(¿Cómo era posible? ¡Ese hombre había tratado de asfixiarme!)
—¿Qué melodía es esta? —pregunté.
El conde se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que aún está por componer.
Cuando Gideon acabó de tocar, toda la sala estalló en aplausos. Él se inclinó sonriendo y se liberó de un bis, pero no del abrazo de la hermosa lady Lavinia. La mujer se le colgó del brazo y no tuvo más remedio que arrastrarla hacia nuestro sofá.
—¿No ha estado magnífico? —exclamó lady Lavinia—. Aunque cuando he visto estas manos, he sabido al instante que eran capaces de hacer cosas extraordinarias.
—Apuesto que sí —murmuré yo.
Me habría encantado levantarme del sofá, aunque solo fuera para que lady Lavinia no pudiera mirarme desde arriba, pero no lo logré. El alcohol había dejado fuera de combate mis músculos abdominales.
—Un maravilloso instrumento, marquis —dijo Gideon al conde mientras le tendía el violín.
—Un Stradivarius. Construido especialmente para mí por el maestro —replicó el conde con aire soñador—. Me gustaría que te lo quedaras, muchacho.
Diría que esta noche es el momento adecuado para un traspaso solemne.
Gideon se sonrojó ligeramente. De alegría, imaginé.
—Yo… no puedo… —miró al conde a los ojos, y luego bajó la mirada y añadió—: Es un gran honor para mí, marquis.
—El honor es mío —replicó el conde muy serio.
—Vaya por Dios —murmuré. Por lo visto esos dos se apreciaban de verdad.
—¿Sois tan musical como vuestro hermano adoptivo, miss Gray? —preguntó lady Lavinia.
«No, supongo que no. Pero, de todos modos, seguro que soy tan musical como tú», pensé.
—Solo me gusta cantar —respondí.
Gideon me dirigió una mirada de advertencia.
—¡Cantar! —exclamó lady Lavinia—. Como nuestra querida miss Fairfax y como yo.
—No —dije en todo decidido—. Yo no llego tan alto como miss Fairfax. —Al fin y al cabo no era un murciélago— ni tengo vuestra capacidad pulmonar. Pero me gusta cantar.
—Creo que por esta noche ya hemos tenido bastante música —intervino Gideon.
Lady Lavinia puso cara de ofendida.
—Naturalmente, estaríamos encantados de que vos nos hicierais el honor de interpretar otra pieza —añadió Gideon rápidamente, y me dirigió una mirada sombría.
Pero yo estaba tan borracha que esta vez no me importó nada.
—Tú… has tocado maravillosamente —dije—. ¡Se me saltaban las lágrimas! De verdad.
Gideon sonrió irónicamente, como si hubiera hecho una broma, y guardó el Stradivarius en su estuche.
Lord Brompton llegó jadeando con dos vasos de ponche en las manos y le aseguró a Gideon que estaba absolutamente fascinado por su virtuosismo y que el pobre Alastair lamentaría muchísimo haberse perdido el que había sido, sin duda, el punto culminante de la velada.
—¿Creéis que Alastair encontrará esta noche el camino hacia aquí? —preguntó el conde un poco enojado.
—Estoy convencido —dijo lord Brompton, y me tendió uno de los vasos.
Tomé un buen trago. Madre mía, qué bueno estaba ese ponche. Bastaba con olerlo para que te sintieras preparada para agarrar un cepillo del pelo, saltar sobre una cama y cantar «Breaking Free» con o sin Zac Efron.
—Mylord, tenéis que convencer como sea a miss Gray para que nos ofrezca algo de su repertorio —dijo lady Lavinia—. Le gusta tanto cantar… Había un tonillo extraño en su voz que me puso alerta. De algún modo me recordaba a Charlotte. Aunque no se le parecía en nada, estaba convencida de que en algún lugar bajo ese vestido verde claro se ocultaba una Charlotte. El tipo de persona que siempre intenta resaltar tu propia mediocridad para que te des cuenta de lo absolutamente fabulosa y única que es ella. ¡Puaj!
—Muy bien —convine, e hice un nuevo intento de arrancarme del sofá. Esta vez funcionó. E incluso me mantuve de pie—. Pues cantaré.
—¿Cómo? —dijo Gideon, y sacudió la cabeza—. De ninguna manera. No es posible; me temo que el ponche…
—Miss Gray, a todos los aquí presentes nos proporcionaría un gran placer poder escucharos —afirmó lord Brompton gesticulando con tanta energía que su quíntuple papada se puso a temblar—. Y si el ponche es el responsable, tanto mejor para nosotros. Venid conmigo. Os presentaré.
Gideon me sujetó del brazo.
