29

Apenas unas horas atrás Rosa bajaba del lavadero de la mansarda con un montón de ropa sobre un brazo. Su panza, que había crecido mucho en los últimos dos meses, más la ropa que llevaba en un brazo, le impedían ver los escalones, así que bajaba despacio, con cuidado. Súbitamente, la mano con la que iba sujetándose de la baranda se humedeció, emitió un chirrido y se detuvo. La ropa cayó al suelo. Rosa se agarró la panza y gritó llamando a la señora Blinder.

Por un instante María estuvo a punto de ir él mismo a socorrerla. Se contuvo a duras penas. Quince o veinte minutos después, Rosa y la señora Blinder salían volando de la casa.

Ahora María se paseaba nervioso, y no «a un lado y a otro», sino «arriba y abajo»… En los últimos meses se había mantenido más cerca que nunca de Rosa, prácticamente no le había perdido pisada. La llamó por teléfono todas las semanas. En la biblioteca había encontrado un libro titulado Mi primer hijo, lo había leído de principio a fin y solía aconsejarla sobre los ejercicios que era conveniente hacer y sobre la dieta que debía llevar. Pero no le había resultado nada fácil conseguir que Rosa le confesara que estaba embarazada.

Durante varios llamados, desde aquel día en que él la había invitado a que se encontraran en el hotelito del Bajo, Rosa insistió en verlo, pero finalmente pareció olvidarse por completo del asunto. A María no se le escapó que Rosa había querido verlo mientras su panza era todavía plana y que había dejado de insistir —percibió en ella, incluso, cierto temor porque fuera él quien le propusiera un nuevo encuentro, al que no sabría cómo negarse— cuando la panza se volvió evidente, lo que sucedió casi de un mes a otro. Hasta que una tarde a María se le ocurrió una artimaña de lo más obvia y efectiva: le dijo que la había visto en la calle de casualidad.

—¿¡Cuándo!?

—Anteayer.

—¿El martes? ¡Pero si el martes estuve todo el día acá!

—Lunes, entonces. Salías de… —María hizo una pausa adrede, esperando que Rosa completara la frase.

Pero dónde la había visto él era algo que a ella no le importaba por el momento.

—¿Y no me llamaste?

—Pensé, pero no. Ibas con la señora.

María sabía que Rosa había salido con la señora Blinder.

—Entonces… —dijo Rosa bajando la voz.

—Si, ya sé.

Se hizo un silencio. María tuvo la impresión de que Rosa había dejado de respirar. Le preguntó:

—¿Por qué no me dijiste?

—Porque… María, yo… —dijo Rosa y se puso a llorar.

—No importa, está todo bien —la tranquilizó María—. ¿De cuánto estás?

—De cinco…

—¿Y el padre?

—Ay, Dios… —dijo Rosa.

—¿Quién es? —insistió María.

Hacía tanto tiempo que María lo sabía todo que sonó sereno, incluso aliviado.

—El hijo de los señores… —dijo Rosa—. Me violó… una vez…

Para María fue toda una sorpresa. No se le había ocurrido que el hijo podía ser de Álvaro… Después, mientras Rosa le contaba la historia (el acoso, la violación), procesó un millón de datos, al cabo de lo cual se dijo que Rosa no tenía remedio: no podía parar de mentirle.

Se dio cuenta de que para ella era más fácil decir (decirle a él) que el embarazo era resultado de una violación que de su relación con Israel. Pero ése era ahora un tema que a él no le importaba. Contradecirla, por otra parte, hubiera significado descubrirse. De cualquier manera, hizo todo lo posible por sonar indignado:

—¡Hijo de puta! ¡Lo voy a matar!

—Murió —dijo Rosa.

—Ya sé, sí, me dijiste… ¡Qué hijo de puta!

—No vale la pena enojarse ahora… ¿Estás enojado?

—Te juro que lo mataría.

—Digo si estás enojado conmigo…

—Qué sé yo, son tantas cosas juntas de golpe que… —dijo.

Y se notó que no estaba enojado, sino ansioso por animarla.

María percibió en Rosa una pizca de agradecimiento. Tuvo casi la certeza de que Rosa estaba reprochándose por dentro haberle ocultado su embarazo durante todo ese tiempo. Hubiera podido confiar en él (en su voz). El misterio de su desaparición se completaba de pronto con el descubrimiento de un hombre nuevo, ausente pero generoso, un hombre sin cuerpo cuya voz la abrazaba más allá de todo.

A partir de entonces María la acompañó a todas partes. No continuamente: en general. Cocinando, lavando o planchando, mirando televisión, cualquier cosa que estuviera haciendo Rosa, él andaba cerca. Cada noche, al ir a buscar comida o de regreso, se daba una vuelta por su cuarto y la observaba largo rato por el ojo de la cerradura, atento a sus gestos, al ritmo de su respiración.

