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—¡Qué suerte que llamás, qué justo! ¡Nos vamos a Mar del Plata!

María estaba al tanto de que los Blinder planeaban salir de la ciudad (cerraban las ventanas, aseguraban las puertas), pero no sabía adónde iban. María no tuvo oportunidad de llamarla hasta un momento antes de que salieran y en realidad no fue una oportunidad sino una osadía: los Blinder andaban cerca.

—¿Vos vas? —le preguntó en voz baja.

—¡Sí! Al principio pensé que me quedaba, pero…

—Vas a conocer el mar…

—Sí.

—¿Y Joselito?

—Viene conmigo, lógico.

—Cómprale un balde… enseña le a hacer castillos…

—Sí.

—Qué lindo…

—Ni el señor ni la señora tienen muchas ganas de ir, parece que Mar del Plata no les gusta, pero los invitó un matrimonio amigo de ellos y no se pudieron negar.

—¿Cuánto tiempo van?

—Una semana, me parece…

—¿Y van a dejar la casa sola?

—Queda un sereno, un policía. Escuché que estaban contratando a alguien…

—¿¡Queda adentro!?

—¿Quién?

—El sereno…

—¿Sos loco? ¡Afuera! Tomaron a alguien para que esté día y noche de acá para allá por la vereda. ¿Te dije que por lo que sé acá la cosa económica no anda muy bien que digamos, no?

—Sí.

—Bueno. Parece que está cada vez peor, así que…

—¿Joselito anda bien?

—Divino.

—¿Te sigue haciendo esas cosas raras que me decías que te hacía, de tenerte al lado y buscarte en otro…?

—Ahora casi nunca.

Puñalada. ¿Qué otra cosa podía esperar? Los chicos se olvidan tan rápido de todo… Una semana para un chico de la edad de Joselito debía ser como una década para un hombre como él…

—Decile a la señora que le compre un balde…

—¡Se lo compro yo!

—Bueno, mejor. Y cómprale una pala también. ¿Sabés qué está bueno? Hacele un castillo al lado del agua, con una canaleta, y vas a ver cuando viene la ola, que se mete en la canaleta, y si le hiciste una puerta al castillo la ola se mete hasta adentro y lo va derrumbando. Le podés poner unos palos en el techo también… Ojo con perderlo, Rosa. No le quites la vista de encima, mirá que allá la playa es un hormiguero y te descuidás y no lo viste más, ¿eh?

—No me metas miedo…

—No, sí, sí, te quiero meter miedo. Ahí la prudencia nunca alcanza. Lo mismo con el agua: la ola es bonita pero abajo hay corriente.

—No sabés cómo me gustaría ir con vos…

—Algún día vamos a ir los tres.

Entonces, de pronto, María oyó del otro lado de la línea, por detrás de Rosa, la voz de la señora Blinder:

—Vamos, Rosa, por favor, cargá los bolsos. ¿Con quién hablás?

—Con la Claudia, señora —le dijo Rosa—, me estaba despidiendo.

Volvió a hablarle a él para decirle:

—Bueno, Claudia, llamame cuando vuelva…

Era un lapsus; lo corrigió enseguida:

—Te llamo yo, quiero decir. Bueno, un beso.

Cortó.

Salieron media hora después.

Y se tomaron diez días en regresar, no una semana.

María se encontró por primera vez totalmente solo en la mansión. Fue desesperante, porque extrañaba a Joselito y a Rosa (¡incluso al señor y la señora Blinder!), pero también porque las provisiones que habían quedado eran mínimas. No había un solo alimento perecedero, desde ya. En la alacena había latas de sardinas y atún y algunos frascos de morrones y mermeladas, dos cajas de arroz, tres paquetes de fideos, un paquete de galletitas, té, yerba, café, no mucho más que eso. En una bolsa colgada de la pared encontró un poco de pan. Debajo de la mesada había una caja con seis botellas de vino. La heladera estaba desenchufada, vacía (excepto por media docena de huevos y un par de caldos) y con la puerta abierta. Lo que consumiera a lo largo de esa semana se notaría forzosamente al final.

