Finalmente ahí estaba otra vez, parado frente a la mansión. Unas cuadras atrás había preguntado la hora: las tres de la mañana. La mansión estaba a oscuras. No había nadie en la calle. Muy de tanto en tanto pasaba un auto. Entonces vio que un policía avanzaba hacia él.
Sintió un escalofrío. Se metió las manos en los bolsillos, se alejó y dio una rápida vuelta a la manzana. Entrar era mucho más difícil que salir. ¿Cómo no lo había pensado? Al pasar frente al edificio de Israel, de regreso a la mansión, vio encendidas las luces del cuarto piso… El policía ya no estaba en la esquina: caminaba calle arriba para matar el tiempo y el frío.
Sintió el impulso de correr hacia la esquina y aprovechar la ausencia del policía para llegar a la puerta y entrar sin ser visto; se contuvo. Ya tenía la llave en la mano. Desde la esquina hasta la puerta reja de la entrada de servicio había unos diez metros; los recorrió mirando hacia atrás, hacia la calle por la que el policía se alejaba con las manos enlazadas en la espalda.
Estaba a punto de meter la llave en la cerradura cuando de repente un hombre y una mujer salieron de las sombras, abrazados. Venían hablando y mirando al suelo y no parecieron inquietarse cuando se toparon con él. María retornó rápidamente la actitud (la estela) de caminante previa a su brevísima detención junto a la puerta y avanzó en dirección opuesta a la de ellos.
Se detuvo quince metros más allá. Transpiraba. El hombre y la mujer cruzaron la calle… El policía estaba a punto de llegar a la esquina; de un momento a otro daría la vuelta y empezaría a bajar otra vez hacia él. Ésta era su oportunidad. Alcanzó la puerta en un abrir y cerrar de ojos, metió la llave en la cerradura y la hizo girar. Empujó la puerta, entró, volvió a cerrarla. Lo hizo muy despacio, captando sus chirridos desde el comienzo y anulándolos sobre la marcha.
Después se escondió detrás del muro. Agachado, esperó hasta que el policía llegó a la esquina y comenzó a caminar calle arriba otra vez, para cruzar el jardincito lateral y entrar por fin a la cocina. Era la parte más riesgosa. Las luces estaban apagadas, pero no podía asegurar que el señor o la señora Blinder, o Rosa, no estuvieran del otro lado de la puerta, cada cual por su propia razón (aunque todos a oscuras); debía evitar el más mínimo ruido, porque la casa triplicaba los sonidos y alguien podía oírlo; al mismo tiempo tenía que hacerlo rápido: alguien podía pasar en ese momento por la calle y verlo a través de la puerta reja. Se le ocurrieron decenas de motivos inquietantes, pero logró sortearlos uno tras otro, y entró a la cocina sano y salvo. Apoyó la espalda contra la pared y se quedó un momento allí quieto, esperando a que su corazón normalizara los latidos y sus ojos se habituaran a la oscuridad. Después abrió la heladera, bebió un largo trago de vino blanco, se quitó los zapatos y se dirigió hacia su cuarto. Había tenido éxito. Excepto por un pequeño detalle.
Esa tarde el jardinero había podado y regado las plantas del jardín. Y María se había embarrado un zapato al agacharse junto al muro para evitar ser visto por el policía.
Lo notó recién a la mañana siguiente. Alarmado, bajó corriendo y se acercó todo lo que pudo a la cocina.
Rosa estaba sentada en una silla, pensativa. Sostenía en una mano el secador de piso y miraba las huellas de barro junto a la puerta. En un primer momento, al ver las huellas, había agarrado automáticamente el secador y un trapo y había estado a punto de limpiar el barro cuando algo le llamó la atención. En eso pensaba ahora.
No entendía de quién podían ser las pisadas y mucho menos por qué iban desde la puerta hasta la heladera y allí, de pronto, desaparecían.