27

Rosa no fue.

María la esperó veinte minutos en la puerta del hotelito, diez minutos más en la vereda de enfrente y otros veinte minutos yendo y viniendo.

Volaba de furia.

Estaba a punto de irse cuando de pronto vio a Israel.

Fue una casualidad tan grande que sólo pudo compensarla y volverla real el hecho de que Rosa hubiera faltado a la cita.

Israel estaba en un puesto de diarios leyendo la tapa de una revista. Tenía una mano metida en el bolsillo del pantalón y jugueteaba con unas llaves o unas monedas mientras la otra mano trabajaba de verdad: rascaba su nuca, su nariz, le acomodaba la camiseta de rugbier, mantenía quieta la tapa de la revista cada vez que el viento… María ni lo pensó. Cruzó la calle y fue directamente hacia él.

Se paró a su lado. En ese momento Israel terminó de leer y se enderezó para irse, pero la tapa de otra revista, colgada por debajo de la primera, lo detuvo. La anterior era una revista de armas, la segunda una de caza. María sintió su perfume —una fuerte combinación de pino y axila— y miró las rayas del pelo recién cortado en la nuca y sobre las orejas. El cuello era más ancho que la cabeza y las orejas más pequeñas que los ojos. El quiosquero reapareció contando unos billetes. Entonces Israel se incorporó y se alejó caminando despacio.

María lo siguió. Era viernes y el Bajo estaba repleto de autos que abandonaban la ciudad. La gente iba y venía allá y aquí, unos a paso demasiado rápido y otros sin ningún apuro, como si estuvieran todos perdidos. Israel avanzaba en línea recta. Llevaba los codos abiertos y obligaba a los que venían de frente a desviarse, pero era evidente que no iba a ningún sitio en particular. Paseaba, quizá estaba haciendo tiempo en espera de la hora de la cena. Ya había anochecido, pero afortunadamente Israel seguía alejándose de la manzana de su casa, donde María no hubiera podido seguirlo sin arriesgarse a ser visto por alguno de los albañiles de la obra, por el portero, incluso por Rosa… Olvidaba que hubiera sido muy difícil que alguien lo reconociera: estaba flaco, pálido, con el pelo largo hasta los hombros y una barba de meses. Entonces Israel, atraído por la mirada de María, fija en su nuca, se dio vuelta y lo miró.

Se había detenido en una esquina. María, que lo venía siguiendo a una distancia de seis o siete metros, le sostuvo la mirada mientras iba a su encuentro, sin variar en lo más mínimo el paso. No tenía nada en mente, pero avanzó hacia él como si supiera lo que iba a hacer. Israel, por su parte, no lo reconoció, pero se dio cuenta de que algo andaba mal.

—Israel.

—¿Te conozco?

Eso fue todo lo que hablaron. Sorpresivamente, María lo agarró del cuello, lo arrastró hasta un edificio y le golpeó con todas sus fuerzas la cabeza contra la pared. Israel quedó atontado. María le apretó el cuello con las dos manos, mirándolo a los ojos. Tenía el cuerpo echado hacia adelante y se empujaba con un pie bien afirmado en el suelo para aumentar la presión de las manos. Estaba tan furioso que empezó a salirle sangre de la nariz. La sangre le mojaba los labios. Sopló y la cara de Israel se llenó de pequeñas chorreaduras rojas, algunas con forma de lágrima.

María miró a un lado y a otro y sintió la extrañeza de matar a alguien en plena calle sin que nadie lo advirtiera. Israel no ofrecía ninguna resistencia, más allá de la resistencia natural de un cuello tan ancho y duro como el suyo; luchaba apenas por mantener los ojos abiertos: sus pupilas se bamboleaban, flotaban en sus órbitas sin fijarse a nada…

María lo atrajo un poco y volvió a descargar su cabeza contra la pared. Esta vez fue un golpe mucho más violento que el anterior.

Israel cerró los ojos. El peso de su cuerpo se duplicó. Recién entonces María aflojó la presión de las manos.

Después corrió. Se detuvo cuando sintió que le faltaba el aire. Tuvo la impresión de que había sido todo muy rápido y que había huido del lugar del crimen a tal velocidad que recién ahora Israel, a dos o tres kilómetros de allí, terminaba de desplomarse.

Se sentó en el umbral de una puerta, a mitad de cuadra en una calle oscura. Un hombre pasó a su lado llevando una pizza en su caja de cartón sobre la palma de una mano.

—¿Tiene hora? —le preguntó María.

—No.

El hombre se alejó. María se puso de pie, metió una mano en el bolsillo y palpó la llave de la mansión. Después volvió a sentarse. Un cartonero se le acercó empujando un changuita de supermercado y, sin detenerse, le preguntó:

—¿Tiene hora?

—No —dijo María, y se quedó pensando para qué querría saber la hora un cartonero. Probablemente el hombre de la pizza había pensado lo mismo de él. Debían de ser las ocho, quizá las nueve de la noche.

La puerta ante la que estaba sentado se abrió de golpe y una chica estuvo a punto de caerle encima. La chica retrocedió asustada y se escudó detrás de un chico enjuto y pálido vestido de negro, con un gorrito de lana que decía Porn en rojo calzado hasta las cejas.

—Permiso —le dijo el chico.

María se levantó para darles paso.

Los chicos salieron uno detrás del otro y se alejaron rápido, tomados del brazo, cuchicheando. María registró la mirada de la chica: le había mirado la nariz. Se tocó con un dedo. Por encima del labio superior tenía una cáscara, un bigote hitleriano de sangre seca. Trató de limpiarse con saliva, pero terminó haciéndolo con agua del cordón de la vereda. Se pasó el puño de la camisa por la boca, secándose, y caminó hasta la esquina.