Pero ésa no era su única preocupación. Desde una de las ventanas del primer piso vio al policía parado en la esquina, de espaldas a la mansión. Estaba de uniforme y no tenía bigote. María no pensaba salir, pero tampoco hubiera podido hacerlo… El policía cumplía un horario: desde las ocho de la tarde hasta las seis de la mañana. Le dejaba la salida libre sólo durante el día. Imposible.

Los faroles exteriores de la casa permanecían encendidos las veinticuatro horas del día, lo mismo que la luz de la cocina; aparte de eso, el resto de la mansión estaba a oscuras. María no podría asegurar que no lo verían desde afuera si encendía la luz del living o de alguno de los cuartos, así que nunca lo hizo. Pero solía acomodarse en alguno de los sillones de la biblioteca o en cualquiera de los otros ambientes internos con una lámpara encendida y leer o revisar cajones y papeles, y hasta mirar televisión.

La primera vez que miró televisión sintió una cierta extrañeza, porque las cosas de las que se hablaba eran exactamente las mismas de años atrás pero no conocía a casi nadie de los que aparecían en pantalla. Y los que seguían allí desde hacía años, y por lo visto seguirían durante muchos años más, estaban extraordinariamente viejos, como si hubiera pasado muchísimo tiempo desde la última vez que los vio.

Durmió tres o cuatro noches en el cuarto de Rosa. Dejó de hacerlo cuando sintió en la almohada su propio olor. La primera de esas noches tuvo fiebre y sintió un hormigueo en el cuerpo y una cierta insensibilidad en la mano que le había mordido la rata. Notó que algunos músculos se contraían dolorosamente; eran contracciones involuntarias de una sola fibra por vez, de un sólo filamento, a veces en un bíceps, a veces en un muslo… En la mañana había revisado el cuarto. Rosa no guardaba allí ningún secreto (ninguna carta dirigida a ella o escrita por ella). En el cajón de la mesa de luz encontró el sonajero con forma de estrella que él le había hecho llegar como regalo de cumpleaños a Joselito. A un costado, en la pared, sobre el zócalo, había un garabato de tinta azul borroneado, quizá por la mano de Rosa.

Abrió su placard. ¡Qué poca ropa tenía! Joselito recién había nacido y ya tenía más ropa que ella. El cuerpo de los niños crece muy rápidamente; sin embargo, los niños suelen tener más ropa de la que pueden usar. Pero en la edad adulta, cuando el cuerpo ya ha alcanzado su techo, por decirlo de alguna manera, uno debe andar casi siempre con el mismo vestido. No era el caso del señor y la señora Blinder. Sus placard estaban llenos. Sin embargo, le llamó la atención el hecho de que, al igual que Rosa, ellos tampoco guardaran secretos, al menos sobre papel. Nada de lo que encontró en la casa a lo largo de los tres o cuatro primeros días le llamó la atención. O lo ocultaban muy bien o María ya sabía sobre los Blinder todo lo que podía saberse sobre ellos. Era descorazonador: una vida, dos largas vidas hasta el momento, que no habían producido más de lo que en apenas un puñado de años era capaz de conocer un fantasma (y valiéndose sólo del oído).

No obstante, corroboró o completó algunos datos sobre ellos: el señor Blinder era abogado, hipertenso, obsesivo e infeliz; la señora Blinder había montado en algún momento de su vida una galería de arte, era una alcohólica «social» (no había una sola foto en la que no apareciera con alguien al lado y una copa en la mano, en tanto que en la mansión sólo bebía por las noches y en la cama); usaba muchas cremas, adoraba los colores pastel y, probablemente, mantenía una relación amorosa secreta, a juzgar por alguna que otra prenda de diseño demasiado chillón relegada en el fondo del placard. Lo más interesante que encontró en el cuarto de los Blinder fue a la vez inquietante y perturbador: uno de sus avioncitos de fósforo.