Adquirió el hábito de mirar las fechas de vencimiento de los productos envasados por temor a que Rosa comiera algo en mal estado y se llevaba las frutas o verduras menos frescas para dejarle a ella las mejores. Cada vez que llegaba un nuevo ejemplar de Selecciones, se las ingeniaba para llevárselo al cuarto. Dejaba a la vista libros que pudieran servirle, como Mi primer hijo, y cada vez que pudo añadió a la lista de compras que hacía la señora Blinder chocolates y yogurt, copiando meticulosamente su letra, para satisfacer los posibles antojos de Rosa. Por supuesto, Rosa atribuyó cada una de estas enormes delicadezas a la señora Blinder. María se dio cuenta de eso porque la relación entre ellas se tornó de amigas, de familiares directos. En su calidad de espía invisible, nunca supo cuál era la causa de la actitud de la señora Blinder para con Rosa, pero el efecto era impensado y, por momentos, conmovedor. Y en buena medida gracias a él.

Atrás habían quedado las charlas en las que nada importaba tanto para Rosa como saber por qué él había desaparecido así, o dónde estaba y cuándo iba a regresar. Era una suerte (para él, que ya odiaba evitarlas). No obstante, las repasaba mentalmente. Y cada vez que lo hacía se topaba con fragmentos (momentos) de un amor que paladeaba en su triple condición de esposo, padre y fantasma. De hecho, si había llevado su relación con Rosa hasta el punto en que su presencia física había dejado de ser lo que verdaderamente importa, ¿qué le impedía ser de ahora en más su esposo? Y si era su esposo y la amaba y Rosa lo amaba a él y esperaba un hijo, ¿por qué negarse a ser el padre?

Ejemplos:

—Leí el libro que me dijiste, Tus zonas erróneas.

—¿Te gustó?

—Lo dejé.

—¿Por?

—Me aburrió. Leí la primera parte. No sé, no me vi reflejada… Lo primero que dice sí… Esperame un cachito que lo voy a buscar, lo tenía por acá… Esperame, ¿eh?

Volvió unos segundos después.

—Dice —dijo, y leyó:

—«Mira por encima de tu hombro. Te darás cuenta de que tienes a un compañero que te acompaña constantemente». Eso me gustó. Me acuerdo que lo leí y te juro que pensé en vos. ¿Sabés lo que se me cruzó por la cabeza el otro día? Mirá lo que se me cruzó: que vos estabas acá adentro. Créeme. La otra vez encontré en la cocina unas pisadas y te juro por mi madre que recorrí toda la casa de punta en punta, y al final me agarró un vacío…

Era verdad. María la había visto revisar los ambientes de la casa entera, entrando y saliendo y yendo de un lugar a otro, como si de pronto hubiera enloquecido.

—Después dice: «A falta de un nombre mejor, llámalo Tu-Propia-Muerte. Puedes tener miedo a este visitante o usarlo en tu propio beneficio. De ti depende la elección». Ahí ya me empecé a desentender…

Se hablaban como un matrimonio consolidado, como el matrimonio de un albañil y una mucama del futuro llevados a trabajar a distintos planetas —sin resentimiento, sin cuestionárselo siquiera— en una época en que las relaciones de la clase baja simplemente «se dan así».

Nunca hablaron de Israel. María estaba seguro de que la señora Blinder debía estar al tanto de que Israel había sido asesinado y que, por supuesto, se lo había contado a Rosa (retorciéndose las manos mientras Rosa superaba el impacto de la noticia con una sonrisa enorme apenas perceptible), de la misma manera en que podía jurar que Rosa sabía (de una manera demasiado sutil para atraparla) que lo había matado él.

Habían alcanzado la cima del sobreentendido. En ese punto estaban cuando la mano de Rosa chirrió y se detuvo en la baranda.

Desde ese momento, hasta el momento en que María conoció a su hijo, pasaron nada más y nada menos que tres años: ésa fue la duración que tuvieron los tres días siguientes para él. En efecto, Rosa se internó un martes y no volvió hasta el viernes, ya de noche. Y lo primero que hicieron (el señor Blinder hablaba por teléfono mirando televisión) fue acostar al bebé en la cama de la señora Blinder.

—¿En serio? —le preguntó María por teléfono—. A mí me parece que eso lo tenés que cambiar ya mismo. El nene no puede dormir en la cama de la señora, el nene tiene que dormir con vos, que sos la madre. Acostalo en tu cama, que sienta tu olor, que lo mire, no sé si entendés lo que te digo…

Lo segundo fue buscarle un nombre. Salieron del dormitorio, se sentaron una al lado de la otra en el sofá y (mientras el señor Blinder, que acababa de cortar la comunicación, iba hacia el dormitorio a echarle un vistazo de compromiso a la criatura) barajaron los primeros nombres.