La próxima vez que preguntó la hora, ya en los alrededores de la mansión, le dijeron que eran las tres. Hasta ese momento caminó sin rumbo, aunque siguiendo adrede las calles más transitadas, en las que sentía que pasaba más inadvertido que en las calles desiertas, iluminadas o no. Adelante o atrás, y en las calles laterales, había grandes focos de luz en los que la gente se apiñaba como insectos: un cine, un shopping, una discoteca, zonas a veces muy amplias y a veces reducidas, rodeadas de penumbra o de oscuridad.

Alguna vez, si no recordaba mal, había paseado por allí del brazo con Rosa, mirando vidrieras y comentándolo todo. Rosa solía comparar el precio de la ropa con el costo de algunos servicios públicos o de alimentos; se indignaba al hacer la lista de las cosas que podía comprar en un supermercado con lo que costaba un jean, o al sacar la cuenta de que el valor de un par de medias equivalía a diez o doce o quince viajes en colectivo (según el precio de las medias) o a un mes de gas (cuando encontraba medias baratas, le parecía caro el gas).

Hacía rato que venía acariciando distraídamente un papel en el bolsillo. Lo sacó. Era un billete de diez pesos. El billete estaba allí desde el comienzo de todo…

Lo primero que pensó fue en llamar a Rosa. Necesitaba monedas. Unos metros más adelante había un McDonald’s. Entró, fue hasta una de las cajas y se puso en la cola. Cuando llegó su turno pidió uno de los combos y el vuelto en monedas. Después se sentó a la única mesa libre y devoró la hamburguesa y las papas fritas sin levantar la vista, aturdido por el bullicio, incómodo con la luz, paranoico por su contraste con las decenas de chicos que iban o venían del cine, y presionado por una familia completa que se paseaba cargada de bandejas en busca de un lugar donde sentarse.

Salió. En la puerta había un teléfono público. Discó el número de la mansión y apenas tres llamados después oyó la voz de Rosa:

—¿Hola?

—Rosa, soy yo. ¿Qué pasó que no fuiste?

—María, perdoname. No pude. Quería, iba a ir, pero la señora me había sacado un turno con un doctor y no le pude decir que no.

—¿Para qué te llevó al doctor?

—No, nada… para una revisación…

—¿Te sentís mal?

—No, no, tuve un mareo y… qué sé yo, la señora últimamente me cuida como si fuera de oro. ¿Así que fuiste?

—¿Y cómo no voy a ir? Quería hablar con vos. Te estuve esperando.

—¿Y mañana?

—Mañana no sé si voy a poder… Era hoy.

—¿Dónde estás? Escucho un lío bárbaro…

—En la calle.

—Ahora me doy cuenta, mirá vos: es la primera vez que hay ruido atrás tuyo cuando me hablás. ¿Antes de dónde hablabas, de una casa?

—Sí…

—Te juro que había llegado a pensar que… —dijo Rosa y se interrumpió.

—¿Qué habías llegado a pensar?

—Nada, nada, no me hagas caso… —dijo Rosa. Sonaba desilusionada, como si el amor de María por ella fuera más grande en la cárcel que en la calle.

—Escuchá, Rosa, estoy en un teléfono público y se me va a cortar en cualquier momento. Esperá que pongo otra ficha… ¿Pero qué hice con las monedas? ¿Hola?

—Sí.

—Esperá un segundo que no sé qué hice con las monedas… Ahí está… ¿Qué decías?

—Vos me ibas a decir algo…

—Ah, sí. Yo… —hizo una pausa y después dijo—: ¿Me estás tratando con distancia o me parece a mí? ¿Qué pasa, ya no me querés?

—¿Por qué me preguntás eso?

—Porque lo siento.

—No… bueno, María… pasó tanta agua por abajo del puente que…

—¿No te había hecho ilusión verme hoy, como habíamos quedado?

—¡Seguro! Miraba la hora a cada rato, pero…

—¿Ahora qué hora es?

—Ahora no puedo.

—Ya sé, pero igual, ¿qué hora es?

—Once y diez.

—¿Cómo te encontró el doctor?

—Bien, todo bien. ¡Ay, María —exclamó de pronto Rosa—, si por lo menos me dijeras algo, por qué desapareciste, por qué hoy podías encontrarte conmigo y mañana no… y por qué no pudiste nunca! ¡En el fondo es todo culpa tuya!

—¿Qué es culpa mía?

—¡Me dejaste así… no volviste más… pagando quedé y con el corazón…! ¡A veces te juro que te odio! ¡Sí, te odio, te juro! Y hoy que por fin te iba a ver te odié más que nunca, María. ¿Me vas a perdonar alguna vez?

—¿Si yo te voy a perdonar a vos?

—Sí…

—¡Yo no tengo nada que perdonarte, Rosa! Hoy te quería ver para decirte justamente que lo único que quiero es estar cerca tuyo y cuidarte, y…

Se hizo una pausa. Un pájaro pasó volando. María no pudo evitar seguirlo con la vista. Rarísimo: un pájaro blanco, a menos de cinco metros de altura sobre la avenida Santa Fe, a las once de la noche, volando en el sentido del tránsito…

—¿No vas a volver nunca, no? —preguntó Rosa.

—Algún día…

—Sabía que ibas a decir eso…

—Entendeme…

—Sabía…

—¿Qué es lo que tendría que perdonarte yo, Rosa? En ese momento la comunicación se cortó.

En la cocina de la mansión, con el teléfono todavía en la mano, Rosa dijo:

—Estoy embarazada… —sabiendo que María no podía escucharla.

—Te perdono —dijo él con los ojos llenos de lágrimas, y colgó.