El avioncito estaba en el primer cajón de un mueble frente a la cama. Sin duda Joselito se lo había quedado en un descuido suyo y la señora Blinder lo había encontrado y guardado allí. O tal vez lo había encontrado Rosa, en el suelo, y había pensado que era algo que había traído la señora o el señor… Nadie dijo nunca nada sobre el avioncito: él se hubiera enterado. Las cosas que nadie ha llevado a un determinado lugar y sin embargo están allí son por lo menos motivo de conversación, tienen en sí mismas un gran potencial en ese sentido, aunque generalmente se arrojan a la basura sin que nadie les haya prestado siquiera un minuto de atención. El mundo, el planeta entero está repleto de cosas que nadie ha puesto allí. Dejó el avioncito en su lugar y cerró el cajón.

Una noche (dormía en la cama de los Blinder) lo despertó un ruido extraño. Salió rápido a ver qué era. Se le cruzó por la cabeza que un ladrón intentaba entrar a la casa. Fue hasta una ventana y la entreabrió: el policía estaba allí, siempre de espaldas a la mansión. Después fue a la cocina. Encontró una botella de vino vacía caída junto a la tapa del tacho de basura, que también había caído, volteándola. Esa había sido la causa del ruido. Rosa había olvidado sacar la basura… Observó la bolsa: estaba anudada, pero tenía unas rasgaduras, como si alguien la hubiera arañado o mordido. ¿Alguien?

La rata.

Se pasó una mano por el pelo y por la cara, aliviado, y volvió a dormir. Pasó hambre. La bolsa de basura olvidada le sirvió en adelante para desprenderse de los restos de las pocas cosas que no tuvo otra opción que consumir: una lata de atún, una lata de sardinas, las cáscaras de tres huevos, un paquete de arroz, el envoltorio de un par de caldos… Abría la bolsa de basura, tiraba los restos y la cerraba de nuevo. A veces, cuando sentía mucha hambre, engañaba al estómago con un trago de coñac. O se preparaba té, o café. Lo que más le gustaba era el mate, pero no podía consumir entero el único paquete de yerba si Rosa no tomaba mate a la par de él. Así que, después de servirse una cantidad razonable del paquete, empezó a secar la yerba usada en los vidrios del aire y luz.

Había empezado a tener dificultad para tragar. Pensó que eran anginas, o gripe, pero la garganta no le dolía en absoluto; eran más bien espasmos de los músculos de todo el cuello, incluidos los músculos de la garganta, como si una mano lo sujetara con fuerza y le impidiera tragar normalmente y a veces incluso hasta respirar. La fiebre aparecía y desaparecía, subía y bajaba como una marea y cada vez, al retirarse, le dejaba algo nuevo: inquietud, ansiedad, más hormigueo… Estaba irritable. Una tarde rompió de un puñetazo el portarretratos con la foto de Álvaro. Lo apoyó en el suelo, se arrodilló y descargó su puño contra el vidrio. Otro día se echó a correr por las escaleras arriba y abajo hasta quedar extenuado. Había apretado tanto las mandíbulas que le dolía la cara.

Por momentos tuvo miedo. Nunca en la vida había estado tan solo. La descripción del doctor Dyer sobre el hombre libre de zonas erróneas, en la que se veía retratado (un nivel de energía especialmente alto, un empleo de la mente en divagaciones creativas capaces de evitar la parálisis de la falta de interés), se derrumbó sin ruido. El silencio de sus pies descalzos vagando sin rumbo por la casa era lo único que oía.

Cuando se cumplieron los siete días de la partida de Rosa y Joselito y los Blinder, se instaló cerca del garaje, ansioso por escuchar el sonido del motor del auto que llegaba, trayendo a su familia de regreso. Estaba débil, había adelgazado y le ardía el pecho. Se durmió en el suelo, sobre una alfombra. Tenía la garganta cerrada. Apenas si podía tragar. Sus músculos parpadeaban allá y aquí a lo largo y a lo ancho del cuerpo, como señales nerviosas de luz en la serena oscuridad de la casa.

Por la mañana lo despertó el aleteo de unos pájaros en la ventana: peleaban. Enseguida notó que el ruido del tránsito era mucho más alto que el chillido de los pájaros y le llamó la atención que los hubiera oído primero a ellos. ¿Hubiera oído a los Blinder? La decepción porque no habían llegado aumentó el ardor de su pecho, la cerrazón de la garganta. Había pasado una semana en la planta baja; tuvo necesidad de subir.

