31

Cuando José María cumplió un año, María hizo el primer llamado al exterior. Quería regalarle algo a su hijo.

Llamó a la casa de su río en Capilla del Señor. Era un domingo soleado y el señor y la señora Blinder habían salido. No tenía la menor idea de adónde podían haber ido juntos el señor y la señora Blinder, que últimamente apenas se dirigían la palabra. Rosa se había ido con José María a primera hora de la mañana a comer una tirita de asado al aire libre en compañía de su amiga Claudia. El amante de Claudia era mozo en una parrilla frente al río, en Vicente López. Buen paseo para el bebé. Así que María aprovechó que estaba solo para levantar la voz cuando hizo falta.

—¿Quién? —preguntó el tío.

—Yo. José María. Escuchame que no tengo mucho tiempo… ¿Todo bien?

—…

—¿Viste la mesita de luz en la pieza mía? Haceme un favor: dala vuelta y fijate que abajo hay un…

—Esperá un segundo —dijo el tío—. ¿De qué José María me hablás?

—¡Yo, yo soy José María! ¡María! ¿De qué José María te voy a hablar?

—¿Dónde te metiste?

—Es largo…

—¡Decime algo! ¿Estás en el país?

—No.

—Me parecía. ¿Qué pasó? Acá vino la cana tres o cuatro veces a ver si te encontraban. ¿Y cómo se te da por llamar ahora?

—¿Estás intervenido?

—¿En qué sentido?

—El teléfono ¿lo tenés intervenido?

—¡Y qué sé yo! ¿Por qué voy a tener el teléfono intervenido, por vos? ¡No, de esto que te digo hace años, que sé yo… dos, tres años! Después no vinieron más, vos viste cómo es este país.

—Escuchame…

—¿Estás bien?

—Sí. Escuchame, tío. ¿Viste la mesita de luz de mi pieza, la mesita de la derecha? Si te parás de frente a la cama, la de la derecha, ¿me seguís?

—¿Qué buscaban, drogas? No me dijeron ni mu. ¿Vos andabas en el tema de la droga?

—No, tío, nada que ver.

—¡Mirá que para mí la droga no es un crimen!, ¿eh? Conmigo podés hablar. Y más ahora que pasó tanto de eso. —Bajó la voz, aflautándola sin querer—: ¿Lo que me vas a decir de la mesa de luz tiene que ver con la falopa?

—Escuchame, idiota —dijo de pronto José María. Lo dijo en un tono monocorde, en un tono que era puro impulso de la voz. Su tío se calló en el acto—. Debajo de la mesita de luz de la derecha vas a ver clavada una madera. Es como una pestaña. Córrela. Te vas a encontrar con 250 dólares. En el cajón de la otra mesita hay una estrella y está toda mordida. Es un sonajero. Quiero que agarres los dólares y el sonajero y vayas a una dirección que te voy a dar ahora. Se lo vas a dar todo a una chica que trabaja ahí. Se llama Rosa. La ves, le das las cosas de mi parte y le decís que se las mando yo. ¿Está claro?

—¿Por qué me hablás así? —preguntó el tío después de una pausa.

—Porque te conozco —le dijo María—. Y quiero que sepas una cosa: te estoy vigilando, a vos y a la chica. La policía me busca porque maté a un tipo, y créeme que al tipo lo quería más que a vos. Si no le entregás mañana mismo el sonajero y los dólares a la chica, te voy a buscar y te juro que vas a quedar viendo todo negro para siempre.

Después le dio la dirección.

Al otro día el tío de María tocó el timbre en la mansión. Se había puesto sus mejores ropas (una camisa leñadora, una campera pasada de moda, opaca, sin marca y se diría que hasta sin tela −un amasijo de hilos sintéticos de todas las especies, eso es lo que era− y un pantalón Oxford crema que lo delataba como gay). María lo vio por una de las ventanas del frente: el descarado tocó el timbre en la entrada principal.

La señora Blinder fue a atender. Su primera reacción al verlo fue de sorpresa; con un tipo así, en otras circunstancias, no hubiera cruzado un monosílabo, pero en esta ocasión se quedó hablando un rato.

Después volvió a entrar. Rosa, sentada en el sofá del living, terminaba de amamantar a José María.

