Esa tarde el pequeño José María trepó doce escalones. María, en lo alto de la escalera, los contó uno por uno con una mezcla de pánico y orgullo (orgullo por la proeza, pánico porque cayera). Le hizo señas, tratando de espantarlo, pero el niño se sintió más estimulado todavía. Hasta que Rosa por fin notó su ausencia. Se levantó del sofá como un resorte, lo vio, dio una carrerita y lo arrancó de la escalera retándolo.
En general Rosa no era descuidada. Aunque la señora Blinder (misteriosamente para María) la ayudaba con la crianza, Rosa seguía siendo la mucama: tenía que hacer las tareas de la casa con el hijo a cuestas, y a veces se le escapaba o ella se distraía. Joselito —como empezó a llamarlo— era bastante inquieto y al mismo tiempo muy haragán. No se largó a caminar hasta después de los catorce meses de edad.
Tenía la misma cara de Rosa…
María la llamó casi a diario durante todo el año. Hablaban de Joselito. Rosa le contaba de sus gracias y María le aconsejaba que tuviera cuidado con las puntas de las mesas, con los enchufes y más que nada con las escaleras, a las que Joselito parecía adicto. Muy de tanto en tanto (sólo muy de tanto en tanto), Rosa volvía a preguntarle dónde estaba y cuándo regresaría.
Joselito no decía nada (no hablaba), pero era evidente que estaba encantado con María. Y María con él. Cada minuto de distracción de Rosa (cada vez que Joselito quedaba solo en el living, o en su cuarto, o en la cocina, y más que nada cuando Rosa lo dejaba en la sala de juegos del segundo piso y se alejaba por los pasillos con la aspiradora), María se le acercaba, lo alzaba en sus brazos y le hacía monerías, o le daba un juguete de fósforo especialmente hecho para él y que Joselito rompía casi en el acto con una sonrisa de oreja a oreja.
Le gustaba su olor, que lo cubría como una llama sin figura ni forma, el sonido de sus gorgeos, la suavidad de polen de su piel… Pero nada le gustaba tanto como las risas aspiradas con las que Joselito festejaba sus brevísimas apariciones.
Le enseñó a decir «Joselito». («Lita», decía), «auto» en lugar de «tutú» y, como no podía hacerse llamar de ninguna forma por temor a que Joselito lo repitiera después, se hizo llamar también «mamá».
—Ma… má —le dijo la primera vez, acuclillado frente a él.
—Am… —dijo Joselito.
—Ma… má…
—Am… am…
—¡Muy bien! Vamos otra vez… Mamá…
—A… má…
—¡Eso! Dios mío, qué inteligente que es este chico… —Lo felicitó acariciándole la cabeza y arremetió de nuevo—: Ma… má…
—Amá…
Rosa pensaba que Joselito tenía una gran imaginación, porque andaba siempre buscando algo detrás de las puertas o al pie de la escalera.
—Yo no sé qué tiene —le dijo una vez a María—, yo estoy al lado de él y él anda por otro lado llamándome. Eso me tiene preocupada…
—¿Preocupada por qué? ¡Juega!
—No, no juega. Yo estoy al lado y me busca por allá… Los chicos de esa edad no hacen esos chistes. Tengo miedo de que tenga un problema mental…
—No, Rosa, qué problema mental va a tener… Los chicos son así…
—¡Me gustaría tanto que lo conocieras… te llevarías tan bien con él! A María se le rompió el corazón: había llegado la hora (la edad) de no dejarse ver ya tampoco por su hijo.