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—Rosa…

—¡María, mi amor!

—Qué lindo que…

—¡Te extrañé!

—… me digas mi… —dijo María débilmente.

—¡No sabés lo bien que la pasamos… es lo más lindo que hay…!

—¿Joselito…?

—¡Enloquecido! ¡Iba de acá para allá como un chiche a pila, no había modo de pararlo! Igual, mucho mucho a la playa no fuimos. Debo haber ido cuatro o cinco veces, un día sí y un día no, porque me quedaba en la casa de esta gente a ayudarla a Estela, una chica bárbara que está empleada allá. Me hice muy amiga, ya te voy a contar… Pero Joselito sí, Joselito iba todo el día. Cuando no iba conmigo iba con la señora. ¡No sabés lo quemado que está…!

—¿Le hiciste el castillo…?

—¡Mil le hice!

—¿Y la… —tragó saliva— canaleta…?

—También, sí. Pero él se la pasaba jugando a la pelota. ¡Qué manera de disfrutar! Te juro que de sólo verlo a él… Tenías razón, me iba a gustar.

—¿Viste…?

—¿Por qué hablás así?

—Así ¿cómo?

—Así. ¿Te pasa algo?

—No… me duele un poco la garganta…

—¿Te hiciste ver?

—No, no es nada, ya se me va a pasar… Contame…

—Pensé todos los días en vos. Pensaba en lo lindo que hubiera sido saber el teléfono de allá para que pudieras llamarme o si yo hubiera sabido el tuyo… Hablé mucho con esta chica Estela… Todo el tiempo quería hablarle de vos y… No sabés lo feo que es no poder decirle nada a nadie, porque encima… bueno, como te dije recién, te extrañé, no sé… a lo mejor porque hablamos tanto de ir juntos a Mar del Plata los dos que…

—Ya vamos a…

—Tenían una casa espectacular allá, en un bosque, no sabés lo que es. ¡Y el centro, mi Dios! Nunca vi un centro así. Es como me decías vos: un hormiguero. En la playa, en el centro, ahí donde pusieras un pie había un millón de pies al lado del tuyo. ¿María?

—Sí…

—Te traje algo.

—¿Qué…?

—Un regalo, te traje un regalo.

—Gracias, Rosa…

—Dos regalos.

—No hacía falta…

—Te traje una caja de alfajores Havanna y un collar precioso, todo con piedritas de colores. Ya sé que no sé si te lo voy a poder dar, pero igual pensé en vos y… Bueno —se rió—, los alfajores me los voy a terminar comiendo con Joselito, pero el collar te lo guardo para cuando sea. Te va a gustar, vas a ver…

—Gracias…

—Me acordé de un día que me dijeste que te gustaba cómo le quedaban los collares a los hombres, una vez que vimos unos chicos que… ¡Qué tos María! ¿Estás fumando mucho?

—No fumo…

—¿Dejaste?

—Hace rato… Contame de Joselito… ¿Dormía con vos?

—Siempre. Lo que no quiere es hablar. ¡Es un vago! Usa una palabra sola, «mamá». Me lo dice a mí y a los hombres, a las otras mujeres nada. ¿Y vos? Contame algo vos ahora…

—Nada…

—¿No tenés nada para contarme?

—Te quiero, Rosa…

—¿Me extrañaste?

—Te extrañé y te quiero… las dos cosas… —dijo. Entonces vio que el señor Blinder subía la escalera. Fue un segundo: al mismo tiempo que lo vio, el señor Blinder gritó hacia abajo, sin dejar de subir (y sin darle tiempo a nada):

—¡Rita, vamos, apurate, por favor! María cortó inmediatamente.

Dejó el teléfono y, con los últimos restos de energía, corrió hacia la mansarda. Las piernas apenas le respondían… Subir un escalón era como trepar una montaña… Entró a su cuarto, cerró la puerta y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Transpiraba y le temblaban las manos. Estaba seguro de que Rosa había oído al señor Blinder con toda claridad.

Y se acostó en la cama a esperar…

Se sentía débil y mareado. Hacía mucho calor, lo sabía, pero aunque se había puesto el pantalón y las dos camisas, tiritaba de frío. Apenas si podía respirar… No daba más… Giró lentamente la cabeza y miró hacia la ventana… Miró la luz… oyó los sonidos de la calle… Calculó que eran las seis o las siete de la tarde. De un momento a otro empezaría a oscurecer.