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Una tarde Rosa estaba pasando un trapo de piso en uno de los cuartos de la mansarda cuando de pronto la oyó insultar. Fue casi un grito, un grito seguido de un golpeteo de pies en el suelo. No había dudas: acababa de ver a la rata.

Rosa salió del cuarto caminando marcha atrás, alzó enérgicamente el secador de piso y volvió a entrar. María oyó los golpes del palo contra el suelo, descargados allá y aquí, con una violencia desmesurada, con repugnancia. Un momento después los golpes cesaron; Rosa salió y corrió escaleras abajo. ¿La había matado?

Probablemente no, porque enseguida regresó con el paquete de veneno. Entró al cuarto y un minuto después volvió a salir. Miraba con aprehensión el palo del secador de piso: la había golpeado.

—Bicho asqueroso… —dijo, y se fue maldiciendo entre dientes.

María aguardó hasta estar seguro de que Rosa no volvería y entró al cuarto. El veneno estaba distribuido en montañitas apresuradas por los rincones. Lo recogió, lo dejó sobre la mesa de luz, se puso en cuatro patas y miró debajo de la cama y del placard. La rata estaba debajo del placard, como siempre. Era un bulto oscuro, inmóvil aunque tembloroso. Debía de estar aterrada, quizá malherida.

Dio un golpecito en el suelo con la palma de la mano, pero la rata no se movió.

—Vení… —susurró—, dejame verte…

Estiró un brazo con la intención de agarrarla, haciendo incluso un movimiento de araña con los dedos en dirección a ella… hasta que la tocó. Y entonces sintió un ardor helado en la mano. La rata lo había mordido.

—¿¡A mí!? —le dijo—, ¿¡me mordés a mí!?

Entre los dedos índice y pulgar colgaba un pedazo de piel y carne. La herida, que ya empezaba a sangrar, tenía forma de sonrisa.

Agarró el veneno, fue al baño, lo tiró en el inodoro y se lavó la herida con alcohol. Al salir del baño vio que la rata se deslizaba por el pasillo en una dirección y en otra, aturdida. No sabía para dónde ir. María se detuvo y esperó a que la rata se decidiera. Sólo cuando por fin lo hizo, él volvió a ponerse en movimiento.