Al cabo de unas horas en la mansarda se sintió mejor, como si el tiempo que había pasado a nivel del suelo lo hubiera dañado. Por la noche bajó a hacerse una sopa. Después volvió a subir, pero sólo hasta el tercer piso. Se acomodó en un sillón y se puso a tomar la sopa. Tenía la mente en blanco y la mirada perdida. Entonces sonó el teléfono. El plato se le cayó de las manos y se hizo añicos contra el suelo.

Era la primera vez en ocho días que alguien llamaba por teléfono; lo más probable era que los pocos amigos del señor y la señora Blinder supieran que ellos no habían estado en casa y que regresaban ese día. A partir de entonces el teléfono sonó varias veces; siempre era el teléfono del tercer piso, nunca el de la cocina. Desde que estaba en la casa no recordaba que ese teléfono hubiera sonado alguna vez… Cuando se activaba el contestador automático, del otro lado cortaban. ¿Era Rosa? ¿Tenía alguna lógica pensar que Rosa fantaseaba con la idea de que él estaba allí y lo llamaba de tanto en tanto, sin ninguna esperanza de que él atendiera, como una forma de saludarlo?

Juntó los pedazos de plato, metió una mano en la basura, haciendo un hueco, y los dejó en el fondo de la bolsa… por las dudas. El olor que salió de la bolsa era nauseabundo. Al anudarla de nuevo, notó que las rasgaduras eran ahora mucho mayores: la bolsa tenía a un costado un agujero del tamaño de un puño. La mano y el antebrazo que había metido en la basura olía como algo muerto y milagrosamente unido aún a su cuerpo.

Se dio un baño, un baño de inmersión. En determinado momento hundió la cara en el agua y oyó un goteo… plic… plic… plic… plic… Se mantuvo sumergido hasta que necesitó respirar. Entonces vio en el techo una pequeña grieta de la que caían a un ritmo creciente gruesas gotas de un líquido oscuro y pesado que estallaba al entrar en contacto con el agua, ramificándose y tiñéndola de rojo. Sangre. ¿Alucinaba? Apretó los ojos y al abrirlos de nuevo la grieta seguía allí. Pero ahora se había agrandado, la sangre caía desde varios puntos a la vez… La miró fijo hasta que la grieta desapareció y el agua estuvo otra vez limpia. Cuando quiso salir de la bañadera notó que había perdido toda su agilidad; tuvo la sensación de haber envejecido cincuenta años en cincuenta minutos. Ponerse de pie, secarse, vestirse, eran actividades en las que debió invertir una fuerza ciclópea.

Entonces, de pronto, por fin, media hora después, no sucedió nada.

Estaba agotado y tenía fiebre. Fue hasta el aire y luz y se sentó en el suelo, con un brazo estirado sobre el vidrio. Cerró los ojos. Se durmió. El teléfono volvió a llamar… Cuando cesó, tuvo la impresión de que acababa de escapársele una idea, un recuerdo, un pensamiento, no lo supo con certeza. Pero cayó en la cuenta de que eso era algo que le sucedía con mucha frecuencia: pequeños vuelcos o inclinaciones de la mente sucediéndose unos a otros sin fin. Pasó un largo rato prestando atención a la forma en que esos pensamientos emergían y descendían, aislados, inconexos. El primer pensamiento era siempre incapaz de alcanzar al otro o de enlazarse a él: burbujas.

Algo hizo que abriera los ojos. Ya era de noche, pero no fue la noche. Había siete, ocho, quizá diez ratas a metros de la escalera, algunas pegadas a la pared, otras aventurándose un poco más allá… Quiso levantarse y no pudo: el cuerpo le pesaba como si aún durmiera. Resbaló. Las ratas apenas si se movieron. Sólo cuando golpeó el vidrio con la palma de una mano desaparecieron como por arte de magia. Finalmente consiguió ponerse de pie. Fue hasta su cuarto, entró, cerró la puerta, se tiró en la cama y, a pesar de que tenía la garganta cerrada y el cuerpo lleno de calambres, se volvió a dormir.