Se veía que Rosa estaba cansada y que lo único que quería era dormir −en la medida de lo posible al lado de su hijo−, pero también era evidente que hacía un esfuerzo descomunal para satisfacer la ansiedad de la señora, al mismo tiempo que trataba de resolver el enigma de la cama: ¿se acostaría en la cama de la señora Blinder junto a su hijo, o la señora esperaba que ella le dijera que necesitaba descansar y estar un poco a solas con el chico para que ambas se pusieran inmediatamente de pie, lo fueran a buscar y lo llevaran a su cuarto?

Mientras Rosa pensaba en eso, María se enteró del sexo del bebé.

—¿Qué te parece Gonzalo? —preguntó la señora Blinder.

(¡Varón!).

—Ay, no, señora, disculpe que le diga, pero —mintió Rosa— yo tengo un primo Gonzalo que es una cosa que mejor ni le cuento…

—¿Y Federico? Federico estaría muy bien…

—¿Sabe cuál me gusta a mí? —dijo Rosa.

María paró la oreja. En ese momento el señor Blinder salió del dormitorio con un aire tan indiferente por el hijo de Rosa que resultó ensordecedor. Pero María ni lo escuchó. Toda su atención estaba puesta en lo que iba a decir Rosa. Y Rosa dijo:

—José María. Ese nombre pensaba yo…

La señora Blinder enderezó la espalda, arqueó las cejas y dejó que la mano que hasta ese momento mantenía alzada frente a la cara de Rosa −como si estuviera siempre a punto de interrumpirla− se posara de nuevo en su rodilla. Después, por fin, se congeló. Fue un instante, pero a María le bastó para ahogarse de emoción.

—¿José María? ¿Te parece? —exclamó la señora Blinder—. ¿No te suena como… perdoname que te lo diga así, pero… choto?

—No, señora…

—Hay tantos nombres más lindos que ése…

—A mí me gusta…

—José María…

—Pensaba, sí…

—Qué sé yo…

—¿No le gusta a usted?

—¿La verdad? No.

—¡Es lindo!

—Mirá, Rosa, vos sos la madre, si le querés poner así ponele, pero no me pidas que te mienta. A mí me parece que hay un millón y medio de nombres más lindos que ése. No sé. Pensalo.

¡Un varón! ¡Un varón!

¡Y Rosa quería que se llamara como él! ¡Dios, qué alegría, por más que dijera la señora Blinder que…! ¡Rosa pensaba llamarlo José María! ¡Lo había dicho, él la había oído decir «A mí me gusta José María»! Eso era lo único que importaba, el deseo, la intención. El resto de la lista, el millón y medio de nombres que restaba considerar… cualquiera de esos nombres podía imponerse ahora, ¿qué más daba?

«José María, Rosa, sí, José María, se tiene que llamar José María, no dejes que te cambien el gusto», se dijo un minuto después, ya pasada la euforia inicial.

Lo vio recién al otro día, en la acción más osada desde que él mismo había nacido. Se metió en el cuarto de Rosa.

Eran las seis de la mañana. Esa medianoche, después de amamantarlo ante la atenta mirada de la señora Blinder (con un fondo musical de tribuna de fútbol), Rosa había conseguido llevarse al bebé. Quizá le había dado de comer una vez más. Ahora dormían juntos en la misma cama. La cuna (que la señora Blinder había rescatado de algún hueco de la casa días atrás y en la que probablemente había vomitado Álvaro durante los primeros meses de vida) estaba prolijamente tendida. Rosa ni lo había apoyado allí. Lo había acostado directamente con ella.

Era un encanto, en todo sentido: tenía una cara, tenía dedos y respiraba. Hasta ese momento no había visto más que el envoltorio, una pelota de frazaditas celestes. Ahora, a medida que avanzaba hacia él y se habituaba a la oscuridad del cuarto, aparecía el contorno de su cabeza, la flor cerrada hecha de mejillas, nariz, mentón y boca, todo en un punto, en el centro de su cara, como si los rasgos fueran succionados todavía por la nada de la que venía.

Se acercó un poco más.

Rosa estaba de costado, con la espalda pegada a la pared, ofreciéndole prácticamente toda la cama al bebé. Le cubría los pies con una mano… María se inclinó muy lentamente hasta que sus labios rozaron por fin la frente de su hijo.

Varios días después seguiría paladeando los detalles de ese acontecimiento (su emoción, el silencio alrededor, la suavidad) con el acompañamiento visual del pie de Neil Armstrong posándose en las cenizas de la Luna. Se incorporó, dio media vuelta y salió tan rápido que dejó a su sombra atrás.

Rosa abrió los ojos, de pronto inquieta. Paseó la vista por el cuarto como si hubiera sentido que había alguien más allí adentro, y al final de un recorrido de medio segundo de duración reparó en su bebé, que también había abierto los ojos.

Se tranquilizó.

El bebé no sabía sonreír, pero sonreía y le decía «Soy yo» con la mirada.