—No es una buena idea —dijo—. Lord Brompton, os lo ruego, mi hermana adoptiva nunca ha actuado en público…
—Para todo hay una primera vez —replicó lord Brompton, y me arrastró hacia adelante—. Además, aquí estamos entre amigos. ¡No seáis aguafiestas!
—Exacto. No seas aguafiestas —dije, y me sacudí su mano de encima—. ¿No tendrás un cepillo para el pelo? Es que canto mejor cuando tengo uno en la mano.
Gideon parecía un poco desesperado.
—De ninguna manera —me espetó, y nos siguió a lord Brompton y a mí hacia la espineta.
Detrás de nosotros oí que el conde reía bajito.
—Gwen… —susurró Gideon—, deja de hacer el tonto.
—Penelope —le corregí, y después de vaciar el vaso de ponche de un trago, se lo tendí—. ¿Qué te parece, les gustará «Over The Rainbow»? ¿O… —y aquí reí entre dientes— preferirán «Hallelujah»?
Gideon soltó un gemido.
—De verdad, no puedes hacer esto. ¡Vuelve conmigo al sillón!
—No, es demasiado moderno, ¿no te parece? Vamos a ver… Mentalmente repasé toda mi lista de éxitos mientras lord Brompton me presentaba con palabras pomposas. Mister Merchant, el sobón, se unió a nosotros.
—¿Necesita la dama un acompañamiento competente? —preguntó.
—No, la dama necesita… algo completamente distinto —dijo Gideon, y se dejó caer en el taburete de la espineta—. Por favor Gwen… —Mejor Pen—repliqué—. Ya sé qué voy a cantar «Don’t Cry For Me, Argentina». Conozco toda la letra, y de algún modo los musicales son intemporales, ¿no crees? Aunque tal vez no conozcan Argentina… —No querrías ponerte en ridículo ante toda esta gente, ¿verdad?
Era un enternecedor intento de inspirarme miedo, pero en esas circunstancias no podía funcionar.
—Escucha —le susurré en tono confidencial—, la gente no me importa nada.
En primer lugar ya hace doscientos años que están muertos, y en segundo, todos están superanimados y borrachos aparte de ti, naturalmente.
Gideon apoyó la frente en las manos gimiendo, y al hacerlo golpeó el teclado con el codo haciendo sonar una serie de notas en la espineta.
—¿Conoce… ejem… conocéis una canción llama «Memory»? ¿De Cats? —pregunté a mister Merchant.
—Oh… No. Lo lamento —dijo mister Merchant.
—No importa, cantaré a capella —dije confiada, y me volví hacia el público—. La canción se llama «Memory» y trata de… un gato con penas de amor; pero en el fondo también puede aplicarse a nosotros, las personas. En sentido amplio.
Gideon había vuelto a levantar la cabeza y me miraba con aire incrédulo.
—Por favor… —suplicó una vez más.
—Sencillamente no le hablaremos a nadie de esto —dije yo—. ¿De acuerdo?
Será nuestro secreto.
—Bien, adelante pues. ¡La fabulosa, única y bellísima miss Gray cantará ahora para nosotros! —exclamó lord Brompton—. ¡Por primera vez ante el público!
Debería haber estado nerviosa, porque todo el mundo había enmudecido y todas las miradas estaban clavadas en mí, pero el hecho es que no lo estaba. ¡Ese ponche era genial! Tenía que conseguir la receta como fuera.
¿Qué había dicho que iba a cantar?
Gideon tocó unas notas en la espineta y reconocí la melodía. «Memory».
Exacto, eso era. Sonreí a Gideon agradecida. Qué detalle por su parte acompañarme. Inspiré hondo. La primera nota era especialmente importante en esa canción. Si no sonaba clara y decidida, más valía dejarlo enseguida. Había que lanzar «Midnight» al aire con voz cristalina y sin embargo discreta.
Me quedé muy satisfecha porque me sonó como a Barbra Streinsand. «¿Not a sound from pavement, has the moon lost her memory? She is smiling alone». Vaya, vaya, por lo visto Gideon también sabía tocar el piano. Y nada mal, por cierto. Si no hubiera estado ya tan locamente enamorada de él, me habría enamorado en ese momento. Ni siquiera tenía que mirar las teclas, solo me miraba a mí. Y parecía un poco asombrado, como alguien que acaba de hacer un descubrimiento sorprendente.
«All alone in the moonlight I can dream at the old days», canté solo para él.
La sala tenía una acústica fantástica, era casi si cantara con un micro. O tal vez se debía a que no oía ni una mosca. «Let the memory live again». Era mucho más divertido que con Sing Star. Era realmente genial. Y aunque todo resultara ser solo un sueño y el padre de Cynthia entrara en la habitación de aquí a un momento y estallara una tormenta de mil demonios sobre nosotros, ese instante, simplemente, habría valido la pena.
Aunque nadie me creería cuando lo contara.