La señora Blinder se detuvo junto a ella, la miró desde arriba y le dijo seria:

—Qué curioso. Es la primera vez en mi vida que abro la puerta cuando alguien llama, y me entero de lo último que hubiera querido saber.

Y extendió hacia Rosa un sobre de papel madera. En el sobre alguien había escrito con fibra lila (y caligrafía negra) su nombre y su dirección.

Rosa lo abrió. Sacó los dólares y el sonajero y se quedó mirándolos boquiabierta. La señora Blinder le dijo que lo había traído una persona de parte de José María.

La lentitud con que Rosa levantó la vista hacia la señora Blinder dejaba al descubierto su engaño y su culpabilidad. Pero la señora Blinder estaba demasiado ocupada con su propia sorpresa para advertir la sorpresa de Rosa.

—Me quedé charlando un momento con ese… «señor». Y me dijo que su sobrino es José María, aquel albañil del que se dijo que mató a una persona… Lo recordarás mejor que yo, por lo visto. Me dijo que te mandaba esto…

—Me acuerdo de él, sí —dijo Rosa.

José María cumplía un año ese día, pero todavía tomaba la teta y no había aprendido a caminar. Mientras su madre y la señora Blinder hablaban, José María dio una vuelta al sofá y cruzó gateando el living a toda velocidad.

—¿No era que se lo había tragado la tierra? —preguntó la señora Blinder.

—Eso tengo entendido… —dijo Rosa.

—¿Y cómo, entonces, este aparato que vino recién me da estas cosas para vos de parte de él?

—No sé, señora…

Estaban tan enfrascadas en sus propias dudas y tensiones que no se dieron cuenta de que José María había empezado a subir la escalera.

—¿Me estás ocultando algo, Rosa?

—¡No!

—¿Estás en contacto con ese hombre?

—No, señora. Le juro que no sé qué es esto… A mí me cayó de golpe también… ¡Hace años que no lo veo a ese muchacho!

La señora Blinder la miró un momento en silencio.

—¿Y entonces por qué le pusiste de nombre José María al chico?

—Gusto, casualidad. Mi papá también se llama José María. José María Verga. No me haga decir, ya sabe que no me gusta el apellido… —agregó Rosa fingiéndose avergonzada.

—¿Y cuál era el apellido de ese albañil?

—Negro.

—¿Negro?

—Sí…

—¿Te das cuenta —dijo la señora Blinder después de pensarlo un rato− que si hubieras seguido adelante con él podrías haber llegado a llamarte Rosa Verga de Negro?

Se hizo una pausa. Por un momento Rosa y la señora Blinder se miraron a los ojos seriamente y luego estallaron al mismo tiempo en sonoras carcajadas. De la risa les saltaban lágrimas de los ojos. Las dos sabían que no era para tanto, pero de alguna manera aceptaron descomprimirse exagerando. Inmediatamente se sintieron mucho mejor.

La señora Blinder volvió a sentarse junto a Rosa.

—¿Por qué creés que ese albañil te mandó estas cosas después de tanto tiempo?

—No sé, señora… ¿Quién las trajo?

—Un tío.

—¿El tío no dijo por qué?

—No sabía. O no me lo quiso decir. Dice que él no sabe nada del sobrino desde hace años…

—¡Entonces es verdad! —exclamó Rosa.

—¿Qué es verdad? —la señora Blinder la miró inquisitivamente.

—Que se lo tragó la tierra —dijo Rosa—. Nadie sabe nada… Yo no sé… La señora Blinder le creyó. No había ninguna razón para que no lo hiciera.

—Me preocupa que te haya mandado esto…

—A lo mejor está pensando irse del país.

—Voy a tener que darle aviso a la policía.

—Ni se deben acordar.

—Ese hombre puede ser peligroso…

—No se crea, señora, era un pan de Dios.

La señora Blinder la miró en silencio. Rosa le pareció repentinamente triste o agotada, quizá las dos cosas a la vez. Le pasó un brazo por los hombros y le dijo:

—Tenés que prometerme algo… A la menor pista que tengas sobre el paradero de ese hombre me lo decís.

Rosa asintió y, sosteniendo en una mano los dólares y en la otra el sonajero, se besó los dedos en cruz.